39.

La isla flotaba en medio del agua como una galleta.

Anna la miraba asomada al balcón, con los codos apoyados en la barandilla.

Había un grupillo de niños, abajo, en la calle, que jugaban con una pelota nueva. Una manzana más allá, chirriando, se levantaba el cierre metálico del colmado.

Anna miraba, recién levantada, en pijama. Con los pies descalzos sobre las baldosas frías, se restregaba los ojos. La isla de Elba estaba tan cerca ahora, en el aire terso. Los pueblecitos recogidos en la ensenada, y los acantilados a plomo sobre el mar, las embarcaciones que navegaban a vela a su alrededor.

Aquí, Stalingrado inundada de luz empezaba a despertarse. Desde una ventana del número ocho, el volumen al máximo de un televisor hablaba de guerras en Afganistán y en Oriente Medio. Tintineos de tazas y platos en la terraza de al lado. Anna siguió con la mirada la parábola del balón que rozaba un alféizar y caía después en medio de un matorral de agaves.

Cuanto abarcaba desde Via Nenni a Via Togliatti era todo su mundo. Vio a los niños correr juntos, todos a la vez, para recuperar el balón.

—Nooo —se oyó gritar un instante después—, ¡se ha pinchado!

Dentro de poco, esas calles y esos patios se llenarían hasta los topes de adolescentes con toallas a hombros y ciclomotores con dos personas encima sin casco, mujeres con las bolsas de la compra o coches con las ventanillas bajadas. Se oía una canción de Laura Pausini que venía de algún sitio, tal vez de la furgoneta de la fruta que pasaba en ese momento.

Era necesario hacer las paces. Realmente se necesitaba, porque no cabía otra solución. Carlo Pisacane, los hermanos Rosselli, Carlos Marx tenían las persianas subidas ahora, y sacudían las alfombras en las ventanas, correrías de chiquillos atareados en gastar bromas con los telefonillos.

Anna vio el camión de la basura parar delante de los contenedores, a dos magrebíes bajar con sus monos fluorescentes anaranjados. La realidad es exigente. La realidad acaba ganando, hagas lo que hagas o pienses lo que pienses. Los niños habían vuelto a jugar con el balón pinchado.

Ahora Jennifer estaba cruzando la calle con James en brazos. Se sentaba en el banco de la parada del autobús. Anna observaba la escena asomada a la barandilla. Y, a fin de cuentas, no tenía ganas de marcharse. Oía a su madre ajetreada en la cocina, al minúsculo James dando palmadas y gritando con todas sus fuerzas la única palabra que era capaz de decir.

Se la imaginaba. En algún sitio, no importaba dónde. Sentada en la mesita de un bar desayunando, o bajo las sábanas, dormida. En el piso de abajo con el ventilador encendido en la mesilla, y los párpados cerrados. O en un paseo arbolado de Follonica, en equilibrio sobre sus tacones de aguja. No importa.

Cuando jugaban a capturar cangrejos en los escollos, Francesca los cogía con un movimiento fulmíneo y sabía cómo no hacerse daño con las pinzas. Tenían un cubo en común cuando eran niñas: primero metían el agua y la arena, después, al acabar la pesca, lo llevaban a casa lleno de telinas, de babosas, y estaban convencidas de que servían para la pasta.

Eso era lo que le importaba, en ese momento.

Que esos niños jugaran al fútbol en medio de la calle, en medio de los coches, con el balón pinchado. Le importaba que Francesca estuviera aquí, en algún sitio. Presente y viva.

Era una mañana cualquiera. Sandra estaba pasando la fregona. Rosa, un piso más abajo, regaba las plantas. Y Anna seguía quieta, asomada a la terraza de la colmena número siete.

En la carretera provincial Grosseto-Livorno, mientras tanto, un autobús avanzaba chirriante.

Al fondo, acurrucada en la última fila, la única pasajera miraba hacia fuera con la sien apoyada contra la ventanilla.

Había un tractor al borde de la carretera, cargado de fardos de heno. Entre las hileras de sandías y de tomates se entreveían jóvenes de Ghana.

El conductor echó un vistazo por el espejo retrovisor: temía que la pasajera se hubiera quedado dormida. Estaba acurrucada en un asiento con las rodillas pegadas al pecho, absorta en un silencio todo suyo.

Yendo desde Follonica hacia Piombino, la campiña se convertía en paúles y después en zarzales. Arbustos bajos y resecos. Había cadáveres de erizos a lo largo de los guardarraíles.

Francesca miraba el paisaje adormecida. La central eléctrica y la Dalmine-Tenaris destacaban en aquel tramo deshabitado de costa. Entre un cañaveral y otro, entre un pinar y otro de Torre Mozza, Riva Verde, Perelli, interceptaba el mar surcado a esas horas por los pesqueros de regreso. Un crucero se deslizaba lento hacia el centro del mar Tirreno.

Ahora que superaban Gagno y se acercaban a Cotone, Francesca podía distinguir las grúas y las chimeneas. Los grandes brazos de hojalata y la herrumbre de los hornos, los activos y los apagados. Se empezaba ya a hablar de intervención, de desmantelamientos. De transformar la economía local, apuntar hacia el turismo y el sector terciario. Francesca seguía con la mirada la silueta desdentada de la fábrica. Como el Coliseo, como los cascos varados en la playa, también los altos hornos, en el curso de una década, acabarían quedándoselos los gatos.

Tenía mucho sueño. Se restregaba los ojos hinchados, el rostro contra la ventanilla empañada por la condensación. Volvía a casa.

En la desviación hacia el puerto, una hilera de coches en fila avanzaba a paso de hombre. Era la cola para embarcar. Las bicicletas atadas con cuerdas a los techos, las motos de agua, las tablas de windsurf en remolques. Francesca apartó la mirada.

Había tantas cosas, por todas partes. Qué hinchado estaba cada rincón entre las naves, las estaciones de servicio y el campo de fútbol, donde había gente entrenándose y tal vez estuvieran también Nino y Massi.

Permanecía encerrada entre los asientos vacíos, en su cuerpo arrastrado. Los vaqueros desgarrados en las rodillas, las zapatillas de tenis y una camiseta ancha. Daba tumbos a ratos, en el Menarini naranja de los años ochenta. Tenía a su lado una mochilita con las cosas del Gilda: el neceser de maquillaje, los tangas, los vestidos cortos de lentejuelas que dejan la espalda al descubierto.

Las cosas indiferentes, arrebujadas, que había que meter en la lavadora, devolverlas a casa, al piso de la tercera planta donde papá y mamá se pasaban los días en el sofá, con la pastilla disuelta en un vaso.

La ciudad emergía con su control de chimeneas y antenas parabólicas.

Si el tiempo pudiera deslizarse inadvertido en el interior de las habitaciones, por debajo de las puertas. Si todas las cosas pudieran acabar con esa posición, la cabeza encogida en un sillón, las manos en el regazo, olvidadas de cuanto han hecho, sin huellas, como si nunca hubieran cimentado una casa, ni plasmado raíles, ni recorrido cuerpos, ni marcado en profundidad a los hijos.

Francesca bostezaba, desempañaba la ventanilla con la manga de la camiseta. Sus largos cabellos rubios recogidos en la nuca, el esmalte rojo descascarillado en las uñas. No tenía ningún espectador, ahora. Excepto el conductor, que de vez en cuando la miraba reflejada en el espejo y se preguntaba qué estaría haciendo, ese cruce de niña y mujer, perdido en un autobús vacío a esas horas de la mañana.

Sólo la tenía a ella en el mundo. Podía ir a donde quisiera, de Milán a Palermo, podía gritar y rebelarse, montar follón o hacer como si no pasara nada. No había resultado fácil espiarla desde detrás de un ciprés en el cementerio obrero, el que está cerca del matadero. No había resultado fácil agazaparse en el sótano, una vez que la oyó salir. Por más que huyera, por mucho que no volviera nunca más a la pequeña Stalingrado: el lugar donde habían nacido. Y no había ningún otro lugar.

El autobús se detuvo en el semáforo, delante del concesionario Piaggio. Cuando se puso verde giró hacia Salivoli.

Francesca se levantó, apretó la señal de parada. Miró el paseo marítimo Marconi deslizarse por la ventanilla, el seto de adelfas rosas, la cabina telefónica destrozada a garrotazos. La luz se reflejaba sin piedad en su rostro ajado. La calle se desplegaba cuesta abajo en dos pronunciadas curvas antes de llegar a Stalingrado, al borde del promontorio.

Bajó del autobús.

Se detuvo un momento en la marquesina, aturdida por la luz y por el viaje. Vio a un grupo de niños que jugaban al fútbol en medio de la calle con un balón pinchado. Vio a Jennifer que montaba en el autobús con el niño en brazos, y a James que se reía con su único dientecito. Repetía fuerte, dando palmadas, la primera palabra que dicen todos los niños. Los barrenderos montaban en el camión de la basura, que se alejaba.

Levantó la mirada. Asomada al balcón del cuarto piso, vio a Anna.

Le pasaron por delante dos coches, le pasó por delante una bicicleta, antes de que pudiera cruzar la calle. Antes de que pudiera darse cuenta.

Anna estaba apoyada en la barandilla de la terraza, límpida como una sábana tendida. Era la única figura en la pared gris y desconchada. Era pequeña y rizosa.

Se miraron durante un largo instante. En la luz temprana de la mañana, en los gritos de los niños que daban patadas al balón. Y el balón rebotaba en los muros, iba a parar al banco de la parada y uno se caía y se despellejaba una rodilla, y otro le daba un empujón al de más allá, y era tan real que Anna estuviera asomada, como una novia que espera, mientras ella está volviendo a casa.

Fue un instante. A Francesca le pareció que Anna, al reconocerla, le había sonreído. Entonces le hizo un gesto con la mano. Levantar el brazo, decir hola: le salió espontáneo. Y lo que sucedió fue que Anna le contestó con el mismo gesto. Sucedió a esa hora, así, de buenas a primeras.

Francesca cruzó la calle y el patio. Sin darse cuenta, estaba corriendo. Tenía prisa, ahora. De entrar en su habitación, de arrojarse a la cama y retener en su cuerpo aquel momento. Era un día cualquiera. No importa la fecha. No había ocurrido nada, entraba en la sucesión de las cosas: bajar del autobús, ver a Anna, saludarla…

Entretanto, corría. Corría para mantener a raya su desazón. Sólo se habían mirado y saludado de un extremo a otro de Via Stalingrado. Había un grupo de mocosos que tocaban las pelotas: era habitual que los chiquillos llamaran al telefonillo y huyeran después.

Francesca subía las escaleras de dos en dos.

En el rellano del tercer piso, cuando encontró entre la ropa sucia el manojo de llaves de su casa, se detuvo de repente. Tenía ya una mano en el picaporte, notaba el crepitar ausente del televisor detrás de la puerta.

No era un gran esfuerzo. Un tramo de escaleras está compuesto por treinta y cinco escalones. Un año, por trescientos sesenta y cinco días. No son números enormes.

Francesca se acercó de puntillas a la barandilla, miró hacia arriba por el hueco de las escaleras. Alguien estaba gritando «¡Zorra!» a alguien. Se oyó un bofetón seco, e inmediatamente después un niño rompía a llorar. Francesca contuvo la respiración. Un maullido. El roce de una escoba en el suelo.

Las cosas que permanecen idénticas. La espuma blanca del mar, la espuma en las arterias, y era tan limpio y exacto pensarlo. No hacía falta mucho.

Subió el tramo de escaleras hasta el cuarto piso. Se aproximó a la puerta, vio el timbre y la pegatina con Sorrentino en cursiva. Tocó el timbre. Era real, aquel sonido. Era real el felpudo de mimbre sobre el que se apoyaban sus pies, y donde estaba escrito: WELCOME.

Anna se quedó en suspenso en la cocina. Fue sólo un momento de extravío, un instante lleno de estupor y miedo en el que ella y su madre se miraron a los ojos. Sandra estaba poniendo la mesa para desayunar. Se quedó así, con una tacita en la mano y el azucarero en la otra.

El sol iluminaba la habitación con luz blanca, y la habitación estaba fragante de galletas y leche caliente. En un rincón en sombra del salón, Arturo estaba sentado, mudo, en bata. Hojeaba absorto La Repubblica, llevaba un mes sin hablar.

El timbre sonó por segunda vez.

—Es France —dijo Anna.

Esa palabra se le había quedado atragantada en la garganta durante mucho tiempo, y ahora se asomaba a sus labios con una especie de sonrisa incrédula. Porque sólo podía ser ella, y ella no esperaba a ninguna otra persona.

Anna cruzó el pasillo descalza, como todos los días. Descorrió el pestillo. Abrió la puerta.

No fue sencillo. Nada, ningún rasgo de su rostro era sencillo.

Sus pecas asimétricas en la nariz, sus ojos jaspeados de amarillo. Mirarlos, encontrarlos arañados, desde luego, pero presentes. Y los hoyuelos de las mejillas, los cabellos suaves como huevos montados a punto de nieve y ahora ligeramente despeinados. El rostro pálido y astillado.

Somos de la misma altura. Fue el primer pensamiento de ambas.

Somos de la misma altura y tenemos el pelo casi igual de largo.

Mientras Francesca entraba, oscilando apenas en el umbral de la puerta, se rozaron con los brazos y la ropa.

Anna cerró la puerta. Se volvió a mirarla, cómo cruzaba el pasillo tímida y, sin embargo, con ímpetu. El perfil de la espalda, un atisbo de columna vertebral a través del algodón de la camiseta.

Se asomaron a la cocina, con las caritas asustadas de los escolares pillados in fraganti por la maestra. Sandra había dejado la tacita y el azucarero en la mesa. Las miraba con los ojos muy abiertos.

Se le había encanecido el pelo en las sienes. Estaba muy envejecida, Sandra, tenía las manos temblorosas. Pero seguía siendo capaz de sonreír.

—Hola, Francesca —dijo—, ¿has desayunado ya?

Francesca permanecía en silencio junto a Anna, miraba la despensa, la nevera con los imanes pegados, las fotografías colgadas junto a las sartenes de cobre —Alessio y Cristiano montados en la pala mecánica, Arturo que sujetaba en brazos a una Anna minúscula, y ellos, todos juntos, abajo en la playa—, miraba la disposición de los cachivaches sobre la repisa, los ganchitos en forma de seta y los agarradores colgados, el orden de las cucharas de palo sobre el fregadero: todo estaba exactamente como debía estar.

Meneó la cabeza.

—Pues siéntate —Sandra le señaló una silla—. Ya sabes cómo es aquí la situación, nos apañamos como podemos…

Abrió un cajón, cogió otra servilleta. Se le había encorvado un poco la espalda, eso sí. Había añadido una foto de Alessio vestido de primera comunión en la campana de la cocina. Ahora sumaba una tacita y una cucharita al mantel.

Francesca se sentó al lado de Anna. No quería mirarla, sólo quería sentir su codo contra el suyo, y su rodilla debajo de la mesa. Y los movimientos de ella al lado de los suyos, mientras mojaba las galletas en la leche.

Tampoco Anna se volvía a mirarla. Pero aproximaba su pantorrilla a la suya, debajo de la mesa. Un escalofrío fulmíneo de cosquillas. Le daba un golpecito con la rodilla. Y sabía que a ella, ahora, le estaban entrando ganas de reír.

—Hace un día precioso —observó Sandra de repente y las miró a los ojos—: ¿Vais a ir a la playa?

Tanto Anna como Francesca permanecieron inmóviles, con la galleta en la mano. La cara de alguien a quien han pillado a contrapié.

—Mejor dicho —dijo Sandra mientras empezaba a quitar la mesa—: ¿Por qué no os vais a la isla de Elba?

Hasta dejaron de masticar. Ambas se volvieron para mirarse, al mismo tiempo. Y después se volvieron para mirar a Sandra, calladas, pasmadas, con las cejas en arco.

Sandra se rió y señaló el reloj:

—Estáis a tiempo. Basta con que volváis para la hora de cenar. Tardaréis una hora en llegar a Porto Ferraio. A tres pasos del puerto está la playa de las Ghiaie, justó ahí detrás. Os dais un baño y luego os volvéis… ¡Nada trascendental!

Siguieron mirándola, mudas, durante unos instantes. Estaban razonando. En efecto, uno pilla un bikini, el pareo, se mete una toalla en la mochila, dos zumos de fruta, dos bollos y está listo para marcharse. En efecto, si tomaban el autobús, en un cuarto de hora estaban en el puerto. Después sacaban los billetes, montaban en el trasbordador. Y a las diez y media estaban en la isla de Elba.

—Yo no tengo bañador —dijo Francesca.

—Ya te lo presto yo —se apresuró a decir Anna.

Se levantó de golpe de la silla y se lanzó al baño.

—¡Mamá, prepáranos la mochila! —gritó mientras abría el grifo, cogía el cepillo y la pasta de dientes. Entretanto, Francesca la seguía de cerca y se asomaba a la puerta del baño.

Anna levantó la cabeza del lavabo y dejó por un momento de lavarse los dientes.

Francesca estaba en equilibrio apoyada en el quicio, era el más radiante de todos los elementos. Dentro de un momento se marcharían. Se iban a nadar a la isla de Elba. Como los alemanes, como los turistas de Milán y de Florencia. Seguro que allí había una plaza con la iglesia, el campanario y todo lo demás.

Sonreían, no se decían nada. Y una tenía la boca untada de pasta de dientes; la otra, los labios separados y algo agrietados.

Encajaban perfectamente.

Bolonia, 22 de septiembre de 2009