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Veinticinco

El tío Antonio sale esa misma noche.

¿De verdad se cree que voy a cumplir mi promesa de no regresar a Ai’oa? Si es así, los científicos fracasaron estrepitosamente en su propósito de dotar de una inteligencia por encima de la media a los sujetos sometidos a la flor elísea.

Lo observo de lejos durante todo el día. Cuando se levanta después de la cena, les digo a la tía Brigid y a la tía Nénine, que se sientan conmigo, que me quiero ir temprano a la cama. Esperando que eso baste para disculpar mi ausencia esa noche del salón y de la piscina, me escabullo siguiendo los pasos del tío Antonio.

Él pasa por el edificio de dormitorios donde está su habitación, y aguardo en la escalera a que vuelva a salir. Llevo el collar que me regaló Eio, pero el cuello de la camisa es lo bastante alto para taparlo. En ese momento lo saco y lo mantengo en la mano mientras espero. Los suaves contornos de la talla ya me resultan familiares.

Al cabo de varios minutos, el tío Antonio vuelve a salir por el pasillo vestido con ropa oscura. A partir de entonces, es fácil ir detrás de él: los abundantes árboles del complejo me proporcionan buenos escondites mientras lo sigo.

Varias veces mira hacia atrás para comprobar que no hay nadie cerca, pero yo dejo actuar a mis reflejos. Mis ojos notan que su cabeza se va a volver casi antes de que eso suceda, y me escondo detrás de un árbol o arbusto para que no me vea. Finalmente, entra en el edificio que alberga los generadores de energía. Espero varios segundos, y me voy sigilosamente tras él.

La sala está iluminada con luces rojas que están dentro de unos apliques amarillos sujetos a las paredes. Los generadores son enormes cilindros que zumban y chirrían día y noche, proporcionando electricidad al complejo. Aunque gritara, el ruido de las turbinas impediría que me oyera el tío Antonio. Me cuesta un minuto encontrarlo. Está en el rincón trasero, en la oscuridad, hurgando en un armario metálico que está colocado contra la pared.

Oigo un golpe metálico y un largo chirrido cuando separa el armario de la pared. Detrás del armario, en la penumbra, hay una puerta apenas visible. No me llegará más arriba del ombligo. El tío Antonio la abre y se mete por ella. Luego tira hacia él del armario para ocultar la puerta.

Bien. La cosa parece pesada, pero tengo que intentarlo, o tal vez no vuelva a ver Ai’oa nunca más. Aguardo unos minutos para darle ventaja al tío Antonio, y entonces me enfrento al armario a base de gruñidos, maldiciones y forcejeos, hasta que consigo abrir el espacio suficiente para meterme por él. Me cuesta un rato encontrar la manilla de la puerta, y aún más volver a arrimar el armario contra la pared.

Una vez logrado, hasta mi considerable reserva de estamina ha quedado casi agotada, y tengo que pararme para recuperar el aliento. ¿Les habría costado mucho hacerme también extrafuerte, lo mismo que me hicieron extraduradera? Decido que, en cuanto entre en el equipo Inmortis, consideraré prioritario descubrir cómo aumentar la fuerza genéticamente. El túnel es húmedo y sucio, y tengo que avanzar a tientas en la oscuridad. Pienso en serpientes y me estremezco, pero sigo adelante. ¿Este túnel lo excavaría el tío Antonio? ¿O lo harían años antes, cuando se construyó Little Cam? Me imagino que la paranoia del doctor Falk por ver Little Cam totalmente cerrado pudo invitar a alguien a construir aquel túnel. Si fue así, ¿cómo lo encontraría el tío Antonio?

No pasa mucho tiempo hasta que el túnel da a una trampilla en el suelo de la selva. Está cubierta de hojas y hierbas, que tengo el cuidado de volver a poner en su sitio después de salir.

Al tío Antonio no se lo ve por ningún lado, pero eso ya no es problema. Ya tengo mi salida, y conozco el camino a partir de donde ahora me encuentro tan bien como conozco el camino desde la casa de cristal al comedor.

La aldea está tranquila, como la noche en que la vi por primera vez, con Eio, desde los árboles. No hay banquete para recibir al tío Antonio. Pero eso es normal: el tío Antonio forma parte de la tribu aún más que yo.

Debe de estar viéndose con Eio, pero ¿dónde? Escucho, pero no oigo nada.

Resignada a una búsqueda larga y difícil, empiezo a escudriñar la selva que rodea Ai’oa. Cuando me encuentro en la zona sur de la aldea, entre las casas y el río, veo una luz a mi izquierda. Yendo con cautela a través de los árboles, usando toda mi habilidad para no hacer ningún ruido, encuentro una cabaña que no había visto nunca, metida entre el follaje. Está fuera de la vista de la aldea y completamente aislada, cosa infrecuente para los ai’oa, que prefieren vivir arrimados unos a otros.

Hay una ventana pequeña, y yo me siento debajo de ella a escuchar, con la espalda a la pared.

—Me da igual —está diciendo Eio, y yo sonrío al oír la rabia de su voz. «También a ti te ha leído la cartilla el tío Antonio, ¿eh?»—. Quiero volver a verla. Y muchas veces.

—¡Tú no comprendes el peligro en que la pones, Eio! —exclama el tío Antonio—. No puedes comprenderlo.

—Sí que lo comprendo. Conozco la historia de lo que te sucedió cuando te pillaron tratando de escapar.

«¿Qué?».

—¡Lo que le harían a Pia sería aún peor, y durante más tiempo! No se pueden arriesgar a perderla. A mí se conformaron con castigarme. Pero Pia es demasiado valiosa para correr riesgos. La encerrarían como hicieron conmigo, pero en vez de un mes serían años. ¡Años, Eio!

«No es posible. ¡No me harían eso a mí!». Intento tragar saliva, pero tengo la boca seca. «¿Serían capaces?».

—Ella ya vive en una jaula. ¿Qué diferencia habría?

—Te crees un gran tipo hablando de esa manera, ¿verdad? ¿Qué harías, Eio, si la encerraran por culpa tuya? ¿Serías capaz de vivir contigo mismo?

—Treparía la valla y la sacaría de allí.

—No podrías, es…

—¡Ya sé lo que es la electricidad! —La voz de Eio suena más fuerte y rabiosa—. ¡No soy un ai’oa ignorante, padre! ¡La mitad de mí pertenece a este lugar, a la selva, sí, pero la otra mitad pertenece al otro lado de la valla, donde estáis Pia y tú!

—Mira, hijo —dice el tío Antonio, usando tono de persona razonable—: Lo comprendo, sé lo que sucede entre vosotros dos, porque hace veinte años yo me vi en las mismas. Tu madre y yo. Y mira… mira cómo resultó. —Su voz se vuelve pastosa—. Aquello nos destruyó a los dos, Eio. ¿Te atreves a correr ese riesgo? Sé lo que sientes. Confía en mí, lo sé. Yo también lo sentí. Os creéis que nada importa siempre y cuando estéis juntos, que nada podrá separaros ni haceros daño porque lo que sentís el uno por el otro, de algún modo, os protege…

«Lo que sentís». Me inquieto. La mano de Eio sobre la mía, apretándola contra el corazón.

—Tú no sabes qué es lo que sentimos —protesta Eio—. Tú no sabes nada. Yo la salvé de la anaconda, ¿sabes?

—Muy noble. Pero los hombres que están dentro del complejo son peores que las anacondas, Eio. Son un nido de víboras y no dudarán en clavarte sus colmillos envenenados.

No puedo aguantarlo más. Eio no debería soportar la bronca él solo. Me pongo en pie y asomo la cabeza por la ventana.

—Por si no lo recuerdas, tío Antonio, fui yo quien salió de Little Cam, yo solita. Eio no tuvo nada que ver.

Los dos me miran anonadados. Tienen la cara roja de tanto gritar, y las narices a solo unos centímetros de distancia una de la otra. Para mi sorpresa, veo que Eio es casi tan alto como el tío Antonio. El parecido entre los dos es increíble: la misma mandíbula cuadrada, la misma boca dura, el mismo hoyuelo y la misma complexión fuerte. Al fin y al cabo, Eio desciende, lo mismo que yo, de individuos especiales, muy seleccionados. «No perfecto», me recuerdo, «pero casi».

—Pia, me prometiste… —dice el tío Antonio con su voz suave, que es aún más peligrosa que su voz fuerte.

—Te mentí. Soy capaz de hacerlo, ya sabes. Al fin y al cabo, estoy más allá de la moralidad.

—¿Dónde has oído eso?

—¿No lo adivinas? —pregunto a mi vez, mirándolo de frente.

Él suspira. Los dos lo decimos a la vez:

—Harriet.

Entro por la ventana y miro a mi alrededor. Aquella no es una casa ai’oa, sino claramente algo que han levantado Eio y el tío Antonio.

En las paredes cuelgan fotos de personas entre mapas y fotos de ciudades, océanos, montañas y lugares que nunca ni siquiera había imaginado. Hay etiquetas, adhesivos, cajas, micrófonos, radios, cámaras, ropa… Cojo un libro titulado Historia de dos ciudades, y observo en él la imagen de un hombre vestido de manera muy extraña que aparece de pie en un carro de madera, rodeado por una multitud furiosa. Tras posarlo, cojo otro llamado Obras completas de William Shakespeare y suelto una risotada breve y amarga. Debajo de este libro hay otro encuadernado en cuero negro con las palabras Santa Biblia estampadas en oro. Está hecho jirones… ¿será el favorito del tío Antonio, tal vez?

Aquello es una colección de cosas ilegales que al tío Antonio no le dejarían tener en Little Cam, una colección centrada en un tema: el exterior. ¿Eran cosas que había traído con ayuda del tío Timothy, o las había encontrado por sí mismo? Que yo sepa, nunca ha ido más allá de Ai’oa.

—¿De dónde ha venido todo esto? —musito.

El tío Antonio parece a punto de estallar.

—Tú… es… ¡aaaj! —Levanta las manos—. Me ha costado toda una vida coleccionar todo esto. Y en cuanto descubran tus escapadas, lo encontrarán y lo destruirán.

—¿Quién excavó el túnel?

—No lo sé, alguien me lo enseñó. —Palidece—. ¡Pia! Alguien verá el armario…

—No te preocupes. —Hago un gesto displicente con la mano—. Volví a ponerlo en su sitio.

—¡Esto no es un juego, Pia!

—¿No lo es? —Me siento temeraria y salvaje. Tengo demasiadas cosas en la cabeza: el apasionado sermón que me echó el tío Paolo, las lágrimas, los secretos del tío Antonio vertidos como canicas de un tarro, Eio… sentimientos…—. Quizá sea un juego desde el comienzo al final. El nacimiento, la vida, la muerte… Solo que algunos seguiremos jugando para siempre. —Ladeo la cabeza y examino la foto de una mujer rubia que intenta que no se le suba la falda mientras permanece sobre una salida de aire—. ¿Significa eso que yo gano?

—Estás diciendo cosas absurdas, Pia —suelta nervioso el tío Antonio.

—¿Y qué? —Lo absurdo es bueno. No significa nada, ni hace ningún daño. Es como ese caos que tanto teme el tío Paolo. Tal vez la razón sea algo más pulcro y ordenado, pero el absurdo es liberador. Si uno no dijera más que cosas absurdas, nadie esperaría nada de él. Y no tendría que cumplir con las expectativas, ni que superar pruebas—. ¿Por qué quisiste escapar? —le pregunto.

Se pasa una mano por el cabello.

—Tenía miedo. Sabía que si alguien averiguaba lo que estaba haciendo, lo pagarían Larula y Eio, y tenía que mantenerlos a salvo. Pensé que si nos íbamos… Pero ni siquiera logré salir por la valla: me pillaron con las manos en la masa, con el equipaje y todo preparado.

—¿Te encerraron? —pregunto en un susurro.

—¿Dices que viste el ala clausurada de Laboratorios B?

Se me abre la boca, y por un instante soy incapaz de decir nada. Mis peores miedos, los que no me había atrevido a expresar en voz alta, quedan confirmados.

—¿O sea que aquellos cuartos son para personas? ¿Por qué tienen esos cuartos, tío Antonio?

—Por si acaso… hubiera otro incidente… Accidente.

—Como el de Alex y Marian.

—Sí, como el de Alex y Marian. Yo tenía diez años cuando se fugaron, ya sabes. Tardaron varios años en concebir. Eso dio lugar a chistes entre los empleados de rango inferior, bien lo recuerdo. —Suspira—. Estaban locos el uno por el otro, aquellos dos. Hasta yo me di cuenta, y no era más que un niño. Siempre estaban juntos, completamente inseparables. Entonces llegaron las noticias: un bebé en camino. Todo el mundo respiró más tranquilo, sabiendo que el plan seguía viento en popa. Pero entonces se fugaron.

—¿Por qué?

—Tenían sus buenos motivos. —Vuelve a aparecer el miedo en sus ojos—. Casi lo logran, no como yo.

—¿Qué les pasó? —pregunto en un susurro.

—Hay distintas versiones. Algunos dicen que sus perseguidores les dispararon. Otros dicen que se ataron rocas a los pies y saltaron al río, que se ahogaron ellos y la recién nacida.

La que tenía que haber sido su pareja. ¿Qué pensaría al oír las noticias el tío Antonio, un niño de diez años que vivía entre científicos y que estaba destinado a ser el padre de un inmortal?

—Supongo que no serían asesinados.

El tío Antonio lanza un suspiro:

—No lo sé. No.

Nos quedamos callados. Me quedan más preguntas, pero tengo miedo de las respuestas. La noche ya ha traído demasiadas revelaciones para resultar confortable. Sin embargo, hay algo que sí necesito saber.

—¿Por qué se escaparon, tío Antonio? ¿Qué podía haber que mereciera la pena morir por ello?

Tarda un rato en responder. Toquetea una radio. No se oye nada más que ruido blanco. Eio también mira, esperando callado, y frotándose el labio con el pulgar, como ausente. Finalmente, el tío Antonio apaga la radio, pero en vez de responder, me escudriña y se rasca la barbilla, como si se le hubiera olvidado que ya no hay barba en ella. Estoy a punto de repetir mi pregunta cuando él responde por fin:

—Pia, quiero que te vayas de Little Cam. Para siempre. —Me mira de frente—. Y quiero que sea esta noche.