Son las dos de la tarde, que es cuando normalmente voy al gimnasio, pero no me separo del tío Paolo mientras les da a nuestros invitados una vuelta por Little Cam. La inquietud me acompaña todo el día, y me descubro mirando a la selva con nostalgia cada vez que salimos al exterior, como si esperara que Eio se presentara al otro lado de la valla. Pero no lo hace, afortunadamente. ¿Quién sabe lo que dirían Strauss y László sobre un chico salvaje, sin camisa, que llama a la puerta preguntando por mí?
No soy el único proyecto que Corpus ha venido a comprobar. Hay varias docenas más, llevados a cabo por los científicos que no están en el equipo Inmortis. La mayoría de ellos consisten en la investigación sobre usos medicinales para las plantas autóctonas, y algunos de sus proyectos han dado lugar a nuevas medicinas. Si Little Cam fuera descubierto un día por los que no deben descubrirlo, esos son los únicos proyectos de los que tendrían conocimiento: investigaciones biomédicas que son lo bastante importantes para mantenerlas en secreto, pero lo bastante inofensivas para disipar las sospechas.
Intento mantener toda la distancia posible entre Strauss, László y yo. Cada vez que los veo, me acuerdo de la jeringuilla que he guardado en el cajón de los calcetines de mi dormitorio. Terminamos en una sala llena de cajas de ratas, la mayoría de las cuales son descendientes de Roosevelt. Al recordar a Roosevelt, se me pone un nudo en el estómago. Tenemos docenas de ratas inmortales en Little Cam, pero ninguna de ellas es tan especial como lo era Roosevelt. Fue el primero de su tipo, igual que lo soy yo.
Los científicos tuvieron que poner coto a la reproducción de ratas inmortales hace años, cuando resultó evidente que, de no hacerlo, Little Cam se encontraría invadida. El exceso de ratas inmortales no se podía soltar en la naturaleza, por si acaso alguna era encontrada y se descubrían sus inusitadas cualidades. Por supuesto, ahora que sabemos que el néctar de la flor elísea es letal para los inmortales, podríamos usarla para controlar la población de ratas. Me pregunto si el tío Paolo habrá pensado ya en eso.
El tío Paolo les está mostrando a Strauss y László una jaula de albinos cuando László le hace una seña para que se calle. Saca de su cartera un teléfono vía satélite que está pitando, pero el barullo que arman las ratas es demasiado intenso para que pueda oír nada. László sale de la habitación y cierra la puerta.
Unos segundos más tarde, la puerta vuelve a abrirse.
—¡Nos vamos! —exclama László.
—¿Qué? —dice Strauss con los ojos como platos—. ¿Qué sucede?
—Es Gerard, en Río. Varios ejecutivos de Genisect han llegado y lo están husmeando todo, buscando nuestro rastro. Tenemos que salir ahora mismo, mientras estamos aún a tiempo de desviarlos del camino a Little Cam.
Strauss corre hacia la puerta. El tío Paolo y yo la seguimos.
—¿O sea que se van? ¿Así se sencillo? —pregunto en voz baja mientras recorremos impetuosamente el pasillo.
—No es moco de pavo, Pia —me responde el tío Paolo todo descolorido—. Podría ser ya demasiado tarde. Corpus tiene que darse mucha prisa si quiere desviar la atención de los de Genisect de este lugar.
—Pero ¿qué es Genisect?
—Una corporación rival —responde el tío Paolo—. ¿Recuerdas cuando te comenté que había personas ahí fuera dispuestas a matar por ponerte las manos encima? Pues esos son Genisect.
Me imagino hombres con pistola invadiendo nuestro complejo y disparando a todo el mundo mientras yo permanezco en pie, sin poder hacer nada para detenerlos, y me estremezco.
—O sea que este es el final de la gran visita de Corpus.
Parece decepcionante, después de haberse molestado tanto en prepararse para una visita que, al final, ha durado menos de veinticuatro horas.
—Pero tienes que centrarte en la prueba, Pia. Esto no cambia nada.
Cuando llegamos fuera, corre para ayudar a cargar los todoterrenos, y me dejan sola. Encuentro un lugar en que sentarme, a la sombra de una capirona que hay junto a la salida de los coches. Y observo. Todo es un caos. Hasta Strauss está corriendo, con su maleta de lunares al hombro como si fuera un saco de bananas. Recuerdo lo que dijo de que Genisect sería capaz de entablar la Tercera Guerra Mundial por ponerme las manos encima, y, curiosamente, lo único que se me ocurre pensar es: «¿Ha habido ya dos guerras mundiales?».
Para sorpresa mía, veo al tío Smithy que se sube a los todoterrenos con ellos, llevando sus propias maletas. Debe de estar volviendo al exterior, al fin. Y no puedo dejar que se vaya sin decirle adiós.
Corro hacia el todoterreno, llego a la puerta, y le pongo la mano en el brazo al tío Smithy.
—¡Tío Smithy! ¿Nos dejas ya?
Esperaba que por lo menos permaneciera aquí unas semanas más. El viejo científico sonríe y me da unas palmaditas en la mano. Tiene la piel tan frágil y sutil como el ala de una mariposa, y sus dedos parecen raros sin su obligado pincel. Impresiona pensar que esas manos frágiles puedan haber pintado tantas cosas bellas en el tiempo que han pasado aquí.
—Es el adiós, Pia.
—¿Dónde irás?
—A casa. No te preocupes por mí. Corpus cuida muy bien de sus jubilados. Pienso sentarme en una mecedora y pasar dormitando el tiempo que me quede de vida. No pongas esa cara de aterrada, mi niña: eso es exactamente lo que me apetece.
Hacía mucho que no tenía que despedirme de nadie. La última persona a la que dije adiós fue a la tía Claire, la doctora en medicina que estuvo aquí antes que la tía Brigid.
—Te echaré de menos. Me acordaré de nuestras sesiones de pintura.
El tío Smithy estudia mi rostro y mueve la cabeza lentamente, en señal de negación.
—Cuarenta y tres años le he dedicado a este lugar. ¡Cuarenta y tres años en esta selva dejada de la mano de Dios, pero no lamento ni un minuto del tiempo que he pasado aquí!
—¿Por qué?
—Porque —me coge la mano y me la aprieta, y el apretón resulta sorprendentemente fuerte para alguien tan viejo— haber estado aquí ha supuesto tocar la eternidad. ¡Eres nuestra esperanza, Pia, no nos falles!
Incapaz de responder a causa del nudo que tengo en la garganta, asiento con la cabeza. Aunque odio pensar tal cosa, tengo la sensación de que aquellas palabras han sido puestas ahí por otro que no es el tío Smithy. Casan demasiado bien con la prueba que me han planteado esta mañana. Pero no se lo tengo en cuenta. El tío Smithy ha sido siempre bondadoso conmigo, y lo echaré mucho de menos.
Los todoterrenos están listos para arrancar. Strauss grita a los conductores que suban, y las cancelas se abren chirriando. Ha pasado menos de una hora desde que László recibió la llamada.
Los vehículos penetran en la selva atronando con sus motores y a una velocidad suicida. Al cabo de unos minutos, el ruido de los motores se pierde, reemplazado por el canto de los pájaros y el chillido de los monos.
Little Cam queda como mareada por aquella visita relámpago, y todo el mundo parece un poco aturdido, alrededor de la cancela, con la mirada perdida tras los todoterrenos. Ayer por la mañana aparecieron de improviso y ahora se han ido, y es como si nunca hubieran estado aquí.
Bueno, casi. Han dejado tras ellos una prueba de su visita, y la tengo escondida en el cajón de los calcetines.
Cuando pienso en mi prueba wickham, un escalofrío me recorre la columna vertebral. Quiero alegrarme de que Strauss y László se hayan ido, pero solo logro sentir una tristeza abrumadora. ¿Cuánto tiempo podré retrasarlo? ¿O sería mejor que diera ya el paso y acabara de una vez?
Intento pensar en la prueba de un modo racional, científico: «Es todo por una gran causa. ¿Quién sabe? Quizá el tío Sergei encuentre una vacuna para el VIF estudiando las células de Achís».
Pero eso no me sirve de ayuda. Sigo sintiéndome fatal al pensar en la jeringuilla, en pasar la prueba, en todo ello. Tal vez tuviera razón el tío Paolo, tal vez no estoy preparada todavía. Desde luego, no veo qué tiene que ver matar a Achís con entrar en el equipo Inmortis. Esa inyección no parece que venga a santo de nada. Tal vez si estuviera ayudando al tío Sergei a encontrar una vacuna, la prueba tendría sentido, pero mi investigación futura no tiene nada que ver con los ocelotes ni con el VIF ni con el pentobarbital.
Pero si no paso la prueba, Strauss despedirá al tío Paolo y tal vez también al resto del equipo de Inmortis. Decirle adiós al tío Smithy ya ha resultado bastante duro. No podría soportar la pérdida de todos los demás. «Tú eres nuestra esperanza», me ha dicho el tío Smithy. Tal vez el tío Paolo o Victoria Strauss le pidieran que me dijera esas palabras, pero no importa.
Sintiéndome desgarrada en todas direcciones, tengo que hacer un esfuerzo para no ponerme a gritar. Ojalá no hubieran venido nunca los de Corpus. Ojalá no se hubiera ido el tío Smithy. Ojalá no hubiera una jeringuilla con veneno en mi cajón de los calcetines. Ojalá, ojalá… Ojalá estuviera con Eio, precisamente ahora.
El anhelo me invade, fuerte y rotundo. Necesito salir de Little Cam, al menos por unas horas. Tengo que aclararme la cabeza, encontrar mi racionalidad. La valla alrededor de Little Cam parece encogerse y comprimirme dentro, aplastándome los pulmones y no dejándome aire para respirar. Desde el otro lado, la vastedad de la selva me invita.
Me doy cuenta de que soy la única que queda junto a la cancela. Todos los demás se han ido hacia los laboratorios o los dormitorios, seguramente para reflexionar sobre la visita de Corpus y lo que significa para el futuro de Little Cam. Me pongo a buscar a la tía Harriet y la encuentro sentada en su laboratorio, la cabeza inclinada sobre una fotografía que hay en la mesa.
—¿Tía Harriet?
Ella se enderecha y se gira. Su mano recoge la foto de la mesa y la guarda en un bolsillo. Tiene los ojos enrojecidos, como si hubiera estado llorando.
—¡Ay, Pia!
—¿Estás… bien? —digo, permaneciendo, insegura, en la puerta.
—Por supuesto que sí. —Se frota los ojos con el pulpejo de la mano—. ¿Qué quieres?
—Necesito salir por un par de horas. ¿Tienes alguna otra idea aparte de usar el todoterreno?
—Pia… —Se agarra una mata de pelo y cierra los ojos—. Realmente no es el momento adecuado. Andan todos muy agitados con el asunto de Corpus, y eso los vuelve impredecibles. Y acaban de doblar la presión sobre mí, diciendo que quieren tener para fin de año clones de ratas inmortales, y no puedo, precisamente ahora, perder el tiempo sacándote del complejo y volviendo a meterte en él. —Abre los ojos y me dirige una mirada de desesperación—: Lo siento. Espera unos días a que todo se calme.
Tras un momento de silencio, muevo despacio la cabeza en señal de aceptación, y me vuelvo por donde he venido sin responder. Obviamente, la tía Harriet soporta tanta presión como el tío Paolo.
«¡Bueno, puedo escaparme yo sola!».
Recorro el perímetro del complejo buscando agujeros en la valla. No hay ninguno. De hecho, veo sitios en los que el tío Timothy ha hecho que la refuercen, seguramente el día en que se descubrió el agujero de mi primera escapada. Si voy a encontrar una salida, tendrá que ser más arriba.
La alambrada termina a más de cuatro metros de altura, aunque las barras horizontales llegan más alto. Técnicamente, podría trepar la valla, ya que la electricidad no me puede herir. Pero me dolería, y seguramente no habría llegado a la mitad cuando mis manos se soltarían por propia voluntad. Además, para entonces la alarma ya se habría disparado en la casa del guarda, y los hombres del tío Timothy me atraparían en cosa de segundos.
Segundos.
El impulso eléctrico pasa por la valla cada 1,2 segundos, lo que significa que, en teoría, podría saltarla si fuera muy, muy rápida. Pero no creo que pueda escalar más de cuatro metros en menos de un segundo, por mucha prisa que me dé. Sin embargo, si no fuera necesario trepar esos cuatro metros…
Corro por el perímetro de la valla hasta que me encuentro detrás del edificio de mantenimiento. Es la parte más aislada de Little Cam… y la más llena de maleza. Un bucayo ha crecido sobresaliendo de la enmarañada maleza, y sus ramas empiezan a bajar al suelo y retorcerse hacia fuera, llenas de brillantes flores de color escarlata que recuerdan el pico del tucán.
Es perfecto.
Me impulso hacia arriba, trepando tal como lo hacen los monos, empleando los pies tanto como las manos. Cuando estoy al nivel de la parte superior de la alambrada, me detengo. Podría seguir subiendo para llegar a las barras que se encuentran por encima de la alambrada, pero son demasiado lisas para agarrarme a ellas, y seguramente me resbalaría y caería seis metros hasta el suelo. Tendré que saltar, agarrarme a la alambrada, dar la vuelta, y luego al suelo, todo eso en menos de 1,2 segundos.
La rama en la que estoy agachada es robusta. La agarro con las manos, cierro los ojos, y respiro lo más hondo y lento que puedo. Y escucho.
El tío Paolo ha comprobado la calidad de mis oídos muchas veces, pero yo nunca me había concentrado en escuchar tanto como ahora. Descarto todos los sonidos que no me interesan (los chillidos de los monos capuchinos, el viento en las hojas, los latidos de mi propio corazón…) y me concentro en el ruido más sutil de todos: el casi imperceptible sonido de la electricidad al pasar por la valla. Al principio no es más que un monótono zumbido en mi oído, y si muevo mi cabeza solo un centímetro, lo pierdo por completo. Pero cuanto más escucho, más claros llegan los impulsos eléctricos. Zum… zum… zum… Mi mente aprende el patrón: 1,2 segundos, como un reloj.
Abro los ojos pero mis oídos siguen conectados a la valla. Tenso los músculos, preparándome, espero el instante preciso… y salto.