Dejando dormir a Alai, cojo el plato en que flota la pasionaria y salgo sin mirar el agujero de la valla. Un macizo de heliconias crece por la parte de fuera de la cocina, y tiro la flor detrás de él, donde se marchitará y terminará convertida en tierra.
Entonces, firme en mi propósito, atravieso Little Cam buscando al tío Paolo. Él siempre está muy ocupado, y nadie sabe con certeza dónde se encontrará en un momento dado, así que me paso un rato buscándolo. Al fin lo encuentro en mi laboratorio, con su larga bata blanca y sus guantes de látex. Mi madre está con él, y en sus manos tiene a Roosevelt, el ratón inmortal.
—¡Pia! —El tío Paolo no parece contento de verme, solo sorprendido—. ¿Qué quieres? ¿Qué haces aquí?
Su saludo me hace detenerme un instante, y paso la mirada de él a mi madre y de mi madre a Roosevelt, insegura.
—Quería preguntarte algo.
—¿No puede esperar? Estamos en mitad de un experimento.
—¿Con Roosevelt?
Arquea la ceja izquierda.
—Obviamente.
—¿Puedo ayudar? —Al fin y al cabo, cualquier experimento que se haga en Roosevelt terminará teniendo que ver conmigo. Tenemos un destino compartido, el ratón Roosevelt y yo.
—No creo que eso sea una buena… —Pero se calla y parece volver a pensarlo antes de decir lentamente—: Por otro lado, tal vez sí. Al fin y al cabo, estas pruebas las llevarás a cabo tú un día. Ya es hora de que te involucres más en el verdadero proceso, porque los libros y la teoría solo llegan hasta cierto punto. Ponte una bata y unos guantes.
Olvidando de momento mi confesión, poso el plato y me acerco casi de un salto al pequeño armario de metal donde se guarda una pila de batas bien planchadas. Me coloco una, me alegro de que las mangas no sean demasiado largas, y me calzo un par de guantes de látex muy chillones.
—¿En qué consiste el experimento? —les pregunto al tío Paolo y a mi madre al incorporarme al equipo. Mi madre no ha dejado de ponerme mala cara desde que entré en la sala, pero no hago caso.
—¿Quieres explicárselo, Sylvia?
El tío Paolo alarga la mano. Mi madre hace un gesto de desdén y dice:
—Vamos a darle a probar a Roosevelt una pizca de flor elísea.
Me recorre un escalofrío, pese a que la sala debe de encontrarse a más de veinticinco grados centígrados. Como de costumbre, la mente hace la conversión de manera automática: veinticinco grados centígrados por 1,8 más 32 hacen 77 grados en la escala Fahrenheit. Niego con la cabeza para arrojar esos números fuera de ella, porque quiero estar bien atenta a lo que ahora tengo entre manos.
—¿Esto no… no se ha hecho nunca hasta ahora? —Seguramente alguien lo ha probado ya. Pero cuando me paro a pensar, no puedo recordar siquiera haber leído sobre tal experimento en ninguna de las notas de la historia clínica de Roosevelt. Ni tampoco en las notas sobre mí.
—Nunca —confirma el tío Paolo—. Y la prueba tenía que haberse hecho hace tiempo. Hemos probado con todo tipo de enfermedades y con docenas de venenos, incluyendo curare y la secreción de la rana venenosa de dardo. Pero nunca con el néctar de la flor elísea.
Me siento extrañamente atontada cuando el tío Paolo coge una jeringuilla llena con un líquido claro que debe de ser extracto de flor elísea. No pregunto si es puro o rebajado, porque en realidad no quiero saberlo. Preferiría no haberme ofrecido a ayudar. Preferiría seguir en el laboratorio del tío Will, dándole lápices a Babó para que se los coma.
El tío Paolo le hace a mi madre un gesto con la cabeza, y ella levanta a Roosevelt. El regordete roedor está ya tan habituado al contacto humano que ni siquiera se retuerce. Parece tan feliz como lo pueda ser un ratón: tiene los ojos brillantes, despiertos, y la naricilla se le agita olfateando los distintos olores de la sala.
El tío Paolo duda solo un brevísimo instante antes de depositar una gota en la boca de Roosevelt. Las diminutas mandíbulas del ratón se mueven con rapidez al probar el néctar de la flor elísea, y yo lo observo fascinada. ¿Cómo sabrá? Sin embargo, si Roosevelt tiene una opinión sobre el tema, se la reserva.
Mi madre posa el ratón en la misma mesa de exploración en la que me siento yo. Roosevelt le olfatea los dedos, después hace otro tanto con la mesa, y luego empieza a corretear como suele hacerlo en su jaula. No parece que el néctar de la flor elísea le haya afectado en absoluto.
Empiezo a relajarme por dentro. Siento como si mis músculos lanzaran un suspiro de alivio. «¡Completamente inmortal!», pienso.
Una sonrisa poco habitual aparece en el rostro del tío Paolo.
—¡Vivir para ver! ¡Las ratas mortales, docenas y docenas de ellas, murieron inmediatamente! No proferían ni un chillido. Simplemente se iban, como el aire que entra y sale por la ventana. ¡Pero mirad a nuestro Roosevelt! Aquí lo tenemos lleno de vida. ¡Lo hemos conseguido, Pia, mi ángel, mi cielo, mi niña exquisitamente perfecta! —Me coge las manos, y giramos en círculo.
No puedo evitar reírme con él. Nunca lo he visto tan emocionado, ni a él ni a nadie. No me imaginaba que el tío Paolo fuera capaz de hacer esas cosas de puro entusiasmo. Su alegría es contagiosa: empiezo a moverme más rápido, eufórica.
—¡Lo hemos logrado, lo hemos logrado, lo hemos logrado! —canturreamos al unísono, aunque, por supuesto, fue el doctor Heinrich Falk quien lo logró, y no nosotros, pero eso no nos importa—: ¡Lo hemos logrado!
Al final, el tío Paolo me suelta las manos y se detiene para recuperar el aliento, sin perder esa sonrisa del tamaño de una de esas rajas de sandía que había en mi fiesta.
—Lo hemos logrado —repite en voz baja—. ¡La vida, Pia! La vida sin muerte. La inmortalidad. Miles de años en la historia humana, miles de teorías, intentos, mitos, sueños… Pero somos nosotros, nosotros, quienes lo hemos logrado. Hemos burlado a la muerte. Pia, te he mentido. Te dije que no había dioses. Pero sí que los hay, sí, sí que los hay. Nosotros somos dioses, Pia, tú y Roosevelt. ¡Sí, ja, ja! ¡Roosevelt, el dios ratón! ¡Nosotros hemos creado vida! Y por eso nos hemos convertido en dioses por derecho propio. —Cierra los ojos durante un largo minuto, regodeándose. Luego vuelve a abrirlos y me sonríe—. Ahora, ¿qué pregunta tenías que hacerme?
Respiro hondo y recuerdo mi determinación. No me puedo permitir distracciones. El éxito de este experimento no es más que una prueba más de que es en Little Cam donde tengo que estar, dedicando toda mi atención al proyecto Inmortis.
—Anoche, después de la fiesta, me fui a mi habitación para… simplemente para estar sola. —No serviría de nada meter en problemas también a la doctora Fieldespato—. El caso es que estaba sentada, mirando fuera, cuando vi un…
—¿Paolo? —La voz de mi madre es tan leve que casi no la oigo.
—Sí, Sylvia, ¿qué sucede?
—¡Roosevelt!
Nos volvemos hacia el ratón los tres a la vez.
Roosevelt está tendido de costado, y su cuerpo diminuto intenta respirar. Ha sacado la lengua, que brilla con un rosa asombroso contra la piel marrón oscura. Tiene los ojos vidriosos.
El tío Paolo se pone blanco. Corre a la mesa de exploración y recoge al ratón en sus manos.
—No. No, no, no, no, no, no, ¡no…! ¡Roosevelt…! ¡¡Roosevelt!!
Es inútil: Roosevelt sigue jadeando, con la respiración acelerada, dura. El tío Paolo le da la vuelta, lo levanta, lo vuelve a posar, pero nada de eso da resultado.
—¡Deja de hacer eso, Roosevelt! ¡Deja de hacerlo, estúpido, estúpido ratón!
—¡Tío Paolo! —Voy hacia él y le cojo el brazo—. ¡Deja de gritarle! ¡No es culpa suya!
—¡Apártate, chiquilla! —Me echa a un lado y se vuelve hacia Roosevelt. Yo lo miro anonadada, apabullada por su furia repentina.
—Vamos, amigo —le susurra al ratón el tío Paolo—. ¡Vamos, viejo amigo! Hemos pasado mucho juntos tú y yo… ¡No nos dejes, diosecito mío! Regresa, vamos…
La respiración de Roosevelt vuelve a calmarse, pero no recupera el ritmo normal y saludable, sino que sigue ralentizándose hasta volverse demasiado lenta. Enseguida vemos que el costado apenas se le mueve, y los ojos se le ponen aún más vidriosos.
Con ojos vivos y feroces, el tío Paolo se vuelve hacia mi madre.
—¡Haz algo!
Mi madre lo mira con la boca abierta, y da un paso atrás.
—Yo… yo… —Se calla y abre las manos en un gesto de impotencia. El tío Paolo da un puñetazo en la mesa, haciendo temblar ampollas y jeringuillas, y echa una maldición por lo bajo. Nos miramos a los ojos, y lo que veo en los suyos me hiela la sangre. Nunca lo había visto tan furioso, tan… peligroso. Ni siquiera durante las pruebas wickham. Asustada, bajo la mirada y trago saliva.
—Bueno —dice con suavidad—. Hemos salido de dudas.
Coloca a Roosevelt en la mesa de exploración, y se limpia las manos en la bata. La cara ha cobrado una expresión fría, distante. Mi madre está detrás de él, vacilante, con los ojos fijos en el tío Paolo y no en el ratón. Los tres permanecemos inmóviles mientras Roosevelt pierde fuerza ante nuestros ojos. Mi mirada pasa al tío Paolo, incómoda, y me pregunto si volverá a estallar igual de furioso. Resulta extremadamente inquietante verlo tan fuera de sí. El Paolo Alvez que yo conozco siempre está frío, siempre tranquilo, siempre se muestra dueño de sí mismo.
—Ya basta —dice al fin el tío Paolo—. Pia, limpia esto y pon el cuerpo en hielo. Lo examinaremos después. Sylvia, voy a necesitar que me ayudes con el papeleo.
Yo cojo a Roosevelt con delicadeza. Él ni siquiera tiene la fuerza necesaria para mover los bigotes, como suele hacer. En torno al hocico y en sus patas, numerosos pelos se han vuelto blancos. Eso es extraño: no sabía que el néctar de la flor elísea tuviera ese efecto en sus víctimas.
Lo envuelvo en una toalla pequeña, pero poco más puedo hacer. Se estremece en mis manos, y se queda inmóvil.
Roosevelt, el ratón inmortal, acaba de morir.
Por algún motivo, esperaba que todo Little Cam hirviera en tumultos. Pero eso no ocurre.
Ni gritos ni llantos resuenan por el complejo. Nadie se rasga las vestiduras ni se arranca el pelo en un ataque de histeria. Al fin y al cabo, no era más que un ratón.
Me siento en uno de los balancines, junto al estanque de los peces, y no hago más que balancearme con las rodillas pegadas a la barbilla. De todos cuantos viven en Little Cam, ahora mismo yo soy la que está más tranquila. Pero por dentro sí que ardo en deseos de rasgarme las vestiduras y atravesar el complejo corriendo y gritando. Quisiera que todo el mundo oyera el tumulto que enciende mis pensamientos.
¡Roosevelt ha muerto! El néctar de la flor elísea, la misma sustancia que lo convirtió en inmortal, lo ha matado.
Y, por tanto, podría matarme a mí.
El tío Paolo está encerrado en su despacho. No quiere hablar con nadie. Al principio nadie sabía lo que había sucedido, y no paraban de preguntar qué era lo que iba mal, qué ocurría, por qué estaba tan alterado el doctor Alvez. Pero mi madre debe de habérselo contado (desde luego, no he sido yo), pues ahora, en vez de hacerme preguntas que no estoy dispuesta a contestar, todo el mundo pasa de puntillas, tratando de no molestarme. No los culpo. Me pregunto si sospecharán el huracán de emociones que me corre por la cabeza, y si será eso por lo que ponen tanto cuidado en evitarme, no queriendo que salga de donde está encerrado. Pensarán seguramente que estoy completamente aterrorizada pensando que lo que le ha sucedido a Roosevelt podría sucederme a mí. Hasta yo pienso que debería estar aterrorizada. Después de todo, toda mi vida he creído que no podía morir. Y aquí estoy, después de averiguar que, a fin de cuentas, sí que puedo.
Pero cuando cierro los ojos, lo que veo no es a Roosevelt muriendo en la mesa de exploración; no es la jeringuilla llena de veneno mortal, que podría llevarse mi vida más aprisa que me la dio; ni siquiera me veo a mí misma retorciéndome y jadeando hasta morir, cosa que tendría sentido después de lo que he presenciado…
Lo que veo en su lugar es al tío Paolo, con aquella mirada en los ojos, al comprender que Roosevelt se estaba muriendo. Oigo sus gritos triunfantes, poco antes de que eso sucediera. «¡Somos dioses, Pia! ¡Hemos burlado a la muerte!».
Pero no la hemos burlado. Él no la ha burlado. ¿Pensará ahora que su vida entera ha sido una pérdida de tiempo? Seguramente queda mucho de lo que enorgullecerse. Al fin y al cabo, yo todavía soy inmortal. Siempre y cuando no haga algo tan idiota como beberme el néctar de la flor elísea, seguiré viva por siempre. Daré origen a una raza de inmortales, mi propia raza, y el sueño del doctor Falk, de mi tío Paolo y mío propio, se hará realidad. En cuanto la raza inmortal sea autosuficiente, podremos destruir todas las flores elíseas, y así conseguiremos ser completamente invulnerables a la muerte. Seguiremos viviendo y viviendo, reproduciéndonos y haciendo crecer el número de los eternos, hasta que el mundo esté completo. Entonces pararemos. Y viviremos. Y viviremos.
Intento centrarme en esa idea, en la imagen de una raza inmortal que me tendrá presente en cada mente. Un chico inmortal al que amar, amigos inmortales de mi misma edad… Pero mi mente se empeña en regresar a la imagen borrosa del tío Paolo, a la desesperación que aparecía en sus ojos cuando intentaba hacer volver a Roosevelt de las puertas de la muerte. Se supone que el tío Paolo tenía que aclarar las cosas, no enredarlas más. Mis primeras convicciones se desmoronan a la luz de este terror nuevo, un terror que no había sentido nunca. El terror del hombre que me creó y me crió, que me dio nombre…
Decido que regresaré a la selva.
Y volveré otra vez, y otra, y otra.
Regresaré a la selva tropical hasta que se me borre el recuerdo de los ojos del tío Paolo en el momento de la muerte de Roosevelt, hasta que me lo borre la lluvia sanadora de la selva. Una hora después de la caída de la noche, me encuentro ya al otro lado de la valla.