Hoy cumplo diecisiete años.
Diecisiete abriles ya. Y una eternidad los que quedan.
Llega la noche, y saco el vestido que eligió para mí la doctora Fieldespato. Cuando me pongo delante del espejo y me lo veo puesto, me quedo sin respiración. Da igual lo que yo piense de la doctora Fieldespato, no se puede negar que el vestido es bonito. Me va bien a los ojos, como dijo mi madre: tengo los ojos del mismo verde azulado de la selva tropical. Me coloco un poco de pelo por detrás de la oreja y dejo que otro poco me caiga por los lados de la cara.
Nunca habría oído hablar de las fiestas si no hubiera sido por Clarence, el conserje. Una noche, mientras cenaba en el comedor, no se dio cuenta de que yo estaba sentada cerca y empezó a contar cómo había sido su vida antes de llegar a Little Cam. Se supone que nadie puede hablar sobre su vida pasada, esa es la primera norma aquí, la que todo el mundo tiene que conocer y aceptar por escrito el día que llega. Pero a veces se les olvida, y me entero de algo. Clarence habló del día en que conoció a su mujer en una fiesta con tarta, esmóquines y vestidos de noche. Cuando murió su mujer en un accidente de coche, lo dejó todo para venirse aquí.
Era una historia triste, pero me hizo pensar en las fiestas. Cuando le dije al tío Paolo que yo quería tener una, con tarta y vestidos, me preguntó que dónde había oído yo hablar de tales cosas. Le dije que lo había visto en el diccionario, lo cual era mentira. Pero accedió a lo de la fiesta. A veces me pregunto por qué todo el mundo se cohíbe tanto delante de él, pues el tío Paolo es más blando de lo que parece.
Me miro en la pared de cristal que da a la selva y me giro despacio para ver el efecto del vestido. El reflejo del color casi se confunde con la selva, como si el vestido no fuera de tela sino de hojas.
Me voy hacia el cristal y pego las manos en él: es la noche perfecta para la fiesta perfecta. Alzo los ojos y miro por los pequeños resquicios que quedan abiertos entre el dosel de árboles para ver una noche clara llena de estrellas. La luna llena brilla sobre las ceibas y las palmas, pero las hojas y lianas son tan espesas que sus rayos apenas llegan al suelo de la selva. Sin embargo, veo un sitio en el que una columna de leve luz plateada se filtra por entre el techo de hojas y tiñe el follaje inferior. La luz baila entre las hojas abriendo un camino sobre la maleza, una vía de luz lunar que resultaría inapreciable por el día. Si fuera una mariposa, seguiría ese camino para internarme en la selva, y quién sabe si llegaría a la Cañada de Falk, donde crece la flor elísea.
Por un instante, siento que no quiero ni fiestas, ni tarta ni vestidos. Todo eso parece de pronto algo vacío y tonto. Lo que quiero es seguir ese camino de plata hasta que termine, sin volver la vista atrás. Con las manos colocadas en el frío cristal, observo la selva y me pregunto qué secretos esconderán las sombras.
De pronto noto que algo se mueve en las hojas, y sale de la maleza un coatí cuya larga cola negra apunta derecha al cielo. El coatí olfatea la valla, y por un momento me aterra que la toque y le dé la corriente. La descarga de la valla tiene lugar una vez cada 1,2 segundos, y solo al voltaje suficiente para disuadir a los intrusos, pero a un animal pequeño como el coatí, la valla le puede hacer mucho daño. Sin embargo, el coatí debe de haberse olido el peligro, pues mueve la cabeza como si dijera que no, y se da la vuelta.
Desaparece entre las hojas, y mi locura desaparece con él. Me carcajeo de mis descabelladas ideas (¿de verdad, fugarme para meterme en la selva de noche?), y me doy prisa para acudir a mi fiesta.
La parte central de Little Cam es un jardín. Eso incluye una huerta grande en la que cultivamos frutas y hortalizas, pero el resto son senderos, estanques y macizos de flores. Huelo las orquídeas antes de llegar al jardín. De noche, con la finalidad de atraer a las mariposas nocturnas que extienden su polen por toda la selva, las orquídeas huelen muy dulce.
Encuentro a una multitud que me está esperando. Aplauden cuando me ven aparecer, y no puedo dejar de reírme al ver el aspecto que tienen. La mayor parte de los hombres llevan puesto el traje que trajeron cuando llegaron a Little Cam, hace años, y es la primera vez que se lo ponen desde aquella ocasión, así que el traje está arrugado o simplemente no les sienta bien. Algunos, entre los que están mi padre y el tío Paolo, se han puesto un esmoquin que deben de haberle encargado al tío Timothy. Mi madre lleva un vestido plateado, y se ha prendido orquídeas en el pelo. Ha perdido todo el aspecto serio y severo que normalmente tiene en camiseta y pantalón corto. Nunca me había dado cuenta de lo guapa que es hasta este momento. Las escasas arrugas del rostro parecen haber desaparecido, y sonríe agarrándose al brazo del tío Paolo.
Cuando me ve, lanza un suspiro y se suelta del tío Paolo para cogerme las manos:
—¡Ay, Pia! —Pasa los dedos por las delicadas mangas del vestido—. ¡Date la vuelta para que te vea!
—¿Por qué? ¿Algo está mal? —pregunto, y me giro despacio. Que mi madre busque algo que criticar.
Pero cuando vuelvo a mirarla, no es crítica lo que veo en sus ojos… sino lágrimas. Intento no quedarme con la boca abierta. ¿Lágrimas? ¿Mi madre…? Eso sí que es nuevo.
—¿Estás… bien? —le pregunto, insegura.
Ella sonríe:
—Te has hecho una mujer. ¡Mi Pia! ¡Diecisiete años!
De repente, como si la situación no fuera ya lo bastante extraña, me abraza. ¡Me abraza! La última vez que me abrazó mi madre fue cuando yo todavía no andaba. Me quedo pasmada, y entonces, con timidez, respondo al abrazo. Me quedo mirando al tío Paolo por encima del hombro de mi madre, y él me devuelve una mirada que evidencia la misma sorpresa que me embarga a mí.
Cuando mi madre se separa de mí, me siento mejor por dentro. Tal vez no la conozco tan bien como me creía.
—Vamos, Pia —me dice—. Te aguarda tu fiesta.
Por todo el jardín, han clavado en el suelo antorchas cuyas llamas se balancean sinuosamente: docenas de pequeñas danzarinas de vestido blanco y naranja que producen una música silenciosa con su cuerpo. Me quedo un momento hipnotizada por ellas, y siento el impulso de acompañarlas en su danza. Las antorchas son una extravagancia, un caprichito que yo no había pedido. Habitualmente, cuando llega la noche a Little Cam, dejamos la menor cantidad posible de luz. El tío Timothy me dijo una vez que el mundo exterior tiene ojos en el cielo, satélites que han lanzado tan lejos de la Tierra que penden en el cielo, observándolo todo desde allí. Durante el día permanecemos escondidos bajo las numerosas palmas, ceibas y capironas que crecen entre los edificios, pero de noche ni siquiera ese dosel de vegetación puede evitar que la luz alcance el cielo.
—Pia, estás preciosa —dice el tío Paolo. Me entrega una copa de ponche—: Diecisiete años —dice levantando su copa. Todo el mundo levanta la suya—. Diecisiete años de perfección, Pia. La mayoría de los presentes recordamos el día que naciste, que fue realmente inolvidable. Llegará un día en que tu cumpleaños será celebrado no por unos cuantos como hoy, sino por el mundo entero.
Tiene los ojos encendidos de llamas de antorcha.
—El día que naciste marcó una nueva era en la historia de la humanidad, y en un futuro no muy lejano habitará la tierra una entera raza de inmortales que honrará tu memoria. Y no podemos olvidar que todo empieza aquí, que todo empieza con nosotros. —Pasa los ojos por la gente de Little Cam, incluyéndolos a todos en un movimiento del brazo—. Todos somos parte de esto. Hemos cambiado el curso de la historia, amigos míos, pero lo más importante de todo… —Vuelve a mirarme, y me coge la mano—. Lo más importante de todo, nosotros mismos hemos cambiado. ¡Por ti, Pia! ¡Por la feroz e insaciable ansia de vida que arde en tu interior! ¡Feliz cumpleaños!
No puedo evitarlo: sonrío, y mis ojos encuentran los suyos con la misma luz.
—¡Por Pia! —dice.
—¡Por Pia! —responde todo el mundo, y a continuación beben todos.
—Y ahora —añade el tío Paolo—, ven a ver tu tarta.
Me conduce hasta una larga mesa llena de comida, y todo el mundo se acerca a la mesa y a nosotros. Hay, sobre todo, frutas autóctonas, bayas de yumanasa, moriches y guanábanas. Pero también hay fresas y manzanas, y mi fruta favorita, la sandía, todas traídas por el tío Timothy del exterior. Y luego está la tarta.
Es enorme, con tres pisos de glaseado rosa y blanco, y orquídeas de color morado oscuro que caen en cascada, y… (no puedo evitar sonreírme) Skittles de todos los colores. Abro la boca y junto las manos, demasiado emocionada para decir nada. Todos los demás empiezan a aplaudir, y Jacques el cocinero da las gracias inclinando el cuerpo antes de empezar a servir. Me da la primera porción, y me abalanzo sobre ella. Cuando la pruebo, me obligo a ir más despacio para saborear bien cada bocado. Lima y vainilla y crema…, juro que después de aquello no volveré a comer otra cosa. No podría encontrar nada que se le pudiera comparar.
—¡Feliz cumpleaños, Pia! —exclama alguien detrás de mí, y las palabras pasan después de boca en boca. Mis padres me abrazan, y luego lo hacen el tío Antonio y el tío Paolo, y la tía Brigid, que dirige el centro médico, la tía Nénine, el tío Jonas, que guarda el pequeño zoo, el viejo tío Smithy, que sin querer me clava el bastón en el pie, y varias docenas de personas más. Todo el mundo quiere abrazarme, incluso aquellos con los que yo casi nunca hablo, como los hombres de mantenimiento y los asistentes de laboratorio.
El tío Antonio empieza a refunfuñar, y me saca de allí justo cuando un sonriente fontanero llamado Mick se acerca para recibir su abrazo. Mick protesta indignado, pero el tío Antonio no le hace caso y me lleva al amplio embaldosado donde normalmente se colocan las mesas y sillas para la gente que almuerza en el jardín. Un enorme nogal del Brasil se eleva desde una abertura que hay en el centro del suelo, y su tronco se alza unos asombrosos treinta metros antes de abrirse en un amplio dosel, a modo de paraguas. Hay varias antorchas encendidas alrededor del tronco, y allí se encuentra un asistente de laboratorio lleno de pecas y con un tocadiscos en las manos. Parece amodorrado, y el tío Antonio le da una patadita en la pierna.
—¡Se supone que estamos en una fiesta, Owens! ¡Qué empiece a sonar la música o te pondré a limpiar la mierda del zoo durante un mes!
Owens se apresura a darle al botón, y la música sale de dos grandes altavoces que se encuentran cada uno a un lado de él. Es el tipo de música que llaman jazz, me parece. No se escucha mucha música en Little Cam. El tío Paolo dice que es una cosa de fuera y superflua, que distrae del trabajo. La música me llena los oídos y las venas, y hasta las llamas de las antorchas parecen acoplar su balanceo a su ritmo.
—¿Me concedes este baile? —pregunta el tío Antonio haciendo una profunda reverencia.
Yo me río:
—¡No sé bailar!
—¡Entonces déjame que te enseñe!
Me hace dar vueltas, y yo no puedo dejar de reírme de lo tonto que resulta aquello. Pero enseguida se nos une más gente, y ya me siento menos ridícula. Mi madre baila primero con el tío Paolo y después con mi padre. La tía Brigid baila con el tío Jonas. El cocinero baila con la lavandera. Enseguida está bailando casi todo el mundo, pero de repente veo que falta alguien:
—¿Dónde está esa doctora Fields? No parece de las que se pierden una fiesta.
—Justo aquí —dice alguien, y al volverme la veo de pie detrás de mí. Lleva un vestido rojo muy ceñido que empieza muy abajo y termina muy arriba. Sus largas piernas se prolongan en unos enormes tacones rojos que a mí me harían caerme de bruces, aunque ella es capaz de rodearme con facilidad.
—¿Puedo…? —pregunta.
La miro hasta que el tío Antonio interrumpe el baile.
—Ejem… Desde luego…
Le pone una mano en la cintura y la acerca contra él. Riendo, ella modifica la posición de las manos de él de tal modo que es ella la que lleva. Al bailar, tengo que admitirlo, la Fieldespato no tiene nada de patosa. Voy a la mesa y me lleno una taza de ponche, después me apoyo en el nogal del Brasil, y contemplo cómo bailan los dos, dando vueltas alrededor de todos los demás.
Owens, el pecoso asistente de laboratorio, está sentado a un metro de mí, y balbucea algo que suena como una invitación a bailar, pero yo hago un mohín y le digo que no con la cabeza. ¿Bailar con Owens? Lo he visto escarbándose en la nariz cuando pensaba que nadie lo veía, y no pienso permitir que me toquen esos mismos dedos.
Él se pone colorado y encuentra algo fascinante que toquetear en la radio.
El tío Antonio y la doctora Fieldespato bailan como dos llamas gemelas. No estoy nada segura de que me guste verlo bailar con ella, pero, por otro lado, resulta encantador contemplarlos. Me doy cuenta de que hay más gente que los mira. Hay algo entre ellos que no sé explicar, una luz en sus ojos cuando se miran uno al otro. Una luz que no veo en los ojos de mi madre cuando mira a mi padre. Pienso en Alex y Marian y me pregunto si eso podría ser amor.
El amor no es algo alentado por el tío Paolo ni por los otros científicos, aunque tampoco pueden evitar los ligoteos que tienen lugar entre los residentes más jóvenes de Little Cam. Recuerdo algo que me dijo una vez el tío Paolo sobre el amor:
—Es un fenómeno natural, Pia, pero es peligroso. Mira a Alex y Marian, por ejemplo. El amor lo debilita a uno, lo distrae de las cosas importantes. Puede hacerte perder de vista tu objetivo.
—¿Qué objetivo? —le pregunté yo.
—La nueva raza. Todo lo demás no tiene importancia, Pia. La nueva raza es todo lo que puede haber para ti y para mí. Los otros… pueden jugar al amor. Pero tú y yo tenemos trabajo que hacer, y no podemos distraernos.
Le pregunté entonces si era por eso por lo que no había chicos de mi edad en Little Cam. Aparte de mí, Owens es seguramente la persona más joven que hay aquí, y tiene que andar por cerca de los treinta. Llegó aquí cuando apenas andaba, con su padre, Jakob Owens, uno de nuestros biólogos, y yo no lo he visto nunca más que como un chaval delgaducho y pecoso que se hurga en las narices y se pasa la mayor parte del tiempo jugando al póquer con los guardias. Con él no hay peligro de que me distraiga.
Viendo al tío Antonio y a la doctora Fieldespato bailar y reírse, me pregunto si podrían estar enamorados. La idea me causa una extraña tristeza… y me pone un poco celosa. Cosa extraña. El amor no es más que unos niveles elevados de dopamina, de norepinefrina y de otras sustancias químicas. Por el modo en que se le ilumina la cara al tío Antonio cuando bailan…, me pregunto qué sensación producirá. Me gustaría que esos componentes químicos del amor se apoderaran de mí solo un ratito para ver cómo es.
Entonces recuerdo que soy inmortal y que mi cuerpo no funciona como el de los demás. ¿Quién sabe siquiera si yo podría sentir amor?
Mirando a la gente que baila, me gustaría que la noche no se acabara nunca. Todos parecen infectados con una vivacidad que no es común en nuestro complejo, y hay más sonrisas en las caras de las que yo haya visto nunca al mismo tiempo. Y sin embargo, mientras los miro, me acomete más que nunca la conciencia de no ser una de ellos. Para esos humanos mortales, los cumpleaños son una especie de cuenta atrás hacia el final, el tictac del reloj de una vida que se agota. Para mí, los cumpleaños son muescas hechas en una línea temporal sin fin. ¿Me cansaré algún día de las fiestas? ¿Perderá todo significado el día de mi cumpleaños? Me imagino a mí misma dentro de varios siglos, tal vez el día de mi tricentésimo cumpleaños, repasando todo mi pasado hasta el día de hoy. ¿Cómo podré ser feliz recordando ese brillo en los ojos de mi madre, la rapidez con que se movía mi tío Antonio al bailar, la manera en que mi padre permanecía al borde del patio, sonriendo de esa manera vaga, como ausente? La escena se desplaza y se emborrona en mi imaginación. Como barridas por una escoba invisible, estas personas a las que he conocido toda mi vida desaparecen. El patio está vacío y desnudo, cubierto de hojas secas. Me imagino Little Cam desierto, todo el mundo ya muerto, y yo sola en las sombras. Para siempre.
No. No puede ser así. Nunca estaré sola, porque tendré otros inmortales. Tendré a alguien que me mirará como el tío Antonio mira a Harriet Fields, solo que él me mirará de ese modo eternamente. Las ansias me tensan el abdomen. Me entran ganas de ir corriendo al tío Paolo para pedirle el secreto de Inmortis, para rogarle que empecemos ya el proceso de crear a mi Míster Perfecto. Pienso en las cinco generaciones que harán falta para que nazca y quiero gritar. Quiero a alguien ahora. Quiero a alguien que me mire a los ojos y comprenda todo lo que hay detrás de ellos.
Para distraerme, voy a buscar más ponche. No hay nadie en la mesa de la comida: están todos bailando. Encuentro una taza vacía, me la lleno y me quedo donde estoy. Pienso si tratar de unirme de nuevo a los que bailan, pero la emoción del principio se me ha agotado, y se ha visto reemplazada por una melancolía de la que no me puedo desprender. Nadie se da cuenta de que no estoy bailando. De repente, poso la taza y me voy. Atravieso el jardín para llegar al pequeño zoo. Mi largo vestido se me prende en las flores al pasar, así que me levanto la tela hasta las rodillas.
El zoo está a oscuras. No quiero despertar a Gruñón y que empiece a chillar, así que busco a ciegas hasta que encuentro la pequeña linterna eléctrica que el tío Jonas guarda encima del barril de la comida del guacamayo.
Siguiendo el círculo de luz que proyecta la linterna, paso en silencio entre las jaulas. Algún pájaro me pía, y Jinx, la ocelote, me mira desde la rama alta en que le gusta dormir. Sus ojos son dos linternas.
Alai está despierto, como si me estuviera esperando. Abro la puerta de su jaula, me meto dentro y la dejo abierta. Tras colgar la linterna de un gancho que hay en la pared, me agacho al lado del jaguar y le paso un brazo por el cuello. Él frota contra mí la cabeza, disfrutando la suavidad de la seda.
—¡O sea que estás aquí! —dice una voz en la oscuridad.