Eio sale de detrás de una ceiba y me da un susto. No había visto nunca a nadie que pudiera aparecerse delante de mí de ese modo. Eso me pone nerviosa.
—¡Has venido! —dice mirándome de arriba abajo y dirigiéndole una larga mirada a Alai, que éste devuelve con frialdad—. Y esta vez sin vestido de fiesta.
Llevo una camiseta negra sin mangas y pantalones cargo de camuflaje. En el brazo, un chubasquero oscuro, por si acaso. No hay más que unas pocas nubes en el cielo, pero el tiempo no tarda más que unos minutos en cambiar completamente.
—Por supuesto que he venido. Te lo prometí. —No le cuento que, tan solo unas horas antes, estaba completamente decidida a romper esa promesa.
—Creí que te daría miedo.
—Pues no.
Me estudia con recelo, y yo hago lo mismo con él. Lleva puesto exactamente lo mismo que la noche anterior. Tal vez no tenga otra ropa. La única diferencia es que hoy lleva la cara pintada: tres rayas rojas en la frente, dos puntos blancos en cada mejilla, y una raya azul por debajo de la barbilla.
—¿Qué significan esas pinturas?
Él se lleva un dedo a las tres rayas rojas:
—El signo de la zarpa del Jaguar. —A continuación pasa el dedo hacia los puntos blancos—: Las manchas del Jaguar. —Y finalmente apunta a la barbilla—: El Avistamiento.
—¿Avistamiento?
Mueve los dedos por delante de la pintura, y señala a Alai con un gesto de la cabeza.
—Da buena suerte ver a un jaguar.
Miro a Alai y me pregunto lo que diría la gente en Little Cam si yo también me pintara la cara. Sería algo así como: «¿Te estás volviendo india, Pia?».
—Te enseñaré Ai’oa —me anuncia Eio— si no te da miedo, pequeña científica.
—Todavía no soy científica —le respondo con suavidad—. Y no me da miedo. ¿Estarán durmiendo?
—No: te están esperando.
—¿Esperándome? —Me pongo nerviosa—. ¿Les has hablado de mí?
—No hay secretos en Ai’oa.
Le dejo que vaya delante, ya que, la noche antes, yo anduve en zigzag por toda la selva. Eio me lleva derecha a su aldea, o lo más derecha que se pueda ir por la selva. Tenemos que rodear árboles gigantes y estamos a punto de caernos de espaldas por la empinada y frondosa ladera. Aun así, solo nos lleva media hora llegar a Ai’oa.
La aldea parece muy distinta. Las fogatas son más amplias, y veo que Ai’oa es más grande de lo que me pareció la noche anterior. Las cabañas de paredes abiertas y techo de paja se extienden a lo largo de dos líneas. Apenas son más altas que yo. Cada cabaña contiene de cinco a veinte hamacas, que ahora están desocupadas. Unas tiras de tela de colores se agitan desde los postes que aguantan el techo, y de las lianas tendidas entre las hamacas cuelgan cacharros de cerámica pintados de colores brillantes.
Las fogatas se extienden en una fila perfecta por el corredor que hay entre las cabañas, y me sorprende el paralelismo perfecto que hay en todo. Cuanto más lo miro, más llamativo me resulta. La estructura y colocación de las cabañas, la manera en que cuelgan las hamacas, hasta la ropa atada a los postes. Todo está colocado con meticuloso cuidado, manteniendo todo el equilibrio posible.
Tengo que apreciar todo esto en solo unos segundos, pues los ai’oa reclaman toda mi atención. Salen de las cabañas y de los árboles, se reúnen en torno a los fuegos y aguardan, supongo, a que lleguemos Eio y yo.
Me sorprende lo menudos que son los ai’oa. Ninguno de ellos es tan alto como yo. Se visten con un extraño batiburrillo de prendas tradicionales y modernas. Algunos de los ai’oa llevan los mismos pantalones cortos y camisetas que son habituales en Little Cam, mientras que otros no llevan casi nada puesto. Una mujer luce una camiseta con las palabras I LOVE NY (me pregunto quién será NY), y debajo lleva una falda de paja.
Eio me conduce por la fila que hay entre las cabañas, y enseguida me veo rodeada de ai’oa. Yo los miro y ellos me miran a su vez. Hay murmullos y susurros por todos lados, pero cada vez que me vuelvo a ver quién habla, veo solo caras inmóviles, y las voces vuelven a sonar a mi espalda. Parecen más fascinados por Alai que por mí. Me cuesta varios minutos distinguir las mujeres de los hombres. Al final me doy cuenta de que las mujeres llevan el pelo hasta la cintura y salpicado con plumas de papagayo, mientras que los hombres llevan el suyo hasta la nuca. Todos tienen el flequillo cortado igual, a la altura de las cejas. Excepto Eio.
Mi guía resulta anómalo entre ellos. Lo miro una vez, y parece mezclarse entre la multitud, con su rostro pintado y su pecho desnudo. Pero cuando lo vuelvo a mirar, me parece que está tan fuera de lugar como yo misma. El pelo, a diferencia del resto de la tribu, lo tiene demasiado rizado como para que se le someta en ese pulcro y liso corte que llevan los demás. Todos tienen la nariz chata y los ojos rasgados levemente en los extremos, pero los rasgos de Eio no encajan. Él tiene un rostro que no desentonaría en Little Cam, debido, sin duda, al mestizaje. Además, les saca más que la cabeza a todos ellos, y por eso, cuando los ai’oa se me aprietan y nos separan, puedo encontrarlo con facilidad simplemente atisbando por encima de todas las cabezas. Me mira con atención, con una sonrisa de regocijo en los labios, y le pregunto qué es lo que encuentra tan divertido.
—Piensan que eres fea —dice—. Como todos los otros karaíba.
—¡Yo no soy fea! ¿Qué quiere decir karaíba?
—Quiere decir extranjero, y no te preocupes. También piensan que soy feo yo, a causa de la sangre de mi padre.
No lo puedo evitar, me río al oírlo.
—¡Bueno, tú es verdad que eres feo! —le digo solo por molestarlo.
De pronto los ai’oa empiezan a reírse conmigo. No sé por qué hasta que Eio se abre camino hasta mi lado y me dice:
—La mayoría hablan tu lengua, ¿sabes? Mi padre también les ha enseñado a ellos.
—¡Ah! —Miro las caras a mi alrededor—. Bueno, entonces… eh… hola.
Oigo algunos «hola» murmurados en respuesta, y nuevas risas. Se me calman un poco los nervios, y empiezo a sentirme menos aprensiva. Una niña vestida con pantalones azules y que lleva un collar de flores frescas aparece a mi lado y me mira fijamente. Al cabo de un instante, dice algo rápidamente en su lengua nativa y vuelve a desaparecer. Hay nuevas risas, pero ahora suenan como carcajadas descontroladas. Cuando miro a Eio para pedirle que me traduzca, este se limita a negar con la cabeza, al tiempo que se pone colorado.
—Yo traduciré —se ofrece una mujer embarazada de ojos luminosos, que va vestida con el vestido tradicional de los ai’oa. Observo fascinada su vientre hinchado. He visto animales preñados, pero nunca había visto a una mujer preñada. Me doy cuenta de que mis manos están palpando con curiosidad mi propio estómago. ¿Me sucederá eso a mí? Estoy tan obnubilada que casi me pierdo la traducción de la mujer.
—La niña ha dicho: «Fea novia para feo cazador».
—¡Qué! —Me giro hasta que encuentro a Eio, y lo fulmino con una mirada salvaje.
—¡No, no! Eso no es… yo no…
—En Ai’oa, pequeña karaíba —prosigue la mujer—, es costumbre que el cazador venga con una esposa de otra aldea, pero solo si ella lo acepta. Lo que pasa es que Eio es tan feo que puede que ninguna chica de la tribu Awari ni de la tribu Hatpato lo quiera, así que tendrá que conformarse con una fea científica como esposa.
—Yo no voy a ser la esposa de nadie —replico acalorada. Y pienso que Eio no tiene nada de feo, pero eso no lo digo. Aun así, siento que me arden las mejillas.
—No, Luri —añade Eio, dándome la razón—: No he traído aquí a Pia para que sea mi esposa.
—Entonces, ¿por qué la has traído? —pregunta Luri—. Mírala: no hace preguntas sobre cómo usamos el annatto o el ginseng del Brasil, no trae papeles ni bolígrafos, ni nada con lo que comerciar con nosotros como otros científicos.
—La he traído —responde Eio, irguiéndose y reafirmando su estatura— porque la noche pasada oí el jaguar, y cuando fui a buscarlo, la encontré a ella, que es la chica que manda al jaguar. ¿Te das cuenta? Eso es una señal. Los espíritus hicieron que el jaguar llamara, para que yo fuera a mirar, la encontrara y la llevara de regreso.
Se hace el silencio después de estas palabras. Me pregunto si volverán a reírse de él, pero sus caras están serias y solemnes. Entonces dice Luri:
—Este asunto es para los Tres.
Los demás muestran su aprobación mediante murmullos, tanto en inglés como en Ai’oa. ¿Los Tres? No me quedo mucho tiempo con la intriga, pues los que están delante de mí se separan, hasta que solo quedan tres personas colocadas en fila.
El primero es un hombre de atuendo muy elaborado, con un pesado collar de plumas de papagayo, dientes de animal y cuentas. Sujeta una lanza más alta que él, con plumas atadas a su alrededor. Junto a él se encuentra una mujer rellenita de intrincados tatuajes en el rostro y adornos de metal en labios y nariz. También tiene los brazos tatuados. Tiene una apariencia tan elegante y segura de sí misma que apenas me doy cuenta de que va desnuda de cintura para arriba. A su lado se encuentra un hombre tan anciano que está todo encorvado, y la piel del rostro le cuelga formando pliegues. Tiene el cabello ralo y blanco. Unas cuerdas de liana le caen de los hombros y alrededor de la cintura, y de ellas penden unos atados de hierbas, cachitos de madera tallada, cuentas de muchos colores y calabazas pequeñas.
Por instinto comprendo que esos deben de ser los ancianos jefes de Ai’oa.
El más anciano me mira con ojos que parecen de alguien más joven. Son luminosos y penetrantes, y encuentro difícil aguantar mucho rato esa mirada. Siento como si él pudiera leerme los pensamientos de la cabeza. Retiro los ojos de él para posarlos en la mujer, que parece más suave. Hay una leve sonrisa en su rostro, pero su mirada es inquisitiva y escrutadora, y pasa de mí a Alai. El hombre que está al otro lado simplemente mira a Eio. Todos parecen estar esperando a que hable alguien, y espero que ese alguien no tenga que ser yo. No tendría ni idea de qué decir. No sé qué quería decir Eio, así que tendrían que preguntarle a él.
Finalmente, habla el mayor. Tiene la voz suave como un suspiro, pero cada palabra suena clara. Desgraciadamente, habla en Ai’oa, así que no tengo ni idea de lo que dice. Luri se me acerca y me traduce en voz baja:
—El signo del jaguar es una señal poderosa. Si el Trotamundos oyó la llamada, entonces no debe ser ignorada. La extranjera debe de poseer fuerte magia si los espíritus la anuncian y tiene el respeto del poderoso jaguar.
—Oí la llamada —confirma Eio.
—¡Yo no poseo ninguna magia! Dile que yo no poseo nada de magia. —Salvo la inmortalidad, por supuesto, pero eso no es magia: es ciencia.
—No se debe contrariar a un hombre espíritu como Kapukiri —dice Luri—. No repetiré lo que has dicho. Lo que él dice debe ser cierto. Si Eio Trotamundos oyó al jaguar y fue a buscar y te encontró a ti, los espíritus deben de quererte aquí entre nosotros.
—No puedo quedarme con vosotros. Tengo que regresar a Little Cam.
—Vuelve o quédate —responde ella, encogiéndose de hombros.
Kapukiri se me acerca más. Se pone derecho, irguiéndose desde su postura encorvada, y arrima el rostro a solo unos centímetros del mío. Espero que Alai tenga algo que objetar a aquella proximidad, pero, para mi sorpresa, el jaguar se limita a observar, tranquilo. Siento el impulso de retroceder, pero los ai’oa forman una barrera detrás de mí, y no tengo adónde retirarme. Me veo obligada a bajar la vista hacia el pequeño hombre marchito que me atraviesa los ojos con los suyos. ¿Qué está buscando? ¿Mi magia? Yo no creo en esas señales ni en espíritus nativos, eso no sería científico, pero no puedo dudar de la sinceridad de sus miradas. Están todos esperando que Kapukiri se pronuncie, me parece.
De repente, el curandero da un paso atrás, con los ojos enloquecidos. Empieza a temblar de la cabeza a los pies con sacudidas espásticas. Me pregunto si le estará dando un ataque epiléptico. Entonces saca una pequeña calabaza de una de las lianas que tiene alrededor del cuerpo, y empieza a agitarla. Suena fuerte. La agita por encima de su cabeza, de lado a lado y en dirección a las rodillas. Mientras agita la calabaza, gime y canturrea en ai’oa, moviendo los ojos y haciendo temblar el cuerpo. A mi lado, Alai hace con la garganta un sonido extraño, bajo y profundo, que está a mitad de camino entre el gruñido y el aullido.
—¿Qué es lo que le pasa? —pregunto—. ¿Necesita ayuda?
Luri niega con la cabeza y me pone la mano en el brazo, haciéndome un gesto para que guarde silencio. Los demás ai’oa observan a su curandero boquiabiertos. Cuando por fin deja de temblar y gemir, levanta las manos para agarrarme la cara por ambos lados. Yo no intento desprenderme, sino que espero, nerviosa, a ver qué sucede.
—El Trotamundos oyó la llamada —anuncia, mientras Luri me traduce a toda prisa—, y yo, Kapukiri, he visto la señal en los ojos de la extranjera.
—¿La señal? —pregunto. Luri me hace callar.
Kapukiri prosigue:
—He visto la señal del jaguar, la mantis y la luna. Esa muchacha extranjera es… —Luri se atranca en la traducción, con los ojos muy abiertos y fijos en los míos—: Una tapumiri.
Un murmullo recorre la multitud.
—Jaguar, mantis, luna —susurra Eio—. Aquellos que eran pero ya no son: los tapumiri.
Kapukiri me retira las manos de la cara y me coge las muñecas, dándoles la vuelta de tal manera que se ven las pálidas venas azules que van por debajo de la piel. Él sigue su recorrido con los nudosos dedos, que resultan tan suaves como el roce de una mariposa.
—Por estas venas fluyen las lágrimas de Miua —susurra.
Se hace el silencio en Ai’oa. Siento un escalofrío, y lo atribuyo al fresco aire de la noche. Las palabras de Kapukiri significan algo para aquellas personas, algo que los deja mudos de temor o de asombro, no sé muy bien cuál de las dos cosas. Me miran con caras largas y ojos como platos, y yo no sé si es repulsión o veneración lo que hay en esos ojos. Incómoda, trato de evitar las miradas. Incluso Luri ha retrocedido y su rostro se confunde entre la multitud.
—Jaguar, mantis, luna —susurran en ai’oa. Mi memoria ya ha grabado esas palabras, gracias a la traducción de Luri. «Los tapumiri, los que ya no son. Las lágrimas de Miua fluyen de nuevo. Jaguar, mantis, luna».
Al principio, los susurros son incoherentes y embrollados, pero poco a poco confluyen en una sola voz, un canto unificado que me pone toda la carne de gallina. No sé lo que eso significa ni lo que tendrá que ver conmigo, pero siento que me estoy perdiendo algo importante.
—Eio —susurro—, ¿qué están diciendo?
Él es el único que no canturrea. Por el contrario, me mira fijamente con mirada tranquila y escrutadora:
—Que has venido para salvarnos.