imagen2

Veinte

Desde mi escondite, debajo del equipaje, oigo el chirrido de la cancela cuando entramos en Little Cam, seguido de los gritos que profieren los que acuden a saludar a los visitantes. Imagino las caras sonrientes de los científicos que tratan de ocultar su nerviosismo, y los ojos de curiosidad del personal de mantenimiento que atisban desde detrás de la multitud. Se supone que tendría que estar entre ellos, me imagino que delante de todos, al lado del tío Paolo, para ser lo primero que vieran los de Corpus al entrar por la cancela de nuestro pequeño complejo. Siento el impulso de apretar la cara contra la maleta de lunares y lanzar un grito de rabia. ¿Por qué han tenido que llegar dos días antes? Esta mañana no me dijeron ni media palabra de esto, así que supongo que nadie estaba al tanto.

Tal vez esta gente de Corpus quisiera sorprendernos. Pillarnos con la guardia baja. Como las preguntas con trampa que a veces me lanza el tío Antonio en mis estudios, pensadas para hacerme dudar y echarme para atrás, reevaluar mi hipótesis y hasta descartarla por completo. Odio esas preguntas: son las únicas que me descolocan y estropean mi por lo demás inmaculada puntuación.

En lugar de sentir la impaciencia que he sentido ante la llegada de nuestros visitantes de Corpus, tal vez debería haber sentido temor. Veía con regocijo el nerviosismo del tío Paolo, cuando quizá debería haberlo tomado como una advertencia.

Se apagan los motores de los todoterrenos.

Me veo atrapada. Si aparezco ahora de un salto, me verá todo el mundo. Si me quedo donde estoy, me encontrarán al descargar las maletas. Y eso si el tío Paolo no ha notado ya mi desaparición. ¿Qué voy a decir? ¿Qué ha sido mi primera escapada? ¿Qué no he ido lejos? «¿Ai’oa? ¿Qué Ai’oa? No he oído ese nombre en mi vida». Me imagino pasando el peso del cuerpo de un pie al otro mientras pronuncio esas palabras, mirando a cualquier lado excepto a la cara del tío Paolo. No por primera vez, lamento mi escasa habilidad para mentir.

Justo cuando me estoy resignando a mi destino, oigo una risa estruendosa que solo puede ser de la tía Harriet. Viene de cerca y se hace aún más potente. Viene caminando hacia mi todoterreno.

—¡Ayudaré con el equipaje! —exclama—. ¡No, no, ya lo tengo! ¡Soy más fuerte de lo que parezco!

De repente, me levantan la maleta de la cara, y allí está ella. Su rostro apenas se inmuta al verme metida entre las maletas.

—Voy a distraerlos —me susurra—. Será mejor que te des prisa.

Saca la maleta por un lateral del todoterreno, cotorreando algo sobre la humedad y los mosquitos y otros padecimientos de la selva, y entonces oigo un golpetazo. La tía Harriet suelta un taco, y oigo pisadas de gente que corre hacia ella. Respirando hondo, como para infundirme el valor en los pulmones, atisbo por encima del equipaje para ver la escena.

La maleta ha caído abierta a los pies de la tía Harriet, y todo su contenido, que consiste en ropa femenina, ha quedado esparcido por la tierra. La mujer morena de Corpus, que viste un traje de chaqueta y pantalón totalmente inapropiado para la selva, fulmina a la tía Harriet con la mirada mientras su colega trata de no mirar los encajes de la ropa interior que ha quedado esparcida en torno a sus pies. Aprovechando el momento y usando toda mi rapidez, salgo por el otro lado del todoterreno y me quedo agachada. Todo el mundo a aquel lado de los coches está demasiado atento a la tía Harriet y a la mujer para percibir a una chica que pasa como una exhalación por la esquina del garaje.

Cuando me encuentro fuera de la vista, me pego bien contra una de las paredes del garaje y aspiro hondo con la esperanza de ahogar en oxígeno mi nerviosismo. La ropa que llevo está hecha un desastre, el pelo todo enmarañado, y el barro del río me cubre brazos, piernas y cuello. De ningún modo puedo presentarme así ante Corpus.

Los Dormitorios B se encuentran a setenta metros de distancia, y el camino al edificio está flanqueado de altos arbustos. Si sigo agachada y me muevo aprisa, puedo recorrerlo en pocos segundos. Me desplazo sigilosamente por el garaje, me agacho todo lo que puedo, tomo aire, y echo a correr.

Sigo oyendo los sonidos de la multitud, que ahora incluyen los gritos del tío Paolo, que trata de tranquilizar a todo el mundo. Sin perder un instante, me deslizo por la puerta de Laboratorios B y corro por el pasillo que lleva a la piscina. En menos de un minuto, me desnudo y me zambullo en el agua. Nado hasta el otro lado, dejando una estela de barro que hace remolinos detrás de mí, pero cuando salgo del agua el barro ya se hunde hacia el fondo. Solo necesito un segundo delante del espejo del vestuario para comprobar que no me queda barro, y entonces me envuelvo en una toalla y me dirijo a la puerta.

Cuando alcanzo la primera línea de la multitud, solo han pasado dos minutos y medio. Es casi como si no hubiera dejado el todoterreno. No me queda otra que presentarme ante todos empapada, descalza y casi desnuda.

—O sea que estás aquí —gruñe una voz, y el tío Antonio me agarra por la muñeca—. ¿Nadando, Pia? ¿En serio? ¡Llevo media hora buscándote! Paolo me decía que estarías con Harriet, y Harriet decía que no te había visto el pelo. ¡Estaba a punto de pensar que habías pasado la valla y te habías escapado a la selva!

—¡Ja! —me lamento—. ¡Menuda locura, tío Antonio! Yo estaba… nadando, ¿no lo ves? —Tiro de un mechón del pelo goteante, y decido que es el momento perfecto para cambiar de tema—: ¿Qué ha ocurrido?

El tío Antonio traga el anzuelo.

—Pues que nos han llamado por radio hace cuarenta minutos, diciendo que estaban a la orilla del Little Mississip esperando que llegaran los coches. —Niega con la cabeza—. Esto ha sido un caos. Paolo se ha puesto a gritar sin parar, estoy convencido de que a Haruto le ha dado un pequeño derrame, y ahora va Harriet y les esparce la ropa interior por el barro. —El tío Antonio me lleva por entre la multitud, sin dejar de rezongar—: ¡El maldito Corpus nos tenía que jugar esta mala pasada!

Salimos entre el tío Paolo y el tío Sergei que, de modo muy efusivo, se disculpan ante la malhumorada mujer por la torpeza de la tía Harriet. Pero cuando el tío Antonio se aclara la garganta y todo el mundo se vuelve a mirarnos, se quedan mudos.

Muerta de vergüenza y agarrando la delgada toalla como si pudiera de algún modo borrar todo lo ocurrido aquel día, esbozo la más esplendorosa de mis sonrisas.

—Señor y señora —dice el tío Paolo mientras una vena del párpado le palpita con tal fuerza que le hace temblar toda la sien—: Aquí la tienen, esta es nuestra Pia.

Sé que quería darme un discurso entero para que lo recitara en el recibimiento de los del Corpus, para ganárnoslos desde el primer momento, pero la llegada sorpresa ha arrojado por la borda la mayor parte de los planes del tío Paolo. Así que me quedo a merced de mi propia habilidad social, que sigue bajo mínimos después del encuentro de aquella mañana con la anaconda.

¿Había sido aquella misma mañana? Resistiendo el impulso de lanzar un suspiro y correr derechita hacia mi cama, saludo a los visitantes con una inclinación de cabeza.

—Hola. Bienvenidos a Little Cam.

Intento no hacer ninguna mueca ante el modo en que los ojos de ambos recorren mi cuerpo. Ninguno de los dos responde a mi saludo ni se presenta. Pese al hecho de que tienen los ojos pegados a mí, tengo la sensación de que ninguno de los dos me ve. Me miran del mismo modo que el tío Paolo mira los ratones del laboratorio: uno casi puede ver los cálculos pasando por delante de sus retinas: sumas, restas, ponderaciones y comparaciones. No ven a ninguna chica de diecisiete años, ven el resultado de un experimento especialmente largo y costoso. Y ni siquiera sé, por la intensidad y el silencio de sus miradas, si les gusta lo que ven.

—Estoy seguro de que están cansados y hambrientos —dice al fin el tío Paolo. Ellos asienten con la cabeza y siguen mirándome fijamente mientras nos siguen al tío Paolo y a mí a los Dormitorios B, donde permanecerán durante su estancia aquí. Cuántos días se quedarán, eso sigue siendo una incógnita.

Una vez en el dormitorio, el tío Antonio les ayuda a colocar el equipaje, y yo le susurro al tío Paolo que voy a cambiarme para la cena. Él asiente, distraído, y veo que no se le ha pasado el tic del ojo. Me escabullo, muy contenta de que se olviden de mí.

Pero no completamente. Los dos visitantes me observan mientras recorro el pasillo y atravieso la puerta, como si sus ojos estuvieran prendidos en mis tobillos.

Incluso cuando cruzo Little Cam, con la toalla alrededor de mi cuerpo, lo más firme que puedo sujetarla, siento el peso de aquellas dos miradas como cadenas atadas al cuello.

Se llaman Victoria Strauss y Günter László, me entero durante la cena, y dirigen juntos la enorme compañía que es Corpus. Me entero de todo esto por la tía Harriet, que se sienta a mi lado. El dúo de Corpus se sienta en una mesa aparte con el tío Paolo y el resto del equipo Inmortis. Cada cinco segundos, al menos uno de ellos me mira por encima del hombro. Considero la posibilidad de sacarles la lengua o de meterme el dedo en la nariz, pero entonces recuerdo lo que el tío Sergei dijo de que podrían cerrar el lugar, y me guardo mis gestos groseros para mí misma.

—Están llevando a cabo operaciones en más de veinte países —susurra la tía Harriet mientras acomete sus espaguetis—. La mayoría son secretísimas. No hay un gobierno en el mundo que pueda tocar a esa gente. Mueven hilos en todas partes: desarrollo armamentístico, banca, exploración espacial… Pero su interés principal es la investigación biotecnológica y, más específicamente, la ingeniería genética. En otras palabras… —Corta los fideos para que le entren bien en el tenedor—: Tú.

—¿Cómo los conoces tan bien?

—Ellos son quienes me contrataron. Fue Strauss quien primero contactó conmigo. Esa mujer es una psicótica. —Empieza a atacar los fideos con el tenedor de modo despiadado.

—¿Por qué? —pregunto—. ¿Es una enfermedad de la personalidad? ¿Esquizofrenia? No comprendo que a alguien que sea bipolar o tiene delirios se le dé un cargo tan importante…

—No es psicótica en un sentido literal, Pia. Por Dios. Es una manera de hablar. Quiero decir que está majara. No te pienses por un minuto que esparcí el contenido de su maleta por accidente. De eso nada. —En su plato, una croqueta sufre un horripilante descuartizamiento a manos de su cuchillo—. Esa mujer se merece algo más que un poco de barro en su ropa interior.

—¿Por qué?

—He oído que piensan quedarse varios días. Estoy segura de que para entonces lo habrás averiguado por ti misma.

Después de la cena, el tío Paolo sugiere a los invitados que se retiren a dormir, pero Strauss y László niegan con la cabeza y me señalan con el dedo. Me estremezco por dentro. Después de la descripción de la tía Harriet, puedo esperar cualquier cosa de ellos.

Nos vamos a mi laboratorio, que parece diminuto cuando ocho personas (el equipo Inmortis, los representantes de Corpus y yo) nos metemos dentro. Me siento en la mesa de exploración e imploro con cada célula de mi cuerpo que no me pidan que me desnude. Afortunadamente no lo hacen, pero repasan cada página de mi expediente, que es extenso. Pasan las horas mientras Strauss y László interrogan al tío Paolo y al resto del equipo. ¿Qué clases de leucocitos produce mi cuerpo contra las enfermedades? ¿Qué diferencia hay entre mis cromosomas y los de un humano normal? ¿Cuál es mi nivel normal de telomerasa? A todas esas preguntas podría responder yo dormida, pero nadie me pregunta a mí. Strauss y László llevan horas aquí, y ni una sola vez me ha dirigido la palabra ninguno de los dos. Tengo la impresión de que si dijera algo se asustarían, y pondrían la misma cara que si una ameba les preguntara de pronto si les había gustado el desayuno.

Después de las preguntas, quieren ver demostraciones de mis extraordinarias características, comenzando con mi piel indestructible. El tío Paolo coge un escalpelo y se lo entrega a Strauss.

Estoy a punto de negarme, pero mi madre, sin siquiera mirarme a los ojos, me coge la mano y me arremanga antes de que pueda decir una palabra. Strauss parece disfrutar al apretar la hoja contra mi piel, y creo comprender algo de lo que la tía Harriet aborrece tan profundamente en esa mujer.

—Extraordinario —musita Strauss entregando a László el escalpelo—. Ni un arañazo…

Me obligan a tenderme y a no hacer una mueca mientras László me pasa la hoja por el brazo e incluso la mejilla. ¡No me corta, pero sí que me duele! Quiero chillar, pero no puedo. Los ojos del tío Paolo están en todo momento fijos en mí, obligándome a obedecer. De forma que cierro los ojos y pienso en el futuro. En el primer inmortal que crearé. «Tendrá que ser varón. Quizá le ponga yo el nombre. Quizá…». Lentamente, como si llegara nadando por el agua, el rostro de Eio se desliza en mi mente. «Puede que le llame George…». Eio, su cuerpo arqueándose en una zambullida perfecta tras saltar desde lo alto de la cascada. «O Peter o Jack…». Los ojos de Eio llenos de estrellas cuando estamos sentados a la orilla del río. «Klaus o Sven o Heinrich. Buenos nombres. Todos fueron científicos aquí, antes o después…». Eio indicándome el camino a través de la selva, ofreciéndome la mano para que se la coja…

—Abre los ojos, Pia —me dice mi madre.

Por un momento, me encuentro desorientada. Extraños rostros se ciernen sobre mí, apuntándome con luces a los ojos, viendo cómo se me encogen las pupilas. «El fuego», pienso. «¿De verdad queréis ver algo? Emplead una llama». Miro a Strauss y László, sin querer pestañear mientras ellos curiosean en mis párpados.

Son las dos de la mañana cuando por fin se cansan de hacer preguntas. El tío Jakob bosteza tapándose la boca con el dorso de la mano, y el tío Haruto tiene los ojos enrojecidos.

—Bueno —dice el tío Paolo, tamborileando con los dedos en la mesa de exploración, al lado de mi rodilla—. ¿Qué piensan?

Strauss y László intercambian miradas y después me miran a mí.

—Deberíamos hablar en privado, doctor Alvez —dice László. Su voz nunca resulta más fuerte que un susurro, así que todo el mundo tiene que estirar el cuello para oírlo.

El tío Paolo asiente con la cabeza:

—De acuerdo, todo el mundo… Se ha acabado por esta noche.

Por lo visto, «en privado» significa solo entre el tío Paolo y los dos representantes de Corpus, pero a esta hora eso no parece ofender a nadie. Salen arrastrando los pies, bostezando y frotándose los ojos. Yo los sigo, pero cuando llego a la escalera, me paro para atarme los cordones de las zapatillas.

Nadie se percata de que mis zapatillas no tienen cordones.

En cuanto oigo que la puerta se cierra tras los otros, retrocedo ligeramente en el pasillo. No necesito volver muy atrás: la sensibilidad de mi oído es muy superior a la media.

—Sí, sí, no se puede negar que es una maravilla —dice László con voz severa—. El sujeto 77 es perfecto. Todo cuanto podíamos haber esperado y más. Por eso precisamente nos preguntamos a qué se debe el retraso, Alvez. Necesitamos otros. Ella sola no nos sirve de nada.

«El sujeto 77…». ¿Es que tengo número?

—La necesitamos para acelerar el proceso —responde el tío Paolo. Oigo que sus dedos siguen tamborileando en la mesa—. La mente de Pia está más avanzada de lo que podría estar nunca la nuestra. Ustedes llevan años buscando un atajo para la inmortalidad, ¿no? Bueno, ella es la única que lo encontrará, si es que existe. Pero aún no está lista.

«¡Estoy lista!», estoy a punto de gritar. «¡Estoy lista, sí, claro que lo estoy!».

—Exactamente, ¿qué es lo que está usted esperando? —Es la voz de Strauss.

—Le he estado aplicando las pruebas wickham según lo programado, pero sus puntuaciones todavía no alcanzan el nivel necesario para incluirla en el equipo Inmortis.

—Los de la Junta se están impacientando —observa Strauss—. Quieren resultados.

—Pia ya es un resultado. El resultado más grande que haya visto nunca la humanidad. La Junta tiene que tener paciencia. Además, ¿no controlan ustedes a la Junta? Si no recuerdo mal, se hace lo que ustedes dicen. Sin preguntas y sin quejas…

—Está bien, ¿quiere que hablemos claro? Somos nosotros los que queremos resultados. A diferencia de lo que les ocurre a ustedes, no a todos nosotros nos inspiran ideas como «el bien de la humanidad» o «preparar un futuro mejor». No queremos una raza de inmortales para dentro de cinco generaciones. Queremos soluciones ahora. Los experimentos de Sato demostraron que la inmortalidad no era alcanzable para alguien nacido mortal. Vale, eso lo aceptamos. Pero algunos de nosotros tendremos hijos y nietos en los próximos años.

—Pero…

—Sí, es cierto que nosotros controlamos a la Junta —prosigue Strauss como si el tío Paolo no hubiera abierto la boca—. Pero si no tenemos más resultados, si no damos más pasos hacia delante, perderemos ese control. Y a usted no le interesa que perdamos ese control, Alvez. Hay gente en Corpus que está completamente convencida de que estas operaciones deberían llevarse a cabo en Estados Unidos… y por otro equipo diferente.

«No, no, no… que no nos cierren Little Cam», imploro.

—¡Pues llévenles a Pia! ¡Qué demonios, que le claven escalpelos si quieren! Cuando la vean, dejarán de protestar.

Las rodillas me tiemblan, y me dejo caer apoyada en la pared. Las manos me suben y bajan por los brazos mientras me imagino cien escalpelos tratando de clavárseme en la piel.

—Sabe que no podemos hacer tal cosa —responde László—. Se correría la voz. Genisect estaría dispuesta a empezar una Tercera Guerra Mundial solo para ponerle las manos encima. Ya sospechan algo, llevan años sospechando. ¿Por qué se cree que solo nos arriesgamos a venir aquí una vez cada varias décadas? Nos vigilan. Pia es el Santo Grial de la ciencia moderna, Alvez: ¡no la podemos llevar por ahí de exposición como si fuera un cerdito premiado en un concurso!

—Bueno, entendido. Pero se lo estoy diciendo, ¡ella no está preparada! Deberíamos centrarnos en las investigaciones sobre clonación de la doctora Fields. Ahora mismo son nuestra mejor posibilidad.

Un momento de silencio. A continuación dice Strauss:

—La doctora Fields no va a seguir cooperando mucho tiempo más.

—¿Qué quiere decir?

—Sí, ¿qué quiere decir?

—La hermana: ha muerto.

—¿Qué?

—Fields todavía no lo sabe. Y es mejor que siga sin saberlo, cuanto más tiempo mejor, porque en el momento en que se entere, se irá. Necesitamos su investigación, Alvez. Es la mejor en su… en fin, en su campo.

«¿Qué está pasando?». Me llevo una mano a la boca para no gritar.

—Volviendo a Pia —prosigue Strauss—, ¿para cuándo está programada la próxima prueba wickham?

—Para dentro de tres meses. Y no es la última. Quedan tres más…

—Sí que será la última, y tendrá lugar mañana.

—Yo… Victoria, eso es imposible. Es demasiado pronto. No está preparada.

—Pero lo estará. Después de eso, lo estará.

—Victoria, realmente, yo…

—Mañana. —Baja la voz. Tengo que aguzar el oído para enterarme—. Hablaré claro, Alvez, porque sabemos de lo que es capaz Corpus. ¿Se acuerda de Geneva?

Silencio absoluto. Entonces prosigue Strauss:

—Se me ocurren al menos veinte científicos que serían capaces de matar por obtener su puesto. Su puesto y los puestos de todo su equipo. No los obliguemos a hacerlo. Le aseguro, Alvez, que si se nos resiste usted…

Al tío Paolo se le escapa por la boca algo que intenta ahogar.

—¿Qué ha sido eso? —pregunta Strauss.

—Olvídenlo. Será como ustedes dicen: mañana.

Oigo ruido de papeles y zapatos, y me parece que la conversación ha llegado a su fin. Con el corazón palpitante y la piel a la temperatura del nitrógeno líquido, escapo del edificio.