34.

El césped de delante del liceo estaba pespunteado de margaritas, el seto de adelfas había florecido, y también los dos abedules torcidos bajo la ventana de la clase se habían llenado de flores. Le ponía de buen humor mirarlos. Lisa tomaba nota de que la primavera había estallado, y eso le infundía valor.

Esa mañana Anna no había venido a clase en escúter. Tal vez fuera ésa la ocasión. La había visto, por la ventanilla del autobús, andando por la cuesta de Montemazzano. Con su cabeza rizada henchida de sol y la enorme mochila a hombros.

Mientras la profe les explicaba la consecutio temporum, sin que nadie la escuchara, Lisa había tomado su decisión. Una decisión irrevocable.

En cuanto sonó el timbre del recreo, se aclaró la voz varias veces. Después salió al patio. Anna estaba allí, absorta en tontear con los tíos. Aguardó el momento oportuno. La observó largo rato coqueteando en el centro de un grupillo cimbreño, con las bragas asomando de los pantalones, y pensó que era realmente insoportable cuando se ponía en plan idiota. Con todo, no dio su brazo a torcer. Cuando la vio separarse de la pandilla para encenderse un cigarrillo, se dijo: uno, dos, tres… Y se le plantó delante.

Tenía un montón de discursos preparados en su cabeza, hasta se los había escrito en el cuaderno durante la clase, pero después, al verla a un palmo de su nariz, ceñuda e irritada, se le olvidaron todos los preliminares y rodeos. Le preguntó de sopetón:

—¿Volvemos luego juntas a casa?

Anna, en un primer momento, aguzó la cara pecosa con una expresión de sorpresa. No se esperaba de ninguna manera una propuesta como ésa de la pringada de Lisa. La jorobada, la ballena, la del aparato en los dientes. Sin pensárselo, contestó:

—De acuerdo —lo dijo como si no esperara otra cosa.

De vuelta a clase, ambas se espiaban con el rabillo del ojo y cierto nerviosismo debajo de la piel.

Fue extraño reencontrarse a la una en la verja. Siempre habían estado juntas en clase, se habían escuchado siempre cuando les preguntaban, esperando que la otra quedara como el betún. Habían hecho falta nueve años para poder llegar a sonreírse tímidamente fuera de clase.

Lisa sonreía tras su aparato, con sus finos cabellos recogidos en una cola escasa detrás de la nuca. Anna, vaporosa, iba a su encuentro. Aturdida, aunque en cierto modo también curiosa, entre el ir y venir de ciclomotores, novios y padres a la espera, concentrados en reconocer en la muchedumbre de los estudiantes a sus amores.

Se encaminaron juntas por la cuesta panorámica de Montemazzano. La luz clara purificaba el mar, las colinas e incluso la fábrica, inyectando un anticipo del verano. Caminaban una al lado de la otra, la rechoncha y la estilizada, a buen paso. La isla de Elba imposible y radiante, quieta en la línea del horizonte.

Anna permanecía en silencio, a la espera. Lisa se mostraba indecisa sobre cómo empezar.

Hacia abajo se extendían kilómetros de cemento armado, los barrios obreros de Salivoli y Diaccioni, soviéticos, cuadriculados, que bullían de personas asomadas a las ventanas, de puntitos de mujeres que tendían la ropa en el tejado y, en medio, el centro comercial COOP.

Anna observaba desde lo alto todo aquello.

—¿A ti cómo te ha salido el examen?

Lisa le había dado muchas vueltas y al final había optado por el examen de historia sobre las Guerras Púnicas. Un arranque neutro, en sordina.

—Creo que bien —contestó Anna—. Sabía incluso con cuántos elefantes partió Aníbal de España… —rió—: ¡Treinta y siete!

Ni una sola vocal hostil en su voz. Lisa podía continuar.

—Todos dicen que Mazzanti mola… Yo creo que es un mamón patentado.

Anna se volvió a mirarla, divertida:

—¡Eso creo yo también! Como cuando nos hace comentar los artículos sobre Berlusconi y dice: «Y bien, ¿qué es lo que pensáis?». ¡Qué quieres que piense, gilipollas! Háblanos mejor de Escipión el Africano, porque si no, nos retrasamos con el programa.

Habían aminorado el paso. Se intercambiaron una mirada alegre. Después volvieron a mirar las siluetas de las colmenas de viviendas populares, y las de Via Stalingrado, más altas que ninguna.

—¿Y tú quieres ir después a la universidad?

Anna se volvió con ojos brillantes y vivos.

—Creo que sí. Y quiero irme lejos… A Turín, a Milán. Irme a vivir a mil kilómetros de aquí.

—Yo también —dijo de inmediato Lisa—. No veo la hora.

Mientras bajaban por la carretera panorámica, de vez en cuando un coche tocaba el claxon aminorando la marcha y Anna era la única que se giraba. Lisa la observaba admirada por debajo de las pestañas. Era bonito volver a casa con ella.

—¿Y tú qué quieres ser de mayor?

Lisa, vergonzosa, gesticulante, puso unas cuantas caras cómicas.

—Me gustan las poesías, las novelas… ¡De mayor, me gustaría ser una gran escritora!

Anna abrió mucho los ojos.

—¡Pero si eso no es un trabajo! ¿Y qué escribirás?

El rostro de Lisa se iluminó por unos instantes. A pesar de los granos, del aparato, de los labios agrietados, de las cejas tupidas y unidas en el centro, casi parecía hermosa.

—Ya la sé, ya sé la historia. Hasta la he empezado… Pero es un secreto que no te puedo contar.

Cuando llegaron al cruce con Villa Marina, se detuvieron en el semáforo dentro de un nido de silencio cristalino. Aguardaban a que el rojo se pusiera verde.

Anna dijo:

—Yo, en cambio… No sé bien lo que quiero hacer, pero quiero hacer cosas importantes. Arquitectura quizá, así puedo diseñar edificios bonitos, de esos con jardines colgantes y balcones con miradores… Quién sabe si cuando derriben los nuestros, yo construiré los nuevos…

—¡Ojalá! —exclamó Lisa.

Cruzaron la calle.

—O tal vez me matricule en Económicas y acabe siendo ministra de Trabajo —Anna era un río en crecida—. Mamá dice que se están llevando todas las fábricas, a Tailandia, a Polonia… Y que aquí vamos a quedarnos con el culo al aire. Pues eso, yo me convierto en ministro de Trabajo o de… ¿cómo se dice?, ¿Bienestar Social? Así impido todas esas cosas.

—Yo —repitió Lisa— quiero contar una historia.

Era divertido. A veces hace falta un terremoto, un cataclismo. Como cuando durante un eclipse de sol todo se subvierte, y los animales huyen, la naturaleza enloquece. Los elementos extraños entablan amistad.

Al llegar frente a la COOP, atestada de gente con carritos y bolsas de la compra, Anna tuvo un arranque sorprendente. De improviso, tomó a Lisa del brazo, giró en un lateral en vez de seguir recto y dijo:

—Ven, quiero enseñarte una cosa…

Lisa no tenía ni idea de adónde la estaba llevando Anna, pero se dejaba llevar, curiosa y casi feliz. Porque la temperatura había aumentado, se habían quitado las cazadoras y a su alrededor había una multitud de madres con niños de la mano, clases en filas de a dos que salían del jardín de infancia.

Anna se detuvo delante de un seto, conteniendo la respiración.

—Por aquí —dijo. Y se metió por una hendidura del verde. Las hojas lisas y olorosas de laurel, multiplicadas entre las ramas en desorden. Lisa la siguió, para aparecer asombrada en un minúsculo parque infantil con dos árboles en el centro, un tobogán, una plataforma giratoria y dos columpios herrumbrosos.

Anna rompió a reír, feliz.

—¡Ves, puedes cambiar todo lo que quieras, puede suceder cualquier cosa, pero aquí no cambiará nunca nada! —dejó caer la mochila en la hierba—. Este sitio siempre se quedará como está.

Lisa observaba a su alrededor, el rectángulo verde oculto en el corazón de cemento armado. No podía comprender, era obvio, no podía imaginarse nada. Una cosa pequeña y tierna, un puñado de puntitos amarillos entre la hierba que les llegaba a las rodillas.

Se sentaron juntas en un banco. Lisa esperaba que Anna le desvelara en ese momento el misterio de aquel lugar abandonado que no tenía absolutamente nada de especial, pero ésta se encendió un cigarrillo y quedó como en suspenso.

—Está todo igual, te lo juro —dijo en voz baja.

Era como si Francesca estuviera tumbada allí, sobre el césped agreste con los rompezaragüelles. Como si ése fuera el color de su piel, el sol caía en medio, entre las atracciones que chirriaban a cada ráfaga. Francesca había permanecido ilesa e intacta en aquel lugar que ahora provocaba las risas de Anna, y Lisa no entendía qué estaba ocurriendo, porque no estaba ocurriendo nada.

—¡Ésa es la cabaña! —Anna se la indicó con un brazo y el dedo índice, una suerte de entusiasmo en la voz, como si estuviera en un partido—. ¡Hay un hormiguero dentro! No tienes ni idea del tiempo que he pasado ahí escondida…

Francesca se asomaba desde ese nido que olía a madera.

—Así que quieres llegar a ministra… —Lisa retomó la conversación interrumpida, porque se sentía fuera de lugar y no sabía cómo comportarse.

—Sí —asintió la otra, decidida—: Ministra, diputada, legisladora.

—¿Y quieres salvar la fábrica de Piombino?

—¡Todo, quiero salvarlo todo! ¡Este parque también, incluso la Lucchini!

Lisa hubiera querido decirle muchas cosas. Que Donata estaba fatal, que ya no era amiga de Francesca. Pero en esos momentos, con ella en el banco, se sentía bien.

No había necesidad de nombrarla. Anna la reconocía entre los matorrales, sentada en la plataforma giratoria. La cosa rubia. La cosa más bonita.

—¿Y de qué va tu historia? —le dio un ligero empujón—. Ahora tienes que decírmelo. ¡Si te he traído aquí, tienes que decírmelo a la fuerza!

Lisa bajó la mirada.

El retraso que llevaban era monstruoso, y en sus casas había dos madres furiosas con la pasta hervida desde hacía un buen rato.

—Habla de una amistad —susurró Lisa—. Una amistad entre dos chicas, una rubia y otra morena, que en determinado momento se pelean.

Anna cambió de expresión.

—Pero después se reconcilian —se apresuró a añadir—, al final se reconcilian y descubren…

—No me lo digas —dijo Anna, poniéndose de pie y cogiendo la mochila—. Te prometo que me lo leo, cuando lo hayas acabado.

—¡Pero quién sabe cuándo lo acabaré! —se sonrojó Lisa—. Si sólo he escrito el principio… Lo acabaré en la universidad…

—Entonces iremos juntas —sonrió Anna— a la universidad. Pero ahora mueve el culo, que si no mi madre se cabrea.

En efecto, cuando Anna llegó por fin, su madre estaba cabreada y la pasta, fría.

Su hermano ya estaba cómodamente instalado, con los pies sobre la silla de enfrente, y cambiaba una y otra vez de canal.

Sandra repartió la pasta y llevó los platos a la mesa.

—A’ —le dijo Alessio masticando—, que sepas que Francesca está pero que muy mal… —se tomaba los macarrones de un bocado y mientras tanto hablaba—. Me he enterado de ciertas cosas que, si son verdad, ¡leches! Corren rumores verdaderamente graves, yo no sé… —levantó la cabeza del plato—, pero creo que tendrías que ir a hablar con ella.

Anna se había quedado con el tenedor en la mano. No probaba bocado.

Sandra escuchaba en silencio, pensaba en Rosa, en cómo había levantado la cresta el otro día… ¡Ni que ella fuera un ejemplo!

—A’ —prosiguió Alessio—, la vi el otro día en el bar de Aldo… No quería decírtelo pero, te lo juro, iba vestida como una furcia.

Su mejor amiga. Una furcia. Anna tenía el estómago muy pero que muy pequeño, totalmente encogido sobre sí mismo.

—Créeme —dijo Alessio—, es mejor que hables con ella… —después se acabó de un trago la lata de Coca-Cola y eructó como si nada—. Se ha vuelto una auténtica furcia.

Anna sintió que se sonrojaba de golpe, lo hubiera matado en ese mismo instante.

—¡Pues mira —gritó furiosa—, visto que de tus propios asuntos no te ocupas, voy a decírtelo yo y luego vemos! Que hace dos semanas, ¿cuándo fue?, el pasado sábado… ¡Vi a papá en la Piazza Costituzione!

Sandra empalideció de repente.

Alessio se puso verde.

—¡Sí, vi a papá! —Anna se había levantado de la mesa en el culmen de su exasperación—. ¡Llevaba una botella de champán en la mano! Y a ver si así aprendes a ocuparte de tus propios asuntos, subnormal, que tú a Francesca ni la nombras.

Anna desapareció en su habitación dando un portazo. Se echó sobre la cama a llorar, mientras en la cocina se desencadenaba el fin del mundo. Su Francesca vestida de furcia… ¡No era verdad! Enrico no era humano.

Enrico era el único hombre en el mundo que no tenía un hombre dentro.