—¡Pia! —Parece asustarse tanto como yo, y el doble que yo cuando ve a Alai.
No sé dónde meterme, y me planteo la posibilidad de escapar corriendo, pero he quedado bien al descubierto. Estoy a muy poca distancia de la cancela principal, que está efectivamente abierta, como yo esperaba, pero estaba tan inmersa en mis pensamientos que no me acordé de mirar detrás de cada árbol al pasar. La doctora Fieldespato estaba reclinada contra un tronco, fumando muy a gusto y aparentemente disfrutando del espectáculo que mi desaparición estaba produciendo.
—Hola, doctora Fields —farfullo, sin saber qué esperar de ella. Seguramente se irá corriendo y gritando en busca del tío Paolo, como un bebé mono asustado en busca de su madre.
—Menuda la que has armado —dice ella, relajándose de nuevo y dándole golpecitos, pensativa, a su cigarrillo, que descansa en el labio inferior—. ¿Dónde te has metido?
No respondo. La respuesta parece muy obvia: he estado fuera, y eso va completamente contra las normas. Yo no tengo paga que me puedan retirar, ¿me quitarán la cena tal vez? ¿Podrían hacerme algo peor?
—Conque escapándote… —susurra la doctora Fieldespato—. ¡Conque la perfecta Pia ha sido mala chica…!
—¿Se lo vas a decir? —pregunto, albergando una insensata esperanza.
Ella me examina un buen rato, aspira el humo del cigarrillo. Yo miro de soslayo la cancela. Hay un guardia, pero no puede vernos a través de la espesura. A menos, claro está, que la doctora Fieldespato empiece a gritar. Cosa muy posible.
—Te diré una cosa —dice al fin, echando la ceniza al suelo—. Te he oído llamando a todo el mundo tío y tía. Bueno, ahora estoy tan metida en el ajo como cualquiera de vosotros. Tengo un contrato, ¿recuerdas? Pues sí, así que, si me empiezas a llamar tía Harriet, puede que te ayude.
—¿Solo puede…? —digo dubitativa, aunque me entran ganas de llorar de alivio.
—Dilo. —Una sonrisa aparece en su rostro.
Recuerdo su peligroso regalo de cumpleaños y los problemas que podría causarle si alguien llegara a encontrarlo, y cedo:
—Bien. Tía Harriet. Ya lo tienes. ¿Me ayudarás ahora?
Sonríe.
—Otra vez, vamos. Y no lo hagas a regañadientes, chiquilla, que nunca te he hecho nada malo.
«Salvo darme un mapa que podría meterme en el peor problema de mi vida. Bueno, excepción hecha del regalo, así es».
—Por favor, ayúdame a entrar por la cancela, tía Harriet, y te juro que siempre pensaré en ti como «tía Harriet» en vez de…
—¿En vez de qué? —Ladea la cabeza con curiosidad—. ¿Qué opinión te merezco?
—En vez de… doctora Fields, por supuesto.
La mirada que me dirige me deja bien claro que no se cree que yo la llamara para mis adentros algo tan respetuoso como «doctora Fields», pero no pienso dar otra respuesta. Sin embargo, parece satisfecha con mi docilidad, y asiente con la cabeza, muy resuelta.
—Bien entonces… ¡Vamos a entrar por la cancela! Espera un segundito.
Arroja el cigarrillo y se mete por los arbustos haciendo aspavientos. Disgustada, aplasto con el pie el pequeño cilindro de tabaco todavía encendido, y miro a ver qué es lo que hace. Me da la impresión de que le está diciendo al guardia dónde estoy en este momento. Pero no: señala en dirección al tío Paolo y los suyos, y el guardia asiente, se encoge de hombros y se va de allí, tal vez actuando según órdenes que el tío Paolo no ha dado. Una vez fuera de la vista, la tía Harriet me hace una seña, y yo salgo de los árboles con mucha cautela.
—¡Lo has hecho!
—Por supuesto que sí —me responde un poco indignada—. Fui a un maldito colegio privado solo para chicas. Tuve que aprender todos los trucos del mundo en lo que se refiere a escabullirse. Si no, me hubiera muerto de privación social.
Me la imagino haciendo lo que dice.
—Bueno, gracias.
—De nada. Y ahora, ¿te vas a meter dentro, o tendré que matar a la próxima persona que venga y te vea en el lado incorrecto de la valla?
—¿Matarlo? —Me quedo con la boca abierta—. Pero…
—¡No seas tan literal, Pia! —Levanta las manos exasperada.
Paso la cancela, sin poder creerme mi buena suerte. Después de ver a todo el mundo reunido alrededor de mi salida secreta y estar tan segura de que no conseguiría colarme dentro, no tengo ni idea de qué hacer. No aceptarán una explicación sencilla de mi ausencia. Decir que estaba leyendo en la biblioteca de investigación o haciendo ejercicio en el gimnasio no satisfará nunca al tío Paolo, y como me conoce de toda la vida, me calaría en un santiamén. Y, además, se me da muy mal mentir, por el simple hecho de que no miento nunca. Hasta ahora no he tenido nunca ningún motivo para hacerlo.
Pero hay alguien a quien parece que eso se le da de maravilla… Aunque odio tener que pedirle otro favor. Sin embargo, no me queda más remedio.
—Eh… ¿tía Harriet?
—¿Sí?
Por la mirada de sus ojos, adivino que ya sabe lo que le voy a pedir, y le encanta. Vamos, Pia, trágate tu orgullo y adelante.
—Eh… ¿qué debería decir cuando entren y me vean?
—Mmm… Necesitas una historia, y que sea buena. Has estado varias horas sin dar señales de vida y, la verdad, Little Cam no es tan grande… Te han buscado por todas partes. —Se muerde el labio y me mira fijamente, pensativa—. Veamos, creo que ya lo tengo… Ven conmigo.
Se marcha corriendo por el camino circular, y yo la sigo, esperando que sepa lo que hace. No tengo ni idea de si puedo confiar en ella, pero dadas las circunstancias, parece que no me queda alternativa. La tía Harriet conoce mi secreto, así que por el momento estoy a su merced.
En cuanto dejamos de ser visibles desde la valla, y por tanto estamos a resguardo de cualquiera que pueda estar patrullándola, deja de correr y camina a mi lado.
—En situaciones como esta, la mejor mentira es la que incita a la compasión.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, si pensabas decir que te quedaste dormida en algún rincón, o que te escondiste a propósito, eso solo conseguiría ponerlos más furiosos. Y, créeme, ya están bastante furiosos.
Asiento con la cabeza, recordando la conversación del tío Paolo y el tío Antonio que he entreoído.
—O sea —prosigue la tía Harriet—, que es mucho mejor pensar en una situación que, cuando se descubra, los haga sentirse culpables. Por ejemplo, te cayó encima un piano y no te podías mover.
—¿Qué…? —Me paro y la observo con espanto.
—¡Por Dios, Pia, ese ejemplo no era más que una broma! Pero ¿has comprendido la idea?
—Creo que sí —digo volviendo a moverme, aunque manteniendo mayor distancia con ella, por si acaso decide tirarme un piano encima.
—El truco consiste en hacer que te tengan lástima, porque la compasión es el mejor sustituto de la ira. Así que… —Se detiene y señala con un gesto de la mano el edificio ante el que nos hemos parado. Es Laboratorios B, el más pequeño de los dos edificios de investigación que hay en Little Cam, que está situado junto a la línea nordeste de la valla—: Vamos dentro.
—¿Para qué? ¿Cuál es el plan?
Ella no responde, pero me guía a través de los blancos y lustrosos pasillos sin echar la vista atrás una sola vez. Todo el mundo debe de estar fuera, buscándome, y el lugar resulta inquietantemente silencioso. Nuestros pasos retumban del suelo a las paredes, y las baldosas, bajo mis pies, están tan sumamente limpias que cuando bajo los ojos me parece que me estoy mirando en un espejo. Las puertas blancas que pasamos están todas marcadas simplemente como LABORATORIO 114, LABORATORIO 115, LABORATORIO 116, y están intercaladas con otras puertas más pequeñas, sin ventana, que pertenecen a armarios de material perecedero y cosas de conserjería. Sobre nosotros, las luces fluorescentes brillan tan firme e implacablemente como el sol. No hay nada que el tío Paolo odie tanto como una bombilla defectuosa, y cada vez que una muestra el más leve indicio de ir a apagarse, hace que Clarence la cambie.
Finalmente, la tía Harriet se detiene y se lleva las manos a las caderas, mirando a su alrededor con ojos perplejos.
—¿Dónde estaba esa sala refrigeradora…?
—¿El Laboratorio 112? —le digo—. Es por ahí…
—¿Qué hay aquí dentro? —interrumpe ella, dirigiéndose a una puerta que está al final del pasillo.
—No entres ahí —digo.
—¿Por qué…? —Su mano se cierne sobre el pomo de la puerta.
—Es el ala vieja. Se incendió hace años. Nadie la usa, no es más que una cáscara.
—¿De verdad? —Observa la puerta con curiosidad—. Es extraño. No se ven daños del fuego por el lado de fuera.
Me encojo de hombros.
—No está permitido entrar ahí. Es peligroso.
Intenta girar el pomo, pero no funciona.
—¡Cerrado!
—¿Tía Harriet?
Antes de que pueda detenerla, la veo deslizando su tarjeta magnética entre la puerta y el marco. La puerta se abre. Estoy a punto de pedirle que no entre, pero la curiosidad me sobrepasa. La sigo despacio.
El corredor está oscuro y polvoriento, y las paredes están llenas de puertas con ventanitas. La tía Harriet prueba a abrir la primera: resulta fácil. Hay un cuarto pequeño y oscuro, y solo podemos distinguir un banco colocado contra la pared de enfrente. No hay muestras de fuego por ningún lado, pero el cuarto parece viejo y ciertamente abandonado. Es demasiado pequeño para ser un laboratorio ni un dormitorio, y demasiado grande para despensa. El suelo de madera está cubierto por dos centímetros de polvo.
La tía Harriet señala el banco sin decir nada. Unas cadenas de hierro, oxidadas de puro viejas, cuelgan a los lados como huesos resecos. Unas largas muescas recorren toda la longitud de la madera, como marcas dejadas por uñas. Un escalofrío me recorre la columna vertebral, como si me la arañaran aquellas mismas uñas. Aquel cuarto no se parece a ningún otro que haya visto en Little Cam. Es demasiado frío, oscuro y aislado, y encierra secretos que no quiero descubrir.
—Sigamos mirando.
La tía Harriet regresa al corredor y yo la sigo a regañadientes. El siguiente cuarto es casi idéntico al primero. El tercero carece de banco, pero tiene más rasguños, esta vez en la pared, empezando a la altura de la cabeza y de allí hacia abajo. El siguiente cuarto tiene manchas oscuras en el suelo de madera y un leve aroma metálico en el ambiente. Cada cabello de la cabeza se me ha puesto de punta para entonces, y cuando la tía Harriet hace ademán de pasar al cuarto siguiente, yo niego con la cabeza.
—¡Más no!
La tía Harriet me responde con un gesto afirmativo. Regresamos de puntillas al pasillo iluminado, como si temiéramos despertar a un monstruo dormido.
De nuevo a la luz, tras cerrarle bien la puerta a la oscuridad, nos quedamos paradas y nos miramos la una a la otra. Al cabo de un minuto, digo en un susurro:
—Esto me ha producido una sensación nada agradable. Me ha hecho sentir… frío.
Ella asiente, descolorida.
—He visto antes habitaciones como esas.
—¿Dónde?
Mueve la cabeza hacia los lados en señal de negación, y no parece que quiera hablar más del tema.
—Pia, ¿tienes idea de para qué se usaba esa ala?
—No. Decían que eran laboratorios y almacenaje, todo perdido en el… —En el incendio que no hubo nunca—. ¿Por qué tenían que mentir? —pregunto en un susurro.
La tía Harriet no responde, se limita a dirigirme una mirada extraña y distante.
—Tenemos que esconderte.
—Sí. —Intento desprenderme de la angustia que se me clavó como una sanguijuela al entrar en el corredor del otro lado de la puerta. Encontramos el Laboratorio 112, con su serie de cámaras frigoríficas que no se pueden abrir por dentro. No tardo en comprender el plan de la tía Harriet. Es una buena idea, pero no lo voy a pasar nada bien.
Exhalando un suspiro, me meto en uno de ellos, lamentando que no se me ocurra ninguna idea mejor. La tía Harriet hace una pausa antes de cerrar la puerta.
—Pia…
—¿Sí?
—Ya sabes que me han concedido un pequeño laboratorio cerca de la cancela para que lleve a cabo mis investigaciones.
—Sí, ¿y…?
—Bueno —dice levantando las cejas de manera expresiva—. Podría pedirles que alguien me ayudara de vez en cuando… con propósitos educativos, claro. Varias horas al día, cuando todo el mundo piense que estás a salvo conmigo…
La miro a los ojos y comprendo lo que me propone. Seguramente no sabe qué es lo que me ha pasado en la selva, pero me está ofreciendo un medio de volver a ella, si quiero. Sin embargo, en aquel momento no sé qué es lo que quiero. Me limito a asentir con la cabeza levemente, en un gesto poco comprometedor. Ella me devuelve el gesto, y no dice nada más al respecto.
—Esperaré una hora o algo así, y entonces preguntaré como quien no quiere la cosa si alguien ha mirado aquí. Será mejor que para entonces hayas pensado cómo explicarás lo de haberte metido en una situación tan comprometida, ¿vale?
Asiento una vez más con la cabeza.
—Tía Harriet —digo—, ¿por qué haces todo esto por mí?
Ella se detiene y empieza a decir algo, pero se calla y esboza una sonrisa triste.
—Nos vemos dentro de una hora, Pia.
Y cierra la puerta.
Hay una ventanita en la puerta, pero hay demasiada escarcha como para ver mucho más que la puerta del laboratorio, que se abre y se cierra al salir la tía Harriet. Resignada a mi hora de tortura, me vuelvo y examino la cámara.
Hay dos estanterías de metal, una a cada lado de mí, llenas de contenedores de plástico etiquetados con complejos códigos de letras y números, y hasta pegatinas de colores. Elegí esta cámara frigorífica por un motivo, y ese motivo se encuentra en el segundo estante, que se asienta a un metro por debajo de mi brazo izquierdo. Es un contenedor de muestras de los mosquitos Anopheles darlingi que he estado usando en mis estudios de malaria con el tío Haruto y mi padre. Una de nuestras sesiones estaba programada para hoy. Diré que quería empezar pronto, y que se me cerró la puerta cuando vine a cogerlos.
Sentada y temblando en el suelo de la cámara frigorífica, solo puedo pensar en el intenso calor de las fogatas de los Ai’oa, mucho más fuertes, feroces y peligrosas que los calentadores eléctricos que usamos en Little Cam. Por ganas, me haría una fogata ahora mismo, pero no hay nada que quemar salvo las muestras de tejidos, que apenas alimentarían la llama diez minutos.
Me gustaría que hiciéramos fogatas al aire libre en Little Cam, por lo mismo que me gustaría que tuviéramos niños. Nadie habla de ellos aquí. Si alguno de los trabajadores o de los científicos que hay aquí los ha tenido, no los menciona nunca. Supongo que seguramente no los han tenido, o tal vez sí, pero ya crecieron y abandonaron el nido. ¿Por qué si no iban a separarse sus padres de ellos? Yo ya siento que el mundo es un poco más triste sin sus risas y juegos tontos. Envidio a Eio y su aldea con los niños, y me pregunto en qué hubiera cambiado mi vida de haber tenido a otros de mi edad con los que jugar mientras crecía.
Pero Little Cam no es lugar para niños. No tendrían por dónde correr ni jugar y, además, el tío Paolo dice que cualquier cosa que no contribuya a la investigación es superflua e innecesaria. Él diría que los niños no hacen más que estorbar, que rompen cosas y lo distraen a uno del trabajo. Cuando era pequeña, el tío Antonio me seguía por todas partes, asegurándose de que no molestaba a nadie y no interrumpía importantes experimentos. Nos pasábamos la mayor parte del tiempo en el centro social. Él me enseñó a nadar, a leer, a sumar, a restar… Me imagino a todos los niños de Ai’oa intentando permanecer sentados tanto tiempo como lo estaba yo con el tío Antonio, buscando raíces cuadradas y haciendo largas divisiones. Sería una pesadilla. Son más inquietos de lo que lo fui yo jamás, aunque quizá yo también fuera inquieta, solo que, sin otros niños, nunca aprendí a dar rienda suelta a mis energías. Lo único en que pensaba era en cómo hacerme adulta, y no una adulta cualquiera, sino una científica. Cuando no tenía más que cuatro años, ya me estaban preparando para un futuro en que ocuparía mi sitio en el equipo Inmortis.
Me digo que el tío Paolo debe de tener razón. Mi encandilamiento con los pequeños de Ai’oa no hace más que dejar fuera de control mis emociones. En mis pensamientos retumba la voz del tío Paolo, repitiendo uno de sus dichos favoritos: «No hay nada tan peligroso como la pérdida del control».
En el fondo, sé que estoy pensando en todo esto tan solo para mantener acorralado otro pensamiento diferente: para no pensar en ese corredor oscuro y en los pequeños cuartos, las viejas cadenas y los arañazos en el banco de madera. ¿Y lo del incendio? ¿Por qué tuvieron que decirme una mentira?
Y hay una pregunta que me provoca más escalofríos que la cámara frigorífica en la que estoy atrapada: ¿Qué están ocultando?
Para no pensar demasiado, empiezo a golpear la puerta, como si llevara toda la mañana haciéndolo. Golpeo tanto tiempo y tan fuerte contra el implacable metal adornado de escarcha que casi me empiezo a creer mi propia mentira. Desde luego, siento bastante frío para dejarme engañar.
Cuando me abren la puerta, estoy medio congelada y tan desesperada por salir que sigo golpeando con los puños varios segundos después de que me hayan envuelto en mantas. En cuanto comprendo que estoy bien, que he salido de verdad y que el tío Antonio, mi madre, el tío Paolo y la tía Harriet están todos allí, ofreciéndome sus atenciones, me calmo lo suficiente para tartamudear la explicación de por qué entré allí. La explicación falsa, claro está. Me alivia que no me interroguen más, y me digo que la mirada que intercambian el tío Paolo y mi madre no es más que pura coincidencia. Y que la fuerza con la que mi madre me agarra el hombro cuando me hace salir de la habitación no es más que preocupación maternal por su hija medio congelada.
La tía Harriet ni siquiera parpadea.