Me despierto a la mañana siguiente con el ruido de un trueno.
Por encima de mí, las ramas de los árboles se estremecen por el vendaval, y cada pocos segundos los rayos destellan sobre ellos, como ramas incandescentes de un árbol más grande, celestial. El trueno retumba tan hondo que lo siento en las costillas.
Por un momento, me limito a quedarme en la cama, mirando. Me gustan las tormentas con truenos. Me gusta la fuerza salvaje e impredecible que rompe el aire, que hace temblar la selva, que abrasa los contornos entre la tierra y el cielo. Los rayos llenan mi habitación con sus estallidos de luz, haciendo que mi pálida piel parezca aún más pálida. Fuera, las lianas de los árboles azotan como látigos.
Al cabo de unos minutos, salgo de la cama y entro en el baño bostezando. Mientras me cepillo los dientes, las luces parpadean en el espejo. La tormenta debe de estar interfiriendo en la electricidad, pero no hago caso. Cada tormenta que se desata corta la luz durante unos quince minutos o algo así, antes de que Clarence consiga encender los generadores de seguridad. Hay una linterna en el cajón de los calcetines, por si acaso, pero de fuera entra luz suficiente para que no me haga falta.
Después de ducharme y de vestirme, corro al comedor y cojo una rosca y una banana de la cocina. Aún no llueve pero, a juzgar por la densidad de las nubes, no tardará en hacerlo. Agarro la rosca con los dientes mientras pelo la banana, y me dirijo al gimnasio. Me queda tiempo de hacer unos kilómetros en la cinta ergométrica antes de las clases con el tío Antonio.
El principal cometido del tío Antonio es mi educación. Cambiamos de materia cada día según un currículo que diseña el tío Paolo. Ayer, después de la prueba wickham, hicimos matemáticas (estudiamos combinatoria: fácil). Hoy toca microbiología. Mañana podría ser botánica, o biomedicina, zoología, genética, o cualquiera de los diversos campos representados por los residentes de Little Cam. En realidad, el tío Antonio solo me da clase la mitad del tiempo. El resto de los estudios quedan a cargo de los propios científicos, y el tío Antonio simplemente hace un seguimiento de mi progreso e informa al tío Paolo al final de cada semana.
Cuando llego, no hay nadie en el gimnasio. Al correr, las pisadas de mis deportivas y el zumbido de la cinta retumban en la sala vacía. Intento no pensar en la prueba de ayer. Mi madre me dijo, después de la prueba wickham anterior, que lo mejor es continuar, sencillamente. Obligar a la mente a mirar hacia delante, no hacia atrás.
Y para evitar que la mente se me vaya hacia atrás, repaso mentalmente el programa del día: dos horas con el tío Antonio; almuerzo; cinco horas más de estudio; cena; pintura con el tío Smithy; unos kilómetros más sobre la cinta ergométrica; nadar; leer; dormir.
Es sorprendente que dé abasto a todo, pero si me quedara algo de tiempo libre, el tío Paolo se aseguraría de llenármelo con algo. Dice que la mente es un músculo, que es como cualquier otro músculo, y que dejarlo descansar, sin usarlo, no sirve más que para volverlo flojo y lento. Hay mucho que hacer en Little Cam. Está el gimnasio, la piscina, la biblioteca llena de libros de ciencia y matemáticas, el salón, en el que hay juegos como el ajedrez y el backgammon. Siempre hay algún tipo de experimento interesante que se lleva a cabo en alguno de los laboratorios, y los científicos me dejan entrar, para mirar e incluso ayudar en algo. Está el pequeño zoo de animales que demandan continuamente que alguien les dé de comer, los cepille, les haga hacer ejercicio y les preste atención.
Las luces vuelven a parpadear, y la cinta ergométrica da sacudidas. Anticipándome a lo que está a punto de pasar, bajo la velocidad y después, cuando la electricidad regresa y la cinta recupera su giro firme e incesante, vuelvo a acelerar.
Miro la pantalla de la cinta ergométrica: diecinueve kilómetros. No está mal para media hora, aunque normalmente voy más aprisa. Le doy al stop, y en lugar de esperar a que la cinta deje de pasar, salto sobre la barra y me poso con suavidad en el suelo embaldosado. Me limpio las gotitas de sudor que tengo en la frente y me dirijo a la salida. La lluvia empieza a caer mientras corro hacia mi habitación, pero entro por la puerta antes de que se me moje la ropa.
Mientras espero al tío Antonio, empiezo a quitar las hojas secas de mi estante de orquídeas, junto a la ventana. Tengo diez especies distintas, todas ellas cultivadas especialmente para mí por el tío Paolo, al que le gusta dedicarse a la botánica durante su tiempo libre. Una de las plantas, a la que ha llamado Epidendrum aureus, está modificada genéticamente para que sea la única de su especie.
«Completamente única, igual que tú», me dijo cuando me la dio, hace tres años. «¿Te das cuenta? La he diseñado especialmente para que tenga esas motas doradas. Casi se parece a la flor elísea».
Ese es el tío Paolo que mejor conozco. El científico distante que mete pajarillos en jaulas eléctricas es solo un lado extraño del tío Paolo, que admiro por su frío razonamiento y su objetividad, pero me alegro de que no sea siempre así.
Allí fuera, las nubes están empezando a abrir claros, y los truenos ya no hacen temblar el cristal que me rodea. La tormenta ha terminado. Unos finos hilos de luz solar penetran entre los árboles, como si les diera vergüenza haber estado ausentes tanto tiempo.
Es la hora de empezar las clases con el tío Antonio. Rápidamente, tras rociar las orquídeas con un preparado de potasio, calcio y nitrógeno diluidos, agarro mi bolsa con los libros de texto y me encamino hacia el salón, retorciéndome el pelo para atarlo en una cola de caballo sin dejar de andar. Mi cabello es suave, como agua en las manos. Tengo el pelo oscuro y liso de mi madre, aunque ella se lo deja corto. Me paro en la cocina y me agarro a la moldura que rodea la puerta. Entro dejando balancear el cuerpo. Mi madre está sentada a la mesa de la cocina, haciendo sumas.
—Voy a la clase del tío Antonio.
Mi madre levanta la mirada. Hay un breve instante en que la ira asoma por su rostro, antes de que sus rasgos se suavicen y retomen su habitual serenidad. No hago caso de ese asomo de ira: le pasa lo mismo cada vez que la interrumpo.
—No te olvides de que esta tarde tienes la resonancia mensual con Paolo.
Ladeo la cabeza y frunzo el ceño, mirándola:
—¿Olvidar? ¿Yo? —Ella, o el tío Antonio, podrían olvidarse, pero yo no. Yo nunca.
—Sí —dice ella, examinándome de la cabeza a los pies—. Es verdad: eres perfecta.
Mientras le hago un gesto con la mano y me dirijo a la puerta principal, siento una repentina frialdad en el puente de la nariz, justo entre los ojos. De todas las personas que hay en Little Cam, mi madre es la única que no sonríe cuando dice esa frase.
Más tarde, después de las clases y de la resonancia magnética (que no mostró nada nuevo), me encuentro sentada en nuestro pequeño zoo, cepillando a Alai, cuando suenan las alarmas. Alai es un jaguar de noventa kilos que, cuando no era más que un cachorro, me regaló el tío Paolo por mi noveno cumpleaños. Odia a todos los residentes de Little Cam salvo a mí, al tío Antonio y al cocinero Jacques, que le lleva galletitas todas las mañanas. (Alai se muere por las galletitas).
Las alarmas suenan en dos breves estruendos. Detrás de mí, los monos empiezan a chillar en respuesta. Les gusta creerse que son los reyes del zoo, pero ni muchísimo menos.
—¡Vamos, idiotas, callaos! —les digo levantándome del suelo y volviéndome para amenazarlos con el cepillo de Alai.
Gruñón, que es un enorme mono aullador de color naranja, me mira directamente y suelta un quejido realmente repelente. Los monos aulladores me asustaban cuando era pequeña, pero ahora me limito a mirarlos poniendo los ojos en blanco.
—¡Vamos, Alai! —le digo, dirigiéndome a la puerta. Nuestro pequeño zoo es un edificio de cemento largo y bajo con suelo de tierra y anchos ventanales en cada jaula. La mayoría de los animales están allí para ser utilizados en experimentos, lo que implica que tenemos varios residentes inmortales, pero a Alai no se le puede usar para ninguna prueba: es completamente mío.
Tras cerrar la pesada puerta de metal, empiezo a correr. Alai trota siguiendo mis pasos, y sus enormes patas resultan casi inaudibles en el camino. Tengo que rodear la mayor parte de Little Cam antes de llegar por fin a la cancela. El corazón me late a toda velocidad, no a causa de la carrera sino de la emoción, porque la doble alarma significa que ha llegado el camión de las provisiones.
Las provisiones solo llegan una vez cada varios meses, así que cuando llegan siempre es una ocasión especial. El tío Timothy, que es un hombre enorme y musculoso de piel tan oscura como la obsidiana, es el encargado de llevar a cabo el azaroso viaje a través de la selva hasta el Little Mississip, el río más próximo a Little Cam. No sé qué hay después del Little Mississip, pero tiene que ser un largo trayecto, ya que cada viaje le lleva casi dos meses. Una vez le pedí al tío Paolo que me enseñara un mapa de la ruta del tío Timothy, pero me respondió que no volviera a pedirle eso nunca más ni a él ni a nadie.
La cancela es el único paso para entrar o salir de nuestro complejo, y ahora se está abriendo sobre unas vías para dejar entrar a los camiones. Los camiones son tres, son enormes, braman enojados, tienen cubiertas de lona y ruedas llenas de barro. Entre eructos y traqueteos, los camiones acceden al ancho camino de tierra que llega delante del comedor, y se detienen con sendas sacudidas. El tío Timothy baja de un salto del camión que va delante. La cabeza calva le brilla de sudor. Lleva un pañuelo atado en torno a la boca y la nariz, y cuando llego yo corriendo, se lo quita y sonríe. Tiene los dientes más blancos que he visto nunca.
—¡Eh, señorita! ¡Ven a darle un abrazo al tío Timothy, vamos! —Extiende los brazos, pero yo arrugo la nariz y me hago a un lado: el tío Timothy huele igual que Gruñón.
—¡Qué asco! ¿Qué has traído? ¿Adónde fuiste? —Voy corriendo a la parte de atrás de su camión, y me subo al alto parachoques para echar un vistazo al interior—. ¿Has comerciado con nativos? —Desde la primera vez que oí hablar de los habitantes de la selva, a los que el tío Timothy llama nativos, me he sentido fascinada por la posibilidad de ver alguno. Aún no he tenido ocasión, ya que es él quien va a los pueblos cuando tiene que comprar fruta fresca. A menudo va con él algún científico para preguntar a los nativos cómo usan ciertas plantas que tienen propiedades medicinales.
—¡Baja de ahí, Pia! —grita mi madre.
Ella y toda una multitud de gente se están reuniendo en torno a los camiones, y todo el mundo está emocionado, ya que los días en que llegan las provisiones disfrutamos nuestro único contacto con el mundo exterior.
Miro con ansia las cajas, preguntándome qué contendrán. Empiezo a alargar la mano hacia algo que tiene puesta la palabra Bolos, con una foto de un arco iris y algo que parecen caramelos, cuando de repente alguien sale de detrás de la caja. Asustada, doy un salto atrás, y me quedo en el suelo, al lado de Alai.
Es una mujer. Tiene los ojos entreabiertos y bosteza como si acabara de despertar. Por lo arrugada que está su ropa, sospecho que, efectivamente, se acaba de despertar.
—Hola —dice ella con sonrisa de somnolienta—. ¿O sea que esto es Little Cam?
Su acento es muy cortado, y no se parece a ningún otro que yo conozca. Su pelo es increíblemente anaranjado, como el de un mono aullador, y se le encrespa en todas direcciones.
—Sí, esto es Little Cam —respondo con cautela—. ¿Quién es usted?
—¡Doctora Fields…! —dice una voz, y yo me vuelvo para ver al tío Paolo, que se acerca a nosotras a grandes zancadas—. ¡Bienvenida! ¡Es un placer conocerla! —La ayuda a bajar. Es muy alta y delgada, y tiene la blanca blusa manchada de puntitos marrones.
Supongo que ha visto cómo la miraba, porque se ríe y tira de la blusa:
—Café —explica—. Debo de haberme bebido cinco litros en Manaos, y medio litro más en el Little Mississip. ¡Vaya nombre para un río! ¿Qué yanqui se lo pondría?
De repente, todo el mundo se queda callado.
—¿Dónde está Manaos? —pregunto.
Ella me mira con una sonrisa rara.
—¿Qué quieres decir? ¡En esta selva, hay que pasar por Manaos para ir a cualquier sitio!
—Doctora Fields —la interrumpe el tío Paolo—, estoy seguro de que estará agotada. Pase dentro, le daremos algo de comer y le enseñaremos su habitación.
—Eso suena maravilloso. ¡Vaya, esperen un segundito…!
Se sube a la caja del camión, se inclina sobre las puertas de atrás y revuelve en busca de algo. Me doy cuenta de que el tío Paolo, el tío Antonio y algunos otros tíos míos se fijan en cómo menea el trasero mientras rebusca. Yo pongo mala cara, sin saber a qué atenerme con aquella doctora Fields. Nadie me había dicho que fuera a venir.
—¡Ah, ya lo tengo! —Levanta una gran cantimplora de metal, como si se tratara de un remedio contra el cáncer que acabara de descubrir—. ¡Mi café!
—Estupendo, estupendo —dice el tío Paolo. Le ofrece la mano para ayudarla a bajar, pero ella no la acepta, y desciende dando un salto torpe. Por poco se rompe el tobillo al caer a tierra.
—¡Vaya! —chilla—. ¡Soy una patosa! ¡Vaya lo que tenemos aquí, un jaguar! ¡Hola, guapísimo!
Se agacha y le lanza a Alai un beso sonoro. Espero que él gruña e intente morder como hace con el resto de la gente, pero, por el contrario, se va hacia ella caminando suavemente y se pone a ronronear cuando la doctora Fields le acaricia las orejas. Al final, decide que está lista para cenar y para tomar algo de café caliente y, sin dejar de darle a la lengua durante todo el camino, se coloca al frente de un grupo de hombres para entrar en el comedor. Todos se empujan unos a otros para ofrecerle la mano y presentarse. Se meten dentro, y dejan muy reducida la multitud que rodea los camiones. Alai se frota contra mi pierna sin dejar de ronronear.
—Traidor —le digo entre dientes.
Con un bostezo, Alai se echa al suelo y empieza a lamerse las patas.
—¡Menuda tonta! —le digo al tío Antonio—. ¿Quién la habrá invitado?
—¿Por qué dices eso, Tamia? Parece maja. —Mira hacia el comedor como si le apeteciera entrar, y yo lanzo un suspiro. Al menos él no se ha sumado al comité de bienvenida. Sin embargo, para frustrar el alivio que eso me hace sentir, añade—: Será mejor que vaya a ver si necesita ayuda con el equipaje. —Y se marcha.
—¿¡Qué pasa con las provisiones!? —exclamo—. ¿Quién va a descargar esto, yo? —Señalo con un dedo a los camiones, pero el tío Antonio no me hace caso. El tío Timothy se acerca y me da una palmada en el hombro, riéndose.
—Parece que nuestra nueva pelirroja necesita muchísima ayuda con el equipaje, ¿verdad, Pia? Está como una cabra, y habla tanto que saldrían corriendo hasta los perezosos.
—¿Quién es?
—Es la doctora Harriet Fields, ingeniera biomédica. Creo que viene para sustituir a Smithers.
—¿El tío Smithy se va? —Aquel científico anciano de pelo blanco lleva en Little Cam más tiempo que nadie. Hay quien dice que ya estaba aquí cuando ocurrió el Accidente, hace treinta años. Además de ingeniero biomédico, es pintor, y siempre tiene a mano un pincel.
—Eso he oído —dice el tío Timothy encogiéndose de hombros—. Vamos a ver, ¿me has dicho que no te importa descargarlo tú todo? Me parece estupendo, yo estoy muy cansado.
No muerdo el anzuelo. Estoy demasiado inquieta por la presencia de aquella nueva ingeniera biomédica. Hace años que no viene nadie nuevo a Little Cam. El último fue Clarence, el electricista, cuando yo tenía ocho años.
Decidiendo que ya me he cansado de hablar de la doctora Harriet Fields o, como he decidido llamarla para mis adentros, la doctora Fieldespato, le pregunto al tío Timothy si me ha traído el vestido.
—¿Vestido…? ¿Qué vestido?
Le doy una fuerte palmada en el enorme brazo. El tío Timothy es duro como el acero, pero hace el payaso fingiendo que le duele mucho el golpe y frotándose el brazo:
—¡Ah, te refieres a tu vestido…!
Tengo que esperar a que los hombres descarguen los camiones, lo metan todo en el almacén, y empiecen a abrir cajas antes de que lo encontremos. Es entre azul y verde oscuro, y la parte del cuerpo está tachonada con cristalitos diminutos.
—¡Ah…! —musito al verlo. Mi madre se acerca, lo coge y me lo coloca delante, con la cara inusitadamente alegre.
—¡Precioso! —dice—. Seda y chiffon… y hace juego con tus ojos. ¡Me tienes sorprendida, Timothy! Pensé que, haciendo tú la compra, te presentarías con alguna especie de toga estampada con manchas de jaguar, o algo parecido.
—¡Mamá! —digo casi sin voz, y me inclino para taparle los oídos a Alai—. ¡Lo has ofendido!
—No lo elegí yo —repuso el tío Timothy—. Le pedí a la doctora Fields que lo comprara. ¿Un hombre macho como yo entrando en una tienda a buscar un vestido de fiesta…? ¡Hasta ahí podíamos llegar!
—Venga, póntelo —me apremia mi madre.
—No, es para mi fiesta. No me lo pondré hasta el día de mi cumpleaños. —Faltan dos semanas y apenas puedo aguantar la impaciencia. Desde que oí hablar de las fiestas, he implorado durante meses para tener una de verdad. Al final todo el mundo se ha mostrado de acuerdo, aunque la mayoría a regañadientes. Los esmóquines escasean en medio de la selva tropical. Afortunadamente, el tío Timothy ya tenía prevista una escapada para comprar víveres, así que se decidió que una de las cajas del almacén tendría que llenarse con ropa de fiesta. El tío Paolo sigue rezongando sobre el coste y los inconvenientes de todo ello, pero no muy en serio, pues si de verdad le pareciera mal, no habría dado el consentimiento.
—Toma —dice el tío Timothy ofreciéndome una bolsita de algo que se llama Skittles. Está abierta, y faltan unos cuantos—. Prueba.
Espero que sea chocolate, ya que se parecen a los M&Ms que el tío Timothy me trajo la última vez, pero en vez de chocolate, me saben a fruta.
—¡Qué ricos!
Me meto en la boca la mitad de la bolsa, y decido que quiero que en mi fiesta haya Skittles en vez de tarta de cumpleaños. Mi madre se va para ayudar en el inventario de una caja de jeringuillas y otro material médico, y yo sigo al tío Timothy mientras supervisa la apertura de las cajas.
—Tío Timothy —le pregunto, tratando de aparentar indiferencia—, ¿cómo es Manaos?
Me está dando la espalda, pero veo cómo se le tensan los músculos de los hombros. Cuando se da la vuelta, pongo mi cara más decidida.
—¿Y bien…? ¿Es cierto que en esta selva hay que pasar por Manaos para ir a cualquier sitio?
Mira a su alrededor para comprobar que nadie ha oído mi pregunta. Se inclina hasta colocar su rostro moreno a unos centímetros de distancia del mío.
—No me hagas ese tipo de preguntas, Pia. Ya sabes que va en contra de las normas. ¿Quieres meterme en problemas?
Frunzo el ceño. A mi lado, a Alai se le erizan ligeramente los pelos del lomo.
—Nadie se enterará de que me lo has contado. ¡Vamos, tío Timothy! Lo sé todo sobre protozoos y mitocondrias, y te puedo decir el género y la especie de todos los animales que tenemos en el zoo, ¡pero lo que yo quiero conocer es mi propia selva!
—No, Pia.
Se da la vuelta y se aleja, fingiendo que se afana en colocar algunas cajas de las que hay por allí. Yo lo observo durante un rato, pero ya ni siquiera me interesa la posibilidad de que aparezcan más Skittles de aquellos. El gran día de la llegada de las provisiones se ha estropeado. Salgo del almacén acompañada por Alai, enfadada con el tío Timothy, enfadada con mi madre, enfadada con el tío Antonio y enfadada con la doctora Fieldespato por haber mencionado Manaos.
¡Las normas! Estúpidas normas puestas hace más de treinta años. Una lista de esas normas cuelga en el salón, enorme, para que nadie pueda olvidarlas: no se permiten libros, ni revistas, ni películas del exterior, a menos que sean libros científicos, y hasta esos los tiene que revisar el tío Paolo. Yo tengo libros de biología llenos de tachaduras en negro que tapan párrafos y rostros de las fotos. La música que oigamos tiene que ser solo instrumental, sin letra. Nadie puede hablar sobre el mundo exterior. Nada de mapas, ni radios, ni fotografías. Cualquier cosa que el tío Paolo, como director de Little Cam, considere que puede ser una influencia corruptora, la cogen y la guardan bien escondida en algún sitio, seguramente en la habitación del tío Timothy, hasta que su dueño se jubila. Eso si no la destruyen.
Pero sé por qué existen las normas.
En dos palabras: el Accidente.