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Dieciocho

—¡Aquí está! —anuncia Ami.

Sé que no seré capaz de volver a disfrutar de mi piscina después de esto. Una cascada de agua cristalina de unos siete metros de altura cae a una poza tranquila y profunda de color turquesa. Cuajadas de flores rosa, rojo y morado, las orquídeas y las heliconias cuelgan sobre el agua como si bajaran a beber de ella.

Dando un grito, Eio sube a lo alto de la cascada y se tira desde allí. Al caer, nos salpica a mí y a Ami.

—¡Es más tonto…! —dice Ami—. ¡Ven, Ave Pia! No tiene gracia nadar con Eio: solo quiere salpicar.

Me coge la mano y me lleva corriente abajo, a unos cincuenta metros de la cascada, donde hay un remanso poco profundo que fluye sobre un lecho de guijarros. A la luz del sol que se filtra por entre los árboles, el río destella reflejos dorados.

—Este es nuestro sitio más secreto —susurra Ami, arrodillándose en la orilla.

—¿Qué es lo que tiene tan secreto? —pregunto.

—Mira dentro del agua.

Me arrodillo a su lado y me inclino sobre el agua. Lo veo: no es la luz del sol la que produce los reflejos dorados en el agua: parece oro. Los guijarros del fondo están llenos de puntitos brillantes. Debe de haber varios puñados.

—¿Es oro de verdad? —pregunto.

Asiente con la cabeza.

—No se lo podemos decir a nadie de fuera, porque al ver el oro, los karaíba se convierten en monstruos, y son capaces de destruirlo todo para conseguirlo. Eso es lo que Achiri dice. Así que nunca se lo contamos a los karaíba.

—Yo soy una karaíba —observo, porque ya tengo fijada en la memoria la palabra ai’oa que significa «extranjero».

—Kapukiri dice que tienes las lágrimas de Miua en ti, y eso te convierte en una de nosotros.

—Pero vivo en Little Cam.

—No tienes por qué hacerlo. Podrías vivir con nosotros.

—No puedo: Little Cam es mi hogar.

—Entonces ¿por qué vienes a Ai’oa?

Miro para otro lado para que ella no se percate del conflicto que transmiten mis ojos. ¿Cómo explicarle a una niña de siete años que ella representa todo lo que me han negado en Little Cam? Porque ella es joven y libre y es una con la selva. Es mortal, pero en vez de aferrarse a la esperanza de la inmortalidad, abraza el día en que está y no se preocupa por el mañana.

Ella se sienta a mi lado, sobre sus pies, y levanta los ojos al cielo.

—¿Has estado alguna vez en un avión? —me pregunta de repente.

Le sonrío con tristeza.

—No. Todavía no, quizá un día.

—¡Ah! —exclama lanzando un suspiro—. Siempre he querido sentarme en un avión. E ir por encima de los árboles como un pájaro.

Yo contemplo en lo alto, a través del dosel de vegetación, las motas de cielo. He visto dos aviones en mi vida, uno cuando tenía cinco años y otro cuando tenía doce. Iban tan altos y resultaban tan diminutos que casi no se podían ver. El tío Antonio me dijo una vez que estábamos demasiado lejos de cualquier ciudad para ver muchos aviones, pero que, por si acaso pasa alguno, hay suficientes árboles en Little Cam para taparlo todo y que no lo vean.

—¿Y dónde te gustaría ir? —pregunto a Ami.

—El padre de Eio nos ha hablado de lugares donde no hay árboles. En algunos no hay más que edificios de cemento durante kilómetros y kilómetros. En otros es todo arena, tanta que ni siquiera se puede ver dónde acaba.

Intento imaginarme esa vista, pero me resulta imposible porque nunca he visto otra cosa que la selva.

Ami me coge la mano y sonríe de oreja a oreja. Tiene un pequeño agujero entre sus dos dientes de delante.

—Un día iremos tú y yo en un avión. Iremos a China y a América y a la Antártida.

La miro asombrada.

—¿Cómo conoces todo eso?

—¿Cómo conozco qué?

—Todos esos nombres. —Pienso en mi mapa, y recuerdo las palabras impresas en él—: China. Eso está en… ¿Asia? —Los nombres suenan extraños en mis labios, como comida exótica.

Asiente con la cabeza:

—El padre de Eio nos ha hecho aprender muchos nombres de lugares a Eio y a mí. Dijo que debíamos aprender todo lo que pudiéramos sobre el mundo y que… —arruga la cara, piensa un segundo, y después dice con el mismo sonsonete con el que yo recito la tabla periódica de los elementos—: … que «la ignorancia es la maldición de Dios; y el conocimiento son las alas con que volamos al cielo». Eso lo dijo un karaíba que se llamaba Shakespeare. —Sonríe con petulancia—. A veces aprendo más aprisa que Eio.

—Conque Shakespeare, ¿eh? —Seguramente fue un científico, porque la frase suena como las que dice el tío Paolo.

Siento un inesperado acceso de celos. Alguien de Little Cam ha estado enseñándoles a Ami y Eio cosas sobre el mundo lejano, mientras me dejaba a mí en la más completa oscuridad, como a una idiota. Está claro que puedo mencionar las distintas partes de un paramecio, pero una niña de siete años sabe más sobre el mundo que yo. Si el conocimiento «son las alas con que volamos al cielo», entonces yo soy un pájaro con las alas cortadas.

Hundo los dedos en el blando suelo de la orilla, apretándolo con toda la rabia que no quiero que Ami descubra en mi rostro. Por encima de nosotros, una colonia de tamarinos dorados ríe y parlotea mientras nos tira bayas a la cabeza. Ami les grita en respuesta, y uno de ellos baja a toda prisa para saltar a su hombro. Juega con su pelo, y cuando yo intento acariciarlo, me lanza un bufido.

—Ami habla con los monos —dice Eio, apareciéndose de repente detrás de nosotras y sacudiéndose el agua del pelo—, porque es medio mona.

—¡De eso nada! —Extiende el brazo hacia él, y el tamarino le baja corriendo y se sube a la cabeza de Eio para tirarle del pelo. Él grita y le da manotazos, mientras Ami y yo nos reímos, y a mí se me pasa completamente la rabia.

Cuando Eio se deshace por fin del pequeño mono dorado, Ami lo recoge y se mete con él en el remanso. Asusta a un par de hoacines que chillan y se espantan, echando hacia atrás el mechón de plumas de la cabeza.

—Sus padres murieron, así que Ami fue criada por Achiri —dice Eio—. Es como mi hermana pequeña. Eso significa que soy su protector.

—Es un ángel —digo—. Yo daría lo que fuera por tener una hermana como ella.

Eio se tumba a mi lado, extendiéndose cuan largo es sobre la gruesa capa de hojas que alfombran el suelo de la selva. Alarga los brazos por encima de la cabeza, ofreciéndome una buena muestra del modo en que se flexionan sus músculos abdominales. Noto que me pongo colorada y trago saliva, intentando disimular el hecho de que he estado haciendo un diagrama de cada centímetro de su bronceada piel.

—¿Cómo puedes creer en los ángeles? —pregunta—. Eres una científica.

—No creo. —Ni tampoco cree el tío Paolo. Me quedo un momento callada—. Pero hay quien sí cree en ellos, como la tía Nénine. Aunque no lo dice para no poner furioso al tío Paolo.

—Tú no puedes quitarle a nadie sus dioses. Puedes intentarlo, pero los esconderán y les rezarán de todos modos. Eso es lo que dice Kapukiri.

—Tenéis mucha fe en lo que él dice. —Pienso en la reacción que provocó lo que dijo la segunda vez que fui a Ai’oa: «el jaguar, la mantis, la luna».

—Es nuestro curandero, el hombre que hace los milagros. Si estamos enfermos, es Kapukiri quien nos sana. Ve las cosas antes de que sucedan, y a veces camina por el mundo de los espíritus sin siquiera usar «yoppo».

Anadenanthera peregrina —digo automáticamente—: Un alucinógeno.

Asiente con la cabeza:

—Pero no te gustaría. Nunca les gusta a los karaíba. Hace que el cerebro… —Extiende los dedos a cada lado de la cabeza—. ¡Pumba! Como una explosión.

—Tienes razón. No creo que me gustara. Puaj.

Debe de notárseme el disgusto en la cara, pues se echa a reír.

—Nosotros los ai’oa hacemos muchas cosas de manera distinta, sí, pero en muchos aspectos somos iguales que vosotros.

—¿En qué?

Se encoge de hombros y coge una fronda de helecho para arrancar las diminutas hojas de una en una y hacer bolitas con ellas.

—Comemos, dormimos, respiramos… Sonreímos cuando estamos contentos y lloramos cuando estamos tristes. Cuando nadamos, tenemos que sacar la cabeza fuera del agua para respirar. Cuando trabajamos todo el día, nos duele la espalda. Cuando nos cortamos, sangramos.

Yo me observo la pálida muñeca.

—No todos.

—Los fuertes cuidamos a los débiles, y tratamos de agradar a los que están por encima de nosotros.

—El tío Paolo piensa que habría que apartar a los débiles —digo con calma—. Dice que el resto del mundo piensa de otra manera. Por eso vinieron aquí los científicos. Tenían que trabajar en secreto porque su manera de fortalecer la raza humana implicaba tomar decisiones duras. El tío Paolo me dijo que la gente los llamó monstruos, y que despreciaba a hombres como el doctor Falk. Y por eso Falk se vino aquí, a la selva, donde oyó la leyenda de una flor que podía volver a uno inmortal… El tío Paolo está molesto con el mundo de fuera, que obligó al doctor Falk y a sus colegas a ocultarse. Dice que eran idiotas y que lo siguen siendo, que no comprenden que a veces quitar la vida puede ser más piadoso que salvarla, que hay que ver el bosque antes que los árboles, que hay que observar el todo y no el individuo, que si uno se centra en las hojas y no en el árbol entero, pierde toda objetividad, y que la razón se ve comprometida. Me dice que tengo que mirar siempre el árbol y ser siempre objetiva; que el cerebro debe gobernar el corazón, no al revés.

—Y tú ¿qué es lo que piensas? —pregunta Eio, dándose la vuelta para ponerse bocabajo, y mirándome a los ojos—. ¿Estás de acuerdo?

—¿Yo…? —Lo miro a mi vez. Nadie me había preguntado qué me parecen las opiniones del tío Paolo. En Little Cam todo el mundo piensa como él—. Bueno, no estoy en contra. Quiero decir que… el tío Paolo es un científico. Alcanza sus conclusiones mediante la observación cuidadosa y la documentación y…

—Mira —dice Eio de repente. Se sacude algunas hojas, y traza una raya en la tierra con el dedo—. ¿Qué es esto?

Yo paso la vista de la raya a Eio, insegura.

—¿Eh…?

—Bueno, ¿esto es una línea o un círculo?

—¿Es una pregunta con trampa?

—Tú responde.

Y respondo con cautela:

—Es una línea.

—¿O sea que no es un círculo? ¿Estás segura?

Lo miro sin entender la gracia.

—Sí.

—Vale —dice afablemente.

Entonces alarga la mano por detrás de mí y coge una hoja redonda. Tropaeolaceae tropaeolum, identifica mi mente. La pone en horizontal, al nivel de los ojos, para que parezca una fina línea en el aire.

—¿Línea o círculo?

—Vale, chico listo. —Pongo los ojos en blanco—. Ya lo entiendo.

—¿Línea o círculo? —insiste.

—Ambas cosas, ja, ja. —Agarro la hoja y la pongo en vertical. Mis ojos trazan el contorno redondeado.

—Esto me lo enseñó una vez mi padre —dice Eio—. Me dijo que ver y comprender son dos cosas distintas. Nuestros ojos nos muestran un lado de un objeto, pero eso no significa que no haya cinco lados más que no podemos ver. Así que ¿por qué confiar en los ojos? ¿Por qué vivir la vida entera pensando que solo porque no puedas ver todos los lados de algo, esos otros lados no existen?

—Si uno no puede confiar en sus ojos, ¿en qué va a confiar?

Eio sonríe y cierra la mano en torno a la mía, levantando un dedo para dar un golpecito a la hoja con él.

—Puede confiar en alguien que sí que vea los otros lados.

—¿Cómo tú? —Quería que la pregunta sonara a incredulidad, pero el tono sale, para mi sorpresa, completamente sincero.

—Bueno… ¿por qué no? —Su sonrisa es amplia y un poco chula, como si tratara de retarme a discutir con él—. ¿Realmente te sorprende tanto que los nativos no seamos tan ignorantes como dicen tus científicos? ¿Crees que eres la única que puede ser inteligente?

Quiero dar una respuesta aguda, pero los labios permanecen cerrados, y lo miro con una fascinación que tiene algo de perplejidad. Sin dejar de sonreír, él bosteza y se despereza con poco entusiasmo.

—Por ahí hay una planta de papaya. Voy a coger unas pocas, y después te enseñaré más cosas inteligentes. —Se ríe cuando pongo los ojos en blanco, y después se levanta y se interna en la selva.

—¿Sí? —le digo cuando se está yendo—. Piensas que eres un auténtico genio, ¿verdad?

Se vuelve, me hace una reverencia breve e irónica, y desaparece en la espesura, riéndose. Negando con la cabeza ante aquel orgullo, me quito los zapatos, me subo las perneras del pantalón, y me acerco por el agua a Ami.

—¿Qué? ¿Te da miedo mojarte? —Me salpica. Yo levanto las manos para que deje de atacarme, y me río.

Veo una onda oscura en el agua, detrás de ella, y la señalo.

—¿Qué es eso?

—No lo sé. —Ami se acerca por el agua para ver más de cerca.

Entonces lo veo.

—¡Ami, no! ¡Vuelve!

—¿Qué…?

Desaparece bajo el agua. En pocos segundos una serpiente tan gorda como mi muslo se enrolla cuatro veces en torno a su cuerpecito y, ante mis ojos horrorizados, empieza a apretar.