—¡Bienvenida, Pia! —dice la tía Harriet con una amplia sonrisa mientras yo observo su laboratorio. Está en un edificio aparte, una pequeña estructura apenas más grande que el cobertizo de Clarence. Antes contenía el todoterreno de reserva y repuestos de camión, que llevaron al garaje para hacerle sitio aquí a la tía Harriet. El sitio es un caos: las paredes están llenas de papeles pinchados sin orden ni concierto; las jaulas de ratas y ratones se apilan en las esquinas formando torres inclinadas; y casi una docena de microscopios se alinean en una larga mesa en el centro del laboratorio. La tía Harriet parece moverse de la una a la otra con la velocidad de una abeja que pasa zumbando de flor en flor. Me pregunto cómo podrá averiguar algo importante entre semejante barullo.
—Bueno, ¿qué es lo que haces aquí? —le pregunto cogiendo un cráneo descolorido de lagarto que casi piso al entrar en el laboratorio.
—¿Aquí? —Le dirige a la estancia una mirada de tristeza.
—No, aquí. En Little Cam. ¿Para qué has venido?
La tía Harriet frunce el ceño.
—Soy ingeniero biomédico, Pia.
—Sí, eso ya lo sé. Pero ¿para qué es… todo esto?
—Ah… Bueno, antes de venir a Little Cam, trabajaba para una compañía que investigaba sobre la clonación. ¿Sabes lo que es la clonación?
—Sí —respondo un poco ofendida—. Ya sé lo que es la clonación.
—Bueno, ¿cómo voy a saber qué es lo que te cuentan y lo que no? Supongo que no habrás oído hablar de la oveja Dolly…
—¿Te refieres a la oveja Dolly nacida el 5 de julio de 1996 y muerta de enfermedad pulmonar progresiva el 14 de febrero, siete años más tarde?
—Vale, vale —dice la tía Harriet haciendo un gesto con la mano—, suficiente, lo he entendido.
—¿Tú eres la que clonó a Dolly? —le pregunto con repentino y reverencial respeto.
—Bueno, no… En realidad no he tenido nada que ver con Dolly. Pero trabajaba en las mismas instalaciones, y la vi varias veces, así que… De todos modos, era muy buena en mi trabajo, y por eso me pidieron que viniera aquí. No me dijeron qué era lo que tenía que clonar exactamente hasta unos días después de llegar. Desde entonces, claro está, lo he sabido todo sobre el verdadero propósito de Little Cam: tú. Así que ahora quieren que investigue la posibilidad de clonar inmortales.
—De clonar inmortales —susurro—. Por supuesto. Es la idea perfecta. Podríamos…
—Ahorrarnos lo de sentarnos a esperar cinco generaciones, sí, sí. Exacto.
—¿Es posible?
Ella extiende las manos.
—Eso es lo que he venido a averiguar. Por supuesto, mi trabajo sería mucho más simple si alguien me contara toda la verdad que esconde este sitio.
—¿Te refieres al ala vieja de Laboratorios B? —pregunto.
—Eso —responde ella con un temblor en la ceja—, entre otras cosas. Por ejemplo, ¿qué es ese «catalizador» del que todo el mundo habla pero nadie me enseña? Si yo supiera qué es lo que hace al néctar de la flor elísea apto para ser bebido, podría dar un gran salto en mi investigación.
—Tampoco a mí me lo han explicado —admito—. Es una de las razones por las que tengo tantas ganas de entrar en el equipo de Inmortis. Entonces tendrán que decírmelo.
—Bueno, pues parece que la tía Harriet todavía tendrá que hacer méritos antes de que pueda salir de la inopia. Venga, dame eso. —Cruza la sala y me coge el cráneo de lagarto de las manos, para dejarlo al borde de la mesa, que es el único lugar que queda en el que todavía se puede posar algo, y luego le da vuelta en la palma de la mano—. ¿No te parece raro lo misterioso que es todo? Primero el catalizador, y después aquel pasillo.
Asiento con la cabeza, aunque quisiera poder estar en desacuerdo.
—Estoy segura… estoy segura de que todo es por alguna buena razón. Los secretos y las mentiras. Tiene que haber un motivo, o si no el tío Paolo nos lo contaría a los dos.
Ella se fija en mí detenidamente, como si tuviera curiosidad por el aspecto de mi propio cráneo.
—¿De verdad lo crees?
—Yo… por supuesto. —Pero me doy cuenta de que dudo un instante, y ella también se da cuenta. La tía Harriet se aparta un rizo de delante de los ojos, y suspira.
—Supongo que con el tiempo nos enteraremos de todo, ¿no? Probablemente le están echando un poco de teatro a la cosa para parecer más importantes y misteriosos. Que no te engañe toda esa rigidez e higiene, Pia. Los científicos en el fondo son unos actores, solo que más aburridos y con mala vista.
Asiento con la cabeza, insegura.
—Entonces… ¿cómo exactamente voy a salir de aquí?
—¡Ay, sí! —Se levanta de un salto y tira el cráneo en una caja de gafas de seguridad medio abierta—. Casi se me olvida, con todos esos misterios de capa y espada. ¡Vamos a ver si hay moros en la costa!
La cancela se encuentra a un tiro de piedra del laboratorio de Harriet, y el grupo de árboles que hay en medio del camino de los coches proporciona una excelente pantalla entre ella y el resto de Little Cam. En el camino no hay nadie, y la cancela está vigilada por un solo guardia de seguridad. Está sentado al lado de fuera de la valla, dándonos la espalda. Nosotras estamos en la puerta del pequeño laboratorio, apoyadas en el marco y poniendo cara de quien no quiere la cosa.
—¿Qué me dices de él? —pregunto—. Y ¿cómo vas a abrir la cancela?
—Nos la abrirán —responde con plena confianza—. Vamos.
La sigo por el camino de los vehículos hasta la espaciosa cochera en que están aparcados los todoterrenos. Ella recorre la fila de coches hasta que llega al último, al que da unos golpecitos en el capó.
—Aquí lo tienes: cada día, a mediodía, un guardia bien grandote se va a la Cañada de Falk para cambiar el turno con otro guardia igual de grandote. Lo mismo sucede al anochecer. Si simplemente vas en el todoterreno que sale y regresas en el que vuelve, podrás cantar victoria. Por supuesto, no podemos emplear este método cada vez, porque sería muy probable que te pillaran. Pero sí de vez en cuando. Hay más de un modo de llevarse el gato al agua —dice, y se ríe.
—No hay dónde esconderse —observo—. ¿Tienes alguna lona, o mantas?
—¡Psss! Usa la cabeza, Pia. Por supuesto que hay algo bajo lo cual esconderse. —Vuelve a dar golpecitos en el capó.
De pronto comprendo lo que quiere decir:
—¡Ah…!
—¡Ah, vamos, es aún mejor que mi idea de la cámara frigorífica!
Me arrodillo y echo un vistazo por debajo del todoterreno. Efectivamente, me podría meter allí de muchas maneras distintas.
—Hará bastante calor ahí, cosa que sería un problema para la mayoría de nosotros. Pero para ti no debe de serlo. —Harriet mira a su alrededor—. Será mejor que te des prisa. Él no tardará.
—¡Qué no pueda morir quemada no quiere decir que no sienta el calor!
Me dirige una mirada fulminante.
—¿Quieres salir de aquí, sí o no?
Exhalando un suspiro, me meto bajo el todoterreno a toda prisa y me empotro como puedo en el chasis, intentando no tocar más barras ni tubos de los imprescindibles.
—Esta es la peor idea que has tenido hasta ahora —le digo a la tía Harriet.
—Estarán muy ocupados preparando la visita de Corpus, pero eso no significa que estén ciegos, así que vuelve al anochecer. No más tarde, o nos pondrán el cuello en el tajo a las dos. ¡Y el mío no es tan impenetrable como el tuyo!
—Lo prometo.
—Y no te pierdas. Te lo digo en serio, si lo haces encontraré el modo de cortarte yo misma la cabeza, seas inmortal o no lo seas. ¡Ya viene! Tengo que irme. ¡Buena suerte!
Mete la mano bajo el todoterreno, con el pulgar alegremente extendido, y se va de allí a toda prisa. Al cabo de un minuto, oigo pasos, veo unas fuertes botas negras y noto que el guardia se sube a él porque el todoterreno se hunde varios centímetros. Sigue quedando un palmo de distancia entre el suelo y yo, pero parece bastante más cerca que antes. El motor arranca, y los diversos agarraderos que tengo empiezan a vibrar; pero yo aprieto los dientes y me aferro más. En el último minuto me sujeto el pelo, que colgaba hasta el suelo, y me lo meto por dentro de la camiseta.
Cierro bien los ojos para concentrarme en mantenerme allí agarrada. Aunque no vea nada, oigo el chirrido de la cancela al abrirse y después al cerrarse, y las revoluciones del motor cuando el guardia que conduce el todoterreno pisa el acelerador. Lo único que puedo hacer es tratar de no caer al suelo, pues en ese caso tendría que explicar por qué tengo la marca de los neumáticos en el estómago. Mejor esperar.
Al final, el todoterreno se detiene tras derrapar, y el guardia se baja de un salto. Cuando estoy segura de que se ha internado lo suficiente en la selva, me bajo yo también al suelo y respiro largo y tendido. Tengo la impresión de no haber respirado ni una sola vez desde que salí del complejo.
La selva se cierne imponente sobre mí mientras me sacudo el polvo y el óxido de las manos. Me cuesta un rato orientarme. Con los ojos cerrados, repaso en la mente el camino que recorrí de Little Cam a Ai’oa, y comparo las distancias y desviación con respecto a la ruta que ha recorrido el guardia con el todoterreno.
—Así que tiene que ser… —me digo, colocándome en sentido opuesto al que traía el guardia—: Por ahí.
No tengo que caminar mucho hasta que Eio se materializa en la espesura del bosque. Parece parte de la misma selva, con las hojas que lleva atadas al cuello, la cabeza y los brazos. Sus pantalones cortos de color caqui parecen tan fuera de lugar como siempre, especialmente ante el rostro pintado y el jaguar que le pende del cuello.
Cuando lo veo, se me quita un peso de encima que no me había dado cuenta de que estuviera soportando, y siento, por vez primera en los últimos tres días, que vuelvo a respirar. Me percato de que estoy sonriendo como una tonta, pero no puedo evitarlo:
—¡Eio!
—¡Ave Pia, has venido! —Se queda a poco más de un palmo de distancia, mirándome como si no pudiera creerse que esté allí—. Burako dijo que debía olvidarte. Que tú seguramente ya no te acordabas de mí.
—¿Olvidarte? No podría olvidarte por mucho que lo intentara. —Y no solo porque mi memoria sea infalible. Con los dedos tan torpes como si fueran las garras de Alai, alargo la mano y le cojo la suya. Su mano le resulta a la mía tan natural como calzarse un guante, y no deseo soltarla. Su contacto es abrasador, y provoca chispas que me suben por el brazo produciendo cosquilleos—. Ya ves que he venido. Te dije que lo haría.
Él observa nuestros dedos entrelazados y sonríe.
—O sea que encontraste el modo.
—Sí, con la ayuda de la tía Harriet.
—La del pelo de loca —comenta él asintiendo con la cabeza—, la que te ayudó a entrar…
—¿Lo viste? —¿Qué habrá estado haciendo él? ¿Sentarse en un árbol cercano a Little Cam para tomar notas todo el día?
—Sabía que vendrías. Todos los días he venido aquí a esperarte, pero te ha costado tiempo. Kapukiri también me dijo que vendrías.
En realidad, es la primera vez que estoy en la selva de día. Cuando me quedé dormida en Ai’oa y tuve que volver corriendo, no me tomé un instante para contemplar lo que tenía a mi alrededor. Ahora, sin embargo, me paro en seco y me giro lentamente en una vuelta completa, con los ojos abiertos completamente, sedientos de todo lo que veo.
Entre poderosas ceibas y cecropias, las delgadas lianas caen y se enmarañan por las enormes hojas de bijaos (palulu) y las calas. El aire es espeso y húmedo, aún más que en Little Cam. Es casi como estar bajo el agua. Una niebla pálida y vaporosa ronda la oscuridad entre las ramas bajas y el suelo del bosque, como los fantasmas que tanto teme la tía Nénine. Extensiones de liquen naranja y amarillo toman posesión de cuanto está muerto y putrefacto, y donde cesa el liquen comienza el musgo. Seguramente hay una docena de especies distintas de musgos allí, en aquel punto.
Al mirar hacia arriba, el cielo se ve como meras pintitas de azul que aparecen aquí y allá, un reino tan elevado y tan oscurecido por la selva que podría ser también el espacio exterior. En el bosque tropical, el cielo está formado por hojas y ramas, y en vez de estrellas uno tiene monos chillones y pájaros de todos los colores. Es un cielo vivo.
Sobre todo, y esto es lo que más echaba de menos en mis paseos nocturnos, está el color. El bosque tropical es verde sobre verde sobre verde; el color debe de haber sido inventado aquí, y de mil maneras distintas. Contra la capa de verde resalta, vibrante, una lluvia de orquídeas moradas o de setas naranja, reclamando la atención. Lo único que me falta a mi lado es Alai, pero habría sido imposible sacarlo conmigo.
Pese a toda la belleza que me rodea, los ojos no dejan de volver a Eio. Me aparta del camino cada rama, con cuidado de no dejar que se vuelva y me pegue. Cada vez que lo hace, le caen en los hombros gotitas de lluvia, que le adornan la clavícula y la nuca. El pelo oscuro está tan húmedo que le cae por la frente y se le mete en los ojos. Mis dedos se mueren de ganas de apartárselo.
Gracias a Eio, llegamos a Ai’oa en menos de una hora. Yo podría haberla encontrado por mí misma, pero me habría llevado mucho más tiempo debido a que nunca había recorrido aquel camino.
Esta vez, los nativos no acuden en masa a saludarme. Algunos nos gritan algo o nos hacen un gesto con la mano, pero no hay guirnaldas de flores ni danzas para darme la bienvenida a Ai’oa. Me pregunto si soy bienvenida. Eio debe de presentir mis dudas, porque me explica que una vez alguien ha recibido su fiesta de bienvenida, forma parte de la aldea para siempre, y se le trata como a uno más.
—¿Me consideran una ai’oa?
—En ese sentido, sí.
—¿Y todo visitante recibe una fiesta de bienvenida?
Me mira firme a los ojos.
—No. Solo tú, porque tú tienes la marca; y mi padre, porque él amaba a mi madre y demostró que era amigo de los ai’oa.
No estoy segura de si debería sentirme honrada o aterrorizada. Si me ven como una de ellos, ¿qué esperarán de mí? ¿Por qué he vuelto, al fin y al cabo? ¿Pensaba que bailaríamos y reiríamos todo el día, cada vez que volviera? ¿Qué espero yo de ellos?
—Eio —susurro—, no sé qué hacer.
Él me dirige una mirada de desconcierto. Es como si yo acabara de preguntarle cómo huele el azul.
—Sé tú misma.
Una niña que no me llega más arriba de la cadera corre hacia Eio y se le sube a la espalda de un salto. Él se ríe e intenta hacerle cosquillas, pero la niña le tira del pelo y él se para. La reconozco de mi última visita a Ai’oa: fue la que me estuvo rondando durante horas, observando todo lo que yo hacía con ojos muy abiertos, llenos de curiosidad.
—¡Eio! —exclama—. ¡La has traído de vuelta como dijiste! —Yo sonrío a la niña. Su inglés es muy bueno, y su acento ai’oa suaviza las consonantes y añade una dulzura a las vocales que no he oído nunca en Little Cam.
—Si te digo que me voy al río a pescar un pez —responde Eio—, siempre vuelvo con un pez. ¿Dudabas de mí, Ami?
—Yo no, pero Pichira y Akue dijeron que no lo harías, que no podrías pasar la valla de rayo. —Me mira de lado—. Hola, Ave Pia, ¿dónde tienes el jaguar?
—Hola —respondo con timidez—. Alai no ha podido venir hoy. ¿Te llamas Ami? Es un nombre muy bonito.
—Quiere decir «Mala» —dice Eio.
—Quiere decir «Niña perfecta». —Pasa la mirada de Eio a mí con una sonrisa pícara—. Eio dice que tú eres perfecta, Ave Pia. ¡Dice que eres la chica más perfecta que ha visto nunca!
Eio se pone colorado y se la quita de la espalda, diciéndole con voz de fiera que va a dársela de comer a una anaconda. Ella corre a mi espalda, chillando y riendo. Riéndome con ella, la protejo de él.
—¿De verdad dice eso? —le pregunto—. ¿Y qué más dice?
Ella se retuerce los labios hacia la nariz, pensando.
—Que tus ojos son como trocitos de cielo vistos a través de las hojas. Y que, como la lluvia se lleva el barro de las hojas, tú… ¿cómo era? Ah, sí… que tú te llevas la oscuridad.
—¿De verdad… dijo eso? —Ahora soy yo la que se pone colorada.
Eio nos coge las manos.
—¡Vamos, monstruo! Vamos a enseñarle a Pia dónde nos bañamos.