20.

En cuanto llegó a casa, Anna se escabulló en el baño sin saludar siquiera a su madre. Fue derecha a sentarse en el váter, se quitó la parte de abajo del bikini y empezó a inspeccionarla con atención. En efecto, algunos restos quedaban.

Se encarnizó en el lavabo con el jabón, contra la mancha que nadie debía descubrir. Y en cierto modo le daba pena verla diluirse. Pero atención: sólo se diluía, no desaparecía. Y ella no tenía ningunas ganas de pasarse allí media hora enjabonando. Arrebujó las bragas y las escondió debajo de la cama.

Cuando apareció en la cocina, era evidente que había algo nuevo en ella. Sandra, de haber sido cualquier otro día, probablemente se habría dado cuenta. Habría sumado el follón del baño, las bragas desaparecidas, los rumores que corrían sobre ese chico que había vuelto de Rusia y la actitud agresiva y sonriente de su hija. Habría echado sus cuentas, en cualquier otro momento.

Ahora estaba sentada en el sillón, con la cabeza hundida en el periódico Liberazione. Pero no leía. Cuando oyó los pasos descalzos de Anna acercarse, levantó la cabeza y cerró el periódico. Vio un metro de arena mezclada con otras guarrerías en el suelo recién barrido.

—¿Cuántas veces te he dicho que te laves los pies?

Anna cogió un melocotón de la cesta de la fruta y le dio un mordisco.

—Eres un desastre —dijo Sandra, meneando la cabeza—. ¿Te lo comes con la piel y todo?

—Es que la pelusilla —contestó Anna, masticando— ¡está muy rica!

Escupió el hueso directamente en el desagüe del fregadero. Sandra se levantó del sillón visiblemente alterada: ¿qué maneras eran ésas, es eso lo que te he enseñado? Pero antes de que pudiera decir nada, Anna, mirándola fijamente, dijo:

Tu marido, ¿cuándo vuelve?

La había cogido desprevenida, la muy listilla. Con la clásica carita que hacía que Sandra perdiera los nervios.

—No sé cuándo vuelve tu padre —y arrojó el periódico al suelo—. Llamó ayer, farfullando no sé qué… Dijo que te diéramos recuerdos y que no te perdiéramos de vista.

Se esforzó por reír.

—Desde luego que no me perdéis de vista…

Sandra cogió la escoba y empezó a recoger la arena del suelo. Anna la miraba absorta.

—Pero ¿está bien?

Su madre se afanaba con la escoba en los rincones y debajo de los muebles.

—Que si está bien… ¡Y qué sé yo! Está vivo —silbó—, tiene sus negocios, el señor, tiene sus obras de arte… Claro que sí. ¡Es un hombre muy ocupado, cómo no! ¡Es que ni quiero saber a qué se dedica, no quiero saberlo! De todas formas, dice que vuelve mañana.

Anna, ante la palabra mañana, sintió una suerte de alegría repentina que procuró ocultar.

Sandra, en cambio, soltó allí mismo la escoba, vació una balda y un cajón, buscando los cigarrillos.

—Yo no me creo eso de que va a volver… Con la vida que se pega, ¿qué te crees? Le han visto en San Vincenzo, me lo han contado… —se detuvo de repente, no estaba bien decirle esas cosas a su hija—. Espero que vuelva —intentó corregir el tiro—, espero que vuelva porque si no… —pero sin conseguirlo—. ¡Tu hermano es un cretino, eso es lo que pasa! ¡Se ha ido a pagar el anticipo para el Golf, ha pedido un crédito para el coche! ¿Por qué tengo que ser siempre yo la que me parta el culo? ¡Un poco de cerebro, por Dios, vamos, digo yo!

Anna, todas las veces que oía hablar de esos problemas de dinero, experimentaba una sensación de hastío, de mortificación casi. No tenía ganas de entristecerse precisamente hoy, pero se entristecía de todas formas. Esperemos que llegue de verdad mañana para la comida…

Hizo ademán de irse a su habitación. Sentía necesidad de razonar, de pensar, no sabía exactamente aún en qué: si en Mattia, en las bragas arrebujadas o en su padre que desde hacía un mes se limitaba a telefonear a casa. Estaba a punto de irse y cerrar la puerta cuando Sandra le dijo:

—Espera, tengo que hablar contigo.

Anna, alarmada, se volvió a mirar a su madre a los ojos. Le había entrado un miedo repentino ahora, completamente irracional, a ser descubierta: las bragas y todo lo demás.

—Hoy ha venido la madre de Francesca…

Anna se quedó de piedra.

—Tengo que contarte varias cosas. Siéntate.

Se sentó mecánicamente, con el corazón a mil por hora.

—No sé si Francesca te ha hablado, te ha contado… —expulsó aire con fuerza— de su padre.

A Anna se le puso una cara blanca, como diciendo, sí, continúa.

—En todo caso, Enrico se ha enterado de que fuisteis a la fiesta y le ha pegado una paliza a Francesca. Le ha roto la nariz. Parece que es la enésima vez, que es una especie de costumbre para ese cerdo…

Las manos de Anna empezaron a toquetear el borde de la mesa.

—Rosa quiere denunciarlo. Estoy completamente de acuerdo. Estoy dispuesta a acompañarla, a testificar, a lo que sea.

Sandra levantaba la voz, frente a las injusticias. Tendría que discutirlo en el partido, plantear el problema de la violencia contra las mujeres. No la de los rumanos por las calles sino esas otras pesadillas de ahí, las del piso de abajo. Se calmó.

—Rosa quiere que Francesca se quede con nosotros en casa durante una temporada… Tiene miedo, es comprensible. Cree que, después de la denuncia, Enrico podría hacer alguna locura. Yo la entiendo —se encendió un cigarrillo por fin y aspiró con fuerza la nicotina—. Esta mañana ha tenido que llevar a Francesca a urgencias.

No hubo necesidad de que añadiera nada más.

Anna se puso de pie. Las manos, los ojos, los labios le temblaban de rabia. Una gigantesca sensación de culpa. El rostro incrédulo, palidísimo, una vorágine en lugar del pecho. Miró a su madre por un instante. Se daba asco. Corrió de un salto hacia la puerta, la abrió sin volver a cerrarla. Se lanzó escaleras abajo todo lo rápido que podía.

¡So cabrona! Se lo repetía continuamente. Saltaba los escalones de dos en dos. Hubiera querido darse de bofetadas, caerse y golpearse la cabeza. ¿Cómo cojones había podido dejarla sola? Hacer como que no la veía durante una semana… Sólo porque le ponía mala cara, sólo porque se había hecho amiga de Lisa.

Y además, había hecho eso con Mattia, lo había llevado a ese sitio… ¡La había traicionado, lo había traicionado todo! Y ahora Francesca estaba llena de moratones. El monstruo le había dado una paliza. Anna estaba convencida de que era la única que podía salvarla. La única que sabía, y tenía el poder… ¿de qué? Hubiera querido desplomarse por el suelo, sentir un dolor físico inmenso que superara el que le mordía los pulmones, el estómago, el corazón.

Se precipitó escaleras abajo descalza, estaba sucia de arena, tenía los ojos llenos de rabia, llenos de desesperación y juraba, lo juraba mil veces: al diablo Mattia, renuncio a él, renuncio a todo… Pero ahora tengo que abrazar a Francesca, ahora ya nadie debe hacerle daño.

Se detuvo delante de su puerta. Una puerta oscura y cerrada, siempre, más allá de cuyo umbral no se podía pasar. Me importa un bledo, yo ahora entro. Y mantuvo el dedo índice apretando largo rato el timbre. Me importa un bledo, tenéis que abrirme. Y nadie acudía a abrirle. Mierda puta. Y se ensañaba. Una, dos, diez veces contra aquel timbre de mierda, contra el infierno en el que estaba encerrada su Francesca y que ahora mismo se tenía que terminar.

Basta. Francesca se iba a venir a vivir con ella ahora mismo. Como una auténtica hermana, como es justo que sea. Dormiría en la cama con ella. Se abrazarían. Desayunarían juntas cada mañana, irían a clase en el ciclomotor. Y ella iría a esperarla a la salida, delante de la verja del IPS.

Me importa un bledo, gritó dentro de sí misma, con el dedo pegado al timbre. Yo no lo suelto, yo no me muevo de aquí hasta que no la vea. Y se viene conmigo. Y ese monstruo no volverá a verla. Irá a la cárcel y se pudrirá allí. Lo meterán en la cárcel, a enmohecerse, a convertirse en el moho que es. Lo mato si no vienen a abrirme.

Oyó unos pasos. El ruido de la cerradura. Y la puerta se abrió, justo lo imprescindible para poder verse la cara.

Dos ojos relucían en la penumbra, con una luz oscura y fría.

No eran los ojos de Francesca, no eran los ojos de Rosa.

Enrico la miraba fijamente sin pronunciar palabra.

Era un gigante. Una cara congestionada de carne roja, muda y enorme.

Anna osciló apenas, al dar un paso atrás. Con un esfuerzo enorme, fue capaz de decir, balbuceando en voz baja:

—Quería ver a Francesca…

El hombre no parpadeó. Tal vez percibiera el terror de la chiquilla que tenía delante. Tal vez no. Parecía un gran envoltorio vacío, un cuerpo pesado, un arma de fuego. Parecía no experimentar sentimiento alguno, pensamiento alguno. Parecía incapaz de hablar.

—Francesca no está —dijo—. Francesca no va a volver a salir con malas compañías.

Cerró la puerta.

Anna se llevó una mano a la boca. Para no gritar, para no sollozar, para contener la furia y el miedo que sentía. Se dio la vuelta y se alejó de allí, bajando a la carrera los tres tramos de escalera que le quedaban.

Cuando salió al patio, eran las seis de la tarde. Aún había luz. Se echó a llorar desesperada. Se le acercaron, le preguntaron qué le pasaba. Anna sollozaba como si se le hubiera muerto alguien, lanzaba débiles puñetazos contra Sonia y Maria, que intentaban calmarla.

Pero Anna no se calmaba, se revolvía y sollozaba con fuerza. Y así siguió durante más de diez minutos. Después empujó a las demás y fue a tumbarse sobre el banco, aquel en el que habían escrito sus nombres con el rotulador rosa. Lloraba despacio. Lloraba en silencio. El pelo sucio de arena, las algas pegadas a las pantorrillas, el pareo empapado y con manchas. Parecía la pequeña cerillera descalza del cuento de Andersen.

Desde su ventana, desde detrás de los visillos, Francesca la veía llorar y lloraba.

Había oído cuando Anna había llamado a la puerta. Había oído a su padre que iba a abrirla.

Y su madre hacía punto en el salón. Y ella permanecía encerrada en su habitación. Francesca estaba llena de moratones. La nariz seguía doliéndole. Había sentido una punzada tremenda cuando reconoció la voz de Anna.

Pero, ahora, mientras la espiaba desde detrás de los visillos, no lloraba por su padre, por los hematomas o por los golpes. Lloraba porque todo era culpa de Anna.