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Tres

El tío Antonio intenta correr sobre la cinta ergométrica y al mismo tiempo leer la hoja de las preguntas. No me parece buena idea, pero no digo nada. Estamos en el gimnasio durante una clase de microbiología. No hay nadie más en la sala, cosa rara al comienzo de la tarde, pero ya sé dónde están todos: ayudando a instalarse a esa Harriet Fields. Nadie hablaba más que de ella en la cena de ayer, y su mesa estaba abarrotada de intelectos que competían por impresionarla. Yo me senté con mi madre en una esquina, y las dos observábamos con mirada sombría por encima de nuestra ensalada de atún. Me parece que mi madre no le tiene más simpatía que yo a la doctora Fieldespato.

La voz del tío Antonio suena ronca de la carrera:

—El tifus se transmite por…

Rickettsia prowazekii —concluyo yo.

El tío Antonio aprieta el botón de parada de su cinta ergométrica, que va deteniéndose poco a poco. Jadea intensamente, y en su camisa azul hay más manchas de sudor que partes secas. Cuando recupera el aliento, dice:

—Esa no era la pregunta, Tamia. Yo quería preguntarte qué animal transporta…

—Los piojos, Pediculus humanus. —Aumento una marcha la velocidad de mi propia cinta ergométrica, alargando las zancadas para acompasarlas al runruneo de la cinta.

—Eh, ¿quién es el que enseña aquí? —El tío Antonio se acerca a la parte de delante de mi cinta, y pone el brazo sobre la barra de seguridad. Su otra mano agarra la botella del agua como si fuera lo único que lo mantiene con vida. Mira la pantallita de los números de la máquina y mueve la cabeza de un lado al otro—: Tú eres punto y aparte, mi niña.

—¿Por qué están todos tan emocionados con la nueva? —le pregunto en tono un poco seco—. ¿Qué tiene de especial?

Él levanta las cejas con gesto socarrón.

—Vaya, Tamia, no me digas que estás celosa…

—¡No!

El regocijo que puedo ver en sus ojos me irrita todavía más.

—Me parece que sí. Estás celosa de la atención que recibe.

—No lo estoy —le respondo—. No me gustaría tener a nadie todo el día detrás de mí.

—¿No…? —Se sienta en el banco de hacer pesas que nadie utiliza nunca—. Pues a mí me parecería normal que te gustara.

Lo fulmino con la mirada, pero él se limita a reírse:

—Ella es nueva y diferente, Pia. Eso es todo. Dentro de un par de meses, será una más de nosotros, otro rostro conocido. Sin embargo, tú siempre serás tú, inmortal y especial. Así que no te preocupes, porque nadie te va a quitar el sitio.

—De todas maneras, no entiendo para qué la necesitamos. Yo no tardaré en ser parte del equipo de Inmortis, y entonces nos pondremos a hacer más inmortales. ¿Para qué necesitamos a Harriet Fields?

La sonrisa abandona su rostro, y es reemplazada por una mirada extraña y sombría:

—No lo sé.

Sigue esa mirada triste en sus ojos. Tal vez esté llevando el asunto de la doctora Fieldespato demasiado lejos.

—Te equivocas —le digo—. No tengo celos de la atención que está recibiendo. Pero ¿piensas…? ¿Piensas que está aquí porque el tío Paolo no cree que yo esté preparada? ¿Crees que él piensa que necesitaremos a alguien de apoyo si yo no paso la siguiente prueba wickham?

El tío Antonio me mira fijamente.

—No —dice con suavidad, pero me pregunto si lo habrá dicho solo porque eso es lo que yo estoy deseando oír.

—Bueno, ¿de dónde crees que es? —le pregunto, intentando aligerar la conversación.

—¿La doctora? —Se encoge de hombros—. ¿Qué más da?

—Vamos, tío Antonio. —Paro la cinta ergométrica para arreglarme la cola de caballo, que se ha aflojado con la carrera—. Tú estás tan interesado en ella como todos los demás. Te vi anoche, revoloteando a su alrededor durante toda la cena.

—Yo no revoloteaba.

—Ya lo creo que revoloteabas.

Una sonrisa asoma a sus labios.

—Bueno, a lo mejor un poco.

—Es extraño, ¿no? Esos nuevos científicos que llegan han tenido otra vida fuera de Little Cam. ¿Nunca has pensado en eso? ¿Nunca has pensado de dónde vienen? ¿En quiénes eran antes de llegar a la selva?

—¿Por qué? ¿Tú sí…?

—Es una pregunta natural. Y yo soy una científica, mi trabajo es plantear preguntas. Tío Antonio —digo sentándome a su lado. Me muerdo un momento el labio, antes de preguntar en un susurro—: ¿Alguna vez… ya sabes… alguna vez te has preguntado cómo sería… estar ahí fuera?

El tío Antonio se mira las manos fijamente.

—¿Ahí fuera dónde…?

—Ya sabes a lo que me refiero. Fuera… de la cerca.

Cuando por fin me mira a los ojos, sus labios son una línea fina y tensa:

—No, la verdad es que no.

Sin decir otra palabra, se levanta y se va.

Me quedo mirando a la puerta mientras se cierra por sí sola. No le creo.

Ni por asomo.

Esa misma tarde, cuando voy a mi laboratorio para el chequeo semanal, adelanto a Harriet Fields en el vestíbulo. Ella me dice hola y levanta un poco la mano para saludar, y yo le respondo con un movimiento de la barbilla. Cuando la dejo atrás, siento sus ojos clavados en mi espalda.

Lo llamo «mi» laboratorio porque es el único que está a mi entera disposición. Es como una segunda habitación personal, y estoy muy orgullosa de ello. Cuido de una fila de orquídeas en maceta, en los alféizares de las ventanas. Hay fotos mías en las paredes. Son un poco sosas, pues las hicieron para estudiar con detenimiento cosas tales como el desarrollo de mis huesos faciales, pero bueno…

El tío Paolo me está esperando, como de costumbre. Se sienta cerca de la mesa de exploración metálica, repasando por encima una hoja con datos de chequeos anteriores.

—Buenas —le digo, y me paro junto a una caja de cristal que hay en un rincón. El ratón gordo y somnoliento que hay dentro me saluda con un gesto de la nariz—. Buenas, Roosevelt.

El tío Paolo sonríe.

—Hola, Pia —me responde mientras ocupo mi sitio ante la mesa de exploración—. ¿Has encontrado algo en los camiones que mereciera la pena?

—Los Skittles. —Meneo las piernas hacia atrás y hacia delante bajo la mesa, y le veo tomar notas sobre una tablilla.

—¡Ah, sí! —Saca un estetoscopio y comprueba los latidos—. Hace años que no los pruebo. Me agenciaré unos pocos.

—Demasiado tarde. Ya los he confiscado yo. Son para la fiesta.

—Para la fiesta —repite él—. ¿Sigues preparando ese baile de cuento de hadas? Abre.

Abro la boca y él me pasa un algodón por la cara interna de la mejilla.

—No es un baile de cuento de hadas. Es una fiesta de verdad, como las que hacen en las ciudades.

—¿Y qué sabes tú de las ciudades?

—Lo que he leído en el diccionario: «zona urbana en la que vive y trabaja un gran número de personas».

Se limita a proferir un gruñido, y deposita la muestra de saliva en un portaobjetos de microscopio. Entonces, solo para ver cuál será su reacción, añado:

—Ya sé que Manaos es una ciudad.

Al tío Paolo se le cae el algodón al suelo:

—¡Mierda! Vuelve a abrir la boca, tengo que repetirlo.

Me pregunto si ese «¡mierda!» le habrá salido por la muestra de saliva echada a perder o por la suerte que he tenido adivinando.

—¡O sea que es verdad que es una ciudad!

—Pia. —Coloca la segunda muestra sobre una bandejita de metal, y empieza a quitarse los chillones guantes de látex—. No vuelvas a mencionar Manaos, ¿me has entendido?

—¿Por qué?

Las manos se le quedan inmóviles con un guante a medio quitar, y aspira con brusquedad antes de proseguir:

—Ya te lo he dicho muchas veces, Pia. Es peligroso salir. Esa gente no te comprendería. Los asustarías con lo que tienes, y enseguida tendrían envidia. Tú no puedes morir, pero eso no quiere decir que no te puedan hacer daño.

—Esa gente… —repetí en voz baja.

—Sí: los que están ahí fuera. Ellos no ven las cosas como las vemos nosotros, Pia. Te encerrarían y no te dejarían salir nunca, ¿comprendes?

Muevo la cabeza en señal de afirmación, pensando en el gorrión y su jaula electrificada, e imaginándome en el lugar del pájaro. Tengo un estremecimiento.

—No vuelvas a mencionar Manaos. —Habla en el tono que normalmente reserva para los días de chequeo, pero entonces el rostro se le suaviza. Cubre mi mano con la suya—: Aquí estás a salvo. Por ahora, este es el sitio al que perteneces. Un día, Pia, tú verás el mundo. No lo dudes. Pero hasta que el mundo esté listo para verte a ti, me temo que tendrás que conformarte con Little Cam.

—De acuerdo —respondo con docilidad.

Sonríe y me aprieta la mano.

—Ya sabes que yo estaba aquí el día que tú naciste. Fui el primero en cogerte en brazos. Y fui yo quien te eligió el nombre.

—¿Tú…? —Nunca lo había mencionado hasta ahora.

—Sí, Pia. Pia, porque significa «reverente», y reverencia es lo que yo sentí al verte.

Sus ojos, que miran los míos, son cálidos y sinceros. Me doy cuenta de que estoy sonriendo.

El resto del examen prosigue como de costumbre. No dura mucho. Estoy tan habituada al examen que podría hacérmelo yo misma: auscultar el corazón, tomar una muestra de saliva, los ojos, los oídos, y la nariz, comprobar, comprobar, comprobar, y ya está. El tío Paolo renunció a tomar muestras de sangre hace años, porque no importa de qué material se hagan las agujas, y no importa lo duro que apriete, nada consigue atravesarme la piel.

—Hemos terminado, Pia. Puedes irte a preparar tu fiesta, o lo que sea.

—Me voy a quedar regando mis orquídeas.

Asiente con la cabeza y realiza algunas tareas menores por el laboratorio antes de salir. Todavía estoy regando la primera de las plantas cuando oigo pasos, y me vuelvo para ver qué es lo que se ha olvidado el tío Paolo. Pero resulta que no se trata de él: es la doctora Fieldespato.

—¿Qué quiere? —le pregunto.

Ella levanta las cejas, sorprendida. Las tiene tan rojas como el pelo de la cabeza.

—Tranquilízate, ¿vale? Solo quiero hablar. Ayer no tuvimos tiempo ni de presentarnos como es debido.

«Maravilloso», pienso, y me vuelvo a mis orquídeas.

—Encantada de conocerla.

—Yo también estoy encantada de conocerte —me responde en un tono igual de inexpresivo—. Por Dios, muchacha, al menos dame una oportunidad antes de decidir que somos enemigas. Venga, déjame que te ayude.

Intenta cogerme la regadera, y termina volcándola y tirándome el agua encima de las zapatillas.

—¡Uy! —exclama, y mientras me quedo mirando con la boca abierta el desaguisado, ella encuentra una toalla y me la entrega. Yo la empapo con el agua, mordiéndome la lengua para no decir nada de lo que luego me podría arrepentir.

La doctora Fieldespato se sienta sobre la mesa de exploración y mira a su alrededor.

—Unas fotos terribles —dice mirando detenidamente las imágenes de la pared.

Normalmente no se lo diría a nadie así, pero ahora no lo puedo evitar, porque aquella mujer me cae como una patada en el hígado.

—Son perfectas.

—Sí, eso es verdad —responde pensativa, mirándome—. Ni siquiera me dio tiempo a quitarme el polvo de los zapatos cuando tu doctor Paolo Alvez ya me había acorralado. Y me echó todo el discurso sobre Pia, ya lo creo.

—¿Todo el discurso sobre Pia? —Mi curiosidad supera por un momento a mi terquedad, y me acerco a ella—. ¿De qué trata ese discurso?

—¿Quieres decir que no te lo ha echado a ti? —Saca un paquete de cigarrillos del bolsillo y enciende uno. Yo odio los cigarrillos. Son la única cosa del mundo que me pone enferma, aunque mi madre me dice que es solo que no me gusta el olor, y eso no tiene nada que ver con ponerse enferma—. Sí, Alvez me acorraló en un rincón, y se pegaba a mí mientras me hablaba de guardar el secreto, y de firmar contratos, y de consecuencias, y de cosas de película. Y en el centro de todo… —dice aspirando hondo y dejando escapar un chorro de desagradable humo hacia mí—, estabas tú.

—Bueno —respondo con rigidez—, yo soy el motivo de que exista este lugar.

—Tengo que admitir que no tenía ni idea de en qué me estaba metiendo cuando acepté este trabajo. Creí que venía solo para estudiar las estructuras celulares de los mosquitos, tal vez para clonar alguna rata. Me dijeron que este era un centro de investigación que se centraba en los temas «gordos»: el cáncer, enfermedades del corazón, parálisis cerebral… —El rostro se le queda paralizado de repente, como si estuviera mirando algo a lo lejos—. Aunque me parecía raro tener que firmar por un mínimo de treinta años, sin embargo… —El cigarrillo parece olvidado entre sus dedos índice y anular. La delgada columna de humo asciende por delante de su rostro—. Bueno, digamos que las condiciones que ofrecía este lugar resultaban muy convincentes.

Sus ojos vuelven a mirar, me encuentran, y entonces se cierran casi del todo, recelosos.

—Luego hicimos todo el camino hasta aquí, que fue como de película de capa y espada. Ese gigantón de Timothy se negaba a explicarme absolutamente nada. Y no sé qué te parecerá, pero lo primero que hizo fue pedirme que fuera a comprar un vestido para una chica de diecisiete años. —Niega con la cabeza, y noto por primera vez que sus salvajes rizos rojos han sido en realidad domados en una trenza que le cae por el hombro. Con el pelo bajo control, ella resulta bastante bonita, y más joven de lo que había pensado.

—El vestido estaba bien —digo encogiéndome de hombros. No necesito decirle que me encanta. No quiero que piense que somos amigas ni nada parecido.

—Es chocante, hacer una fiesta de gala en medio de la selva.

—Tú dices todo lo que te viene a la cabeza, ¿no?

—Siempre. Sin duda. Es el único modo que conozco de ser realmente original.

—¿Por qué estás aquí?

—¿No lo has oído? Para estudiar los tapires y los perezosos tridáctilos.

—¿Qué dijo el tío Paolo sobre mí?

—Que eres inmortal.

Por el gesto de sus labios alrededor del cigarrillo, estoy convencida de que no se lo cree.

—Lo soy.

—Bueno. También dijo que eras perfecta.

—También es verdad.

—Psss. Por supuesto, cielo.

—¡Lo soy! —Ahora se me ponen los pelos de punta, como a Alai—: Observa.

Cojo un bisturí de la bandeja de instrumentos del tío Paolo. La doctora Fieldespato abre bien los ojos.

—Pia…

—Observa…

Me lo paso por el brazo, apretando lo más fuerte que puedo. Me escuece, pero muy poco. Puedo notar el dolor, pero no tan intenso como otras personas. Una leve raya blanca es la única evidencia del paso de la hoja, y esa raya desaparece al cabo de unos segundos.

La doctora Fieldespato se queda con la boca abierta, los ojos como platos, el cigarrillo olvidado entre los dedos.

—¡Ángela María, por todos los Santos…!

Aquel parece un comentario muy raro, pero me siento muy satisfecha de verla tan sorprendida. Vuelvo a dejar el bisturí donde estaba, abro un cajón, saco un papel enrollado y lo extiendo a su lado en la mesa de exploración. Ella observa embelesada cada movimiento mío.

—¿Qué es eso?

—Esto —le anuncio con no poco orgullo— es mi árbol familiar. ¿Te ha contado el tío Paolo la historia que hay detrás de mí, de Little Cam, de todo esto…?

—Me dijo que trataríamos eso en «Orientación» esta noche, pero… —Se inclina hacia delante y susurra—: Soy una mujer bastante impaciente. Así que sigue, cuéntamelo.

—Bueno —empiezo, emocionada por tener a alguien que me escucha, pues nunca he tenido ocasión de contarle antes a nadie mi historia, al menos no de este modo—: Todo comenzó hace cien años, en 1902. Un equipo de científicos iba por la selva en busca de nuevas plantas con las que fabricar medicinas. Se internaron en la selva amazónica más de lo que se hubiera internado nadie hasta entonces, y encontraron nativos que nunca habían visto a gente con bigote y de piel blanca. Iban dirigidos por un biólogo y botánico llamado Heinrich Falk, que había oído hablar de una planta que crecía en el mismo corazón de la selva y que podía alargar la vida humana. Todos los demás pensaban que era un mito. Historias como aquella eran tan abundantes como las hojas de la ceiba, y nunca habían resultado ciertas. Pero el doctor Falk encontró la planta: Epidendrum elysius, flor elísea, la llamó. De todo el bosque tropical, y de todo el mundo, esa flor solo se encuentra en un lugar: en la Cañada de Falk. Me han dicho que está cerca de aquí, aunque yo no he estado nunca.

—Entonces, ¿qué es lo que hace mágica a esa flor? —pregunta. Puedo distinguir en su voz el escepticismo, otra vez. No pasa nada. Todavía no he acabado con mi historia.

—No se trata de magia, sino de ciencia. Y esa flor mata en cuestión de minutos a cualquiera que la coma o que beba el néctar que se deposita en la concavidad de los pétalos. —Yo no he visto nunca la Cañada de Falk, pero sí he visto la flor elísea. El tío Antonio me trajo una vez una, un simple ejemplar de la preciosa planta que fue la base de mi existencia. Es de color morado oscuro, y las puntas de sus pétalos están teñidas de oro. No parece muy distinta de algunas de las orquídeas que tengo en la ventana. Intenté plantarla, pero se murió. No fui la primera en intentarlo: uno de los mayores empeños de los científicos de Little Cam consiste en llegar a averiguar cómo cultivar la flor elísea. Hasta ahora no ha habido suerte. La cosa sería más fácil si supiéramos cómo se reproduce, pero ese es otro misterio. Las flores que crecen ahora en la Cañada de Falk son exactamente las mismas que descubrieron Falk y su equipo. El ciclo vital de la flor elísea es un misterio. A juzgar por lo que sabemos, es como si esa planta no se reprodujera.

La doctora Fieldespato resopla y vuelve a acordarse de su cigarrillo. Sin embargo, antes de volver a aspirar el humo dice:

—Suena a magia potagia. Entonces, ¿eso es lo que le sucedió a Falk? ¿Se presentó todo atrevido, le puso nombre a la flor, le puso al sitio su propio nombre, y a continuación se comió la cosa esa y estiró la pata…?

—No, eso no es lo que ocurrió ni muchísimo menos. Lo que ocurrió fue que montaron su campamento y empezaron a experimentar con ratas. Fueron desplazando el campamento de un lugar a otro, y al final lo montaron aquí, donde estamos ahora, y lo dejaron permanente. Creo que fue el sucesor del doctor Falk, o sea Wickham, quien le dio el nombre de Little Cambridge.

Y también fue quien desarrolló las pruebas wickham, que están pensadas para evaluar a los nuevos científicos antes de incorporarlos al proyecto. Me pregunto qué resultado obtendría en ellas la doctora Fieldespato.

—Entonces, ¿lo del papel…?

—Ya voy a eso, ten paciencia. —Me remeto el pelo tras las orejas y respiro hondo—. Bueno, pues experimentaron con ratas. Averiguaron cómo añadir a la flor elísea el néctar de otra flor que contrarrestaba su mortalidad y la hacía segura para inyectarla tanto en ratas como en humanos. Nunca he visto la otra flor, pero el tío Paolo me dice que simplemente la llaman «catalizador». Debe de ser rara, porque no la puedo encontrar en ninguna enciclopedia ni base de datos. El caso es que empezaron a inyectársela a las ratas, pero no sucedía nada: las ratas vivían sus vidas normales de ratitas y se morían cuando se hacían viejas. Fin de la historia.

—¿Lo es?

—¿Lo es el qué?

—Que si es el fin de la historia…

—¡Por supuesto que no! —Puede que la mujer sea ingeniera biomédica, pero empiezo a pensar que es un poco corta—. Porque ocurrió algo que nadie se esperaba. Los científicos habían estado inyectando a los retoños de las ratas, y a los retoños de los retoños, con Inmortis, la forma no letal de la flor elísea conseguida con el catalizador, sin llegarse a creer realmente que fuera a salir nada de aquello. Las ratas vivían, las ratas morían, y nunca mostraban señales de nada extraordinario. Hasta que… —Cruzo la habitación, levanto la tapa de la jaula, y cojo al ratón que está dentro—. Hasta que llegó Roosevelt.

Se lo presento a la doctora Fieldespato, esperando que esa doctora en zoología se ponga a chillar. Sin embargo, ella me coge a Roosevelt de la mano y lo arrulla como si fuera un gatito. Un poco sorprendida, pero encantada de que haga tan buenas migas con él, prosigo:

Roosevelt nació en 1904.

Casi se le cae al suelo, y chilla indignada:

—¡Me tomas el pelo!

—Desde luego que no. Roosevelt tiene más de cien años. La mayoría de las ratas no viven más que dos o tres.

La doctora Fieldespato mira a Roosevelt fijamente, y después me mira a mí.

—¿Qué pasó entonces?

He recuperado su atención, y ahora sé que no la voy a perder.

—Bueno: Roosevelt, aquí presente, nos ha proporcionado algunas sorpresas más. Fue el único ratón de su camada, lo cual ya es raro de por sí. Cuando el doctor Falk fue a inyectarle el Inmortis, la aguja de la jeringuilla se partió. Y le pasó lo mismo a la docena de agujas con las que volvió a intentarlo. Sí: la piel de Roosevelt es tan fuerte como la mía. O sea, que es completamente impenetrable. Y lo que es más: Roosevelt es más rápido y más ágil que ningún otro ratón. Ajá —digo, asintiendo con la cabeza cuando la doctora Fieldespato me mira de modo inquisidor—. Sí, yo también. Y lo más importante de todo: pasan tres, cuatro, veinte años, y Roosevelt sigue viviendo tan feliz y saludable como pueda uno esperar que lo sea un ratón. Así que, por supuesto, el doctor Falk realizó docenas de experimentos sobre cientos de ratas y descubrió el secreto.

Hago una pausa, disfrutando del modo en que la doctora Fieldespato se queda colgada de cada una de mis palabras. Al final, añado:

—La cosa consiste en la alteración gradual del genoma humano (o ratonil). Para eso se necesitan cinco generaciones, ni una más ni una menos, de inyecciones periódicas de Inmortis, para que el gen inmortal de la flor sea asimilado por el código genético del ratón o del humano. El doctor Falk volvió a salir al mundo y reunió a treinta y dos de los jóvenes más saludables, atléticos, brillantes y hermosos que podía ofrecerle la sociedad. Los trajo a Little Cam, y fue entonces cuando realmente este lugar cobró su importancia. Empezó a inyectarles la sustancia. Tuvieron hijos, sus hijos tuvieron hijos, y aquellos hijos me tuvieron a mí.

Vuelvo a coger a Roosevelt y le acaricio la suave piel, sintiendo en la palma de la mano los latidos de su corazoncito.

—Y, exactamente como había esperado todo el mundo durante aquellos cien años de investigación, experimentos y cría selectiva, yo… salí inmortal.