—¿Salvaros? —repito—. ¿Salvaros de qué?
Pero Eio no responde. Me agarra de la mano y tira de mí hacia la mayor de las hogueras y me hace sentarme, con Alai tendido a mis pies. Los ai’oa empiezan a traerme hojas de banana y cacharros llenos de comida. Reconozco muchos de los platos, ya que Little Cam suele comerciar con los ai’oa, más que nada adquiriendo fruta y carne a cambio de ropa. Pero hay otros que me resultan extraños, y no me apetece probarlos.
Todo el mundo mira, expectante, obligándome a comer, así que pruebo cada plato cuando me lo pasan por delante. No me queda más remedio. Eio está a mi derecha, adoptando una pose absurdamente petulante por algún motivo que no comprendo, y Luri se sienta a mi izquierda. Los Tres se sientan al otro lado del fuego, y parece como si estuvieran separados de los otros, pese al hecho de que los ai’oa los rodean completamente. Me miran con calma, y al cabo de un rato decido ignorarlos todo lo que puedo. Después de eso, empiezo a disfrutar un poco de la comida. Cuando ya lo he probado todo, los ai’oa empiezan también a comer, aunque debe de ser cerca de la medianoche.
Sé que debería volver a casa, pero no puedo desprenderme de ellos, porque los habitantes de la aldea son muy animados, extraños y diferentes de todo cuanto he conocido nunca. Estoy aterrada, perpleja y completamente encantada, todo al mismo tiempo. Me pregunto si será así como se siente mi padre cuando estudia un escarabajo recién descubierto, o como se siente el tío Paolo cuando hace un gran avance gracias a alguno de sus experimentos.
Por la razón que sea, me han convertido en su huésped de honor. Debe de tener algo que ver con la señal del «jaguar, la mantis y la luna» que Kapukiri asegura haber visto en mis ojos. De qué creen que los voy a salvar yo, eso no lo dicen. Pero me resulta difícil pensar en eso mientras los veo colocar a mi alrededor guirnaldas hechas con orquídeas. Los niños se me acercan y me hacen tímidas preguntas en una mezcla de inglés y ai’oa, y no parece que les importe cuando yo no me muestro capaz de responderles. Intentan acariciar a Alai, pero él los aparta con un gruñido de advertencia.
Los niños me fascinan. Nunca había visto a nadie más joven que yo: mientras crecía, yo era la única niña de Little Cam. Los juegos y risas de los niños, y la manera en que se mueven, como si pesaran menos que las flores mecidas por el viento, me cautivan. ¡Son tan pequeños y tan libres que a mi corazón casi le duele verlos!
Un día, cuando mi raza inmortal se haya completado, dejará de haber niños. No podrá haberlos, o nos arriesgaríamos a superpoblar la tierra. Pese a todo lo que he anhelado crear a mis inmortales, por un momento esta idea me produce un estremecimiento.
Tengo que retirarme unos metros cuando un círculo de ai’oa empieza a girar en torno al fuego. No se parece en nada al baile rígido y metódico que tuvo lugar en mi fiesta de cumpleaños. Los ai’oa se mueven salvaje y espontáneamente, tan veloces y animados como el propio fuego. Algunos se sientan y tocan el tambor, o bien unas finas flautas de madera, y los danzantes añaden su propio ritmo con el cuerpo. No hay dos que se muevan igual. Dejo de comer y me quedo mirando con la boca abierta, seguramente con cara de idiota. Pero no lo puedo evitar: resulta cautivador.
—Ven. —Levanto la mirada y veo a Eio, de pie delante de mí, con la mano extendida.
Niego con la cabeza:
—Yo no bailo. Créeme.
—¡Ven!
Le cojo la mano a regañadientes. Es una mano cálida y fuerte, y él me levanta de un empujón y me hace girar antes de que pueda evitarlo. Entonces ya no hay remedio: me veo atrapada en el círculo de danzantes, como arrastrada por una fuerza magnética. Pero no me preocupo. De hecho, no tardo en olvidarme de todo y sentir solo la música, el fuego, el remolino de pequeños y ágiles cuerpos que giran a mi alrededor, tirando de mí hacia todas partes. Eio está a mi lado, aún sujetándome la mano. Él y yo nos movemos como si fuéramos dos llamas en una antorcha, como el tío Antonio y la doctora Fieldespato cuando bailaban. Pero nosotros somos más salvajes, y cada paso que damos es puramente espontáneo, como brotado de un impulso primigenio que yo no sospechaba que hubiera en mí. Me olvido de que soy inmortal y que no debería estar aquí. Me olvido del tío Paolo y del pobre Roosevelt. Me olvido de que pasarán los años y toda esa gente morirá, mientras que yo seguiré viva. Por ahora, durante estos breves y preciosos minutos, pertenezco a este corro de danzantes. Pertenezco a la selva y a los ai’oa, a sus embriagadoras fogatas… No soy Pia. No estoy sola. Soy solo otro cuerpo más perdido entre tambores.
Perdido en los brazos de Eio, que me hace girar y me atrapa. Adondequiera que me vuelvo, allí está él. Su contacto es como el del fuego: leve y natural, pero abrasador. Las yemas de los dedos me queman en las muñecas y el hombro. «No pares», pienso. «No te atrevas a parar». Mis propios pensamientos me asustan, o al menos asustan a aquella otra Pia. Esta noche soy la Pia Salvaje, y nada me puede asustar, ni siquiera el cosquilleo que me recorre la columna vertebral cada vez que se encuentran nuestros ojos.
Pero aunque yo pueda bailar toda la noche, Eio se cansa pronto. Nos salimos del corro girando y nos dejamos caer, riendo, en el suelo, donde los niños acuden en gran número a mí, con frutas y flores. Cojo una banana asada ensartada en un largo palo, y sonrío afectuosamente a la niña que me lo ha traído. Ella me devuelve la sonrisa antes de que le dé la risita tonta y se aleje corriendo.
—Eio, ¿qué es lo que el anciano piensa que vio en mis ojos?
—¿Kapukiri? —Eio sigue jadeando por el esfuerzo. Se tiende hacia atrás, con los ojos cerrados—. Vio el signo del jaguar, la mantis y la luna. La señal del kaluakoa.
—Pero ¿qué es eso? La última vez que me miré al espejo, mis ojos no eran distintos de los de todo el mundo.
Eio hace un gesto con la mano, mostrándome la fogata que tenemos delante.
—Ahí tienes la respuesta: la señal solo se ve junto al fuego. ¿Es que no hay fogatas en tu aldea de científicos?
En aquel momento, daría cualquier cosa por tener un espejo. Aunque no estoy muy segura de creer lo que dice, sé que la única manera de averiguarlo es verlo por mí misma.
—¿Qué querías decir cuando mencionaste que piensan que he venido a salvarlos? ¿A salvarlos de qué?
Él se sienta y se encoge de hombros.
—¿Quién sabe? Quizá no ha aparecido todavía. Pero ¿por qué otro motivo los espíritus iban a enviar a alguien que no muere?
Asustada, me separo un poco, con los ojos como platos:
—Alguien que no muere… —Me devuelve una mirada tranquila, constante, sus ojos azules fijos en los míos. Algo dentro de mí, algo que cobró vida en la luz de las fogatas de Ai’oa, empieza a desmoronarse—. Pero… ¿cómo lo sabes?
—Yo no lo sé. Eso es lo que dijo Kapukiri. Yo solo seguí la llamada del jaguar, pero Kapukiri vio la señal del jaguar, la mantis y la luna. Es el signo del kaluakoa y del tapumiri: el imperecedero, el que no conoce la muerte.
Me siento extrañamente triste, y el plátano asado que sostengo en la mano ya no me parece tan delicioso. O sea que Eio sabe qué soy yo, y vuelvo a ser la inmortal, la perfecta Pia. Completamente única. Completamente diferente. Completamente sola. La palabra reverbera a través de mi cuerpo como un pedazo de hielo, rebotando por las costillas hasta asentarse en el estómago.
Pero… yo siempre he estado sola. De aquí mi sueño de crear más inmortales, para dejar de estarlo. Siendo así, ¿por qué esa palabra me hiere tan hondo en este momento y en este lugar? Nunca me había… herido como ahora lo hace.
Sola.
Entonces lo veo.
Llegué hasta los ai’oa como científica y como extranjera, y eso constituía la diferencia que había entre nosotros. Cuando estas personas salvajes y vivaces de la jungla me arrastraron a su danza, dejé atrás todo eso. Me convertí en algo distinto, en alguien nuevo. En alguien que podía sumarse a ellos en vez de permanecer fuera. Aunque apenas los conozco, y ellos apenas me conocen a mí, estos ai’oa y yo… conectamos. Y, por un breve instante, tuve un sentimiento de pertenencia.
Pero entonces cayó la verdad como un cuchillo, cortando la tenue conexión. Yo soy una inmortal entre mortales, y nunca seré una más, ni aquí ni en Little Cam. Ni con nadie, salvo los míos.
De repente, Eio decide que quiere volver a bailar, y aunque me resisto al principio, tira de mí y me vuelve a poner de pie. Intento perderme en la danza de los ai’oa. Giramos y aporreamos tambores, y el mono de alguien salta de hombro a hombro, chillando y tirándole bayas a Alai.
Pero no importa lo rápida y furiosamente que baile, no me puedo sacudir aquella palabra de la mente.
Después de bailar unas vueltas más, Eio me saca del corro y de la aldea. Alai nos sigue, escapando del mono que lo atormenta. Permanecemos a la vista de los danzantes, pero aquí los sonidos de la selva pasan a primer término, y Ai’oa se vuelve parte del fondo. De las fogatas llega solo la luz suficiente para iluminar la nariz, la frente y los pómulos de Eio. Sus ojos reciben motitas de luz, como luciérnagas atrapadas en tarros de cristal.
—Ven. Te quiero enseñar algo.
—¿Qué es?
—¡No hagas ruido! Te oirán y entonces nos seguirán. —Me coge la mano y emprende el camino a la selva.
—Pero ¿dónde…?
De repente se para, me mira de frente, y aprieta un dedo suavemente contra mis labios.
—¡Shh! —susurra—. Hablas demasiado, Pia.
Su rostro está a solo unos centímetros del mío. Una sonrisa leve, casi pícara, merodea por sus labios. Su proximidad me ha pillado desprevenida, y se me olvida respirar. Asiento con la cabeza. Él deja caer el dedo, vuelve a cogerme la mano y me guía hacia delante.
Las preguntas saltan como chispas en mi cabeza: ¿Vamos muy lejos? ¿Qué es? ¿Por qué me sigues cogiendo la mano? Pero no las pronuncio. En vez de decir nada, con el corazón palpitante, le dejo que me lleve por el oscuro bosque.
El suelo está en pendiente, y vamos bajando. Nos alejamos de Ai’oa, pero en dirección opuesta a Little Cam. No sé si caminamos o simplemente nos deslizamos a través de matas de helechos que me llegan a la cintura. En lo alto, la llamada del urutaú, que resulta misteriosamente semejante a un silbido humano, parece seguirnos, comenzando alto y suave y bajando paulatinamente en su escala de ocho notas. Mis oídos aprecian cada una de ellas. El urutaú es solo uno de los muchos pájaros nocturnos presentes esta noche. Los árboles casi vibran con el canto de todos ellos.
Menos de cinco minutos después de dejar Ai’oa, Eio empieza a caminar más despacio. Mi mano permanece en la suya, y nuestras palmas resultan resbaladizas de la humedad. Pero ninguno de los dos suelta al otro.
Cuando salimos de un espeso palmeral y hacemos un alto, ahogo un grito de sorpresa: Eio me ha llevado a un río. El río. Debe de ser el Little Mississip.
El agua está calmada, muda. Si no fuera por las suaves ondulaciones que acarician la orilla, no sabría que corría. Cuando levanto la vista, veo una mayor porción de cielo de la que he visto nunca, porque el río es tan ancho que el dosel de vegetación no puede alcanzar de un lado al otro. La franja de cielo nocturno que queda expuesta es una puntilla de estrellas. El río también está cuajado de ellas, diez mil reflejos rielando en su longitud oscura, azul y gris.
No hay nadie más que nosotros. Nosotros, las estrellas y el río. Caminamos hasta la orilla, hasta que el agua nos lame los pies. Alai se agacha en la orilla y bebe.
—Yo nunca… —empiezo a decir, pero me quedo callada. Las palabras se me convierten en algodones en la garganta. Muevo la cabeza hacia los lados en señal de negación. Es demasiado. No puedo poner palabras a lo que veo. No me atrevo a intentarlo, no sea que mi incapacidad para articular deshaga el hechizo.
Eio me mira con curiosidad, y me doy cuenta de que mi reacción le sorprende.
—Tú nunca habías salido de esa valla, ¿verdad?
Niego con la cabeza. Sus dedos me rozan el rostro. Me está secando unas lágrimas que yo ni siquiera sabía que estaban ahí.
—Es hermoso —susurro—. Es… es casi excesivo. —Me pregunto qué hay allí abajo. Señalo el punto en que el río traza una curva y se pierde de vista—. ¿Dónde termina?
—En el mar —responde él—. Y en la ciudad. Yo he estado en la ciudad, ¿sabes?
—¿Has estado en la ciudad? —Abro los ojos de par en par—. ¿Cómo es?
Se encoje de hombros.
—No entré, solo llegué al comienzo. Mi padre me dijo que fuera a verla, así que fui, la vi y volví.
—¿Por qué quería que hicieras eso?
—Dijo que era parte de un plan, pero no dijo más. Yo estaba contento de hacerlo. Ningún ai’oa ha llegado nunca tan lejos, así que desde ese viaje me llaman Eio Trotamundos.
—Es… un apodo bonito —digo, porque él parece muy orgulloso de él.
—Los Tres no querían que fuera, pero cuando se trata de elegir, hay que obedecer primero al padre. Burako, el jefe, tenía miedo de que fuera un truco para convertirme en un extranjero como mi padre. Eso siempre les ha preocupado a los Tres, porque tengo más pinta de extranjero que de ai’oa, y en el pasado ha habido algunos ai’oa que dejaron la aldea y no volvieron nunca. Los científicos prometieron llevarlos a ciudades para dejarlos montar en aviones y trenes, y ellos los escucharon, le dieron la espalda a Ai’oa, y desaparecieron en el mundo exterior. Pero yo no he visto a ninguno de los que lo hicieron, porque se fueron hace mucho, antes de que yo naciera. Pero Burako temía que si yo me iba, otros desertarían también, y la aldea perdería a muchos más. En Ai’oa no me dejan hablar del viaje, ni de la ciudad. Burako quiere que yo sea completamente ai’oa. —Lanza al río un guijarro, que empieza a rebotar en la superficie y casi llega al otro lado—. Pero no importa cuáles sean sus normas, yo sigo siendo medio-karaíba.
—Ya veo. —Eio es diferente en su propia aldea, como yo lo soy en la mía—. ¿Dónde está tu madre?
—Murió cuando yo era pequeño. Apenas la recuerdo. Achiri se convirtió en mi madre, como ha hecho con todos los demás huérfanos que hay en Ai’oa. Es su trabajo, como la Tercera de los Tres.
—Es sorprendente —susurro—. Tu mundo. Está tan cerca del mío, y sin embargo es tan distinto…
Él alza la mirada hacia las estrellas.
—No está bien, Pia. No deberían tenerte atrapada como a un pájaro. Deberías haber visto esto hace mucho. —Baja la mirada al río—. Lo llamamos Ymbyja: agua estrellada.
—Ymbyja —repito con suavidad. La palabra queda en mi memoria, donde no se perderá nunca.
—Mira —dice Eio. Me coge la mano y la levanta contra el cielo—: ¿Ves eso? ¿Ese grupo de estrellas?
Asiento con la cabeza.
—Las llamamos el cazador. Y allí —cambia la posición de mi mano, de tal manera que mi dedo queda apuntando a otro grupo de estrellas—, eso es el armadillo. —Baja mi mano, pero no la suelta—. Tenemos una historia en Ai’oa, sobre cómo el cazador persiguió al armadillo a través del cielo, hasta que el armadillo se escondió en un agujero. Cuando el cazador excavó el agujero para encontrarlo, excavó demasiado hondo, atravesó el fondo del cielo, y se cayó a la tierra, donde vio el río y los árboles. Entonces condujo a su tribu hasta la tierra, y se convirtieron en las primeras personas que la habitaron.
Una explicación poco científica para el origen de la humanidad, pero allí, de noche en la selva, bajo el cielo estrellado, la historia tiene más de encantadora que de ridícula. El tío Paolo podría reírse al oírla, pero a mí me llena el corazón de una repentina y misteriosa añoranza, como si una parte de mí quisiera creerse la historia.
—¿Y esos son los ai’oa? ¿Creéis que descendéis de esa primera tribu?
—Por supuesto que no. —Se ríe—. De eso hace mucho, mucho tiempo. Y ¿quién sabe si fue verdad? Pero tuvimos que empezar en algún sitio, ¿no? Tiene que haber habido una primera persona, en algún momento del tiempo. Lo cual significa que todo el mundo en la tierra desciende de él o de ella, y por eso, en ese sentido, todos estamos conectados, porque al comienzo fuimos un pueblo. Una tribu. —Me mira de reojo y sonríe—. Así que, ya ves, después de todo no somos tan distintos.
—Supongo, visto de esa manera —admito yo.
—Vivimos vidas diferentes —dice—, pero todos somos humanos. Nuestras raíces arraigan en la misma tierra.
Lo miro largo y tendido. Pero ¿y si uno no es completamente humano?
Terminamos sentados en la orilla por un rato largo, pasando la mirada del río al cielo, y del cielo al río. Pienso que Eio está intentando verlo igual que lo veo yo, pero no creo que pueda. Me han hablado de una cosa llamada sobrecarga sensorial. Y creo que la estoy experimentando en este momento.
Pero en lugar de sentirme abrumada por todas estas cosas que acabo de ver por primera vez, siento una calma cálida, pacífica, que me llena de la cabeza a los pies, como si hubiera estado acudiendo a aquel lugar durante toda la vida. Como si aquel río y aquellas estrellas fueran un recuerdo que siempre he tenido dentro de mí, pero que solo ahora despierta.
Como si sentarme en el espeso y fragante musgo, al lado de un chico tan cálido y hermoso como el sol fuera algo que hiciera cada noche. Me desconcierta lo nuevo y al mismo tiempo familiar que resulta todo.
No pasa mucho tiempo hasta que me doy cuenta de que Eio me mira a mí más que al río. Las mejillas me arden, igual que me ocurrió esta mañana en la habitación, e intento ignorar su presencia. Pero no tardo en volver a mirarlo. Las estrellas se reflejan en el río, y el río se refleja en los ojos de Eio.
—¿No has pensado nunca en escaparte? —pregunta Eio con suavidad—. ¿En no volver a Little Cam?
La respiración se me corta, pero vuelve:
—Por supuesto que no.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué tienes que regresar a un lugar del que te prohíben salir? —Señala el río—. ¿Por qué eliges la jaula?
—No es una jaula. No… no realmente.
Eio examina mis ojos:
—Además, ¿qué quieren ellos de ti? ¿Para qué necesitan los científicos a una tapumiri? ¿O hay más como tú encerrados allí?
—¿No lo sabes? ¿No te lo ha contado tu padre?
—Él no habla de lo que hay dentro de la valla —responde Eio con frialdad.
—Bueno, yo soy la única… tapumiri que existe. No, no hay más. Por el momento.
Eio eleva las cejas.
—¿Por el momento…?
—Little Cam…
Respiro hondo. Ese es nuestro secreto mejor guardado, pero él ya conoce la mayor parte, gracias a Kapukiri. Todos los ai’oa lo conocen. «¿Y sabes qué, tío Paolo? No me han encerrado. Ni van a invadir Little Cam para robar todo el producto de tus investigaciones. ¿Qué me dices a eso?». Mi siguiente pensamiento me recorre como un escalofrío: «¿Y qué harías tú si supieras que lo saben?».
—¿Pia?
—¿Eh…? —De repente comprendo la sensación que debo de haber dado, parándome en mitad de la frase y con la mirada perdida, mientras mis pensamientos chocan unos con otros dentro de mi cabeza—. Ah, lo siento. Te estaba diciendo que soy la única de mi especie. Pero mira, no siempre lo seré. En Little Cam vamos a producir más inmortales. Más tapumiri, supongo que los llamarías. Por eso no hacen mal en guardarme dentro de la valla, Eio. Me necesitan, y yo los necesito a ellos. Necesito ayudarlos a producir más inmortales, porque hasta que los haya… estaré sola. Seré la única de mi clase en el mundo. La única manera que tengo de pertenecer a algún sitio es quedarme en Little Cam y ayudar a crear más tapumiri, ¿comprendes?
Eio frunce el ceño y mira al agua.
—¿Eio? ¿Qué pasa?
—¿Tú vas a producir inmortales?
—Bueno, sí. Eso es lo que acabo de decir.
—¿Cómo?
—Ah… no estoy muy segura. Aún no me lo han dicho —confieso—. Es un secreto. No quieren que nadie les robe el resultado de sus investigaciones, y por eso tienen mucho cuidado en guardar la información.
Me estudia con una extraña mirada en el rostro, como si dudara de que yo le esté diciendo la verdad. Pero se ve que toma una decisión, pues su rostro adquiere, de repente, una expresión de haber comprendido. Qué es lo que acaba de comprender, eso no lo sé.
—Tú no lo conoces, ¿verdad? —dice—. El origen de yresa…
—¿Qué…? —Yresa. Mi memoria recupera la palabra: es lo que nosotros llamamos flor elísea—. ¿Qué quieres decir, Eio?
Parece afectado, pero se limita a cogerme la mano y levantarse, haciendo que me levante con él.
—No es nada. No te preocupes. Escucha: siguen tocando los tambores. —Sonríe, y las estrellas vuelven a motear sus ojos—. ¿Vienes a bailar conmigo?
¿Cómo podría resistirme?