A varios metros de distancia de la valla se ha caído una ceiba de tamaño medio. Ha caído hacia el lado del bosque, y veo las raíces arrancadas de la tierra. La alambrada está enterrada al menos treinta centímetros en el suelo, pero allí donde las raíces del árbol se han levantado, se han llevado la valla con ellas. Bajo la alambrada destrozada, ha quedado un agujero de un metro de ancho por más de medio de alto. Ese agujero resulta casi imposible de ver porque queda oculto por las bromelias que crecen a lo largo de la valla, pero desde el punto exacto en que me encuentro sí que se ve.
Sin apenas creerme lo que hago, me pongo en pie y saco mi linterna del cajón superior del tocador. La tengo ahí para cuando hay tormenta y se va la luz, hasta que Clarence consigue que los generadores vuelvan a funcionar.
—Vamos, Alai.
«¿Qué mosca te ha picado?», me pregunto a mí misma mientras salgo de puntillas por el pasillo de la casa de cristal. Mi habitación es la única que realmente tiene paredes de cristal (y ese es el motivo de que la llamemos casa de cristal), pero ventanas hay por todas partes. Cuando paso por delante de ellas, veo el brillo de las antorchas que se reflejan en los edificios hacia el centro de Little Cam, donde sigue bailando un grupo de noctámbulos. Entre donde yo estoy y los restos de mi fiesta de cumpleaños solo se encuentran los «Dormitorios B», cuyas ventanas oscuras indican que dentro ya está dormido casi todo el mundo. En unos pasos, me expondré a ser vista desde la casa.
Conteniendo el aliento, sin atreverme a pararme a considerar las consecuencias del loco acto que estoy cometiendo, abro la puerta y salgo al exterior. La noche está fresca, y el aire es tan penetrante que vuelve mis sentidos tan agudos como los de Alai. Como para dar alas a mi locura, las sombras se aferran a nosotros y esconden nuestros pasos. Aún no necesito la linterna, porque conozco cada centímetro de Little Cam tan bien como conozco mi propio reflejo.
Notas sueltas de música de jazz escapan por los confines de los jardines y se abren paso hasta mis oídos. La música es alegre, pero por debajo de la etérea melodía suena un tambor firme, incesante. Esas son las notas que mejor oigo, tal vez porque parecen una amplificación de los latidos de mi propio corazón. Las manos me sudan, y me las seco en el chiffon de mi vestido sin pensar, pasando la linterna de una mano a la otra.
No necesito mucho tiempo para rodear la casa de cristal, aunque voy despacio, escudriñando cada sombra por si veo algún indicio de mi madre o del tío Paolo. Todo está en calma. No oigo más que el viento en los árboles y el zumbido constante de las chicharras, al que estoy tan acostumbrada que solo lo percibo cuando me fijo en él.
Cuando alcanzo la parte de atrás de la casa, me arrodillo ante el agujero de la valla y aparto a un lado las pesadas hojas de las bromelias. Allí sigue la abertura: una parte de mí esperaba que no fuera más que un engaño de la mente, pero está ahí y, pese a lo asustada que estoy, no pienso detenerme. Nunca en mi vida he deseado nada tanto como deseo encontrarme al otro lado de esa valla. No debería ser así, lo sé. No me falta de nada en Little Cam. En la selva no hay más que oscuridad, y no sé lo que me toparé entre los árboles y las hojas.
Dudando, notando a través del vestido la humedad de la tierra, trato de resistirme a mis impulsos. Pero son demasiado fuertes, más fuertes de lo que hayan sido nunca. «Ve, ve, ve», me grita el corazón en una voz baja, pero firme e irresistible. Son tambores que resuenan bajo la melodía de jazz. Es un demonio que se revuelve dentro de mí, un demonio salvaje que no sabía que existiera. El tío Paolo dice que no hay ni ángeles ni demonios, así que seguramente no se trata más que de otra Pia: de la Pia que se aburre en su propia fiesta de cumpleaños y que esconde mapas del mundo bajo la alfombra.
Como desdeñando mis dudas, Alai se lanza de repente hacia delante, y pasa por el agujero sin tocar la valla con un solo pelo de la piel. Una vez al otro lado, se detiene y se vuelve para mirarme con ojos de luna. Yo enciendo la linterna e inspecciono la abertura. Si paso cuerpo a tierra, me sobra espacio. El vestido quedará hecho unos zorros, pero de todos modos lo más probable es que no me lo vuelva a poner nunca. La valla está torcida y enmarañada, pero en ningún punto el árbol desenraizado ha partido el alambre, y por eso seguramente no ha saltado la alarma en la casa del guardia. Unas raíces desgreñadas cuelgan como pelambre de los tubérculos del árbol caído, formando una cortina sucia y arrugada. Cuando me hecho hacia atrás, el agujero desaparece tras las plantas que lo rodean. Me sorprende que pudiera verlo desde mi habitación.
Alai se va hacia atrás y hacia delante, metiéndome prisa con su mirada amarilla.
«Pasa ahora o pierde la ocasión para siempre», susurra en mi cabeza la voz de la Pia Salvaje. Me asusta con su ferocidad, pero obedezco.
Arrojo la linterna a través del agujero. Su brillo se vuelve hacia mí, iluminando mi camino. Ahora tengo que apresurarme, porque si alguien se acercara por donde me encuentro, no podría dejar de ver la luz, y tampoco a la chica del vestido azul verdoso que atraviesa la valla cuerpo a tierra como un capibara escarbando en busca de raíces.
Tengo cuidado de no dejar que la alambrada me enganche la piel al pasar. No me haría daño, no a mí, pero no quiero que salte la alarma con todo el revuelo que eso provocaría.
En cuanto llego al otro lado, aliso un poco la tierra por donde he pasado, y enderezo las bromelias que he aplastado. Cuando me parece que el lugar de mi fuga ha quedado bien oculto, cojo la linterna y me vuelvo hacia la selva. A mi lado, Alai ruge.
—¡Sh…! —Le tapo el hocico con la mano, y él, molesto, agita la cabeza antes de avanzar unos pasos. Guiada por el jaguar, me encamino hacia los árboles.
Solo he recorrido una docena de pasos cuando Little Cam desaparece detrás de mí. Me mareo y me cuesta respirar, y todo eso me hace caer de rodillas. Me agarro al jaguar y trato de sobreponerme a las estrellas que bailan burlonamente ante mis ojos.
¿Qué estás haciendo, ay, qué has hecho…? ¡Te van a descubrir, niña tonta, tonta! Me pongo en pie y me doy la vuelta, dispuesta a regresar, a dar fin a la huida, la locura y la oscuridad. Pero no doy un paso. Permanezco donde estoy con los ojos como platos, apuntando al suelo con la linterna, respirando nada más.
Al cabo de unos minutos, siento que me tranquilizo. Me doy otra vez la vuelta, hacia los árboles, y obligo a mis pies a avanzar, diciéndome a mí misma: «Solo una hora, no más. Volveré dentro de una hora y contaré lo de la valla. La arreglarán, y no volveré a tener la tentación».
La Pia Salvaje susurra que no tiene intención de hacer nada de eso, pero hago todo lo que puedo por ignorarla. Ella me ha llevado hasta el lugar en que me encuentro ahora, y eso es bastante. Exploraré un poco las proximidades y nada más. De todos modos, dudo que encuentre cosas muy interesantes, pues ya conozco las plantas y los animales de la selva. Los han metido a todos en Little Cam para estudiarlos. Los científicos dicen que hay cientos de especies que aún no han sido descubiertas en este lugar que ahora sé que se llama Amazonas pero, si es así, seguramente no se hallarán tan cerca de Little Cam.
Oriento la linterna hacia los árboles. Veo imponentes ceibas que se alzan hasta alturas inconmensurables, y lianas que se entrecruzan a cada nivel del bosque, creando una red de estrechos caminos recorridos por todo tipo de monos, reptiles e insectos. De vez en cuando descubro un par de ojos que brillan en la oscuridad. Me pregunto a qué espécimen pertenecerán. El animal más grande del Amazonas es el tapir, pero el más peligroso es la anaconda, al menos para mí. La idea de esa serpiente gigante que es capaz de tragarse a un hombre entero es lo único que me aterroriza en el bosque tropical. Las serpientes venenosas no pueden atravesarme la piel, así que no me da miedo su veneno. Las enfermedades transmitidas por los mosquitos tampoco me afectan. Pero las anacondas… No me apetece nada ser constreñida y tragada viva. Como no me ahogaría ni me moriría de hambre, eso significaría pasar una eternidad dentro del cuerpo de la serpiente. Prefiero no seguir pensando en eso.
Reprimiendo un estremecimiento, intento concentrarme en la belleza que me rodea. Solo puedo ver lo que ilumina la linterna, pero es suficiente para cortarme la respiración: flores tan grandes como mi cabeza se abren plenamente bajo la luna, cuyo débil destello es raro que llegue tan cerca del suelo de la selva. La tierra aquí es demasiado pobre para contener mucha vida, así que los árboles extienden sus raíces por encima de ella, formando arcos cubiertos de musgo. Las lluvias frecuentes son la fuente principal de agua: cuanto más grandes sean las raíces, más agua pueden alcanzar y más alto crece el árbol. Veo plantas con hojas del tamaño de un paraguas, con el haz fuerte y suave, y el envés atravesado de venas rojas.
Alai trota a mi alrededor en círculos cada vez más amplios, y me doy cuenta de que también para él es la primera incursión en la selva. Debe de sentir lo mismo que yo, o tal vez más, pues, al fin y al cabo, este es su medio natural. Vuelve la cabeza a derecha e izquierda, con la cola rígida, apuntando hacia atrás, y no se pierde detalle.
Bajo mis pies, la capa de musgo y hojas es tan gruesa y exuberante como cualquier alfombra. Es más, a cada paso que doy, en cuanto desplazo el peso, me hundo un par de centímetros. La tierra blanda y húmeda recibe mis pisadas en silencio, pero como si dudara en permitir que una forastera como yo interrumpa el nocturno del bosque. Ranas, pájaros e insectos acompañan el perpetuo chirrido de las chicharras. Cuando me paro y cierro los ojos para escuchar, me impresiona todo el ruido que hay. Al principio, la selva parecía tan silenciosa como oscura, pero en realidad los sonidos son una algarabía.
Al concentrarme en el camino que tengo por delante, los ruidos vuelven a apagarse para formar parte del fondo. A cada paso estoy más empapada; las hojas que me rozan al pasar están húmedas, y salpican gotas de agua en mi vestido y mis brazos. Un mono araña baja hasta mi camino, balanceándose a la altura de mi cabeza y riéndose con su risa simiesca.
Alai salta hacia él mordiendo el aire. Mi linterna ilumina sus redondos ojos amarillos, que miran directamente a los míos por un breve instante. Asustada, me paro hasta que se vuelve a fundir en la oscuridad.
La selva me embruja. Soy incapaz de volverme y regresar. Cada sonido, cada atisbo es un soplo de aire dulce y fresco. En lugar de llenarme, el bosque me vacía, dejándome con sed de más. Cuanto más veo, más quiero. Ahora mis nervios y voluntad son más fuertes, mi temor lo es menos. Lo que he hecho no tiene vuelta atrás. Little Cam no está a mi alcance ahora, y pase lo que pase allí, yo no puedo hacer nada. Si ya han descubierto mi ausencia, qué se le va a hacer: el tío Paolo no puede prohibir lo que ya ha ocurrido.
Embargada de esta convicción, la última de mis inhibiciones desaparece, y apresuro el paso. No tardo en verme casi corriendo. Mis agudísimos reflejos me impiden tropezar en las numerosas raíces y piedras que abundan en el suelo de la selva. Es demasiado lo que hay, no puedo asimilarlo todo, pero sigo intentándolo. Mis ojos apenas parpadean, de tan interesados como están en no perderse detalle. Mis oídos se llenan de sonidos que, aunque los he oído toda mi vida, de repente suenan nuevos y emocionantes. Hasta los aromas de la selva son más fuertes aquí: el olor de la tierra húmeda, de la fruta madura, de las flores, del agua… y ese tenue perfume de madera, semejante al del humo.
¡El exterior! ¡Lo he logrado! Encontré una salida y la atravesé, y tan solo una vez he vuelto la vista atrás. No me había dado cuenta de lo mucho que lo deseaba hasta este momento.
¡La libertad! Es tan embriagadora como cualquier droga, como una descarga de adrenalina a través del cuerpo. La Pia Salvaje y la Pia Tímida se confunden; el miedo es dominado por la euforia. Soy una, soy un todo: soy libre.
Estoy tan embargada por las emociones que siento dentro de mí que ni siquiera veo al chico hasta que nos chocamos.