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Diecinueve

—¡Ami! —grito—. ¡Voy!

Me zambullo en el agua. La anaconda es con mucho la más grande que he visto nunca. No hay modo de saber cuánto mide exactamente, pero sin duda más de cinco metros.

—¡Ami! ¡Aguanta! —No puedo ver la cabeza de la anaconda, así que la cojo por el cuerpo, y tiro. Su respuesta consiste en apretar más. Ami jadea con la cara enrojecida.

—¡No! ¡Respira, Ami! ¡No pares de respirar, maldita sea! —Cojo piedras y golpeo con ellas a la serpiente, cuya cabeza se eleva por encima de la de Ami y me silba. Tiene una lengua larga, negra y bífida.

—¡Escápate de ella, suéltate! —Arrojo una piedra a la cabeza del animal, y le da de lleno. Pero en vez de morir, la serpiente se mueve tan aprisa como el mercurio líquido con el que le gusta hacer experimentos al tío Sergei. Se desliza del cuerpo de Ami, y el color regresa al rostro de la niña. Yo la agarro y la aprieto contra mí.

—Ya pasó, ya pasó…

—¡Pia!

Siento que algo me rodea la pierna, y de pronto me encuentro bajo el agua. La anaconda me mantiene allí durante uno… dos… tres minutos. La mayoría de la gente se habría ahogado para entonces, pero yo noto que entro en una extraña estasis en la que el aire deja de ser necesario. Aun así, cuando me propulso hacia arriba, sacando la cabeza del agua, aspiro todo el aire que puedo antes de que la anaconda vuelva a sumergirme. Me rodea como una soga endemoniada, con su piel resbaladiza, fría y suave. Primero me rodea las piernas, después la cintura y el pecho. Por último, la serpiente se desliza alrededor de mi cuello, esta vez despacio, casi amorosamente, como si intentara aliviarme la muerte. «¿No sabes que yo no puedo morir, serpiente?».

«Pero puedes ser engullida», me responde una voz sibilante, y aunque sé que la voz está dentro de mí, mi imaginación cree a la serpiente. «Engullida hasta el húmedo y oscuro vientre…».

Planto los pies en el lecho del río y empleo toda mi fuerza en propulsarme hacia arriba, sacando la cabeza del agua. Aspiro aire, percibo el olor de almizcle podrido de la serpiente, y me dan arcadas.

Ami está chillando en la orilla, y las piedras que tira caen lejos. La cabeza de la serpiente se cierne a unos centímetros de mi cara, fijando en los míos sus ojos amarillos y rasgados, y abriendo la boca en algo que parece una sonrisa.

De repente, la serpiente se tensa y aprieta, y siento que se me sale el aire de los pulmones. Profiero algo que es casi un chillido. Quiero decirle a Ami que corra, que pida ayuda en vez de tirar inútiles piedras, pero no soy capaz de hablar. Me falta el aliento. Me horroriza lo inútil que resulta mi inmortalidad en este instante. La cambiaría sin dudar por la fuerza que necesito para quitarme a este monstruo de encima.

La serpiente me aprieta más y más. Estoy de rodillas en el agua, con las piernas arañadas por las piedras. ¡La inmortalidad, Pia, qué suerte tienes! ¡Pasar una eternidad en el vientre de una serpiente!

Manchas negras ocupan mi campo de visión, poniéndome una pantalla delante de Ami. Donde no hay negro, los colores bailan vívidos, como un caleidoscopio que me absorbe, que me atrae a la inconsciencia.

Oigo un grito salvaje, el agua que salpica a mi alrededor, y a Ami que grita. La serpiente aprieta, aprieta… y luego afloja. Su abrazo se desprende como una horrible y escamosa prenda que cae al suelo. Avanzo y caigo en la orilla. Ami me coge las manos: me está sacando del agua.

Jadeando, tosiendo, llorando, me desplomo en la orilla cubierta de musgo. Doy un puñetazo en el suelo tratando de recuperar el aire. Cuando me vuelvo para mirar, veo a Eio enzarzado en una batalla con la serpiente. Tiene los ojos llenos de furia, muestra los dientes desnudos, y en la mano sujeta una flecha que trata de clavar en la cabeza del animal.

—¡Mátala, Eio! ¡Mátala! —grita Ami.

Eio hace todo lo que puede. Cuando la serpiente le rodea el pecho, él desliza una mano por debajo y la desprende. Los músculos se tensan debajo de la piel bronceada, su cara enrojece del esfuerzo, pero logra apartarla de él. La lucha dura largos minutos, y tengo todo el tiempo el corazón en un puño: «¡Por favor, por favor, por favor…!». Quisiera conocer un dios al que pedírselo. Pero lo único que puedo hacer es repetir la palabra, como quien envía un grito de socorro por radio: «¡Por favor, por favor…!».

Con un grito profundo, inarticulado, Eio termina de arrancarse a la serpiente del cuerpo. Ella se revuelve en el aire como loca, dando azotes y silbando, y cae al agua salpicándolo todo. Pienso que la cosa ha dado fin, pues Eio se ha liberado del animal, y que podemos irnos de allí. Pero veo que Eio corre tras ella.

—¡No! —grito con voz ronca.

Pero Eio no me escucha, está embargado de rabia guerrera. Intenta coger el pequeño arco que lleva colgado a la espalda, pero se le rompió en el abrazo de la serpiente. Así que se lanza tras ella agarrando una flecha a modo de daga. Con un raudo golpe, ensarta la flecha en la cabeza de la serpiente metiéndosela a través de un ojo.

El cuerpo se sacude durante un rato con violencia, y Eio, agotado, se desploma a mi lado, en la orilla. Cierra los ojos e intenta recuperar el aliento.

—¿Estás bien? —le pregunto casi sin voz.

No responde, solo sigue respirando. Pero al cabo de un instante, asiente con un simple movimiento de la cabeza. Me quito la camiseta, sabiendo que el verme en mi sujetador deportivo no molestará a ningún ai’oa, ya que muchas de las mujeres van por ahí sin nada de cintura para arriba, y la empapo en el río. Entonces le limpio con ella la cara y el pecho, esperando calmar la furia con que el corazón le bombea la sangre por el cuello y las sienes. Al cabo de un rato abre los ojos. Están cansados y enrojecidos, pero el caso es que los ha abierto, y me miran, y ya no me importa nada más.

—Me has salvado —le susurro—. La mataste.

Miramos los dos a la serpiente, que por fin ha dejado de moverse. Del agua asoman los recodos de su cuerpo. Ami entra en el agua y la empuja con un palo, y suelta un grito cuando una de sus curvas se desploma. Pero la serpiente está bien muerta. La cabeza reposa en la otra orilla, con la flecha que le sale del cráneo.

Eio me sonríe, y esa sonrisa me asusta un poco, porque está cubierto de barro y hojas, y acaba de matar una serpiente gigante.

—¡La comida de hoy! —dice.

No importa lo mucho que insistan, los ai’oa no consiguen que pruebe las brochetas de anaconda. Las hay en abundancia, eso desde luego. Cortan la serpiente en trozos que luego ensartan y asan despacio sobre las brasas. Yo no puedo ni mirar: hay algo en la sola idea de comerme a un bicho que ha estado a punto de comerme a mí que me quita completamente el apetito.

Cuando la tarde llega a su final, me encamino al punto en que los guardias dejan siempre aparcado el todoterreno. Tendremos que pensar en algo que explique por qué tengo esta pinta. Mi respiración ha recobrado el ritmo normal, así que sé que no tengo daños internos, pero sí moratones en el cuello y el estómago, el pelo como una loca, y la ropa desgarrada y llena de barro.

Eio me acompaña. También estuvo callado durante el banquete, aunque los aldeanos se deshacían en alabanzas a él. Por lo visto ningún ai’oa había matado nunca a una serpiente tan grande, al menos en los últimos tiempos. Eio es el héroe del momento.

—Podría haberte matado a ti —le digo mientras subimos una cuesta empinada, usando lianas y arbustos para propulsarnos.

Él se encoge de hombros y extiende una mano hacia abajo. Yo se la cojo, y Eio me atrae hacia él.

—Tenía que quitártela de encima. Tú estabas casi en las últimas.

—Podrías haber muerto por mí.

—Quizá —responde, como si esa idea no se le hubiera pasado hasta ese momento por la cabeza—. Pero Kapukiri dice que la vida más noble es la que se ofrece a otros.

Pienso en eso un instante. Es un modo extraño de ver la muerte. Y aún más extraño es el chico que ha arriesgado su vida por la mía. Si yo pudiera morir, ¿haría lo mismo por él? Ya sé lo que diría todo el mundo en Little Cam: «Nunca, Pia, tú eres demasiado importante para desperdiciar tu vida por nadie». Me recordarían que soy la única de mi especie y que la esperanza de la humanidad descansa en mí. Y les creería, porque siempre les creo.

Pero al agacharme bajo una rama que Eio levanta para que yo pueda pasar, pienso en mi última visita a Ai’oa y en lo viva que me sentía cada vez que se encontraban nuestros ojos, en cómo se aceleraba mi sangre bajo el roce de su mano. Y en que, cuando estuve en peligro, él no dudó en arriesgarlo todo para salvarme.

¿Haría yo lo mismo por él? No me quito la pregunta de encima, quizá porque no tengo respuesta. No lo sé. No hacerlo sería traicionar a Eio y los sentimientos que albergo hacia él, pero hacerlo sería traicionar a todos los habitantes de Little Cam… y quizá también traicionar mi propio sueño. ¿Me arriesgaría a perder mi eternidad entre mis inmortales solo para salvar a aquel chico mortal?

No se dará la ocasión, me digo. Seguramente, nunca se dará la ocasión.

Noto que Eio se puso una camiseta negra en algún momento del banquete. En ella aparece la palabra Chicago escrita en letras cursivas.

—¿Qué quiere decir? —le pregunto, señalando la palabra.

—No lo sé, pero me parece que es un sitio de Estados Unidos. Mi padre estuvo aquí anoche y me la dio. Me dijo que a veces llegan camisetas como esta en las cajas que ese hombretón, Timothy, les lleva a Little Cam, pero que no pueden ponérselas porque van contra las normas.

«Para que yo no las vea», pienso, comprendiendo que esa debe de ser la razón por la que no están permitidas.

—¿Tu padre estuvo aquí anoche?

—Viene una vez por semana más o menos.

—No me has dicho quién es. —De repente me viene a la cabeza una idea aterradora—. Eio, no le habrás hablado de mí, ¿verdad?

Podría ser cualquiera de Little Cam. Quizá ya conozca mi secreto. Pero, si es así, ¿por qué no se lo ha dicho a nadie? ¡O podría ser el mismísimo tío Paolo!

—Por supuesto que no —responde él, y el corazón me vuelve a latir—. Te guardo el secreto, y también guardo el de mi padre. Yo no le hablo a él sobre ti, y tampoco te hablaré a ti sobre él. —Se encoge de hombros, como disculpándose—. Es lo justo.

—Supongo que sí —digo con un suspiro, muy aliviada al pensar que mi secreto sigue a salvo—. Pero antes o después me enteraré de quién es.

—Puede ser.

Subimos un promontorio de tierra cubierta de helechos. El camino está justo al otro lado, donde debe de aguardar el todoterreno. Eio se detiene en lo alto de la colina.

—¿Estás segura de que vas a volver de la misma manera?

—No te preocupes. Fue un poco polvoriento, pero funcionó, ¿no? —Me detengo a su lado—. Supongo… que te veré cuando regrese.

Él empieza a hablar, y entonces se detiene, como si no supiera qué decir. Entonces me coge la mano.

—No tienes por qué irte —susurra.

—Eio…

—Pia. —Su mano me sube por el brazo hasta el codo, dejándome la carne de gallina por el camino—. No deberías tener que entrar y salir así, escondida debajo de los coches. —Mueve la cabeza en señal de negación, y le salen arruguitas de enfado en el rabillo de los ojos—. Vives con miedo a esa gente. ¿Por qué no lo admites? Estás encerrada en una jaula, Pia. Tienes que darte cuenta de eso. Estoy seguro de que lo ves cada vez que te giras para mirar. ¡Mira, ahora lo estás haciendo!

Me he vuelto para mirar, pero no es por lo que él dice, sino porque en el lugar en que debería estar el coche que tenía que llevarme de vuelta… no hay nada.

De la dirección del río llega el ruido de motores encendidos, y yo me agacho en los helechos con Eio para mirar cuando pasa un todoterreno. Lo conduce el guardia que se supone que tenía que estar volviendo de su turno, y lleva dos pasajeros. Dos extraños: una mujer morena y un hombre de pelo blanco.

—¡Ay, no…! —me lamento. No me cabe duda de quiénes son aquellos dos: los de Corpus—. Llegan antes de lo previsto —musito.

—¿Quiénes son? —pregunta Eio arrodillado junto a mí, sin soltarme la mano.

—Son personas de fuera. Han venido a verme.

Y en cuanto lleguen a Little Cam y pregunten por mí, lo averiguarán todo. Todo y todos estaremos en apuros: yo, la tía Harriet, Eio…

No. Eio no. No puedo dejar que se vea envuelto en esto. Recuerdo lo que le dije la mañana que volví a Little Cam: «Si averiguan que sabes demasiado sobre mí, podrían…». Sigo sin saber qué podrían hacer, y no quiero averiguarlo.

Más ruidos de motor. Llega otro todoterreno. Este, también conducido por un guardia, lleva el equipaje de los representantes de Corpus.

—Tengo que meterme en uno de esos todoterrenos —susurro—. Eio, es completamente necesario que vuelva a Little Cam sin que nadie se dé cuenta.

Me mira como si quisiera ponerse a discutir, pero lanza un suspiro y dice que sí con la cabeza.

—Te ayudaré.

—¿Cómo…?

Pero él ya se ha ido tras los vehículos, agazapado entre la vegetación. El segundo todoterreno pasa delante de mí justo al mismo tiempo que Eio desaparece de la vista. Entonces oigo un chirrido, un grito, un chillido apagado. Siguiendo los pasos de Eio, me voy hacia el lugar del alboroto, y me quedo bien apretada contra un nogal del Brasil, fuera de la vista de los todoterrenos. Atisbando desde detrás del tronco, puedo verlo todo.

Eio está en pie en medio del camino, con los brazos cruzados delante del pecho, bloqueando el paso del último todoterreno. El conductor se ha levantado, grita y le hace señas para que se aparte. Aquel coche no lleva pasajeros, solo el equipaje apilado en la parte de atrás. El otro vehículo ha seguido: veo sus luces traseras por entre los árboles. Seguramente no se han dado cuenta de lo que ha sucedido.

Eio me dirige una mirada. Empieza a gritarle en ai’oa al conductor. Está claro que este no comprende una palabra, pero yo ya he aprendido lo bastante de la lengua para entender lo principal:

—¡Entra en el coche, Ave Pia, antes de que me pase por encima! —grita—. ¿Quieres volver a ese sitio? Ahora tienes la oportunidad. ¡Venga, antes de que este idiota haga una tontería y me vea obligado a clavarle una flecha!

Confiando en que Eio sea capaz de atraer hacia sí toda la atención del conductor, corro hasta el todoterreno y salto por encima de un lateral, cayendo sobre un montón de maletas. Me acurruco sobre el sucio tapete del suelo y me echo encima una maleta de lunares. Los gritos, que consisten principalmente en maldiciones del conductor sobre la estupidez de los nativos, prosiguen un minuto más, y entonces el todoterreno por fin arranca con traqueteos del motor y prosigue su camino. Yo asomo la cabeza lo suficiente para echar un vistazo atrás. Eio está a un lado de la pista, con las manos en los costados, mirándome. Me despido de él con un leve gesto de la mano y una sonrisa que él no devuelve. En su lugar, saca una pasionaria del carcaj que lleva colgado al hombro, y la mantiene en alto. El mensaje está claro: «¡Regresa pronto!».

—¡Espero poder hacerlo! —susurro. Entonces el camino se curva como el arco de Eio, y el muchacho de la flor se pierde en la exuberante y enmarañada vegetación de la selva.