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Nueve

A la mañana siguiente, mientras miro el programa de estudio que el tío Paolo ha preparado para esta semana, no puedo dejar de sonreír. Hoy, en vez de la rutina normal con el tío Antonio, tengo que trabajar con el tío Will en la sala de los bichos. La verdad es que me podrían mandar darle a Gruñón un baño de burbujas y no me importaría. La aventura de la noche pasada (aunque me sobrecoge y aterra simplemente pensar que ocurrió) me ha dejado atolondrada y emocionada. No parece del todo real, y si no fuera por la pasionaria que he escondido en un cajón de mi mesita de noche, podría creerme que ese recuerdo no fue más que un sueño absurdo y especialmente vívido. Antes de abandonar la habitación, miro la flor una vez más, solo para asegurarme de que sigue allí. Al verla siento nervios en el estómago, y me pregunto si es porque ha venido del exterior, o porque me la ha dado Eio.

El laboratorio entomológico está situado en Laboratorios A, y está repleto de paneles cubiertos de insectos: mariposas, arañas, orugas…, todo lo que se quiera lo tiene el tío Will.

Y cuanto más grande y asqueroso sea el bicho, más cariño le tiene él. Pero es el único, la verdad. En Little Cam todo el mundo hace lo imposible por evitar ese laboratorio. A mí no me molesta tanto, solo hay un miembro de su colección que no puedo soportar, y espero que no se me presente en la lección de hoy.

El tío Will levanta la vista del microscopio cuando entro en el laboratorio, y me dirige una leve sonrisa.

—Pia —dice, y eso es todo. Mi padre es la persona menos habladora de Little Cam. Es raro que pierda el tiempo en el salón ni en el gimnasio, porque prefiere guardárselo para sí. Hay muchas camarillas dentro de la población del complejo, pero nunca he sabido que el tío Will formara parte de ninguna. Parece disfrutar la compañía de sus insectos más que la de otras personas. A veces me imagino el día en que todo el mundo se irá de Little Cam para regresar al mundo exterior, dejando todos los edificios vacíos y oscuros. Excepto por el tío Will. No puedo imaginarlo en ningún lugar salvo donde se encuentra ahora, y pienso que incluso cuando los demás nos hayamos ido, él seguirá aquí, pinchando escarabajos en espuma de poliestireno.

—El tío Paolo me ha mandado a estudiar contigo. ¿No te lo ha dicho?

El tío Will asiente con la cabeza, con la mente puesta en otra parte. Ha vuelto a pegar el ojo en el microscopio. Yo me siento en un taburete de metal, por las grietas de cuyo asiento azul asoma espuma amarilla. Aguardo.

Al cabo de unos minutos, el tío Will vuelve a alzar la mirada y sonríe.

—Pia.

—Eh… ¿sí?

—Hoy estudiaremos a mi pequeña mascota.

Abre la tapa de un terrario y saca a la criatura más aterradora que hay en Little Cam. Es un escarabajo más grande que mi mano, de color negro brillante, y armado con un feroz par de tenazas. Se me cae el alma a los pies. O sea que al final la clase va a ser sobre Babó. Normalmente no soy aprensiva, pero la visión de ese escarabajo monstruosamente grande me revuelve el estómago. Cuando tenía tres años, el tío Will me regaló un escarabajo titán pensando que sería la mascota ideal para mí. Una noche se escapó de su caja, y me lo encontré dos días después… bajo la almohada. Años después seguían acordándose de que no había nadie en Little Cam que no hubiera oído mis gritos de terror.

—¡Ah…! —digo negando con la cabeza—. ¿No podemos estudiar las mariposas? ¿O las hormigas? ¿O aunque sean los gusanos? ¡Por favor…! Lo que sea menos eso…

El tío Will parece ofendido.

Babó no te va a hacer ningún daño, Pia. Es muy bueno, ¿ves?

Coloca el monstruo a mi lado, sobre la mesa metálica, y yo me doblo de modo automático para apartarme de él lo más posible. El bicho escarba por entre los papeles y placas de Petri, volcando las cosas y descolocándolo todo.

—Parece que tiene hambre —comento.

—No, no. Babó no come. Es un macho. Los escarabajos titán macho no comen, solo vuelan buscando hembras con las que reproducirse.

Todo eso ya lo sé, pero Babó es el sujeto favorito del tío Will. Mi padre raramente dice más de tres palabras al día, pero si alguien menciona al escarabajo, puede volverse tan parlanchín como la doctora Fieldespato. Así que, una de dos, o se habla de Babó, o tengo que prepararme para una clase muy silenciosa.

—Encantador —digo.

—¡Lo sé, lo sé! —El tío Will mueve la cabeza con entusiasmo, muy contento de que por fin me haya dado cuenta de la felicidad que puede proporcionar el escarabajo titán.

Empieza a farfullar cosas sobre Babó mientras el gigantesco escarabajo trata de trepar al microscopio. El tío Will lo recoge, con cuidado de no poner los dedos al alcance de sus pinzas.

—¿Ves lo fuerte que es? —Coge un lápiz y lo balancea delante de la cabeza de Babó. El escarabajo parece mucho más interesado en escapar del tío Will que en el lápiz, y yo frunzo el ceño, con desconfianza.

De repente, Babó agarra el lápiz con sus tenazas y lo parte limpiamente por la mitad. Yo grito y me levanto del taburete, y a continuación me siento como una idiota, mientras el tío Will se ríe.

—¡Lo ha roto en dos! —Me arrimo todo lo que puedo a un terrario lleno de hormigas, tratando de no hallarme ni un milímetro más cerca de la bestia de lo estrictamente necesario.

—¿Quieres aguantarlo?

—¡No! —Me echo hacia atrás, manteniendo el peso en los talones, y el terrario que tengo detrás de mí se balancea.

El tío Will profiere un grito inarticulado, deja caer al suelo a Babó, y corre hacia mí. Sin comprender, me pregunto qué es lo que le pasa, y solo entonces me doy cuenta de que el terrario de las hormigas está a punto de caerse de su mesa al suelo. Mi padre se lanza a él, y lo sujeta hasta que deja de balancearse. Le caen gotas de sudor por la frente, y veo que está temblando.

—¿Tío Will? Lo siento, no quería volcar las hormigas…

—¡No son simples hormigas, muchacha! —Mira al terrario, casi febril—: Son Eciton burchellii. O lo eran antes de los experimentos.

—¿Experimentos…?

El tío Will se muerde el labio. No parece que quiera hablar sobre ello, pero lo miro de modo muy inquisitivo, esperando una respuesta. Babó se ha escapado a esconderse en el último rincón de la sala, donde lo oigo royendo un montón de restos de espuma de poliestireno.

—Yo… he estado desarrollando una fórmula, más que nada con Ilex paraguariensis

—Un esteroide —comento. Veo algunas de las hojas esparcidas por la mesa.

—Sí. A veces no tiene ningún efecto, y a veces hace que los sujetos corran en círculos hasta que mueren de agotamiento… Pero esta vez… —Sus ojos expresan desaliento—. Esta vez ha sido diferente.

Paso la vista de él a las hormigas. Son grandes, pero no tanto como Babó. El terrario no está lleno de arena y tierra como la mayoría de los terrarios de hormigas, sino que tiene hojas y palos para simular el suelo del bosque tropical. Me doy cuenta de que hay muchas, muchas más que las que me pareció al principio, pues lo que he tomado por humus al fondo del terrario es en realidad una alfombra viva de hormigas.

—Las Eciton burchellii son hormigas soldado —digo yo—. Carnívoras que cazan en grupo.

Él asiente con la cabeza:

—Exacto. Pero cometí un error: cuando estaba preparando la fórmula, me hice un corte en el dedo con una ampolla rota. Pensé que lo había limpiado bien todo, pero después me di cuenta de que había caído una gota de sangre en la mezcla. —La voz le tiembla, y prosigue un poco ronco—: Ahora estas hormigas… tienen ansias de carne humana.

—¿Qué…?

Se aclara la garganta, pero la voz sigue temblándole mientras levanta un dedo envuelto en gasas. Desprende la venda, y yo ahogo un grito.

El dedo tiene el mismo aspecto que si lo hubiera metido en un tarro con ácido. La piel está roja y estropeada, muestra de cien mandíbulas diminutas entregadas afanosamente a su labor carnívora.

—Me atacaron. Fui al terrario para cambiarles el agua, y ellas, sencillamente… me atacaron. Hormigas devoradoras de hombres. Había leído algo sobre especies de hormigas que podían devorar a seres humanos, pero nunca de ninguna que directamente los ataque.

—Si se escaparan… —empiezo a decir.

—Estoy preparado para ese improbable suceso. —Señala una caja blanca que hay en la pared. Dentro de la caja hay una ancha palanca roja.

—La alarma de emergencias —digo, reconociéndola al instante. Hay una en cada edificio de Little Cam, incluso en la casa de cristal. Si se la levanta, la palanca conecta una serie de estruendosas alarmas en todo el complejo, indicándole a todo el mundo que debe salir inmediatamente del edificio. Que yo sepa, estas alarmas no han sonado nunca.

—Y también tengo esto —añade el tío Will. Abre un armario de metal que hay debajo del terrario. Está lleno de insecticida en aerosol.

Doy unos golpecitos en una pared del terrario. En vez de espantarse, las hormigas se amontonan unas sobre otras, intentando traspasar el cristal para morderme el dedo.

—Esperemos que nunca haya que usarlo —digo—. ¿Por qué no te deshaces de ellas antes de que se escapen y se coman a todo el mundo?

El tío Will recoge a Babó y devuelve el escarabajo a su caja.

—Todavía me queda mucho que estudiar de ellas —dice con un poco de apuro—. Merece la pena correr el riesgo.

Mientras arregla los estropicios que Babó ha hecho en la mesa, yo toqueteo distraída una placa Petri con agua, viendo cómo se forman ondas en la superficie. Tengo la cabeza llena de recuerdos de la noche anterior, en especial del asombroso azul de los ojos de Eio bajo la luz de mi linterna. De repente, me acomete un pensamiento.

—¿Tío Will?

—¿Eh…?

—¿Cuándo fue la primera vez que saliste de Little Cam?

Él arruga la frente sin dejar de tirar a la papelera cachitos de espuma de poliestireno.

—Supongo que cuando tenía nueve años. Salí durante una o dos horas con el doctor Sato a recoger arañas.

—¡Nueve años! ¿Tan joven? —Me pongo muy derecha en la silla, toda indignada.

—Las cosas… —empieza a decir, pero se detiene, retorciendo la boca en un gesto de disgusto—: Las cosas eran distintas entonces.

Hago todo lo posible por contener la rabia ante lo injusto que me parece. Pero no es por eso por lo que hago la pregunta:

—¿Quieres decir… antes del Accidente?

—Sí.

—Entonces, ¿has visto a la gente que vive en la selva?

—¿A los nativos? —Se encoge de hombros—. Alguna vez. ¿Por qué?

—¿Cómo son?

—Pues son muy suyos, salvo para comerciar —dice frunciendo el ceño—. Bueno, no sé si Paolo querrá que hablemos de eso.

—Olvídate del tío Paolo —le digo—, y cuéntame más.

Él niega con la cabeza, cauteloso.

—Mejor será que no.

—¡Tío Will…!

—¡Pia, por favor! —Aprieta los ojos, suplicante—. Vamos a seguir con la clase, ¿de acuerdo?

Lo miro en silencio mientras él clasifica varias cajas de plástico con distintos especímenes, preguntándome si alguna vez se habrá atrevido a escaparse furtivamente como lo he hecho yo. ¿Me lo confesaría? No. Es demasiado tímido y está demasiado perdido en su mundo de escarabajos titán y hormigas soldado. No me lo imagino ni haciendo trampas a las damas, mucho menos escabulléndose de Little Cam para colarse en la aldea de Ai’oa.

Tal vez el tío Will no responda a todas mis preguntas… pero me siento bastante segura de que Eio no es hermano mío.

Y me sorprendo al descubrir que estoy sonriendo.

Cuando acaba la clase con el tío Will, salgo y veo que llueve tan copiosamente que el agua aporrea el jardín y desborda el estanque de los peces. Un pececito se ha escapado del estanque al sendero, donde rebulle sin fuerzas en dos centímetros de agua. Atravieso como una bala la lluvia para recogerlo y devolverlo al estanque.

Clarence y Mick se encuentran en el patio, vestidos con impermeables amarillos y recogiendo los restos de la fiesta de la noche anterior. Sobras de fruta, servilletas y cubertería caída alfombran el suelo, mezcladas con hojas y ramas que ha llevado hasta allí la tormenta. Inclino la cabeza contra la lluvia, y paso a toda prisa por delante de ellos, alegrándome de que no me haya caído a mí la tarea. Cuando llego a mi casa, estoy completamente empapada.

Tras cambiarme y secarme el pelo, cierro la puerta y me tiendo en el suelo, delante de la pared de cristal que da a la selva. He apoyado la cabeza en el costado de Alai, y su ronroneo vibra a través de mí. Los cachitos de cielo que alcanzo a ver están oscurecidos con nubes, y la lluvia zarandea las hojas de los árboles tan fuerte como un vendaval. Aunque la pared está protegida por el alero del tejado, el agua corretea cristal abajo. A través de esos riachuelos de agua en el cristal, el mundo exterior parece el otro extremo de un caleidoscopio, multiplicado y magnificado en una explosión de verdes, negros y marrones. Un suave golpe en la puerta me recuerda que esta mañana no he sacado la ropa sucia para la tía Nénine. Abro la puerta y la encuentro allí, sosteniendo con una mano un enorme paraguas goteante.

—Lo siento, tía Nénine —murmuro, corriendo por mi habitación para recoger todo aquello que necesita un lavado. Cuando saco el vestido de la fiesta de debajo de la cama, me quedo boquiabierta ante el estado en que se encuentra: barro, hojas y dos o tres desgarros son un claro testimonio de mis correrías nocturnas. Por la noche me daba la sensación de que el vestido no tenía tan mal aspecto, pero entonces yo estaba demasiado impresionada por lo ocurrido para fijarme bien.

Es demasiado tarde: la tía Nénine ya lo ha visto.

—¡Pia! ¿Qué le has hecho a tu precioso vestido? —exclama casi sin voz, quitándomelo de las manos y observándolo con desolación. Pasa el dedo por uno de los desgarrones, y mueve la cabeza hacia los lados, en señal de negación—. Te lo puedo arreglar, pero necesitará más de un lavado.

—Yo… —No sé qué decir, se me ha quedado la mente en blanco.

—¿Cómo no reflexionaste un poco, Pia, antes de meterte en el zoo con esto? ¿Te das cuenta de lo que hicieron las garras de ese jaguar? —dice chasqueando la lengua con desaprobación.

—Eh… por supuesto… ¡el zoo! —Me relajo aliviada, y finjo que estoy muy arrepentida—: Lo siento, tía Nénine. Creo que no reflexioné.

—Veré lo que puedo hacer —dice con un suspiro, y se va arrastrando los pies, llevando mi ropa sucia en un saco.

Una vez se ha ido y puedo volver a relajarme, despliego una porción de mi mapa y estudio minuciosamente el océano Pacífico. Mi mente devora el nombre de las islas que se desparraman como Skittles por la superficie azul, pero, al cabo de un rato, mis pensamientos empiezan a vagar.

Saco la pasionaria del cajón de la mesita de noche, donde ha permanecido flotando en un plato con agua, y la pongo a mi lado en la alfombra para estudiar su intrincada estructura. Pocas flores son tan complejas como la pasionaria, y aún hay menos que sean tan bellas. Recuerdo aquella ocasión en que tuve una flor elísea en las manos, y decido que aquella y esta son las dos flores más bellas que he visto nunca. La flor de la vida y la flor de la pasión…

Por supuesto, no puedo mirar la flor sin pensar en Eio, sin acordarme del jaguar de jade que le colgaba del cuello sobre el pecho desnudo, de sus ojos de un azul selvático.

Vuelvo a preguntarme quién sería su padre. He descartado al tío Will. En realidad, podría no ser un verdadero científico. Podría tratarse de Clarence, o de Jacques. Tomo la determinación de pedirle a Eio la próxima vez que lo vea que me lo describa.

La próxima vez que lo vea.

—¿Me puedes explicar cuándo decidí siquiera que iba a volver a verlo, Alai?

«¿Cuándo juré que lo haría?», pienso para mí. «¿Por qué lo hice? No puedo volver a salir. Ya fue bastante peligroso anoche…».

«¿De qué tienes tanto miedo?», me respondo.

«Del tío Paolo, de mi madre… ¡hasta del tío Antonio!».

«¿Y qué podrían hacerte? ¡A ti, a la chica que no puede herirse! ¿Qué te iban a hacer? ¿Qué libertad te podrían quitar?».

La idea me preocupa. Nunca me había planteado ese problema hasta ahora. Realmente, ¿qué tengo que me puedan quitar?

No creo que me encerraran bajo llave ni nada parecido. ¿O sí? Me entra un escalofrío. Mientras no vuelva a meterme en la selva, siempre puedo pensar que la posibilidad está ahí. Es como esconder el mapa debajo de la alfombra. Incluso si lo dejo ahí y no lo vuelvo a sacar nunca, seguirá estando ahí por si lo necesito.

¿Y estarás contenta con eso? ¿Contenta de morir de sed cuando tienes un vaso de agua en la mano?

No lo sé, no lo sé. Me vuelvo y escondo la cara entre las manchas de Alai. ¡Nunca en mi vida he estado tan confusa! Antes era todo más sencillo: Estudia tu biología, Pia; Cómete tu cena, Pia; Vete a dormir, Pia; Déjale al tío Paolo que te tome el pulso y una muestra de saliva y que te mire los ojos, los oídos y la nariz, Pia.

Corre, Pia.

No comprendo este impulso de escapar corriendo que me acomete. No tiene sentido. Durante las últimas semanas se ha estado haciendo cada vez más intenso. Tal vez si no hubiera encontrado ese agujero en la valla, el impulso habría pasado. Tal vez solo sea una fase.

O tal vez no.

Ahora me acomete una nueva sensación: la culpa. Si estoy tan comprometida con mi objetivo, aquí en Little Cam, entonces ¿por qué disfruté tanto de ese breve instante de libertad?

«No estás aquí para correr por el bosque», me digo, «ni para llenarte la cabeza de chicos de la selva. El tío Paolo tiene razón, aún no estás lista, eres demasiado indisciplinada, te distraes con demasiada facilidad. Necesitas más control».

Quiero la libertad de la selva; quiero crear a alguien que sea como yo: mis sueños se enmarañan unos con otros como plantas que compiten por el mejor sitio al sol. Se ahogan unos a otros tratando de quedarse con la mejor parte de mi razón. Sé cuál es el que realmente prefiero, el que he preferido toda mi vida. Pero se está apoderando de mí un deseo nuevo, un sueño virulento e impredecible que podría destruir todo aquello por lo que siempre me he afanado.

¿Qué veo en ese chico, de hecho? Recuerdo la profunda soledad que sentí anoche en mi fiesta, y la necesidad de tener a alguien que comprenda lo que significa ser eterno. Eio no es esa persona. No puede serlo, porque es exactamente como los demás: breve, evanescente… Un fuego que arde con fuerza, sí, pero un fuego que un día se extinguirá. Recuerdo a Clarence hablando de su mujer, de cómo murió en un accidente de carretera. Recuerdo el dolor en sus ojos, cómo le temblaban las manos al hablar de ella. Me doy cuenta de que me aterra, me aterra de verdad, perder a alguien de ese modo. Me imagino que el tío Antonio o mi madre desaparecen de repente, que los aparta de mí una fuerza que nunca llegaré a comprender: la muerte. Me estremezco.

Si me uniera a un mortal, me estaría esposando a un rayo fugaz. Los músculos de mis hombros se tensan, y yo me encorvo con la cara en las manos, mirando fijamente pero sin ver.

Y sin embargo, ¡ah…!, en el instante en que vi sus ojos azules, azulísimos… no fue como esposarme a un rayo. Fue como comérmelo. Como si notara en el estómago la descarga eléctrica. Creí que dejaba mi yo salvaje en la selva, o que al menos aplacaba su apetito por un tiempo. Pero parece que, al alimentarlo, solo conseguí aumentar su hambre. He aumentado su hambre, comprendo. Lo último que necesito ahora es desarrollar algún tipo de enfermedad mental, como, por ejemplo, la esquizofrenia. Solo hay una como yo, una Pia. Pia la Salvaje y Pia la Tímida son una misma. Pero eso no me hace sentirme menos desgarrada. Si produce algo en mí, es más confusión.

El tío Paolo dice que por muy complicado que sea el ADN, o el ecosistema, o hasta una simple célula, al final la ciencia lo hace todo simple. Una fórmula puede encontrar el sentido a la más compleja sucesión de números. No hay quizá en la ciencia, salvo en una hipótesis. Y uno no trata las hipótesis como verdad, uno las trata como trampolines que lo lanzan al meticuloso análisis, experimentación y documentación. Solo entonces puede uno hallar la verdad, y cuando eso se ha hecho, entonces todo vuelve a ser simple.

El tío Paolo dice que al final todo se reduce a ciencia. No hay nada que el método científico no pueda resolver. Estamos limitados solo por las preguntas que aún no hemos llegado a plantearnos. Y él no se ha equivocado nunca, así que lo que dice tiene que ser verdad. Al fin y al cabo, él contribuyó a crearme. Si hay alguien en quien pueda confiar, es en el tío Paolo.

Si regreso a la selva, estaré dando alas a lo menos científico que hay en mí. En vez de moverme hacia mi meta, estaré retrocediendo. Sé que estoy cerca del final. Sin duda. Llevo preparándome toda la vida. ¿Puedo permitir ahora que me distraigan?

Me paso los dedos por los brazos, imaginando a Eio. No, no a Eio, sino a otro, a otro chico, un chico de piel irrompible como la mía. Un chico inmortal: Míster Perfecto.

De repente tomo una decisión: se lo contaré todo al tío Paolo: lo de Eio y su Ai’oa, lo del agujero de la valla, incluso lo de Pia la Salvaje. Entonces él trazará un gráfico, puede que incluso unas ecuaciones, sacará un libro de psicología y lo explicará todo de manera científica.

Todo volverá a ser simple.

Todo volverá a ser tal cual era.