Al acabar el turno estaba mugriento, el hombre negro que asusta a los niños. Se metió en las duchas, donde había viejos y adolescentes desnudos unos junto a otros. Tuvo que cepillarse el polvillo de la piel con la esponja exfoliante que usaban las mujeres. Esta mierda se te hinca hasta el fondo, no se consigue entender cómo te entra hasta en los calzoncillos.
Se peinó con cuidado antes de salir. Intercambió algunas palabras con los demás sobre la avalancha de despidos. Dos o tres blasfemias al ponerse los calcetines, aunque entre risas, en el vestuario de la fábrica que había permanecido igual desde los años setenta: las puertas de las taquillas que se caían a pedazos y los grifos que perdían agua.
Fuera hacía un magnífico día de mayo.
A las dos de la tarde, la temperatura superaba ya los treinta grados. Había empezado la temporada: las orillas limpias de algas casi en todas partes, las instalaciones de la playa abiertas en las costas frecuentadas por los turistas. Habían vuelto a aparecer las sombrillas, las tumbonas y los fulanos que gritaban en bermudas: «¡Al rico coco, al rico coooco!».
Alessio estaba fichando a la salida, se despedía cordialmente de la anciana mujer de la garita. No se dio cuenta de que lo seguían. Saltó la barrera de acceso para los medios de transporte industrial. Los turistas nunca le habían gustado.
Caminaba entre capós candentes en el aparcamiento semidesierto bajo el sol ardiente. El estruendo de la fábrica se cernía por doquier y no podía distinguir los pasos de la persona que lo estaba siguiendo. Un taconeo nítido sobre el asfalto hirviendo.
Abrió la puerta del Golf GT, que relucía como un espejo. Echó en la parte de atrás la mochilita con el gel de baño y el mono untuoso arrebujado. Oyó las voces de algunos compañeros que se despedían:
—¡Adiós, so mierda!
Pero se le habían caído las llaves debajo del asiento y había tenido que encorvarse para cogerlas.
—¿Qué haces en la posición del perrito? ¡Menudo sarasa!
Después oyó un «hola» en un tono muy distinto.
Levantó la vista. La vio a través del parabrisas. Sonreía educadamente, ceñida en su traje de chaqueta negro. Con esa ropa encima, fuera del radio de acción del aire acondicionado, Alessio adivinó que debía de estar muriéndose de calor.
Salió a cámara lenta del habitáculo (Nada de bromas, le dice Tom a Jerry, date la vuelta lentamente y pon las manos encima de la cabeza). Se había activado en sus piernas un hormigueo instantáneo, al estilo del perro de Pavlov. Coge a Alessio, ponle delante de Elena y puedes estar seguro de que, sea lo que sea lo que se le pase por la cabeza, sentirá un hormigueo en sus piernas, la salivación alterada, el latido cardíaco acelerado, y maldecirá en su interior todo aquello.
—¿Puedo robarte cinco minutos?
La miró con desconfianza. Aquel tono suyo tan formal de los últimos tiempos, las raras veces que se cruzaban en el aparcamiento, conseguía indisponerlo siempre. Tenía minúsculas gotas de sudor en su frente, el maquillaje parcialmente corrido en las comisuras de la nariz y de la boca. Estaba guapa de todas formas, no cabía duda. Maneras de «alto ejecutivo» aparte.
—¿Te estás yendo a casa? ¿Tienes algo que hacer? —Elena no aguardó la respuesta—. Tengo que hablarte, Ale, es urgente.
Ale. Qué impresión oír cómo ella le llamaba con la abreviatura de su nombre, con su nombre confidencial.
—Dime.
—Hombre, mejor si nos apartamos…
Se refugiaron en una franja de sombra misérrima bajo el muro de entrada, LUCCHINI S. A. PIOMBINO con caracteres cubitales, negro sobre blanco. Alessio dejó el coche abierto, con la cartera y el móvil dentro bien a la vista. Elena, entretanto, se estaba desabrochando los botones de la chaqueta y con una evidente sensación de alivio se quedaba sólo con la blusa semitransparente.
Se pusieron uno delante del otro. El encaje del sujetador le picoteaba la tela de la camisa, haciendo visible en sus contornos las formas conocidas, recordadas, de regreso en su plena evidencia. Alessio apartó la mirada.
—Se trata de los despidos. Los trescientos cincuenta que hemos mandado a casa con el seguro de desempleo no volverán a ser contratados, y tenemos que despedir a más gente. Nuestros socios rusos nos están poniendo condiciones muy gravosas. Tienen intención de diversificar los productos, de deslocalizar parte de la producción en el Este, una parte considerable, tengo que decir… Y nosotros no podemos impedirlo.
Hablar con ella de producción y de despidos. Algo nuevo que le causaba un profundo fastidio.
—Italia es cara. Ya lo sabes: coste de la mano de obra, coste del transporte y de los materiales…
—Vale —Alessio empezó a juguetear con el llavero—, ¿y a mí qué?
A Elena se le cambió la cara.
—A ti, Alessio —ya se le estaba ahuecando de nuevo la voz—, debería interesarte, ya lo creo —la maestrilla, la ejecutiva-maestrilla—, porque desde luego no estoy atendiendo a mi propio interés, ni mucho menos a mi deber, al desvelarte las futuras maniobras de la empresa.
—¡Mil gracias! —exclamó con esa cara tan odiosa que sabía poner y que hacía que a ella se la llevaran los demonios—. ¡Las maniobras de la empresa, pollas en vinagre!
A Elena no le hizo ninguna gracia. Lo miró de manera aviesa, nerviosa e impaciente. Pero debido a lo rígido de su postura, ceñida en su blusa, en la falda que le llegaba hasta las rodillas y le fajaba los muslos y las caderas, y además con todo lo que llevaba en brazos, la chaqueta, las carpetas, los expedientes, el maletín, sólo podía enarcar las cejas y resoplar cuando algo le molestaba.
—Ale —dijo, esforzándose sin éxito por parecer comprensiva—, aquí se trata de tu futuro, no del mío. Quiero hablarte claramente. Necesito saber si estás realmente decidido a seguir con nosotros, en nuestra empresa… —su empresa, nada menos—: Dicho con otras palabras, y hablando en plata… ¿Vas a seguir con nosotros hasta la jubilación o bien tienes intención de buscarte algún otro empleo?
—¿Por qué me lo preguntas?
—Porque es importante. Porque soy yo quien se encarga de las contrataciones y de los despidos, y puedo decidir bajo qué epígrafe colocarte. Borrar tu nombre de una lista, escribirlo en otra, you understand?
Los condenados y los salvados. Hasta se permitía bromear. Qué mujer tan poderosa, chicos… ¡Atención! La lista en la que meter mi nombre, borrarlo, reescribirlo. Lo decide ella, ¿entendido? Era mejor si se casaba con el sapo del banco.
—¿Un paraíso como éste? ¿Y quién va a querer dejarlo? —Alessio soltó una carcajada amarga. Refulgía de hostilidad pura, de puro cabreo—. Veo que te has instalado bien, en the paradise…
Elena encajó la andanada, y siguió adelante:
—Tu nombre está en la lista de los próximos que se acogerán al seguro de desempleo. Sólo quiero ayudarte.
Seguro de desempleo. Ayudarte.
—Óyeme, Elena, hablemos claro. Yo tus favores no los quiero. No me hacen ninguna falta.
Ella se mordió los labios:
—¿Es que he sido descortés? Si te he ofendido, te pido disculpas. No era mi intención…
—¿Y cómo es eso? ¿Me salvas a mí y pones en mi lugar a otro mamón sólo porque no lo conoces, uno que tal vez tenga hijos?
Se estaba alterando. Era claro como el sol que se estaba alterando y que ella tendría que contar hasta cien, no hasta tres, antes de hablar.
—He sabido lo de tu padre… —soltó de repente—. Sé que tu sueldo es importante ahora para la familia, y he pensado…
—¿Que has pensadooo? Pero ¿qué cojones has pensado? —rugió Alessio—. Tú no tienes que pensar una mierda, ¿entendido? ¡Pero qué valor tienes, so cabrona! ¿Mi padre? —estaba como loco—, ¿qué tiene que ver mi padre con todo esto? ¡¿Dime qué cojones tiene que ver mi padre conmigo?! ¡So puta!
Elena cerró los ojos: Dios mío, lo que he dicho, Dios mío, lo que he hecho.
—No me has entendido, Ale… —intentó decir—. Perdóname.
Pero él tenía la cara de un rojo fuego. Habría podido lanzarse de un momento a otro contra una señal de tráfico, contra los contenedores de la basura o contra un coche aparcado, cualquier cosa, y hacerla pedazos: ella conocía bien a Alessio. Entonces se le aproximó para cogerle las manos, intentando calmarlo, como había hecho millones de veces hasta cuatro años antes.
—Déjame en paz —gruñó, herido, soltándose.
—Me he expresado mal, te lo juro —se llevó una mano a la boca, y después, con un hilo de voz, dijo—: Sólo quería ayudarte…
—Pues yo no quiero que me ayudes, ¡cojones! —le gritó furioso a la cara, desmejorada por el bochorno y el susto. Después se calló.
Se dio la vuelta.
—Hasta luego —e hizo ademán de marcharse.
Elena lo retuvo. Le sujetó el codo con la mano, se lo apretó fuerte. Y él sintió la presión de aquella mano en todo el cuerpo. No se movió.
—El puesto molón se te ha subido a la cabeza —dijo.
Elena dio un paso adelante, hasta cubrir la decena de centímetros que los separaban, hasta poner sus contadores a cero para apretarse con la mejilla, el pecho, la tripa contra la espalda fuerte de él.
Fue un gesto espontáneo, que a los dos los puso rígidos.
—El puesto molón no te autoriza a tratar a los demás como miserables. Tú no sabes una mierda, que no se te olvide.
Instantes de incredulidad por verse así al cabo de los años, en plena discusión, en plena conciencia de que eran definitivamente dos extraños impermeables, inaccesibles el uno para la otra y con una pared de bilis en medio.
El contacto era hermoso y cálido. Sentía el corazón de ella latiéndole contra la espalda. Sentía la agitación y el temblor, y toda la presencia de ella insinuarse debajo de la piel, irse de paseo por la circulación sanguínea.
—Por favor —le dijo.
Sin soltarlo, le obligó a darse la vuelta y a mirarla.
—Has cambiado mucho, te has convertido en una de esas que se dan mucho pisto.
—Por favor —le sujetaba las manos y él se lo permitía—, es tan difícil hablar contigo… No sabía cómo abordarte, así que me he equivocado. Cuando hoy he visto tu nombre en esa lista, me he asustado. Créeme, me ha entrado una taquicardia… Y te aseguro que he pensado en todo, en ese momento, excepto en mi puesto molón.
Alessio se separó al cabo de un segundo de aquel abrazo absurdo.
—Vale, Elena —dijo con el tono más neutral que pudo—, haz lo que quieras, haz lo que consiga que te sientas mejor con tu conciencia. Ahora tengo que marcharme —se volvió hacia su coche—. Que pases un buen día —y echó a andar.
—¡Espera!
Alessio avanzaba rápidamente hacia el Golf GT, y ella le seguía incrédula. Seguían cayéndosele hojas de los expedientes, revoloteaban por todas partes, y ella dejaba que cayeran y revolotearan.
—No quiero que nos despidamos así —puso una mano sobre el capó con decisión—. Espera un momento. No quiero que esto acabe así, después de todos estos años…
Alessio abrió la puerta, comprobó que la cartera y el móvil estaban en su sitio.
—¿Puedo invitarte a comer? —le estaba suplicando—. Comamos juntos, por favor, hablemos un rato…
¿Hablemos un rato? ¿Qué era eso, un anuncio institucional para promover el diálogo entre padres e hijos, el estribillo de una canción melódica? Elena estaba soltando trivialidades inmensas en un tono implorante que resultaba ridículo. Se daba cuenta y se avergonzaba a muerte. Y, pese a todo, no cedía.
—Son los hombres los que invitan a comer a las mujeres, en mi pueblo —gruñó Alessio.
La ventanilla estaba bajada y él la subió. Acabar de inmediato con esa escena patética, sellarla herméticamente desde fuera. Rehuía mirarla a la cara.
—¡Entonces, invítame a comer tú!
Se había pegado a la carrocería, en ese momento estaba gritando a la ventanilla que se levantaba.
—Nos hemos entendido mal, Ale, te lo ruego. No te vayas. ¡No podemos acabar así!
Puso el motor en marcha. Pum: neto e incisivo. La llave de contacto girada, embrague, acelerador. Metió la segunda, la tercera y la cuarta en un radio de trescientos metros, emitió un estruendo tremendo que no era capaz sin embargo de expresar lo suficiente su rabia.
Esto no puede acabar así después de todos estos años. ¡Haberlo pensado antes, so zorra! Cabrona de mierda, que no eres otra cosa. ¡Con toda tu mierda de maletín, de blusa, vete a tomar por culo! Una limosna que me da, ella. Hijita de papá de mierda. Métete bien dentro por el culo tu limosna de mierda.
—¡Métetela bien dentro por el culooo! —gritó, solo, dentro del habitáculo.
Elena se había quedado en medio del aparcamiento bajo el sol, sobre el asfalto ardiente. Se llevó una mano a la frente esforzándose por no gritar. Se había quedado clavada, con la mirada fija en el punto por donde el coche de Alessio había desaparecido. Los empleados que entraban y salían la miraban con curiosidad.
¡Puta, puta, puta! ¿Para qué cojones te ha servido tanto colegio?, ¿para convertirte en un globo hinchado? El poder de cambiar de epígrafe. Ella coge mi nombre y lo cambia, ¿entendido? Los del seguro de desempleo. Las operaciones del mercado. «Los rusos nos imponen condiciones muy gravosas», la imitó con voz de falsete, gritando.
—¡Que os jodan a todos, subnormales!
Frenó de repente en el cruce. El automovilista que iba detrás de él se vio obligado a dar un volantazo, y no se le echó encima por muy poco. Alessio miró el semáforo en ámbar durante una fracción de segundo, justo el tiempo que tardó en ponerse rojo. Después, cuando se puso rojo, arrancó e hizo un cambio de sentido en medio del tráfico.
Alessio desencadenó un infierno delante del bar Elba, azuzando las iras más hondas de los automovilistas, obligados a frenar de golpe, a chocar contra una farola, contra una señal de tráfico. Cláxones enloquecidos y gente que salía del bar a ver qué ocurría.
Enfiló por la calle en dirección prohibida, volvió sobre sus pasos, entró a toda velocidad en el aparcamiento donde Elena se había quedado inmóvil con su traje de chaqueta Gucci, el maletín abierto y el rostro de virgen posmoderna, como una escultura de Cattelan[10].
—Vamos, monta —le dijo, abriendo la puerta.
Una virgen desfigurada, disfrazada de alta ejecutiva, exactamente como en la Bienal de Venecia.
—Monta, que tengo hambre.
Se estaba haciendo el duro con una mano en el volante y la otra en el cambio, sin mirarte y pisando el acelerador para hacer que notaras la rabia del motor. Elena se dejó caer en el asiento, se hizo una carrera en la media y Alessio arrancó antes de que ella pudiera cerrar la puerta. El aparcamiento, con una ráfaga, se llenó de formularios de despido.
Ahora estaban mudos y sentados, dentro del habitáculo que olía a ambientador.
A la salida del aparcamiento, Alessio tiró del freno de mano, como en los viejos tiempos. El coche giró sobre sí mismo y Elena no pudo evitar una sonrisa, inconsciente, afirmativa. Afirmativa ¿de qué? No lo sabía, no quería saberlo, mientras se ponía a toda prisa el cinturón porque él le daba como un toro en una cacharrería, lanzándose por las calles, en las curvas, en medio de los cruces atestados de tráfico.
Estaban arriesgándose a un choque cada veinte metros y a bastante más. Alessio conducía y no la miraba. Tampoco ella le miraba, pero tenía unas ganas locas de echarle los brazos al cuello. Un desquiciado deseo de mandarlo todo a tomar por culo. Llevaba una carrera en la media, el maquillaje corrido, la blusa desabotonada. ¡Qué más le daba! Él la tenía a ella a su lado mientras conducía, podía incluso estrellarse contra algo.
La ciudad, las casas, las tiendas, los quioscos, los balcones, madres con cochecitos, viejos con perros, niños, colegios a la salida de las clases: el mundo zigzagueaba contra las ventanillas, rebotaba de un cristal a otro, del parabrisas al espejo retrovisor. Todo un follón. Alessio giraba derrapando con las ruedas posteriores, y Piombino se convertía en Guernica.
Elena contenía la respiración, pero sólo porque se estaba divirtiendo como una loca. Alessio sabía que ella estaba sonriendo en el asiento del pasajero. Que era ella, el pasajero.
El corazón hacía lo que quería, los pulmones también, los músculos de las piernas se habían ido a tomar por culo. ¿Cuánto duraría? ¿Un cuarto de hora, media hora, una tarde entera? No importa. El tiempo está fuera de las puertas del coche, el beneficio, el capitalismo, los calderos. Pasado, futuro, adiós.
—¿A qué hora tengo que volver a traerte?
—Hoy libro.
Alessio se volvió a mirarla.
Se miraron sonriendo de manera absolutamente cómplice mientras el sol iluminaba con todos sus rayos el habitáculo que olía a ambientador.
—Vamos a La Vecchia Marina —se atrevió a decir ella.
—¿Estás de broma? —le preguntó él.
—No, en absoluto.
Alessio accionó el cierre automático, lanzó una mirada de superioridad hacia el cartel blanco y rojo donde se indicaba, en caracteres grandes como una casa, que era una zona de tráfico limitado, después se concentró en ella…
Reinaba el silencio en la ciudad vieja. Un silencio de redes de pesca abandonadas en los muelles, fuentecillas entalladas en el mármol y pequeñas barcas de madera oscilantes. El barrio de La Rocchetta era el refugio antiguo de los pescadores y de las parejitas adolescentes el sábado por la tarde. En la Piazza Padella, una plaza del tamaño de un trastero, Alessio y Elena se habían besado por primera vez.
Entraron en el restaurante cuando la cocina estaba a punto de cerrar.
—Haremos una excepción —dijo el camarero.
A su alrededor, en las mesas vacías, quedaban restos de pan, servilletas arrebujadas y jarras con dos dedos de vino. Un hombre de unos sesenta años se estaba terminando su comida solo, cortando diligentemente algo con cuchillo y tenedor.
Tomaron asiento: no en la mesa donde él le pidió que se casaran, en otra… pero que también daba a la isla.
Elena tenía el pelo revuelto, y mordisqueaba un colín. Alessio aferró la carta y empezó a leer sin entender nada. No había ningún tema, ni uno siquiera en todo el inconmensurable reino de las conversaciones, del que pudieran hablar.
Pidieron dos platos de espaguetis con almejas y una botella de Greco di Tufo.
A ratos se miraban, a ratos miraban la silueta de la isla de Elba y cómo el sol la cubría de plata a esas horas. La tensión se iba diluyendo en el alcohol, el señor solitario dejaba en la mesa el vaso vacío del limoncello y se levantaba con la chaqueta en la mano.
Reinaba la paz ahora, en el restaurante vacío. Sentían la calma y la capitulación. Los camareros se estaban quitando los uniformes, la cocinera colgaba el delantal: la calma y la capitulación de las horas de la sobremesa, en un lugar del pasado que daba al mar.
En efecto, quedaba una cosa por decir. Pero ninguno de los dos la dijo.
Se levantaron casi al mismo tiempo. Alessio fue a pagar la cuenta. Elena quedó atrás sin atreverse a detenerlo.
Salieron y caminaron uno al lado del otro hacia el faro, el punto de mayor cercanía entre la isla de Elba y Piombino.
El Golf seguía estando allí, no se lo habían llevado. Pero había una multa perfectamente a la vista bajo el limpiaparabrisas.
La mujer que paseaba a su lado ahora, con traje de chaqueta negro y blusa de raso, era la responsable de personal de la Lucchini. El hombre que caminaba a su lado era un obrero metalúrgico especializado, con unos vaqueros anchos de los que le sobresalía el culo. Y sin embargo, sus nombres aún debían de estar grabados, en alguno de aquellos bancos.
Se asomaron a la balaustrada de granito. La plaza dedicada a Giovanni Bovio, insigne republicano, protagonista del proceso de unidad del país y consagrado al ideal de un mundo más justo, se había convertido con el tiempo en una terraza para enamorados.
Las olas rompían por tres lados. Parecía que uno podía tocarla, parecía que bastaba con alargar el brazo para aferrarla… Ilva.
El nombre secreto, se dijo Alessio en voz baja, el significado.