36.

Las luces se apagaron de repente.

—¡Chocho, chocho, chocho, chocho!

Al coro, propio de un estadio algo ronco, a la izquierda de la sala, le hizo eco uno a la derecha:

—¡Buenorra, buenorra, buenorra, buenorra, buenorra!

Los sentía agitarse desde detrás de la puerta. El ganado que presiona contra el redil. Les oía dar puñetazos sobre las mesas, golpear con las monedas en la barra. Uno, dos, tres… Contaba.

Tenía la oreja pegada a la puerta. Oyó un par de vasos rotos, un conato de pelea. Después la intervención del gorila, al estilo de Bud Spencer.

Al llegar a diez, se deslizó fuera del camerino, cruzó por las mesas de puntillas. Un desplazamiento de aire ligero, prestando atención para no tropezar.

Entró en la pista. El público, impaciente, distinguió su silueta en movimiento entre la oscuridad densa y hedionda. Empezaron a callarse. El tenue centelleo de su tanga bajo la luz de las pantallas encendidas de los móviles los hechizaba. Cesaron los coros.

Tomó sitio en el pedestal. Agarró con los brazos extendidos la barra metálica y se acurrucó en la posición de arranque.

Rhythm. Echó la cabeza hacia atrás. Rhythm. Abrió las piernas.

El reflector colocado en el centro del techo se encendió de repente, materializándola.

You can feel the, you can feel the… Empapada de luz blanca.

Amasadas, sudadas. Había más de doscientas personas. Emitieron un gruñido de sorpresa. Al cabo de un instante, estalló la música. Rhythm is a dancer. La canción.

Y ella estaba desnuda. Y la miraban.

Si hubiera sido el año anterior, si hubiera estado asomada a la ventana del baño en el cuarto piso del número siete, entonces Lisa la habría espiado desde detrás de la cortina con palpitaciones, y su tío habría interrumpido a propósito el desayuno.

Pero aquí estamos en un lugar muy distinto, hay obreros borrachos que baten palmas y destrozan vasos. Y es delante de estos hombres, ahora, cuando ella se realiza.

Gira con las piernas abiertas alrededor de la barra de acero, con tacones de aguja y tanga. Nada más.

Ella no es como las demás. Ella está viva. Da golpes secos con la pelvis suelta. No tiene riendas. El candor de una niña bajo las pestañas. Cuando eleva la pierna todo lo alto que puede, hasta tocarse la sien con el tobillo, entonces es realmente tu hija estirándose sobre la alfombra mullida durante el ensayo de gimnasia artística.

Tirar del borde del tanga con el dedo índice. Se ve que tiene miedo a hacerlo. Sonríe azorada. Y es su azoramiento lo que asusta, es su gracia la que arrebata a los obreros de la Lucchini y de la Dalmine. Y es conmovedor ver a un abuelo con la boca abierta, la mano incierta en el vaso, porque ella, en sustancia, no sabe hacer bien su trabajo. Y tropieza en lo mejor, en el tanga.

Sujeta de la barra, se deja llevar en los giros mientras sus cabellos cuelgan suaves. Y llegan los aplausos. Ella está feliz, tiene todo el aspecto de una puta feliz. Restriega las nalgas en la barra, doblándose sobre sus rodillas. Una, dos, tres veces. Los obreros pierden la cabeza, se ponen en pie, sacan el dinero. Son sus momentos de asueto.

Se ve una furia en ella mientras baila. Se ven el empeño y la inseguridad del primer ensayo de danza. No puede evitar la risa, a veces, cuando se equivoca; es algo que en todo el mundo, en un espectáculo de lap dance, no verás hacer a nadie. Hay que llegar hasta aquí, a esta periferia de los cojones, en un agujero estancado del subsuelo, para ver cómo se mueve algo parecido, algo vivo que a veces se cae, se levanta de nuevo, que agita el culo de forma animal.

Ella misma lo sabe: ningún cazador de talentos televisivo la verá nunca. A sitios como éste no vienen. Es una madriguera. Aquí están los que se desloman ocho horas, y se lavan poco, y tienen una familia, un asco de casa. Una visual estratégica desde detrás de la cortina.

Le gusta que la miren. Pero no uno solamente. Conoce el estertor de detrás de la puerta, la mano que se mete en el bolsillo y se restriega el sexo. Sabe que ella es la causa. Sabe que de ella es la culpa. Pero aquí, en el escenario del Gilda, se divierte.

El tío de Lisa multiplicado por cien. El hombre oculto en el edificio de enfrente, detrás de la puerta… Ella no es como la otra. Ella no juega. Ella atrae a doscientas personas en el local cada viernes por la noche, y recolecta más dinero de las carteras repletas que todas las demás juntas.

La expresión vulgar en el rostro limpio de una colegiala. No es sólo eso. Es la perla en el tejido fangoso, baboso, del molusco.

You can feel it everywhere.

El hombre oculto. Esa cosa inconfesable que tiene la cara congestionada y se baja la cremallera. Todos se sentían inmensamente orgullosos, satisfechos, paternos. El gestor, el dueño, el asesor municipal de turismo. Y la multitud alucinada de los turistas, de los obreros metalúrgicos, de los jubilados a un paso de la fosa.

El primero se sube al escenario, rompiendo el hielo. Ella se inclina y le restriega las nalgas por la cara. Quiere la ficha. Él se la enfila. Se inclina de nuevo. Quiere otra. El viejo subnormal, acaso Gianfranco, acaso otro, ya no entiende nada. Mete ficha tras ficha en las bragas.

La caja tintinea. Estallan los aplausos. Es ella la reina indiscutible del Gilda.

Las piernas largas, vertiginosas. El busto delgado, anguloso. Ese rostro de diva del cine de los años treinta, enmarcado por una cascada vaporosa de oro. No hace falta un título universitario para entenderlo. El riachuelo de su olor, el movimiento adolescente del cuerpo que se agita contra la barra. El error, el sonrojo de la pequeña vecina maliciosa. Ella es universal.

La acompañan a las fiestas, a los yates anclados en Punta Ala. Le compran vestidos refinados para que reluzca, para que no se desvele de dónde viene. Perdió la virginidad con su empleador en un motel una tarde de abril, y ella permaneció impasible debajo de él, con los ojos muy abiertos mirando al techo.

Pero en el escenario es otra cosa. La canción la llena. Rhythm is a dancer es su triunfo. El cosquilleo la arquea, la encarna y ella menea la cola. Mírala. Está riéndose. Está cabalgando y cantando a plena voz. Ooh, it’s a passion.

Mira cómo juega… como cualquier otra adolescente que baila delante del espejo e imita a Britney Spears y se desnuda encerrada en el baño.

Cuando la exhibición estaba a medias, entró Cristiano.

Avanzó entre la oscuridad y la confusión, con los ojos irritados por el humo. No veía un pimiento.

Alcanzó a tientas la primera fila, donde estaba Gianfranco, tras haber chocado con cinco o seis mesas. Se le había derramado casi todo el negroni del vaso.

—Eh, alfeñique —rió su jefe cuando advirtió su presencia.

Cristiano se estaba sentando. Había otros seis o siete obreros de su empresa, borrachos como chavales. Y él estaba lúcido, qué cojones. Había tenido que dar saltos mortales para escabullirse de la cama de Jennifer sin despertarla. Y pedirle prestado el Golf a Alessio no había resultado fácil.

—Esta tía es la bomba —le dijo el jefe, señalándola.

Cristiano le echó una ojeada distraída, seguía pensando en el lugar donde había aparcado el coche, en si estaría prohibido o no. No podía permitir que la grúa se llevara el Golf de Alessio: sería un cataclismo.

—¡A ésta me la follo, me cago en la puta! ¡Me la tiro de pie! —gritaba Gianfranco fuera de sí, con la camisa de cuadros rosa y la misma tripa enorme del año pasado—. Porque tiene justo esa expresión que te está diciendo «fóllame», ¿verdad? Tiene exactamente esa carita, de perra sedienta…

Todos se rieron.

Cristiano no dejaba de rumiar, intentando acordarse exactamente de si en el sitio donde había dejado el coche de través estaba prohibido aparcar o no. La señal ¿estaba o no? Mientras tanto, entreveía, desenfocadas, un par de piernas que se agitaban con un ritmo poco habitual.

—Tiene clase —dijo alguien—, no sé de dónde la han sacado pero deja a todas las demás a la altura del betún.

—¡En cuanto nos descuidemos, la vemos en la televisión!

Cristiano levantó los ojos.

—Fíjate cómo le da… ¡Déjate de televisiones, a ésta la quiero ver en el Parlamento!

Observó el culo que se movía enfrente de él.

—¡Ministra, ministra!

Dos nalgas redondas, firmes y agitándose como era raro que se viera. Y una espalda maravillosa, una piel blanca y uniforme levemente encrespada a lo largo de la espina dorsal. La marea de los cabellos le caía ahora sobre un hombro, ahora sobre el otro.

Cristiano empezó a sonreír, como un idiota. Tenían razón. Ésa sí que sabía lo que se hacía, movía el cuerpo con un ritmo espectacular, y seguro que podía permanecer encima de ti a horcajadas, rápida y dura, hasta una hora entera.

Ella se dio la vuelta.

Giró el busto filiforme, las caderas acentuadas, el pecho pequeño y musculoso.

Su rostro.

Cristiano se quedó paralizado. Un arroyo de jugos gástricos le subió por el esófago. No era posible… Permaneció con el negroni en la boca sin valor para tragárselo. Sentía ganas de escupirlo, de escupirlo todo fuera. El sentimiento palmario del miedo.

—Francesca —balbuceó en voz baja.

Un hilillo de voz que nadie pudo escuchar.