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Veintitrés

Una décima de segundo después de soltar la valla, pasa crepitando por los alambres el siguiente impulso eléctrico. Caigo en el otro lado, en cuclillas, y me meto corriendo entre el follaje. Con el corazón resonando en la caja torácica, me apoyo en el tronco de un árbol y me deslizo hasta el suelo.

Me ha faltado muy poco para hacer sonar las alarmas del tío Timothy.

Pero lo he logrado.

Me levanto temblorosa y miro hacia la valla para asegurarme de que nadie ha presenciado mi fuga. Tras varios minutos de silencio, recobro el pulso y me interno en la selva.

El día es más cálido de lo normal, y mi camiseta sin mangas enseguida queda empapada de sudor. El perpetuo zumbido de las cigarras resulta casi ensordecedor, y casi tapa los sonidos de los pájaros. Cuanto más adentro voy, más oscuro resulta, con la luz del sol penetrando solo en doradas barras desde el cielo. Desplazarse de la fresca sombra a uno de esos cálidos cilindros de luz es como pasar de la noche al día, o del agua al fuego.

Puede que me encuentre fuera de Little Cam, pero las palabras del tío Smithy aún me persiguen, impregnándome como un perfume: «Eres nuestra esperanza… no nos falles… eres nuestra esperanza…».

Echo a correr, como si pudiera dejarlo todo atrás (a Achís, al tío Paolo, la jeringuilla…) simplemente por moverme muy aprisa. Los árboles pasan a mi lado emborronados, y yo me muevo con tanta suavidad por el suelo de la selva que tengo la sensación de no estarme moviendo, de que es el mundo el que pasa demasiado aprisa a mi lado, demasiado imprudente, demasiado descontrolado.

Voy corriendo tan rápido que, cuando llego a Ai’oa y me detengo, patino en el suelo levantando una polvareda. Eio está en pie con los hombres y muchachos, agrupados todos alrededor de una fogata, y sosteniendo con ayuda de hojas unas ranas venenosas de dardo. Apenas noto lo que está pasando y me voy derecha a Eio. Le cojo la mano y le susurro al oído:

—Vámonos.

—Pero… íbamos a salir a cazar. Estábamos a punto de hacer la ceremonia del sapo.

Le agarro más fuerte la mano:

—¡Por favor! Necesito escapar de todo por unas horas.

Él asiente sin palabras, y entrega a Burako los palos ardientes que sostiene. Burako me dirige una mirada de reproche. Los dejamos a todos atrás y empezamos a caminar hacia el río. Los ai’oa cuchichean y se ríen al vernos pasar, pero yo no hago caso. Cuando llegamos al final de la aldea, empiezo a correr de nuevo.

—¡Pia! —me llama Eio—. ¿Qué sucede?

—¡Vamos!

No está lejos del río. Me deslizo por el terraplén y me detengo en la orilla del agua, y Eio, intentando alcanzarme, está a punto de caerse al río. Yo lo cojo y tiro de él hacia atrás.

—¿Qué pasa? —pregunta—. ¿Ha sucedido algo?

—No. No, es solo… que necesitaba salir.

—¿Te han hecho daño? Esos extranjeros… ¿te han hecho algo? Los vimos irse. Bajaron por el río hace una hora en su lancha motora. Tenía miedo de que te llevaran con ellos. —Se vuelve de tal modo que se queda mirándome de frente—: Pensé que habían venido para llevarte.

—No, no vinieron a eso. Al menos no esta vez. —Miro fijamente al agua. Bajo el sol, las ondas se vuelven de color marrón y cobre.

—¿Volverán?

«No si hago lo que me dicen y paso la última prueba…», pienso, y respondo:

—No. De momento no.

Asiente con la cabeza, y después hace una mueca.

—¿Viste lo que llevaba puesto esa loca karaíba? Toda de blanco, tela ligerísima. Iba llena de barro. Era un atuendo casi tan absurdo como aquel vestido que llevabas tú, ¿te acuerdas?

—Me acuerdo. —Intento sonreír, pero la sonrisa no me llega a los ojos. Sigo demasiado disgustada por la prueba wickham de aquella mañana. Ya me parece algo terrible, y aún no lo he hecho.

Los dedos de Eio giran suavemente mi barbilla para colocar mis ojos justo delante de los suyos. Me coge un cabello y pasa lentamente los dedos por él.

—No puedo perderte, Ave Pia —susurra.

Está tan cerca que puedo oler la selva en su piel: bananas y papaya, el humo de las fogatas de Ai’oa, el olor de la tierra y el río. Su aroma es embriagador. Se desliza a mi torrente sanguíneo y me pasa por el corazón, balsámico y electrizante al mismo tiempo. Con este chico podría recorrer toda la circunferencia de la tierra o podría quedarme aquí toda la eternidad. No me importa qué, con tal de que esté a mi lado. ¿Qué clase de ciencia es esta?

—Ven conmigo —dice—. Quiero mostrarte algo.

Me lleva un trecho río abajo, hasta donde crece una de las ceibas más grandes que he visto, a pocos metros del agua. Las raíces que la sostienen se elevan casi dos metros por encima de nuestra cabeza, y la base del tronco es tan grande como mi dormitorio de la casa de cristal. Eio me lleva hasta el otro lado del árbol, donde una raíz se arquea hacia fuera antes de hundirse en la tierra, ofreciendo un refugio. El musgo cubre la raíz como una cortina, y Eio lo aparta a un lado para que podamos entrar. Incluso de pie, el hueco de la raíz llega bastante por encima de mi cabeza. La luz del sol se filtra a través del musgo, tiñendo de verde claro nuestra piel.

—Mira —dice Eio, pasando la mano por la cara interior de la raíz. En la corteza hay grabado un corazón del tamaño de su mano.

—¿Lo has hecho tú? —pregunto, repasándolo con mi dedo.

Niega con la cabeza:

—Lo hicieron mis padres.

Me aprieto el corazón con la mano.

—¿Cuánto hace de eso?

—Fue antes de que yo naciera. Pero mi madre me lo enseñó poco antes de morir.

—¿Cómo murió?

Se le tensa la piel del rostro, y los ojos, enfocados al corazón, se vuelven fríos.

—Achiri me dijo que era malaria. Pero yo he visto la malaria, y sé que aquello era otra cosa. —Se apoya contra el tronco del árbol, con las manos en los costados—. Mi padre dejó de venir a visitarnos. Yo era muy pequeño y no recuerdo mucho, pero sí que recuerdo cómo a mi madre se le vaciaban los ojos y dejaba de hablar. Se fue a la aldea de los científicos y esperó fuera de la valla de rayo, pero él no apareció. Así que se fue consumiendo. Murió de un ataque al corazón. Murió porque perdió la esperanza de que él regresara.

—Pero él regresó. Tú me dijiste que te visita de manera regular.

—Para entonces ya era demasiado tarde: ella ya había muerto. —Él mira al suelo, y la vena del cuello le palpita de modo evidente—. Se puso muy furioso cuando se enteró. Al principio no quería ni verme. No me hacía caso. Yo estaba enfadado con él, porque pensaba que ella había muerto por culpa suya. Luego empezó otra vez a acudir a Ai’oa para verme. Me dijo que había intentado venir antes de que muriera Míma, pero que los científicos se lo impidieron. Aun así… pasó mucho tiempo hasta que lo perdoné.

Mi mano sigue puesta sobre el corazón tallado, y Eio la cubre con la suya.

—Amaba a mi madre —susurra.

Observo la mano de Eio puesta sobre la mía, y después los tensos tendones de su antebrazo. Vuelvo la cabeza para poder mirarlo a la cara.

—Y tienes miedo de que yo vaya a hacer lo mismo, ¿no? Que vaya a dejarte o que ellos se me lleven.

Él asiente, y sus ojos ardientes abrasan los míos.

—Yo no te dejaré —le digo—. Vendré siempre que pueda…

—¿Es un juego para ti, Pia?

—¿Qué…?

—Venir aquí. Verme. ¿Qué soy yo para ti? ¿Un juguete? ¿Una distracción?

—Eio…

—Te quiero aquí, Pia. Aquí. No encerrada en una jaula. No rodeada de vallas eléctricas y paredes de cristal. No cuando te apetezca ni cuando consigas escabullirte, sino cada día. Todo el tiempo. ¿Crees que podemos seguir así para siempre? ¿Escabulléndote cuando puedas? ¿Y yo siempre esperando, preguntándome si aparecerás o no? ¿Y sin saber cuánto tiempo te quedarás? ¿Sin saber siquiera si volverás?

Lo miro. Me he quedado sin habla.

—Porque para mí, Ave Pia, esto no es un juego. No quiero ser una distracción ni un juguete. No quiero pasarme el tiempo esperando a alguien que podría no venir nunca. Necesito saber qué es lo que quieres. ¿Quieres ser una científica, allí encerrada —señala más o menos hacia donde se encuentra Little Cam—, o quieres ser libre conmigo? Porque no puedes seguir así para siempre. No puedes tenerlo todo. —Me coge las manos—. Ave Pia, vas a tener que elegir.

—No… no sé. No sé, Eio. —Noto lágrimas. Parpadeo para deshacerme de ellas e intento que me salgan las palabras—: Quiero las dos cosas. Te quiero a ti. Quiero a mis inmortales. Quiero… quiero, quiero… —¿qué es lo que quiero?—. Quiero ser de un sitio —susurro al fin.

—Tú podrías ser de Ai’oa. Podrías ser mía.

—No puedo, ¿cómo es que no lo ves? —Frustrada y confusa, me detengo, respiro y empiezo de nuevo, despacio, intentando hacerle comprender—. Yo nunca seré una ai’oa. Puedo vivir en la selva, pero seguiré siendo una extraña. Vosotros los ai’oa sois parte de este lugar. Lleváis la selva en la sangre.

—Eso no importa. Solo importamos tú y yo. El resto no es más que una distracción.

«No, eres tú. Tú eres la distracción… Pero quiero que me distraigas».

—Eio, yo…

Arranca mi mano de la raíz del árbol y la aprieta contra su pecho desnudo, donde tiene el corazón. Dejo de respirar. Me pregunto si notará el pulso acelerándose en mi muñeca, porque late igual de rápido que su corazón.

—¿Conoces la palabra ai’oa para corazón? —pregunta.

Niego con la cabeza.

—Es «py’a». —Estamos tan próximos, que su voz me susurra al oído, y siento el calor de su respiración en un lado del cuello—. Tú eres mi corazón, Pia.

Me mojo los labios. ¿Cuándo se me han quedado tan secos? Su otra mano mece la parte de atrás de mi cabeza, inclinándome el rostro hacia arriba.

—Un cuerpo no puede vivir sin un corazón, y yo no puedo vivir sin ti.

No se me ocurre absolutamente nada que decir. Aquí nada tiene sentido. Nada de esto estaba en los planes del doctor Falk ni en la programación del tío Paolo. No sé qué hacer ni qué decir. No me han preparado para un momento como este. Nadie me dijo que esto podría suceder. El tío Paolo, el tío Antonio, mi madre…, ninguno de ellos me ha musitado jamás una palabra sobre este fenómeno. Nadie me dijo que la piel pudiera arder de estar tan cerca de otra piel.

Ni me mencionaron el deseo de estar más cerca aún.

Veo cada detalle de su rostro. Las líneas de color en el iris, por separado. Cada fino y oscuro cabello que se riza sobre su frente, el asomo de barba, que solo resulta visible en la línea de la mandíbula y sobre los labios. Sus labios…

Los ojos de Eio vagan lentamente hacia mi boca, y él se inclina sobre mí…

—¡Estáis ahí los dos! —exclama una leve voz.

Eio y yo nos separamos como repelidos por una descarga eléctrica. El musgo cruje cuando Ami pasa por debajo de él, con su dorado tamarino al hombro y con la cara un poco verde cuando salta.

—Te hemos estado buscando, Eio. Los demás ya están preparados para salir a cazar, y me envían… —Se para y nos mira, y entonces una sonrisa pícara aparece en su cara—. Ya sé lo que estabais haciendo los dos. —Le da la risita, y le hace a su mono ruiditos de besos.

—¡No estábamos haciendo nada! —digo yo, aunque siento la sangre que me sube a la cara, como si su misión fuera traicionarme—. Solo estábamos hablando. Vamos, Eio no se puede perder su cacería.

Aparto a un lado el musgo y pestañeo ante la luz del sol que aparece de modo repentino. Eio y Ami vienen detrás, la niña arrastrándolo por la mano. Los ojos de él me siguen, pero yo no puedo mirarlo. No quiero que vea lo roja que estará mi cara, y que no paro de tragar saliva. Mi corazón sigue palpitando contra las costillas, y yo evito sus ojos yendo la primera en el camino hacia la aldea.

Luri, cuyo vientre abultado parece a punto de reventar, me ofrece una lanza.

—Puedes mirar, si quieres.

Niego con la cabeza:

—No, gracias. Debería volver a mi casa.

Ella cierra los ojos casi del todo.

—¿Estás bien, Ave Pia? Estos chicos… —Mira a Eio—. A veces se excitan demasiado, ¿no? Tienes que aprender a defenderte, ¿me entiendes? Enseñarle a tener las manos quietas. —Levanta el puño, y sonríe.

—¿Qué? No. Estoy bien. En serio. Solo tengo que volver a casa.

Se encoge de hombros y le arroja la lanza a otro ai’oa. Veo que Eio intenta alcanzarme, abriéndose camino por entre los demás. Yo me vuelvo y empiezo a caminar en dirección a Little Cam. Luego me paro y espero al final de la aldea, hasta que llega él.

—¿Te vas? —me pregunta.

Asiento, con los ojos puestos en los zapatos, aunque después los levanto poco a poco hasta su cara.

—Volveré.

—No tienes por qué irte. —Una sonrisa le asoma en las comisuras de los labios. Se acerca un paso más y susurra—: Míranos mientras cazamos. Luego quizá podamos regresar al río. Sin Ami. —Alza las cejas seductoramente.

Intentando no ceder a la emoción, que me provoca nervios y me invita a decir que sí, sí, sí, niego con la cabeza.

—No, yo… realmente debo volver.

Me mira suplicante, pero se da cuenta de que estoy decidida, porque suspira y asiente con la cabeza.

—De acuerdo. Vamos, pues. Pero primero… —Mete la mano en el bolsillo de sus pantalones cortos y saca algo—. Ten, quería darte esto.

Tiene en la mano un diminuto pajarillo tallado en la misma piedra que el jaguar. Lo ha tallado en actitud de volar, con un ala por encima de la cabeza y la otra por debajo. Un fino cordón, hecho de fibras trenzadas muy apretadas, pasa por un agujero que hay en el ala superior del pajarillo, para formar un collar.

—¡Es precioso, Eio!

Vuelve a encogerse de hombros.

—Solo un detalle, nada especial. Pero es para ti.

—¡Eio le ha dado un regalo a Ave Pia! —grita Ami. Está junto a mi codo, y yo no la había visto hasta que ha hablado—. Eso significa…

Lanzando un grito, Eio la coge por la cintura y la hace girar. Cuando vuelve a posarla en el suelo, le da un fuerte empujón.

—¡Vete! ¡Y deja de hablar! ¡Hablas más que tu madre la mona, no puedes quedarte nunca callada!

Ella le hace una mueca y se va toda indignada. El tamarino dorado corretea a sus pies.

—¿Qué significa? —pregunto con curiosidad.

—Nada. No es nada. Solo una tonte… Puedes devolverlo, ya sabes.

—No, me lo quiero quedar.

—Bien —dice con hosquedad—. No es nada.

A pesar de su aparente despreocupación, me mira atentamente cuando cierro los dedos en torno a la figura y la meto en el bolsillo, bien segura.

—Gracias —susurro, y después añado—: Espérame.

La mirada que me dirige parece decir: «Siempre…».