Pasan dos días. Me sigue aterrorizando que alguien pueda descubrir que todo fue una mentira y que nos llamen al despacho del tío Paolo a la tía Harriet y a mí. Pero no ocurre nada fuera de la rutina usual, salvo la caja de cerillas que robo de la cocina cuando Jacques no mira.
En la intimidad de mi habitación, con la puerta bien cerrada, me coloco enfrente del espejo, saco una cerilla de la caja, y la raspo contra el canto de la caja. No estoy segura de lo que voy a ver, ni de si veré algo en absoluto, pero desde que estuve en Ai’oa no se me van de la cabeza las palabras de Eio: «La señal solo se ve junto al fuego».
Sostengo la cerilla a unos centímetros de la nariz y espero a ver qué pasa.
Y no pasa nada.
Así que me acerco más, casi hasta pegar mi nariz contra la nariz del espejo, y levanto la cerilla un poco más.
Y entonces lo veo, justo cuando la cerilla me abrasa los dedos. No me doy cuenta del quemazón, solo de que la llama se apaga al final. Las yemas de los dedos están calientes, pero el fuego no les ha hecho nada. Raspo otra cerilla, una, dos, tres veces antes de que se encienda. Y casi la pego al ojo, de tanto como me impresiona lo que veo.
Casi no parece más que el reflejo de la llama en mis ojos. Casi. Pero la pequeña llama de la cerilla está quieta y firme, a diferencia de las manchas de color oro y violeta que se despliegan y se mueven en el iris de mis ojos. No las había visto nunca. Ni siquiera las había vislumbrado. Estoy segura de que tampoco lo ha visto nadie más de Little Cam. Desde luego, el tío Paolo no ha mencionado nunca estas llamas que giran. Pero están ahí, diminutas luces que florecen y forman remolinos contra el azul verdoso de mis ojos. Cuando aparto la cerilla, desaparecen, pero en cuanto vuelvo a acercarla, vuelven a estar ahí: los colores de la flor elísea encerrados en mis ojos, brotando y girando y desvaneciéndose como el fuego, como el agua, como el humo.
Así que esta es la señal del jaguar, la mantis y la luna. La señal de los tapumiri para los ai’oa. Apago la cerilla sacudiendo la mano y la dejo caer en la papelera. Por un momento, me quedo de pie, mirándome con mi mirada otra vez normal. ¿Qué más secretos están escondidos dentro de mí? Muy despacio, me paso las manos por los lados del rostro, aunque no sé qué más espero descubrir. ¿Antenas que brotan del nacimiento del pelo? ¿Escamas formándose en las mejillas?
Necesito distraerme sea como sea, así que decido darme un baño, aunque ya el hecho de caminar desde mi casa a los Dormitorios B, donde se encuentra la piscina, podría ser calificado de baño, pues la lluvia cae a cántaros, y en unos minutos me encuentro completamente empapada. Me quito la camiseta y termino el recorrido en traje de baño.
No hay nadie en la piscina: justo como me gusta.
Dejo en una silla la camiseta empapada y los pantalones cortos, y camino despacio para no resbalarme en las baldosas. El agua es azul y está serena. Hay algo irresistible en el agua en reposo, en la superficie intacta de una piscina. Me arrimo al borde y disfruto anticipando el instante en que romperé esa serena superficie. A mis pies, mi propia imagen ondulada me anima a dejarme caer.
Con los brazos extendidos, mis manos se encuentran por encima de mi cabeza, y me zambullo trazando una curva con la que apenas salpico. El agua está fresca y suave, y me engulle entera.
Nado con calma, alternando entre un cómodo estilo braza y hacer el muerto. Encima de mí, el techo es de cristal, como el de mi dormitorio, y la lluvia lo apedrea. Me he afanado tanto en no pensar en los indígenas, no vaya a ser que alguien vea la verdad en mis ojos, que no he podido reflexionar realmente en lo que pasó. Ahora, cuando lo recuerdo, aquello me viene como el recuerdo de un sueño: neblinoso, extraño e imposible.
¿Lo hice de verdad? ¿Estuve allí? ¿Fue real? Siento un dolor en el corazón cuando pienso en aquella gente salvaje y vivaz. Me doy cuenta de que los echo de menos. Ahora que el agujero de la valla ha sido reparado, dudo que vuelva a verlos. Son demasiadas las preguntas que tengo que hacerles. ¿Cuánto tiempo llevan aquí, tan cerca de Little Cam? ¿Qué piensan de nosotros los científicos? Vuelvo a pensar en la pregunta de Eio: «¿Por qué otro motivo los espíritus iban a enviar a alguien imperecedero?».
Me agarro al borde de la piscina y me seco el agua de los ojos, sintiendo un escalofrío que no proviene del agua. ¿Habrá habido otros como yo?
Y ¿existirán todavía?
La pregunta es nueva e inesperada, algo que nadie en Little Cam se ha preguntado nunca, al menos no que yo sepa. ¿Podría la gente de Ai’oa saber más de lo que nadie aquí ha sospechado nunca? ¿Alguien ha pensado alguna vez en preguntarles? Al fin y al cabo, esta es su tierra. Si alguien podía conocer los secretos de la flor elísea, ¿no serían ellos? Me siento abrumada ante todas las preguntas que me gustaría hacerle a Eio si lo vuelvo a ver. Eio.
Las preguntas de repente parecen menos importantes que la persona, y el escalofrío se disuelve en una inesperada calidez.
Eio no se parece a nadie que haya conocido en Little Cam. Es de mi edad, para empezar, pero no es eso solo lo que lo hace diferente. Eio no es completamente ai’oa, pero, indudablemente, no es un miembro de Little Cam. Parece más una parte de la selva que otra cosa. Aunque, tal vez, solo sea que la primera impresión que tuve de él ha conformado mi opinión, dado que me lo encontré en la selva.
Me suelto del borde de la piscina y hago el muerto, mirando cómo la lluvia golpetea el cristal sobre mi cabeza, imaginando que las gotas penetran las paredes para caer en la piscina. Yo nadando en la misma lluvia que cae sobre Ai’oa. Y sobre Eio, el muchacho de piel morena y ojos del color de la lluvia, el muchacho que me mostró el otro lado del mundo. Incluso ahora puedo imaginar cómo me toca la piel mientras bailamos, y recuerdo la calidez de su brazo bajo mi cabeza cuando dormía.
Quiero volver a verlo. Necesito volver a verlo. Quiero ver Ai’oa, y a Luri, y a los Tres, y la danza alrededor de las fogatas, pero sobre todo quiero ver a Eio. Hacerle preguntas, sí, pero también oírlo hablar con su gracioso acento. Oír sus historias de cazar anacondas y acechar jaguares a través de la selva. Su vida es tan diferente de la mía que dudo que pudiera llegar a comprenderlo del todo alguna vez. Pero eso solo hace que mi fascinación sea más intensa. ¿Quién es ese chico de la selva? ¿Qué es él para mí?
«Nada», me dice desde dentro una voz seca, crítica, que me sorprende con su virulencia. «Y debe seguir sin ser nada. Es un peligro, un imponderable, una variante que no se puede controlar. No es para ti. No es para ti».
La que habla así es mi voz de científico, la voz que empleo cuando respondo las pruebas del tío Antonio o cuando describo lo que estoy viendo por el microscopio del laboratorio. La voz me enfurece, hace que me entren ganas de patalear como un niño, pero en vez de eso, lo que hago es zambullirme mansamente en el agua, de cabeza, como una nutria, y hundirme para descansar en el fondo con las piernas cruzadas.
¿Puede ahogarse una inmortal?
No lo averiguo, pues, en cuanto me quedo sin aire, presiono los pies contra el fondo de la piscina y salgo a la superficie, respirando hondo el húmedo aire.
De vuelta en mi habitación, me seco y me pongo unos pantalones escoceses de franela y una camiseta sin mangas. A continuación me dejo caer sobre la cama y me preparo para pasar el resto de la tarde sin hacer nada. Nadar no me resulta agotador, nada lo es, pero ahora me aburre el gimnasio y el salón y todo lo demás que hay en Little Cam. Y ese no es un problema que tuviera antes. Parece que siempre había algo que hacer en Little Cam. Una de las cosas que el tío Paolo pone especial cuidado en evitar es que me aburra, porque, cuando uno tiene que vivir para siempre, no es buena cosa perder el interés en la vida con solo diecisiete años.
Tras asegurarme de que mi madre está fuera de la casa, saco el mapa de debajo de la alfombra y lo extiendo sobre la cama.
Estoy trazando con el dedo índice el contorno de la masa de tierra llamada Asia, memorizando su forma, cuando oigo un golpe seco: «tac».
Inmediatamente doblo el mapa, sin preocuparme de las líneas por las que se pliega, y lo escondo bajo las almohadas. Asustada de que mi secreto se encuentre fuera de su escondite, miro a mi alrededor. Nadie en la puerta. Ni en el pasillo. Cuando llamo, nadie responde desde la casa en calma.
Regreso a la habitación y ya he decidido que no ha sido más que algún fruto cayendo sobre el techo, cuando oigo otro golpe. Y después, seguidos, otros tres, «tac, tac, tac». Al segundo golpe, ya lo he localizado: viene de la parte más ancha de las paredes de cristal.
Cuando me coloco ante el cristal y poso la mano en él, la siguiente piedra golpea justo donde tengo la mano. Con un leve grito, retrocedo e instintivamente me miro la mano, pero, claro está, la piedrecita rebotó en el cristal.
—¿Eio? —digo sin podérmelo creer, y pese a que es imposible que él pueda oírme.
Él se encuentra al otro lado de la valla, y cuando ve que yo lo he visto, deja caer el resto de las piedras que tiene en la mano. Mueve la boca, pero no consigo leerle los labios. Me pego al cristal y digo no con la cabeza, mientras pienso que me alegro de haberme quitado el bañador en el vestidor y no en el dormitorio como hago a veces.
—¿Qué haces aquí? —digo moviendo los labios muy despacio, pero me doy cuenta de que no me entiende. El corazón se me acelera tanto de temer que lo descubran como de pensar que yo lo estoy viendo. Levanto un dedo, después ambas manos con las palmas hacia él, hasta que él dice sí con la cabeza y se queda donde está. «¡Espera!».
Me lleva menos de un minuto salir por la puerta, observar la zona para comprobar que está despejada, y después rodear la casa hasta donde se encuentra Eio, a unos centímetros de la valla.
—¡No la toques! —exclamo en voz baja cuando lo veo avanzar. Él se echa para atrás en el último segundo, y yo respiro aliviada. No tengo ningunas ganas de verlo frito antes de que se pueda explicar.
—¿Qué has hecho todo este tiempo, Ave Pia?
—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunto yo al mismo tiempo.
Nos cedemos mutuamente la palabra, y entonces empezamos a hablar de nuevo los dos a la vez. Al cabo de otro momento de confusión, finalmente me explico:
—No he podido volver, Eio.
—¿Sigues enfadada conmigo? —Parece realmente preocupado.
—¡Claro que no! Fue culpa mía, Eio, no tuya. Debería haber regresado mucho antes. Quizá de ese modo no hubieran descubierto el agujero. —Señalo la tierra recientemente levantada y las piedras que han colocado alrededor de donde estamos—. Me han cortado la salida, Eio. No puedo volver a escaparme.
—¡Tienes que volver! —insiste—. Son muchas las cosas que te quiero enseñar: cascadas y cuevas y…
—Eio… —el corazón me brinca de puro anhelo, y por un momento me imagino desapareciendo con él en el bosque tropical. «Una variable incontrolable», me advierte mi voz de científica. «No te dejes llevar». Mis instintos luchan unos con otros: «¡Escapa!». «¡Quédate!». Miro los ojos mortales de Eio, y siento algo en el estómago, como si me hubieran atado una cuerda y tiraran de ella hacia Little Cam, alejándome de lo desconocido—. Yo… yo no soy ai’oa, Eio. Mi lugar está aquí. Lo siento, no puedo volver contigo.
Él se echa para atrás y me mira durante un rato.
—¡Te han domado como a un mono! Te han enseñado a buscar nueces y sentarte en el hombro de ellos, y ahora prefieres vivir atada a una correa que correr libre por las copas de los árboles.
—¡Eso no es verdad! Soy libre para escoger, Eio.
—Eso piensa el mono.
—¡Eio! —¡Me saca de quicio! ¿No se da cuenta de que nos separa mucho más que una valla? Recuerdo cómo me dejé llevar en la danza de los ai’oa, durante aquellos momentos en que tuve aquella extraña sensación de arraigo. La sensación de olvidar quién era y de mezclarme en la multitud era profundamente seductora, pero el embrujo se rompió en el instante en que se mencionó mi inmortalidad—. ¡No tengo sitio en tu aldea ni en las esperanzas de los tuyos! Ya te lo dije: soy inmortal. Pertenezco a este sitio.
—Eso me da igual —responde—. Yo te quiero, Pia. Tú eres la primera persona que se parece a mí. Tú perteneces a todas partes y a ninguna. No eres una científica, ni una ai’oa, eres una chica salvaje. Una chica de la selva. Y sin embargo prefieres la jaula.
Me muerdo el labio, reprimiendo el impulso de darme cabezazos contra la valla por la frustración a que me someten tantos sentimientos opuestos.
—¡Eio, vuélvete a tu casa! Si te ven aquí, te echarán, y dudo que lo hagan de buenas maneras. Vete, por favor.
—Puedo trepar esta valla y ayudarte a salir.
—No puedes: está electrificada.
Se encoge de hombros, malhumorado. Exhalando un suspiro, le digo:
—No es que no me gustéis tú y los tuyos. Me gustáis mucho, de verdad que sí. Pero no puedo irme ahora. El agujero está cerrado. No hay salida.
—Si encuentras la salida, ¿vendrás?
—Sí, si encontrara una salida… —le prometo, preguntándome por qué cedo cada vez que él me insiste en algo, y hago promesas que separan mi razón y mi corazón mandándolos en direcciones opuestas. ¿De dónde viene esa fascinación conmigo, muchacho, para no dejarme donde estoy? ¡Es seguramente la misma fascinación que siento yo con él! Pero de eso no digo nada—. Vete, Eio, por favor.
Me mira a los ojos durante largo rato, y me pregunto qué piensa que encontrará en ellos. Entonces se vuelve y se interna en la selva. El corazón me da un brinco en el pecho, como si quisiera irse con él, pero la valla está de por medio. Quisiera cogerla y sacudirla, pese a la electricidad, pero entonces sonaría la alarma, y el tío Timothy empezaría a hacerme preguntas…
Cuando vuelvo a la casa de cristal, siento que una gota de lluvia me cae por la mejilla hasta los labios. Sabe salada.