Alessio caminaba a toda velocidad, a contraluz, a las seis de la mañana.
Es ésta la hora animal, la hora de los hocicos afilados. Salen de las alcantarillas, suben por las tuberías, las criaturas secretas de la Lucchini que abundan por debajo de las naves.
Alessio vio una, que había sobrevivido, salir de un matorral reseco, y se detuvo al instante. No tenía nada para darle. Se dobló sobre sus rodillas. Le gustaba la nariz de esos animales, el triángulo húmedo y rosa. El gato jaspeado se quedó petrificado, mirándolo con sus grandes ojos amarillos. Tenía la cola cortada. Alessio acercó la mano casi hasta tocarlo, pero el animal arqueó el lomo y desapareció.
El sol se estaba alzando, proyectándose sobre diez kilómetros cuadrados de instalaciones.
Alessio se acercaba al puente de grúa, su animal personal, y pensaba que hoy, tal vez, su padre volvería a casa.
Saludó a su colega, que acababa el turno y se iba a dormir. Empuñó los mandos, comprobó que todos los engranajes de la grúa estuvieran en su sitio. De acuerdo, soldado Ryan, puedes empezar. A levantar calderos, a desplazarlos, a mandarlos a tomar por culo mentalmente.
Alessio se metió los auriculares del lector MP3 en los oídos. El punk duro casi le manda los tímpanos a la mierda. No resulta sencillo regular el tiempo de tu existencia con el que emplea el acero para fundirse, solidificarse, adquirir una forma.
Hace falta una raya de coca, a la fuerza.
Se encorvó en un rincón, sacó su espejito táctico, enrolló un billete de cinco y se metió por las vías respiratorias la dosis cotidiana y el sueldo. Ocupaba su lugar en la guerra permanente, de hecho estaba orgulloso de ello. De hecho, hasta conseguía divertirse con el punk duro que bombeaba a ritmo de calderos. Lo habría conseguido hoy también, si Elena no hubiera empezado a torturarle el cerebro.
A un kilómetro y medio de distancia, Mattia llegaba sudoroso al tren de verguetas: el laminador que extrae de un tocho un haz de hilos de acero y varillas de peso específico exponencial. A él le tocaba cargarlos en el volquete de la oruga, recién horneados, y llevarlos a la nave de control de superficie.
Saludó a la actriz porno del mes de junio. Subió a la oruga aparcada a propósito para él, para que él pudiera tomar asiento y tirar para adelante durante ocho horas cómodamente.
La luz salpicaba caliente y fecunda a través de chimeneas y puentes. Mattia pensaba en Anna, su niña, que dormía feliz, hundiendo las pecas y los rizos en la almohada. El pijama veraniego, el de la primera vez. La ingle clara. Mattia pensaba en Anna, tibia, vaporosa bajo las sábanas. Y su cuerpo reaccionaba.
Ocurre, ocurre siempre que estás cargando con toneladas de acero, el que tu cuerpo se rebele dentro del mono. Sientes que te asciende la linfa grumosa del fondo, las arterias se dilatan y bombean. El músculo oculto, el menos civilizado. Te toca buscarte un baño, un rincón detrás de un matorral. Te toca bajarte la cremallera y rebelarte.
En un sitio muy distinto, en el extremo occidental de la fábrica, Gianfranco estaba reprendiendo a Cristiano porque, una vez más, había llegado tarde esa mañana.
—¡No vuelvas a ir al Gilda! —gritaba—. Pero, mírate en qué estado… ¡Mira el follón que tenemos! —señalaba una montaña de residuos—. ¡Y ve a lavarte la cara, me cago en la puta!
Cristiano bostezaba, se restregaba los párpados legañosos.
—Fly down, jefe… —consiguió mascullar—. Estuve el otro día, no ayer.
—¡Pues entonces te has estado matando a pajas!
La visión de Francesca no le había dejado pegar ojo en las últimas dos noches. Volvía a verla desnuda, fluorescente bajo el reflector, y no conseguía tranquilizarse. Porque él sabía que tenía catorce años, y no dieciocho. Era su vecina, cojones. La había visto con el babi a cuadros mientras se iba al colegio, dándole la mano a Anna. Niñas minúsculas con mochilas coloridas a hombros.
Pero ahora había un magnífico buldócer que le estaba esperando. Un montón de detritos, de una altura de cinco o seis metros, recién salidos del triturador. Eran ésos los problemas en los que le tocaba pensar: en los añicos.
Dirigiendo el cucharón de la excavadora, levantó un poco de todo. Restos de chimeneas demolidas, punzones de hierro, ladrillos refractarios consumidos, ratas muertas, y hasta algunos trozos de cobre.
Cobre: en estos casos, el imperativo categórico imponía apagar el motor, bajar con calma, recoger las cinco mil liras el kilo de la pala y esconderlas en un lugar seguro para poder sustraerlas a la salida.
Cristiano realizaba el imperativo categórico con celo, al modo kantiano.
Esa mañana, como siempre, al cabo de apenas un cuarto de hora de trabajo, se descubría sentimental. El sudor en las sienes, la tierra que te entra en la boca y ese característico sabor a virutas de hierro en la lengua le producían ese efecto.
Telefoneó a Jennifer, hizo que se levantara de la cama y le dijo que le trajera al niño. Kilómetro cinco, donde la estación de servicio.
Alessio se desasosegaba. Mattia tenía sueño. Cristiano no veía la hora de hacer piruetas con el buldócer delante de su hijo. Siete de la mañana, 3 de junio de 2002.
Era una verdadera suerte que estuvieran juntos, en el mismo turno de mañana. Se verían a las dos en los vestuarios vintage, bajo las sollozantes duchas. Y después se irían a la playa en Via Stalingrado, con una poderosa aparición entre las casetas: ¡atención, gente, aquí estamos!
Un buen caldero: 19,6 toneladas. Alessio lo cargaba, lo levantaba, lo desplazaba, así hasta mediodía, después la pausa de la comida, después otra horita de trituración de los cojones. Junio: una azafata de la televisión, una flexible morena, reclinada hacia atrás en unos escollos.
El sol se levantaba rápidamente en el promontorio. Desde aquí no se ve la isla de Elba. Se distingue el golfo que desde la fábrica llega hasta Follonica, la silueta de la Dalmine y de la central eléctrica en medio. La hilera de postes desnudos: como Cristiano y Alessio, ellos solos, pueden modificar un paisaje.
«De acuerdo, mañana te llamo y te lo digo.» Ése había sido el mensaje de Elena ayer.
¿Por qué no me llamas? Porque aún tienes que levantarte y desayunar… Pero él no podía esperar. La noche anterior se había armado de valor, le había propuesto que comieran juntos hoy, y había tardado una hora en teclear el mensajito de los cojones.
Alessio levantaba la vista, la dispersaba entre las cisternas de gasóleo, los vapores rojos y violáceos que calentaban la atmósfera. Después volvía a sus mandos, al movimiento elemental. Algo que hace presión sobre algo. Algo que hace palanca.
Sudaba, respiraba plomo, maldecía los mil quinientos treinta y ocho grados a los que se funde el metal. Pasaban a su lado cisternas incandescentes. Si se acercaba demasiado, el mono podía prenderse.
Sólo cuando llegas a la estación disfrutas. Te montas en el Intercity, miras por la ventanilla y oyes el chirrido del acero, su fricción, la chispa crepitante de tu viaje. Recorres de memoria todo el itinerario: de la coquería al alto horno, del alto horno a la acerería, y de ahí al convertidor, a los hornos de los calderos, a los laminadores…
Los raíles por los que estás corriendo: eres tú quien los ha hecho.
Alessio esperaba con ansia la respuesta. El sol le daba en la cabeza. El móvil no vibraba. El bochorno se hacía más denso en una ciénaga herrumbrosa entre las instalaciones. Su padre quién sabe dónde estaría en ese momento, quién sabe si volvería realmente a casa ese canalla. ¿Y con qué cara dura se presentaría? No, decididamente, no podía perdonarlo.
Son las ocho de la mañana. Los calderos siguen presionando. Las sombras se acortan un par de centímetros. Y tú tienes tus cosas en la cabeza. La mano aprieta nerviosa el teclado, sientes una jodida necesidad de saber si el cornudo de tu padre volverá hoy a casa, si Elena comerá contigo a mediodía en el comedor de la empresa. Los minutos se cuentan con el paso de los calderos. Tú los detestas, esos minutos. Te sale un golpe cabreado con la mano. Y lo que consigues entonces es que ese caldero cabrón empiece a dar tumbos. Y luego los cables de acero se enredan, los ves enredarse…
Acabas maldiciendo como un loco.
—¡Cojones, cojones, cojones!
Alessio gritó y lanzó el teclado al suelo.
Calma. Son cosas que pasan. Que un caldero dé tumbos, que los cables se enreden y que te veas obligado a apagarlo todo si no quieres causar daños. Son cosas que pueden ocurrir en cualquier momento. Pero hoy no.
Blasfema.
La coca circulándote en la sangre, tu padre que llamó ayer y tal vez se presente hoy y tú que sientes unos jodidos deseos de perdonarlo. Se arrancó con rabia los auriculares. No podía ser: una hora extra, tal vez dos, de trabajo. Son las putadas que te ponen hecho una fiera. Porque tú quieres verte con Elena a la hora de comer, te hace falta, y no quieres joderte esa ocasión por un caldero de mierda.
Le tocó bajar la carga suspendida, desengancharla del cabrestante e irse después por ahí a buscar al jefe de área. En cualquier situación, incluso si estás a punto de caer exhausto, es necesario aplicar el protocolo de seguridad. Alessio estaba aplicando el protocolo. Estaba buscando hecho una furia al jefe de área.
Lo encontró al cabo de veinte minutos, un animal peludo que iba a menudo al bar de Aldo, sentado en un jirón de sombra sobre un taburete plegable.
—Se me han enganchado los cables —le dijo.
—Cago en la puta… —se quejó el otro.
La tripa cómodamente apoyada sobre las piernas abiertas. Chorreaba sudor a pesar de estar parado.
—Intentemos darnos prisa.
Alessio hasta arriba de coca.
—Chavalín —eructó el animal—, estate tranquilito que ahora te mando a los de mantenimiento.
Le hicieron falta al menos tres minutos para levantarse. Toda aquella grasa que chorreaba en el bochorno debía de ser difícil de gestionar. El hombre señaló el calendario colgado de la puerta de su garita. Un culo y cabellos pelirrojos.
—¿Guapita, eh? —sonrió sin dientes.
Alessio hubiera querido fusilarlo.
Jennifer se presentó medio dormida con el niño en brazos a las ocho y media. Cristiano la vio, saltó de la excavadora y corrió a su encuentro dando brincos. James regurgitó un poco de leche sobre la blusa de su madre. Se hablaban a través de la verja de hierro.
—Lleva toda la mañana vomitando —susurró ella.
—¡Hombrecito, hombrecito mío! —le decía Cristiano—. Mírame, mírame…
El niño tenía la cara verde. Sus ojos, pensara en lo que pensara, sólo pedían piedad y que le metieran en la cama. Ante la enésima mueca de su padre, estuvo a punto de echarse a llorar.
Cristiano, entusiasta, continuaba:
—¿Quieres ver el mastín de papá? —con voz aflautada—: ¿Quieres ver el toro de papá?
Ni Jennifer ni James tenían ganas de ver «el toro de papá».
Pero Cristiano, ya se sabía cómo era, corrió a la pala mecánica, encendió la radio portátil a todo volumen y empezó con sus números de circo, que todos conocían ya de memoria.
—¡Carreras, carreras! —le gritó a su colega—. ¡Echemos una carrera, para que la vea mi hijo!
—Tú estás mal de la cabeza —le contestó su colega.
Entretanto, James seguía vomitando en la blusa de Jennifer. Y Jennifer en parte estaba hasta los cojones, en parte le daba asco tanto vómito y en parte le dolía a ella también la tripa.
Al cabo de cinco minutos, se volvieron a casa. Cristiano los vio desaparecer y apagó el motor. Ni siquiera se habían despedido.
Dos ancianos. Dos viejos decrépitos. Eso era lo que le habían mandado al cabo de más de media hora de espera mordiéndose todos los pellejos de las manos callosas.
—A ver si nos damos prisita —les conminó de inmediato Alessio.
—¡Oye —le dijo uno mientras subía—, que este número no lo he montado yo!
Miró a los dos de mantenimiento encaramarse a la grúa de puente con ojos muy abiertos y trepidantes. Con lo que van a tardar éstos en desenredar los cables, arreglarlos y enrollarlos otra vez en el tambor, me suicido.
Corría el riesgo de que se le jodiera la pausa de la comida, la posibilidad de estar en el comedor con Elena y oír cómo murmuraban a sus espaldas: «Así que montándotelo con la jefa, maldito bastardo».
—¿Y bien?
Los de mantenimiento acababan de bajar a un tambor para desempernarlo.
—Tranquilito, chaval…
Tranquilito los cojones. No tenía la menor intención de tomarse un sándwich en la grúa de puente para recuperar los ritmos. Ni la menor intención de perderse a Elena trajechaqueteando por el comedor de los desgraciados. Los observaba azotándolos mentalmente.
Una grieta en el sistema, una sola. Y todo se va a tomar por culo.
¿Por qué no me llamas, so cabrona? Son casi las nueve y media.
—¿Para cuánto tenéis aún?
Se levantaron haciendo crujir las rodillas:
—Bahhh… Una hora por lo menos.
—O dos…
—¿Doooos?
Alessio se llevó las manos a la cabeza.
Anna le estaba llamando. Mattia contestó sujetando el móvil entre el hombro y la mandíbula. Conducía la oruga zigzagueando entre las naves. Las barras de acero hasta encima del parabrisas. Y no veía una mierda.
Mattia, tengo mucho miedo. ¿De qué? Es que si no saco un ocho, menudo follón. Pero qué dices, si te lo sabes todo… ¡No es verdad! Pero si llevamos una semana sin follar porque tenías que aprenderte esos verbos de los cojones. ¿Qué dices? Lo que estoy diciendo. No lo entiendes… No será para tanto, esa tercera conjugación… ¿Es que prefieres conducir una oruga en este follón? Tesoro, no te oigo bien. Estoy al lado de los convertidores… Vuelvo a clase que está entrando la bruja.
Que haya suerte. Gracias.
Refulgía de rabia. Refulgía de ansia. Y no conseguía quedarse quieto.
—Me voy a dar una vuelta… —gritó Alessio con las manos en forma de bocina.
—Estupendo —le contestaron los dos—, y a ver si nos drogamos menos.
El sol se había convertido en un disco de cemento armado sobre el cráneo. Las chichoneras eran sólo algo opcional. Como el casco: atraes la mala suerte si te lo pones. Suponiendo que te lo den, evidentemente. Que tengan ganas de sustraer tres o cuatro mil liras de la fantástica montaña de los beneficios.
Dos mil cuerpos latiendo al ritmo de la planta siderúrgica. Alessio caminaba en medio, torturado, con el móvil al alcance de la mano. Elena no lo llamaba. Una sed de muerte.
Se dirigió al tren de verguetas. Necesitaba desahogarse. Es un cabrón, en su vida ha hecho nada de nada… Pero me ha comprado el Golf, ¿lo entiendes? Se ha puesto a robar para comprarme el Golf.
Mattia le entendería, sin duda.
Seguro que se estaba rascando las pelotas. Estaría fumando cómodamente a la sombra. Seguro que estaba hojeando una de esas revistas miserables: «Cómo hacer gozar a una mujer»; «Dónde encontrar sin asomo de dudas el punto G y provocar un orgasmo múltiple». Seguro que estaría haciendo cualquier cosa que no fuera trabajar.
Alessio superaba las vías del tren torpedo, pasaba por debajo de las grúas omnipotentes y de las cintas transportadoras cargadas de coque. Mattia estaba sólo a un kilómetro y medio de distancia. El mono empapado de sudor, el sol que te funde y que te pisotea. Pero Alessio sentía tal furia en el pecho que caminar, correr, sudar…
Mattia, escucha, tengo que decirte una cosa. ¿Le pones cara a Elena, la cabrona, la que nos salva y nos despide? Ésa. ¿Le pones cara? Yo la odio. ¡Yo la detesto, pero estoy loco perdido por ella, me cago en la puta, me siento como un adolescente! Vamos a atizarnos unas cervecitas, diría él. Hay una estación de servicio aquí al lado donde las venden.
¿Por qué no nos marcamos un robo? ¡Si al final se te enredan los cables y los rusos desmantelan tu puesto de trabajo, no puedes marcharte a Polonia a trabajar!
Lo estaba pensando seriamente, o mejor dicho, casi seriamente. Estaba pensando en la grúa de puente que estaban reparando, en el desgraciado de su padre y en su antigua novia, a la que en esos momentos le hubiera gustado arrinconar en una esquina, contra un caldero incandescente, y arrancarle su preciosa blusa, su bonito maletín, dejarla a su merced, totalmente desnuda.
Llegó a la nave de los controles. Había montones de barras tan altos como el edificio de su casa. Y había uno que fumaba un cigarrillo. Uno al que quizá conocía.
—¿Está Mattia por aquí?
—En la oruga —contestó el otro mirando el reloj—. Se ha ido al tren a cargar, hace media hora… Debería estar a punto de volver.
—¡No me digas que está trabajando!
El otro se rió. Lo observó mejor:
—Tú y yo nos conocemos, ¿verdad?…
—¿Sí? —dijo Alessio, levantando un instante la vista del móvil que llevaba en la mano como un idiota, mientras esperaba a que vibrara.
—¿No ibas al Body Gym el año pasado?
—Sí.
El Body Gym le importaba tres cojones.
—Yo también iba, ¡si hasta echamos un combate de kickboxing juntos! —sonrió—. Tú eres el amigo de Mattia, claro. Nos hemos cruzado en el Gilda, me parece… ¿Alessandro?
—No, Alessio.
Era incapaz de quedarse quieto, era incapaz de proseguir con esa conversación de los huevos.
—Perdona, tengo que hacer una llamada —se despidió—. Hasta luego.
Empezó a caminar como un poseso alrededor de la nave de los controles, mirando obsesivamente la pantalla del móvil. Venga, llama. Vamos. ¿Qué más te da? Estoy que me muero, me cago en la puta. ¡Llama! Pues la llamo yo.
Alessio tecleó el número de Elena, el número de la oficina, así estaba seguro de que le contestaría. El sol de junio en medio de los hornos, incluso a las diez de la mañana, te taladra la cabeza. Es como estar dorándote sobre unos hornillos, idéntico. Sólo que ahora la voz de Elena afloraba por el micrófono del móvil.
¿Diga? Elena, soy Alessio. Ale… Te iba a llamar yo un poco más tarde. Ahora tengo un montón de cosas… ¡Pero yo no tengo tiempo! ¿Qué? No te oigo bien… Espera a que me mueva… Pero ¿dónde estás? Estoy en las verguetas y hay un follón inmundo.
Alessio estaba gritando, se estaba acurrucando en el suelo para sustraerse al apocalipsis de ruido que se elevaba continuamente hacia el cielo blindado de humo.
¿Sigues ahí? Sigo, sigo. Mira, que no puedo estar mucho al teléfono, si me pillan me echan de aquí… ¿Sigues ahí o no? Claro que sí.
Mattia estaba pensando que pasado mañana, cuando librara, podía darle una sorpresa a Anna y llevarla a la isla de Elba.
Hacía un año que querían ir. Compraría dos billetes para el trasbordador hoy mismo. Entretanto, se encendió un cigarrillo. A decir verdad, no veía una mierda. Había cargado catorce toneladas de barras en vez de doce, para acabar antes y poder repantigarse a la sombra más tarde. El pijamita tan suave de Anna…
Mattia conducía, pensaba y, mientas tanto, se vaciaba una botella de agua sobre la cabeza. El sol te hace pedazos, el acero fundido, el acero incandescente bajo el sol a plomo. Te hace pedazos.
Entonces ¿hoy puedes? Ale, quería pedirte perdón… ¿Perdón por qué? Por el otro día, cuando te hablé de los despidos… Espera, que no te oigo… ¿Despidos? ¿Qué coño dices?
¡No, tú no! O sea, quiero decir… ¡No te vamos a despedir! ¡Ah! Menos mal… Pero, entonces, ¿hoy puedes o no? A decir verdad…, no creo. ¡¿Cómo que no?! Ale, te oigo fatal… Espera a que me mueva…
Mattia conducía hacia la nave de los controles, con el olfato de la memoria, y mientras tanto, aspiraba a pleno pulmón su Pall Mall azul. No veía una mierda, pero se lo sabía de memoria. La jungla de acero, el rechinar continuo, rugidos, eyaculaciones de las instalaciones.
Alessio se movía, iba a agazaparse en otro lado.
¿Qué decías? Te decía que hoy me viene fatal, me quedan un montón de formularios por compilar y tengo que acabar a la fuerza esta misma tarde…
Alessio se doblaba sobre sus rodillas y se tapaba el otro oído para escuchar la voz de Elena en el corazón del estruendo, en la explanada de tierra seca en medio de los titanes.
Hay que ver, te has convertido en una auténtica burócrata, mándales a tomar por culo, ¿no?, por una vez, a esos jefes de mierda… Venga, me hace mucha ilusión. Busca media hora, cinco minutos…
Elena ganaba tiempo detrás del auricular.
Elena, cojones, contéstame. Vale, voy a intentarlo… Venga, ¿qué te cuesta? Tengo que decirte una cosa importante…
Mattia aceleraba porque quería repantigarse a la sombra y tragarse un litro de agua fresca.
Dime que nos vemos para comer…
Alessio retorcía una brizna de hierba raída con una mano temblorosa que hubiera querido tocar algo muy distinto.
Ale, escucha… Elena con taquicardia.
Mejor… ¡Óyeme! En vez de irnos a comer a ese comedor de mierda, ¡podríamos coger el trasbordador e irnos a la isla de Elba! ¿A la isla de Elba? Ale, pero ¿qué dices? Ni yo mismo sé lo que digo. Se rió.
Mattia pisaba el acelerador y pensaba que Anna en la isla de Elba se divertiría un montón.
Nos vamos a la isla de Elba, a pasar el día… ¿Y por qué? No lo sé. Bueno, ya veremos, pasado mañana quizá. ¿Y para comer nos vemos? No lo sé. Y por qué no lo sa…
Algo así como un ruido. Pero no un ruido identificable. No una voz. Un batacazo. Un error. Eso es. Una especie de interferencia… Ale, oye… ¿Alessio? ¿Alessio? ¿Oye? ¡Oye! Oye oye oye oye oye…
Cuántas veces puede decirse, durante cuánto tiempo puedes repetir esa palabra sin sentido, sabiendo que al otro lado no te están escuchando. Puedes hacerlo durante un minuto entero, antes de colgar mal el auricular y palidecer. Porque nadie puede oírte.
Un minuto entero: el móvil de Alessio transmitió la voz de Elena un minuto más, aquella mañana, entre las 10.06 y las 10.07.
Anna feliz en el trayecto hacia la isla de Elba…
Mattia notó algo duro y voluminoso bajo la llanta articulada que la obligó a atascarse. En ese momento, no se dio cuenta del todo. No apagó el motor hasta después de unos instantes. Bajó de la oruga, atontado por el calor. Estaba a punto de cabrearse cuando vio un arroyuelo rojo serpentear por debajo de los eslabones.
El sol caía exasperante. Mattia se quedó allí, con los brazos en los costados, mirando. Una rabia ciega mezclada con estupor, porque se esperaba una piedra, una viga, cualquier mierda que con el parabrisas tapado por las barras no había visto. Permaneció así algunos minutos, secándose el sudor de la frente con el antebrazo.
Después oyó que le llamaban a sus espaldas.
—¡Mattia!
Alguien salía de la nave y le estaba gritando:
—Ha venido a verte ese amigo tuyo…
Alguien se acercaba a paso rápido, y después bajaba el ritmo.
Le estaba diciendo:
—Alessio está aquí, por algún sitio…
Silencio.
—¿Qué ha pasado?
Una ráfaga de viento. Nevaba limadura de hierro junto al polen de las plantas.
—Creo que he atropellado un gato.
Un gato. Una de esas cosas peludas, sin cola, sin orejas. Uno de esos animales de mierda con los ojos llenos de cataratas, que viven en las tuberías, debajo de las naves y a veces, a fuerza de estar dentro del veneno, nacen sin una pata. Un gato. Sólo que el arroyuelo rojo se estaba expandiendo, formaba un charco bajo el sol ardiente.
—Aparta la oruga, por favor —dijo la voz quebrada de su colega.
Mattia, sin decir media palabra, subió a la oruga, la arrancó, dio marcha atrás.
Volvió a bajar. Un gato, cuando se hace trizas, no deja tanta sangre. Una suela. Algo así como un zapato humano. Y filigrana calcinada de pelo.
Vio toda aquella cosa informe. En realidad, no llegaba a entender. Vio a su colega ponerse blanco, empezar a mirar a su alrededor, empezar a vociferar:
—¡Alessio! ¡Alessio! —detrás, delante de la nave—. ¡Ale, Alessioooo! —telefonear al jefe de sección. Volver atrás, volver hacia él, que estaba de pie, clavado, junto a la oruga. Decir—: Dios mío.
Decir:
—¿Qué has hecho? Dios mío.
No era siquiera una idea. Una cáscara de idea fluctuante en el cerebro, como dentro del desagüe de la ducha. Eso, esa papilla de ahí, es un gato.
¿Qué has hecho? Alguien balbuceaba algo, en voz cada vez más baja. Los ojos muy abiertos, clavados en ese charco de sangre que refulgía bajo el sol incandescente. Grumos, restos de huesos esparcidos junto a las barras de acero, las toneladas iridiscentes, plateadas. Era imposible que fuera un hombre.
Elena se había quedado sentada en su escritorio, con el auricular en la mano y la mirada vacía fija en la pared del despacho refrigerado por el aire acondicionado. Después, a cámara lenta, se puso de pie. Se lanzó escaleras abajo. Corría cada vez más deprisa, iba dando tumbos con los tacones. Había empezado a gritarles a sus colegas, a cualquiera. Gritaba, arriesgándose a caerse: mandadme un coche, por favor. Gritaba, tropezaba en las escaleras. Enseguida, por favor. Volvía a levantarse, chillaba. Al tren de verguetas, por favor.
De piedra, Mattia miraba fijamente aquel vacío de un rojo refulgente. El charco, los restos, los residuos que sin duda pertenecían a un gato. Uno de esos animales tiznados llenos de sarna, que son todos iguales porque se cruzan entre ellos, y tienen la roña, el sida, la rabia. El zorro, ese que aparece a las seis de la mañana, el zorro de la fosa del que siempre habla Alessio. Alessio, a quien estaban buscando por todas partes.
Él no, los demás.
A él no le hacía falta buscarlo, porque sabía que estaba en la grúa de puente, que se encontrarían a las dos en los vestuarios, y que tal vez se fumaran un cigarrillo después de almorzar delante del comedor, y sabía que ese zapato, que ese charco. Su cerebro seguía repitiendo «gato». Su cerebro seguía repitiendo única y exclusivamente «gato».
El colega había ido a llamar a la grúa de puente. En la grúa de puente Alessio no estaba porque quienes estaban allí eran los de mantenimiento. Le habían visto alejarse como hacía media hora. El colega le había visto hacía tres, cuatro minutos.
¡Estaba aquí, cojones! ¡Dios mío, estaba llamando por teléfono! Gritaba convulso al jefe de sección.
Dios, no lo nombres. No nos perdones, escribirían en la quinta página del periódico local, al día siguiente, sus colegas del tren de verguetas. Adiós, Alessio, y no nos perdones.
Le pusieron una mano en el hombro. Pero Mattia seguía quieto sudando como un corazón de manzana que se pudre. Mattia estaba hechizado en la palabra «gato». Y su colega corría a pedir ayuda. Eran diez, veinte, los que corrían pidiendo ayuda, llamando a Alessio, pasando lista como se hace en las excursiones escolares cuando alguien se extravía.
Gradualmente, todos los obreros levantaron la cabeza. Apagaban las máquinas, abandonaban el trabajo, corrían a la explanada entre el tren de verguetas y la nave de controles donde había alguien que estaba llamando por teléfono y ahora ya no estaba allí.
—¿Qué cojones me estás diciendo? —rugió Cristiano a Gianfranco.
Apagó el motor del buldócer.
Gradualmente, la sección entera del tren de verguetas iba dejando de funcionar. Se esparcía la voz, llegaba a otras secciones. Y todos acudían al lugar donde Alessio había dejado de existir, y de ser un cuerpo, y se había convertido, Alessio, en un charco de sangre extendido entre las barras, un manantial refulgente.
Alessio no. Un gato.
¿Quién es? A lo largo del entero proceso de trabajo, del ciclo de producción, del mastodóntico esfuerzo. Llegaban sudados, en mono, de todos los rincones de la Lucchini. Llegaban en grupos o solos. A pie, en trenes, en coches. El nombre. Necesitamos saber el nombre.
Elena bajó del coche y se abrió paso a codazos entre el gentío. Cuando llegó a su destino, emitió un grito inhumano. Un momento sin duración. Los trabajadores, en corro con las manos en la cara. Mattia, el perno fijo. Algo que hace presión sobre algo. Basta con una, es suficiente una sola grieta en el sistema, una sola distracción. Llamar al tanatorio. Al forense. Avisar a la torre de la dirección. A los sindicatos. A la policía. Al alcalde de Piombino.
—El nombre. Queremos el nombre.
Y su nombre salía disparado de boca en boca, rebotaba en los muros, alcanzaba las cimas de las chimeneas y volvía a caer al suelo, entre los grumos, los restos irrecuperables de un cuerpo que, a la fuerza, a la fuerza tenía que pertenecer a un gato.
—¿Qué cojones me estás diciendo? —Cristiano bajó de la pala mecánica—. Hay un montonazo de Alessios. ¡El apellido, quiero saber el apellido!
—No lo sé —balbuceó Gianfranco.
—¿Dónde ha sido?
—En el tren de verguetas.
—Alessio no trabaja en el tren de verguetas. Allí trabaja Mattia —se llevó las manos a la cara—. ¡Gianfranco, por todos los cojones! ¿Qué me estás contando? ¡Alessio trabaja en la grúa de puente!
—Por favor, vamos a verlo. La grúa de puente la estaban reparando…
Tú lo sabes desde el principio. Siempre lo has sabido, en tus vísceras, en la sangre. De manera que echas a correr. No te montas en el coche con los demás. Echas a correr a toda velocidad y te repites mentalmente un solo monosílabo, tu última palabra, eso que de verdad tienes que decirle, no sabes a quién, pero tienes que decirlo.
No.
Cristiano gritaba y corría por la enorme avenida dominada por Afo 4.
El nombre que martilleaba. El nombre que se susurraba a lo largo de todo el perímetro de la planta siderúrgica. Telefonearon a la policía. En qué estado se encuentra el cadáver. No hay cadáver.
Sentía necesidad de abrazarlo, de comprobar que estaba bien. Qué susto de los huevos me han dado esos bastardos… Una palmadita en los hombros. Sólo le hacía falta eso.
Obreros a mansalva. El jefe de área, el jefe de equipo han llamado a la ambulancia. Han llamado al responsable nacional para la seguridad en el trabajo, al representante de su sindicato. También han telefoneado al resto de sindicatos. ¡Para qué coño hace falta una ambulancia, so cretino!
Llamadas a los controles de la Unidad Sanitaria Local. No toquéis nada, no toquéis nada. La zona será sometida a secuestro judicial. Llega la policía, los carabineros. El juez vendrá esta tarde desde Livorno. No se amontonen, dejen pasar, dejen sitio… Alguien debería avisar a los parientes.
Mattia estaba de pie. No se había movido ni medio centímetro.
No le pregunten nada, por favor, ahora no. Es el único testigo ocular. ¿Era él el que conducía? ¿Es que no ven que está fuera de sí?
Cristiano apareció jadeando. Había una decena de agentes entre policías y carabineros. En la torre de la dirección no dejaron pasar al responsable nacional para la seguridad en el trabajo. Cristiano se abrió paso a empujones. Alessio. ¿Dónde está Alessio? Se giraba a derecha y a izquierda. Pasaba revista a los rostros de la gente con los ojos fuera de sus órbitas.
¿Te acuerdas, Cri? ¿Qué año era? El 94, el 95… Estaba nevando. ¿Te acuerdas? Los copos de nieve, y dentro, si te fijabas bien, estaba el jeroglífico del Ilva.
Lo vio: a Mattia de pie. Quiso acercarse. Cristiano le soltó un puñetazo a un carabinero que estaba intentando detenerlo. Consiguió llegar hasta la oruga. Cogió a Mattia por los hombros, lo sacudió, con la cara encima de la suya. Mattia, ¿dónde está Alessio? Escúchame, dime dónde está Alessio, y así nos vamos a casa.
Mattia apenas vaciló. Miraba fijamente algo que no puede tener nombre.
—Un gato —dijo.
Cristiano sintió que se le abría una grieta en el pecho.
Lleváoslo de aquí. Dadle un sedante. Lleváoslo de aquí. Cristiano bajó los ojos y sólo entonces se percató del manantial, de la papilla, de la cruda realidad que se coagulaba bajo el sol ardiente.
Entonces soltó un grito.
—¡No es él! —señalando la carne macerada. Lo más alto que pudo—: ¡No es él!
Con todas las fuerzas que tenía en su cuerpo y fuera de él, con todas las fuerzas que tenían aquellos rostros desencajados, incrustados de arrabio, y los carabineros de uniforme que desalojaban la explanada.
—No es él. Es imposible, no puede ser. No es él. No habéis entendido nada.
Se estaban llevando a Mattia. Se lo estaban llevando como un tronco. Llamadas telefónicas al Ayuntamiento, a la Región, a la Provincia. Cristiano tenía en la garganta su nombre. El Estado italiano, la fiscalía, la judicatura. No es él. Tuvieron que intervenir. Tuvieron que sujetarlo entre dos, entre tres después. Pero Cristiano consiguió soltarse.
Se lanzó contra la oruga con la cabeza baja. Se lanzó contra la oruga dando patadas. La emprendió a patadas, a puñetazos, a cabezazos. Diez, veinte cabezazos, hasta que sintió que se le abría la frente y un borbotón de sangre se le deslizaba por los ojos.
Nadie había mencionado su nombre, ni siquiera Pasquale. El abogado le había dicho: «¡Enhorabuena, una vez más te has librado a lo grande!». Arturo volvía a casa limpio y contento. Subía las escaleras de dos en dos, se lo creía: a partir de mañana… Metía la llave en la cerradura, la giraba. A partir de mañana cambiaría todo… Le temblaban las manos. Llevaba meses esperando ese momento. De ahora en adelante… Se convencía a sí mismo. Sandra, yo te juro… Se repetía mentalmente el discurso, y se exaltaba él solo, y abría la puerta, y se sentía tan contento de volver a encontrar su suelo, su pasillo, a su mujer de pie con el auricular en la mano… Arturo se detuvo de repente, se le quitó la sonrisa de la cara. Sandra dejaba caer el auricular, le estaba diciendo:
—Alessio está muerto.
Al día siguiente, el alcalde y la junta municipal anularían los fuegos artificiales previstos para la fiesta veraniega del 21 de junio. Los sindicatos proclamarían una huelga en la fábrica desde las cuatro hasta las diez de la noche, que abarcaba también a las empresas adjudicatarias.
Una huelga general de seis horas, de la que sólo quedaba excluido el alto horno.