Él suelta un grito, yo otro. Los dos caemos al suelo, él de espaldas y yo justo encima de él. Por un instante, no conseguimos hacer otra cosa que mirarnos uno al otro, anonadados. Tiene los ojos sorprendentemente azules y tan abiertos como una papaya madura.
Se me ha erizado el pelo de la nuca, como a Alai el del lomo.
Un chico.
Nunca había visto unos ojos azules tan azules.
Me pongo en pie de un salto, con todos los músculos en tensión, lista para echar a correr en un segundo mientras Alai salta por los aires y cae encima del muchacho, al que inmoviliza contra el suelo. El chico farfulla algo en una lengua extraña que no se parece nada a la mía, pero cuando ve los colmillos del jaguar a solo unos centímetros de su nariz, se queda mudo.
—¿Quién eres? —pregunto con voz temblorosa.
Él sigue mirando al jaguar con la boca abierta mientras dirijo la linterna contra su rostro. Hace un gesto de dolor y levanta una mano para interponerla entre Alai y él, como si eso fuera a servirle de algo en caso de que Alai decidiera morder.
—¡Un jaguar! —exclama—. ¡Tienes un jaguar!
—Te he preguntado quién eres. —Sostengo la linterna con ambas manos, apuntándole con ella como si fuera una pistola.
El chico, que sigue levantando la mano y no aparta los ojos de Alai, responde:
—Dile a este gato que se quite de encima de mí, y te lo diré.
Dudo por un momento, pero al final llamo a Alai. Él lanza un bufido, echándole la baba al chico en el rostro, y se viene a mi lado.
El chico se pone en pie despacio, sin perder de vista al jaguar.
—Me llamo Eio. ¿Quién eres tú?
—Pia. —Retrocedo un paso cuando él recupera toda su estatura. Mi linterna sigue apuntándole al rostro—. ¿Qué quieres de mí? ¿De dónde… de dónde vienes?
—Eres tú la que se ha abalanzado contra mí. —Es más alto que yo, y aunque es delgado, también es muy musculoso. Lo sé bien porque va medio desnudo. Lleva un pantalón corto de color caqui, y un cordón alrededor del cuello del que cuelga un pequeño jaguar tallado en jade, pero nada más, ni siquiera zapatos. Tiene la piel del color de una nuez de Brasil por dentro: un marrón claro y cálido, el marrón de los días pasados bajo el sol moteado del bosque tropical. Tiene el pelo tan negro como la noche que nos envuelve, y todo enmarañado. Hay algo vagamente familiar en su rostro, pero no me doy cuenta de qué es. Eso me resulta muy desconcertante, ya que a mí no se me olvida nada. Si hubiera visto antes a aquel chico, me acordaría. Y no solo porque mi memoria es perfecta. Recordaría esos ojos… ese pecho escultural… la definición de su abdomen…
Lo miro a la cara de repente, conteniendo mis pensamientos. El miedo inicial da paso a la rabia.
—¿Qué estás haciendo aquí? Estamos en mitad de la noche. ¿Dónde te has dejado la ropa?
Él responde con mucha calma:
—¡Te has escapado de la jaula, Ave Pia!
—¿Qué? —pregunto sin entender.
—El vestido —dice él, haciendo un gesto con la cabeza para señalarlo— te da aspecto de ave. Te pareces a esos pájaros que a los ai’oa nos gusta llevar al hombro. Pero no es buena ropa para correr por la selva.
Bajo la mirada al vestido desgarrado.
—Es mi cumpleaños. —Furiosa, lo miro, negándome a dejar que vuelva a distraerme—: ¿Ai’oa? ¿Qué es eso?
Se lleva la mano al pecho desnudo:
—Somos quién, no qué.
—¿Eres un nativo?
—Soy ai’oa. Solo los científicos nos llaman nativos. —Ladea la cabeza con curiosidad—. ¿Eres una científica? Supongo que sí, porque eres del pueblo de Little Cam.
—No. Sí. Quiero decir, lo seré pronto. ¿Cómo sabes de dónde soy? ¿Has estado en Little Cam?
El miedo se había convertido en rabia, pero ahora la rabia se transforma en fascinación.
Nunca había hablado con nadie de fuera de Little Cam. Harriet Fields no cuenta porque ahora ella también es de allí.
—Lo he visto —reconoce él—, pero solo desde los árboles. No es lugar para los ai’oa. Kapukiri dice que hay algo muy malvado en el pueblo de los científicos.
—No hay nada muy malvado en Little Cam —respondo, poniéndome tensa—. ¿Qué sabes de ese sitio?
—Solo lo que dice Kapukiri. —Se arrodilla y mira a Alai con curiosidad—. ¡Obedece lo que le mandas y te sigue adónde vas!
Sus palabras me ablandan un poco.
—¿Está cerca tu aldea?
Eio cierra ligeramente los ojos, con recelo.
—¿Por qué? ¿Qué quieres de los ai’oa?
—Me gustaría verla —le digo por puro capricho.
—No sé… —dice frunciendo el ceño.
—Ese humo que huelo, ¿es de Ai’oa? —Cierro los ojos y aspiro hondo—. Viene de… de esa dirección.
Abro los ojos y empiezo a seguir el rastro del olor. Al volver la cabeza, veo que Eio me mira fijamente con los ojos como platos.
—Tú… —Corre para alcanzarme—. ¿Lo hueles desde aquí?
—Ah… —Trago saliva y retrocedo un poco—. ¿Tú no?
La inseguridad se presenta abiertamente en su rostro.
—Supongo que podemos ir… si me prometes no despertar a todo el mundo…
—Lo juro.
—Bueno… vale. —Todavía parece incómodo. Me imagino que Ai’oa no recibe visitas con mucha frecuencia.
Lo sigo, pisando sobre troncos caídos reblandecidos por el musgo, bajo ramas y enredaderas que cuelgan hasta abajo. Me pregunto cómo verá por dónde pisa, pero lo cierto es que, más que verlo, parece tentar el camino. Creía que yo me movía con sigilo por la selva, pero Eio es como si flotara por encima del suelo en vez de caminar sobre él. Se mueve tan sinuosamente como una serpiente, tan ligero como una mariposa. Alai permanece entre nosotros todo el tiempo, mostrando su desconfianza en el pelo erizado del lomo y en la cola tiesa.
No tardo en oler a humo. Entonces veo las hogueras de las que procede. Son hogueras tranquilas, poco más que unas brasas, y son varias docenas en total. Alrededor de las hogueras hay cabañas hechas con cuatro postes y techadas con hojas de palma. No tienen paredes. Cuando llegamos al borde del pueblo, Eio me hace detenerme.
—Están durmiendo. No se debe despertar a aquel que duerme. Quédate aquí y mira, pero no los despiertes.
—Tú estás despierto —objeto.
—Yo no podía dormir. Oí un jaguar, y fui a buscarlo —dice bajando los ojos hacia Alai. Recuerdo entonces los rugidos de Alai cuando escapamos por el agujero de la valla.
—¿Es buena idea eso de cazar jaguares? Me parece que pueden terminar cazándote ellos a ti.
Eio se sienta sobre una roca cubierta de musgo, con los brazos cruzados sobre el pecho desnudo.
—¡No pretendía cazarlo! Salí solo para verlo. Es una señal importante, ver un jaguar.
—Yo no hay día que no vea un jaguar —le digo, alargando la mano para frotarle las orejas a Alai.
—Eso es algo nunca oído —dice negando con la cabeza—. En la selva, el jaguar es el rey. No sigue a nadie más que a sí mismo, y los ai’oa lo tememos y respetamos y lo llamamos guardián.
—Alai no es más que un bebé grande, en realidad.
Eio suelta una breve risotada:
—Por supuesto. Por eso quería arrancarme la nariz de la cara.
—¿Cómo es que hablas mi lengua, el inglés? El tío Paolo me dijo que los nativos erais ignorantes, que no conocíais nada más que vuestras aldeas.
—Yo no soy ignorante —objeta Eio—. Eres tú quien es ignorante, Ave Pia. Mi padre me enseñó a hablar vuestra lengua.
—¿Tu padre?
—Es un científico como tú que vive en Little Cam.
—¿De verdad…? —Parpadeo y lo miro atentamente, asombrada. Bueno, bueno, alguien ha estado ocultándonos un secreto realmente gordo—. ¿Quién es? ¿Cómo se llama? —Pienso en todos los científicos, y me pregunto quién podrá ser.
—Para mí, no tiene otro nombre que padre. Viene y me enseña inglés y matemáticas y a escribir.
—¿Cómo es?
Eio se encoge de hombros.
—Feo como todos los científicos.
Pongo mala cara.
—¿Piensas que yo soy fea?
—¡Por supuesto! —dice él mirando hacia su aldea.
Me siento enrojecer de la rabia.
—¡Eso es lo más mezquino que me han dicho nunca! ¡Yo no soy fea! Yo soy… —Bajo la mirada a mi vestido desaliñado y manchado de barro, y mi voz se convierte en un susurro de vergüenza—: Soy perfecta.
—¿Perfecta? ¿Por eso corres por la selva con ese vestido, haciendo ruidos como un tapir que escapa de la lanza?
—Es… es mi cumpleaños… Quería ver la selva. Es la primera vez que salgo de Little Cam. Quería saber cómo era lo de estar fuera, en la jungla.
—¿Eres una prisionera, Ave Pia?
—No —digo yo, asustada.
—Entonces ¿por qué no habías salido nunca?
—Yo… dicen que es peligroso. Anacondas.
—¡Anacondas! Yo he matado una anaconda.
—¿En serio?
—Sí. Era tan larga como yo, y yo soy el ai’oa más alto de la aldea. Con la piel hice un cinturón para mi padre.
—Yo solo he visto una vez una anaconda. Estaba muerta. La mató el tío Timothy.
—¿Con escopeta?
—¡Por supuesto que con escopeta!
—No me gustan las escopetas. Yo cazo con dardos, lanzas y flechas. Son silenciosas y no espantan a la presa como una estúpida escopeta.
No lo habría creído posible, pero la noche se hace aún más oscura.
—Ahora debo volver.
Llevo fuera mucho, mucho más de una hora. Mis delirantes descargas de adrenalina me han dejado fatigada y nerviosa. Quiero regresar, cambiarme y darme una ducha antes de que se percaten de mi ausencia. Si es que no se han percatado ya.
—Te acompañaré —decide Eio poniéndose en pie.
—Puedo encontrar el camino yo sola —le digo.
—Te acompañaré —repite en tono más firme—. No está bien que una mujer vaya sola por la selva sin un hombre que la proteja.
Piensa que soy una mujer. Me estiro para parecer un poco más alta.
—Bueno, de acuerdo. Si quieres.
Mientras caminamos, empieza a decirme los nombres de todas las plantas que encontramos. Yo ya conozco los nombres, pero no se lo digo. Parece creer que los científicos siempre quieren saber el nombre de las cosas, y por eso se cree que está siéndome útil. De cualquier modo, me gusta escuchar su voz. Es profunda y un poco ronca, como si se hubiera pasado el día gritando. Su acento hace que cada palabra suene nueva y emocionante, como si estuviera hablando otra lengua que no tengo que esforzarme para comprender.
—Esto es achiote, que sirve para repeler los insectos y curar la mordedura de serpiente. Las chicas dicen que de él se saca una poción amorosa, pero no me lo creo. Lo han intentado todas conmigo, y sigo sin amar a ninguna de ellas.
—¿Por qué? ¿No son fuertes ni bellas?
Me dirige una mirada extraña antes de responder:
—Algunas supongo que sí. Mira, esto es el ginseng de Brasil. Es beneficioso para la sangre, los músculos y la memoria, muy bueno para comer. Y esto es curare, para envenenar las flechas. Es un veneno fuerte, pero no tan fuerte como la yresa.
A diferencia de los otros, este nombre no me resulta familiar.
—¿Qué es la yresa?
—Aquí no hay. En todo el mundo solo hay un sitio donde crece la yresa. Ese lugar era sagrado para los ai’oa, pero ya no podemos ir allí, porque los científicos nos lo impiden con sus rifles.
En este momento tengo la impresión de que sé lo que es la yresa, pero no lo digo. No hay ninguna amabilidad en la voz de Eio cuando habla sobre los científicos que les quitan las flores a los suyos, y no quiero que piense que eso ha sido decisión mía. Por alguna razón, me gustaría que este chico extraño y salvaje tuviera mejor opinión sobre mí.
Observo con fascinación cada movimiento suyo. Se me vienen las preguntas a los labios, me golpean en los dientes. Quisiera saberlo todo sobre él. ¿Dónde duerme? ¿Qué come? ¿Ha estado en alguna ciudad? ¿Tiene amigos? Pero me siento extrañamente tímida y no sé qué decir ni cómo decirlo. Durante los pocos minutos que hace que lo conozco, se ha mostrado completamente distinto a cualquier persona de Little Cam.
—Mira —dice Eio, deteniéndose junto a una palmera alta y esbelta—: ¿Sabes lo que es?
Yo golpeo la corteza.
—Mauritia flexuosa.
—No —dice mirándome como si estuviera trastornada—. Es moriche.
—Eso es lo que he dicho.
Él mueve la cabeza hacia los lados.
—Espera aquí: te traeré alguno.
Antes de que yo pueda responder nada, Eio agarra la rama de otro árbol distinto y empieza a subir por ella. Al cabo de unos segundos, ya ha escalado siete metros y sigue subiendo. Yo lo veo con ojos como platos, esperando que de un momento a otro se resbale y caiga al suelo.
No tardo en perderlo de vista, oculto como queda tras las hojas. No aparto los ojos durante un minuto, y empiezo a preguntarme si no habrá cambiado de idea en lo de acompañarme a casa, y sencillamente me ha abandonado en medio de la selva. Pero entonces oigo detrás de mí un crujir de hojas y un grito, y cuando me doy la vuelta lo veo deslizarse al suelo por una gruesa liana. Se posa con suavidad en tierra, con las rodillas dobladas y una ristra de moriches en el hombro.
Con una sonrisa que solo puede describirse como chulería, pela con destreza la fruta y me la ofrece. Me doy cuenta de que estoy sonriendo como un mono.
—Gracias —digo. La fruta está un poco ácida, y no es mi favorita dentro de la producción local, pero ¿qué puedo decir cuando el chaval ha trepado treinta metros para traérmela?—. ¿Tú no comes?
Se ríe:
—¡No! El moriche es para chicas. Si un hombre come mucho, se le pone aspecto de mujer.
—Esa es la idea menos científica que he oído nunca.
—Entonces es que no conoces a mi primo Jacari. —Eio balancea la ristra de frutas de un lado para el otro—. Demasiado moriche. Ahora las madres lo usan como ama de cría.
Me quedo paralizada en mitad de un mordisco, y lo miro.
—Me tomas el pelo.
Una sonrisa asoma a la comisura de sus labios.
—Puede.
Le tiro el hueso del moriche, y él vuelve a reírse y lo atrapa. Su risa es contagiosa. No puedo dejar de sonreír. Todo lo que él hace, cada movimiento, cada palabra, resulta vívido y extraño. Siento como si hubiera descubierto una nueva especie fascinante, el homo ferus: un humano salvaje. «Criatura nocturna e impredecible cuyo hábitat son los árboles. Precaución: puede producir perplejidad y desorientación. Propenso a la burla».
Coge otro moriche de la liana, lo lanza hacia arriba y lo vuelve a coger repetidas veces, mirándome con la cabeza ladeada y unos ojos llenos de curiosidad.
—¿Qué edad tienes?
—Diecisiete, ¿y tú?
—Casi dieciocho.
—¿Tienes hermanos? —Siempre me ha fascinado la idea de tener hermanos. Como norma, los miembros de mi familia no podían tener más de un hijo, por lo del control de la población, aunque esa norma se les volvió en contra cuando ocurrió el Accidente.
—De sangre no —dice—. Pero sí de corazón.
—¿Qué significa eso? Si no son de sangre, no son hermanos.
Frunce el ceño y vuelve a coger el moriche, pasando el pulgar por la piel escamosa.
—¿Qué sabes tú de la familia?
—Me he pasado meses estudiando genética —le digo—. Creo que lo sé todo sobre la familia.
—Genética —repite Eio, pensativo.
—Es el estudio de…
—Ya sé lo que es. Pero eso solo es una parte de la familia, al menos entre los ai’oa. Una parte muy pequeña.
Abro la boca, y la vuelvo a cerrar. El cerebro me da una voltereta en el aire y se posa en el suelo con los puños en alto.
—La genética lo es todo. Mi herencia genética ha sido cuidadosamente seleccionada, diseñada por los mejores científicos del mundo… —Y me callo antes de contar demasiado y acabar diciéndole lo que soy en realidad.
Eio me dirige una sonrisa triste.
—Realmente eres una científica. Cada vez que le llevamos la contraria a uno de vosotros, se levanta ese muro en vuestros ojos. Hasta tenemos una palabra para eso en ai’oa: «akangitá», que quiere decir: «cabeza como una roca».
Me quedo con la boca abierta.
—¡Cabeza como una roca!
Aprieto los dientes, me doy la vuelta girando los pies y me encamino hacia Little Cam toda enfurruñada.
Al principio no noto nada detrás de mí, y estoy a punto de detenerme, pero al final oigo que Eio corre para alcanzarme. Borro la sonrisa de mi rostro antes de que él la vea. Él da un salto para colocarse delante de mí, y me cierra el paso.
—Lo siento. Si eso te consuela, a mí en Ai’oa todo el mundo me llama «akangbytu».
—¿Que significa…?
Piensa un momento antes de responder.
—Cabeza llena de viento.
Mi enfado, que no era muy intenso, se desmorona. Me echo a reír.
—¡Cabeza llena de viento! Perfecto. ¿Cómo se dice boca?
—Se dice «íuru». ¿Por…?
—Entonces, si te llamara «íurubytu…».
Me dirige una mirada sombría.
—Boca de viento. Ja, ja. «Lurukay».
—¿Qué es eso?
—He dicho que hablas con fuego, Ave Pia. Tus palabras queman.
Sonrío.
—Enséñame más.
Mientras caminamos, voy diciendo palabras y Eio me enseña la traducción al ai’oa, que guardo en la memoria. Él se asombra por lo poco que me cuesta recordar las cosas y lo fácilmente que uno las palabras para formar frases.
—A mí me ha costado años hablar inglés así de bien. Tú hablas mi lengua como si la tuvieras sembrada en el corazón.
Sonrío y me pregunto si se dará cuenta del rubor de mis mejillas. De pronto aparece la valla, y no estamos lejos del agujero por el que escapé. Veo la ceiba caída a solo diez o doce metros, a la derecha. Se me pasa un poco el sofoco. Querría haber caminado más despacio.
—Gracias por acompañarme —le digo, porque parece que es lo que debo decir.
—Pia… —De pronto clava la mirada en el suelo, y parece casi avergonzado—: Quiero confesarte algo: te he dicho una mentira.
—¿No mataste a la anaconda?
—¡No! —responde indignado—. «Lurukay». ¡Claro que maté la anaconda! Mentí cuando dije que eras fea. No es verdad. Tú… —Se frota el pelo, y su azoramiento me hace sonreír—. La verdad es que eres muy bonita. Más bonita que ninguna chica que conozca. Y como te mentí, te tengo que dar un regalo. Eso es lo que hacemos los ai’oa. Como falté a la verdad contigo, te tengo que dar algo a cambio.
Presenta la mano, y veo que sujeta una flor en ella. Es tan grande como mis dos palmas: una pasionaria de precioso color rosa y púrpura. Me quedo mirándola mientras el corazón me da un vuelco y la lengua se me convierte en piedra.
—¿Volverás? —me pregunta—. ¿Durante el día? Tú no eres como los demás científicos, que vienen a meternos miedo, pavoneándose con sus escopetas y lanchas motoras. —Resopla—. Si no fuera por nosotros, tus científicos no sabrían ni la mitad de lo que saben sobre esta selva. Pero tú eres… todavía joven y no tan fea. Te puedo enseñar más de mi idioma. Y te puedo mostrar Ai’oa.
Trago con dificultad el pedazo de hielo que se me ha formado en la garganta.
—No puedo, Eio.
—¿De qué tienes tanto miedo? —Me mira de manera insolente, y sus ojos azules penetran directamente en mi corazón.
Me repito la promesa que me había hecho de no volver a salir nunca más de Little Cam, pero mis pensamientos se han vuelto confusos, y no consigo pensar en otra cosa que en el jaguar de jade que le cuelga del cuello. Las palabras salen por sí solas, sin que yo tenga nada que ver.
—Vale… de acuerdo.
Una lenta sonrisa se extiende por sus labios, que muestran una fila de dientes blancos. Él asiente y se vuelve hacia Alai, se dobla por la cintura y dice.
—Hasta luego, guardián.
Entonces se va, y se desvanece como humo en la noche.