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Seis

Es la doctora Fieldespato. Entra derechita en la jaula y hace «¡plof!» justo enfrente de mí. Suelta un gruñido mientras desprende los tacones de la porquería, y cruza los tobillos:

—No sé quién fue la idiota que decidió que teníamos que elegir entre la belleza y la comodidad, pero le clavaría estos tacones en los ojos.

No digo nada, pero la observo con la misma cautela con que un ratón observa a un ocelote.

—Pero, la verdad, supongo que no todas tienen que elegir entre una cosa y la otra. Tú quedarías estupenda con un par de hojas de palma unidas con cinta de embalar, supongo. —Hace un mohín—. Eso no es justo. La mayoría tenemos que currárnoslo para estar monas.

—¿Qué haces aquí?

Levanta las cejas:

—¡Eh, tranqui! Solo quería darte tu regalo.

Entonces veo el paquetito que tiene en las manos.

—¡Ah, claro…! ¡Los regalos…!

—Si hay algo que una no debería olvidar nunca jamás, son los regalos.

Me lo lanza. Cualquier otra podría haber fallado en recogerlo, pero mis manos se levantan de manera automática, y lo atrapan en el aire.

—No se me olvidó —le digo mientras le doy la vuelta al paquetito en las manos—. ¿Qué es?

—No es una víbora ni una rana venenosa de dardo, si es lo que te estás preguntando. Por Dios, ábrelo, ¿vale? Antes de que nos encuentre alguien.

—¿Por qué? ¿Es un secreto?

Se muerde el labio antes de responder:

—Sí… más o menos. Será mejor para ti que el tío Paolo no te vea con él.

Esto despierta mi interés. El paquetito está envuelto con un papel blanco sin dibujo y atado con una cuerda, y solo me cuesta unos segundos abrirlo. Dentro hay un trozo grande de papel que ha sido doblado muchas veces.

—¿Qué es…? —vuelvo a preguntar.

—Mejor que no lo desdobles aquí. Lleva horas volver a doblarlo hasta dejarlo en ese tamaño. Y, sobre todo, no lo abras delante de nadie. Perderé mi contrato, mi carrera y mi precioso salario si me relacionan con eso. Así que mi vida está ahora en tus manos, mi niña. Te agradeceré que no la tires al primer cubo de la basura que encuentres.

—¿Qué se supone que tengo que hacer con esto?

—Para empezar, no exhibirlo en público.

Miro alrededor, y lo escondo en la paja donde duerme Alai.

—Bien —dice ella—. Ahora, ¿te vas a dejar caer por tu propia fiesta, o qué? Por lo que tengo entendido, el complejo entero ha hecho lo imposible para ofrecerte esta fiesta, así que quedaría fatal hacerles un desprecio. Sería una verdadera tragedia.

Hay algo en su tono de voz que me hace preguntarle:

—¿Qué harías tú en mi lugar?

Ella se encoge de hombros y le retuerce el rabo a Alai. Él lo sacude, irritado con ella.

—¿Yo? Yo los dejaría a todos con su terrible baile y peor conversación… no te lo creerás, pero ese fontanero pensaba que me apetecía oír hablar del alarmante incremento de váteres atascados por aquí. Y me buscaría un rincón tranquilo y aislado donde pudiera estudiar el regalo de cumpleaños absolutamente perverso que me ha hecho cierta ingeniera biomédica pelirroja tan impresionante como su regalo. —Entonces exhala un suspiro y niega con la cabeza—. Pero sí, creo que deberías volver a tu fiesta y abrir el resto de tus regalos.

—Supongo que tienes razón. —Abro la puerta y salgo de la jaula. La doctora Fieldespato me sigue. Justo antes de llegar a la puerta del zoo, me detengo—: En cuanto al tío Antonio… —empiezo a decir.

—¿Sí…? —Parece realmente intrigada—. Dime.

—Es mi tío favorito, ya sabes —termino con torpeza—. Yo solo… él…

—No te preocupes, pequeña —dice con amabilidad—. No quiero destrozar corazones.

—Vale, bien. —Arrastro un poco los pies, preguntándome qué más puedo decir, y entonces me doy por vencida y echo a correr.

Horas después, cuando la fiesta ya ha terminado, me dejo caer por el pequeño zoo con el pretexto de llevarme a Alai conmigo a la habitación, donde duerme a menudo. El misterioso regalo de la doctora Fieldespato, que me he metido por el escote del vestido, parece que me quema la piel, y no puedo esperar a abrirlo. Una vez en mi cuarto, enciendo una pequeña lámpara que tengo junto a la cama, me arrodillo en el suelo, y me saco el papel. Alai se dirige sigilosamente a la butaca del rincón, que es donde suele dormir, y pierde todo interés en mí y en mis secretos.

Empiezo a desdoblar el papel, y el corazón me late muy aprisa.

—¿Podría ser…?

Sí.

Ahogo una exclamación, y me pongo en pie, mirando el papel con los ojos como platos. Es tan grande que ocupa una buena parte de la cama. Con manos temblorosas, me vuelvo y apuntalo la puerta con una silla, porque no hay cerradura. Aquello nos podría meter, a la doctora Fieldespato y a mí, en un buen lío. No sé qué haría el tío Paolo si se enterara, pero sé que sería espantoso. Percibiendo mi nerviosismo, Alai, con todo el pelo erizado, se coloca a mi lado como una sombra.

—No pasa nada, mi niño —le susurro.

Sin dar crédito todavía a mis ojos, hago un esfuerzo para volver a arrodillarme, y extiendo las manos sobre el papel, alisando los pliegues.

—Es un mapa del mundo, Alai. —Él ya ha vuelto a perder el interés, pero yo estoy completamente cautivada.

Nunca había visto uno. No hay un solo mapa en todo Little Cam que no esté bien escondido a mis ojos, salvo el que cuelga forrado en plástico en el edificio de mantenimiento, y ese solo muestra la zona del mundo comprendida dentro de la valla.

Pero en este mapa aparecen continentes y océanos y países y montañas: un mundo entero. El mundo. Mi mundo.

Mis dedos repasan los contornos de las masas de tierra: Europa, África, Australia, Asia… Nombres hermosos y misteriosos. Sé que debe de haber millones de palabras más detrás de aquellos nombres: personas, lugares, historias…

Me siento abrumada por una sed desconocida, como si me hubiera pasado la vida deshidratada y solo en aquel momento empezara a darme cuenta. Con todo el corazón y toda el alma, anhelo conocer las palabras, los nombres y las historias, saberlo todo. Quiero salir ahora, en este mismo instante, y recorrer cada centímetro de este mapa con mis propios ojos, palpar la tierra y los árboles con mis propias manos, respirar el aire de cada rincón del planeta.

Me pregunto dónde estaré yo. Little Cam no aparece marcado. El tío Paolo no lo permitiría. Mis ojos repasan los nombres que sí que están: Nueva Guinea, Sudán, la India, Alaska… Más océanos y mares de los que podría contar. Hay docenas, no, veintenas de zonas subrayadas en negro: ¿Ciudades…? ¿Países…? Me entran deseos de correr por todo Little Cam rogándole a gritos a la doctora Fieldespato que venga a explicármelo todo.

Mirando el mapa, me impresiona lo poco que sé. Y eso es alarmante, porque siento que es mucho lo que he aprendido: puedo canturrear la tabla periódica hacia atrás; mostradme un animal y os diré el reino al que pertenece, la especie y todo lo que hay entre una cosa y la otra; conozco el nombre de cada planta del bosque tropical, y sé cómo se puede usar; mencionadme una enfermedad, y os diré cómo se cura.

Pero si me preguntáis el nombre de cinco países, me quedaré en blanco. Si me preguntáis dónde manufacturan los víveres que trae el tío Timothy, no seré capaz de responder. Puedo indicar dónde está el oeste, pero no sé qué océano se encuentra en esa dirección, ni lo lejos que está. Sé lo que son los leones, los canguros y los osos pardos, pero no sé dónde habitan. Cuanto más aprendo sobre el mundo, menos me parece que sé.

Levanto la mano izquierda para ver qué es lo que tapa, y mis ojos encuentran unas palabras que está claro que han sido escritas con bolígrafo. Acerco la cara y entrecierro los ojos para leer las diminutas letras escritas a mano: «Little Cambridge, Amazonas».

Siento un nudo en el estómago, como si un montón de mariposas tratara de subírseme revoloteando por la garganta para escapar por la boca. ¡Little Cam, mi Little Cam…!

Es pequeño. Muy pequeño. La doctora Fields no ha marcado una zona amplia. Ni siquiera pintó un punto grueso, sino una motita roja diminuta, mínima. Pestañeo mirándola. Quizá eso no sea Little Cam, quizá la motita fuera un accidente, un leve beso sin significado que el bolígrafo le dio al papel.

Porque seguramente Little Cam no es tan pequeño.

Rodeo la motita con el dedo, y empiezo a trazar círculos más grandes. El dedo se va abriendo en espiral a partir de Little Cam, y solo hacen falta tres vueltas para que llegue a otros puntos. Estos otros puntos tienen nombres: Perú, Colombia, Brasil, Bolivia… Una red de líneas azules cruza por entre todos estos sitios, y cada una de esas líneas enlaza con la raya principal. «Río», me dice la mente. Tengo que volver a aguzar la mirada para leer las palabras impresas sobre esa raya: «Bosque tropical del Amazonas. Sudamérica».

—Amazonas —digo muy suave. Y luego lo repito un poco más fuerte, haciendo que Alai vuelva hacia mí las orejas—: Amazonas.

Sé que ya he oído antes aquella palabra. Me doy cuenta de ello, al modo de que uno se da cuenta de que tiene una mancha en la camisa: la puede ver cada vez que se pone delante de un espejo, pero hasta que uno no mira de verdad, el cerebro no registra la mancha. He oído aquella palabra, «Amazonas», en el comedor, en los susurros del personal de mantenimiento. La he oído salir de la lengua de un científico descuidado. La he visto garabateada en distintos documentos relacionados con investigaciones, en notas de campo y en las etiquetas de los tarros de especímenes: «Amazonas».

—Bosque tropical del Amazonas —susurro, alzando los ojos para verlo por mí misma. Aquella parte del mundo, por lo menos, es mía. Fuera, la oscura selva tiene el mismo aspecto de siempre, pero me impresiona el hecho de que estoy sintiendo algo distinto al verla. Un nombre es algo poderoso. El nombre separa a una cosa de las demás y le da significado. El bosque tropical siempre ha sido todo mi mundo, pero el Amazonas… si bien eso hace que los árboles y las lianas y los animales que se esconden tras sus hojas parezcan especiales al ser parte de un lugar con nombre, también hace que parezcan más pequeños.

Y eso es raro. Al fin y al cabo, no he visto nunca el final de la selva. A decir verdad, ni siquiera he estado realmente en ese bosque.

—Si no he estado en él —le pregunto a Alai—, y tampoco he salido nunca de él… ¿dónde he estado todo este tiempo?

Como respuesta, oigo un golpe en la puerta.

El corazón me da un trompicón, como un mono saltando en un árbol. Arrugo el mapa sin molestarme en doblarlo por su sitio. Alai va de un lado para el otro de la puerta, y gruñe suave.

—¿Pia? ¿Estás ahí?

Es mi madre. Meto el mapa a toda prisa debajo de la cama, aparto la silla a un lado, abro la puerta y trato de poner cara de inocencia.

—¿Sí…?

Ella le echa un vistazo a la habitación.

—¿Puedo entrar?

—¡Ah! —El corazón me late más rápido—. Vale.

Me pasa rozando y se sienta en la cama. Cuando me vuelvo hacia ella, veo una esquinita del mapa que sobresale, justo entre los pies de ella. Trago saliva e intento no mirar hacia allí.

—¿Qué quieres?

—Darte tu regalo —dice entregándome un pequeño sobre.

Bien. Esta noche mi madre está llena de sorpresas. Intentando no parecer demasiado aturdida, cojo el sobre y lo abro. Dentro hay una vieja foto de tres pequeños: una niña con dos niños. La miro a ella.

—¿Tío Will, tío Antonio y tú?

Asiente con la cabeza.

—Eso fue antes…

Antes del Accidente. Miro la foto más de cerca. Ninguno de los tres tiene más de diez años, se pasan los brazos unos por detrás de los otros, y sonríen. Nunca había visto una foto de ellos de niños. Y nunca había visto semejante sonrisa en la cara de mi madre. La niña de la foto parece despreocupada y feliz, palabras que yo nunca emplearía para mi madre, pues siempre la he conocido distante y objetiva, siendo exactamente el tipo de científica que tanto aprecia el tío Paolo, motivo por el que él le pide que lo ayude en la mayoría de sus experimentos.

—¿Quién es…? —pregunto aguzando la vista ante una forma borrosa que aparece al fondo de la foto.

Mi madre coge la foto y la examina. Entonces se queda pálida.

—Eh… no es nadie.

—¿Qué quieres decir con que no es nadie?

—Es… tu abuelo. No me había dado cuenta de que salía en la foto, porque no habría…

Agarro la foto y miro fijamente.

—¡Mi abuelo! —Cuando vuelvo a alzar los ojos, veo que mi madre está tensa—: Me dijiste que él y los demás de su generación dejaron Little Cam para vivir en el mundo exterior.

—Sí. Sí, sí te lo dije. —Se pone en pie y se pasa la mano por el pelo—. Esta foto debió de ser antes de eso.

Se va hacia la puerta, y a continuación se vuelve. Yo me corro hacia un lado para tapar con el pie la esquina del mapa que sobresale. Mi madre adelanta la mano hacia mí.

—Devuélvemela.

Sorprendida, retiro la foto con un impulso automático.

—¿Qué?

—Devuélvemela. Ha sido una tontería de regalo, una sensiblería estúpida. A Paolo no le gustaría. Yo no me había dado cuenta de que mi pa… de que tu abuelo salía en la foto.

—Es mía. Me la has dado. Me la voy a quedar.

—¡Devuélvemela, Pia! —dice con voz dura y fría.

Sin dar del todo crédito a mis oídos, le devuelvo la foto a regañadientes. Ahí está la madre que yo conozco, exigente y severa. Aunque admiro su cabeza fría en el laboratorio, cuando estamos en casa, en nuestra casa de cristal, mi madre puede resultar irritante. A veces me gustaría que fuera mi padre el que viviera conmigo en vez de mi madre, pero eso no se lo he dicho nunca.

La rasga en pedazos.

—Esta fiesta, el baile…, nada de eso ha sido buena idea. Y todo junto me ha hecho perder la cabeza por un momento. No tendría que habértela mostrado.

Me quedo callada, con los dientes apretados de rabia.

Se mete en el bolsillo los pedazos de la foto.

—Buenas noches, Pia.

Cierro la puerta detrás de ella y me quedo allí un momento, maravillándome de lo que acaba de suceder y de haberme alterado tanto. Preferiría que no me hubiera enseñado aquella foto. Es muy raro en ella exhibir tanto sentimentalismo, y es cierto que el tío Paolo no lo habría aprobado.

Aun así, me gustaría haber podido quedarme con la foto.

Me dejo caer contra la puerta, arrodillada sobre la alfombra, y abrazo a Alai por el cuello.

—Ha faltado poco, ha faltado poco. —En respuesta, él me lame la mejilla con su lengua, que resulta tan áspera como papel de lija.

Me acerco a gatas y escondo la esquina del mapa bajo la cama, pero después cambio de idea y lo saco. La doctora Fieldespato no exageraba: me lleva diez minutos volver a doblarlo tal como estaba.

Buscando un escondite, me pregunto si habrá alguno mejor que dejarlo bajo la cama. Mi habitación es muy pequeña. Está la cama y una mesita al lado en la que reposa mi reloj, la lámpara, y un libro de botánica que he estado estudiando. En la única pared de yeso de la habitación cuelga el espejo, encima de un tocador que contiene ropa y algunos de mis cuadernos de investigación. Son casi todos de biología, que es el tema que más me hace estudiar el tío Paolo. La butaca de Alai está en el rincón que forman dos paredes de cristal. En el otro rincón se encuentra el estante en que descansan mis orquídeas.

El vestidor no es mucho mejor. La ropa está toda colgada, y pienso por un momento si podría esconderlo en alguna zapatilla, pero después pienso que si yo buscara en la habitación un mapa escondido, ese sería el primer lugar en que miraría.

Ningún sitio parece bueno. Hasta levanto la parte de atrás del váter, pero está demasiado húmedo para dejar nada allí, a menos que sea una rana. Recuerdo haber hecho algo de eso cuando andaba por los tres años.

Finalmente, me fijo en la alfombra que cubre el suelo en el rincón de la habitación donde se encuentra la butaca de Alai. Apartar de allí la butaca resulta pesado y difícil, porque es enorme y está demasiado llena de cosas, y por desgracia «extrafuerte» no es una cualidad inherente a la inmortalidad. Pero la alfombra se levanta fácil, y puedo meter el mapa debajo. Después vuelvo a poner la butaca en su sitio, me dejo caer en ella, y espero a que se me calmen los nervios, mientras Alai se tiende en el suelo, a mis pies.

Entonces veo el agujero de la valla.