33.

A las nueve, hizo que se levantara de la cama.

—Despacio —le dijo.

Los huesos le crujían y la piel le caía flácida a lo largo de los brazos. Las sábanas, las del ajuar nupcial con las iniciales bordadas en el dobladillo, desprendían mal olor. Ella no tenía la menor intención de lavarlas.

Lo sostuvo hasta la cocina. Hizo que se sentara y le colocó una servilleta encima del pijama. Hacía meses que no tomaba otra cosa más que caldo, para comer y para cenar. Su masa muscular había sufrido una implosión.

—¿Te ayudo? —le preguntó, viendo cómo sujetaba la cucharilla.

Aún no se había acostumbrado a manejar los objetos con cuatro dedos en lugar de cinco.

Negó con la cabeza. Levantó la mirada hacia su hija y la inclinó después hacia la taza. Constataba el nivel de la leche en el recipiente. Con la punta de la lengua, verificaba que no estuviera ácida.

Hubiera querido moverlo, introducirlo en el asa de la taza. Es un movimiento muy sencillo, la diferencia que hay entre una mano prensil y una garra. Pero el dedo corazón ya no estaba allí. Había un hueco, con la piel arrugada hacia adentro.

En marzo le mandaron un equipo de psicólogos. A sus preguntas opuso una cara enflaquecida y pálida. El problema es que no entendía qué querían. La fábrica iba a visitarlo, le mandaba a los médicos de la sociedad. Lucchini S. A. estaba perdiendo la paciencia y quería aclarar lo sucedido en aquella historia. Aclarar una acumulación de jeroglíficos: era imposible para él descifrar el cuestionario que le dieron para que lo rellenara.

Su hija permanecía de pie junto a la mesa, vigilando todos sus movimientos. Era penoso, y alentador, enseñarles que era incapaz de echarse azúcar en la leche.

La pérdida del dedo es una pérdida simbólica para el paciente. Depresión, pero es sólo una hipótesis. El gigante había ido enflaqueciendo, se había sepultado vivo en el interior de su piso desconchado, que además no era suyo, sino del ayuntamiento. Los demás, quienes vivían a su alrededor, le habían tomado el pelo al principio. Después, dejó de ser siquiera un nombre y un apellido.

Se convirtió en eso.

Retiró la cucharilla de la mano tullida de su padre y echó ella el azúcar en la leche.

El sujeto rechaza las terapias. El sujeto está aquejado de analfabetismo de retorno.

Afo 4 ¿Por qué 4? Enrico entrelazaba hilillos sutilísimos entre un segmento y otro de su memoria. Porque es el cuarto de cuatro altos hornos, aunque es también el único que queda. Enrico se había convertido en un expediente pendiente de resolución y en un historial clínico. La caída del acero en el mercado, en el curso de dos décadas, había obligado a desmantelar Afo 1, 2 y 3.

Ya no existían. Como su dedo. Un agujero enorme en un terreno saturado de venenos.

Enrico sorbía la leche de la taza.

—Todo, bébetelo todo.

Estaba perdiendo el pelo en el centro de la cabeza.

Francesca le limpió las comisuras de los labios. Lo acompañó al baño, donde le ayudó a sentarse en el váter. Arrancó ella el papel higiénico del rollo. Y cuando acabó, se lo llevó al salón. Lo depositó en el sofá, donde estaba su madre, acabando un pañito, con el gato acurrucado sobre sus rodillas. Delante de la televisión, Enrico hundía el cráneo en el respaldo y cerraba los párpados.

Que no estaba fingiendo lo descubrieron a principios de abril. Enrico había sufrido realmente una regresión a ese lamentable estado, en el que su hija debía alimentarlo y limpiarlo. Un estado biológico marcescente. Tal vez hubiera un gen artero en el que está escrito que estás podrido.

Fue Elena quien lo hizo. Había transferido varias veces, durante esos meses, el expediente de Enrico Morganti de un cajón a otro de su escritorio. Lo que le interesaba a la empresa era constatar que no fuera suya la responsabilidad del caso. Qué es exactamente un cero que cae en depresión: un hombre que puede ser sustituido por veinte mil marroquíes, rumanos, italianos, que guardan cola afuera. Un día entraron en el despacho de Elena y le dijeron que preparara el módulo de prejubilación.

Un cero en el sistema deprimido.

Esa mañana, Francesca limpió la cocina con más apresuramiento del habitual. Lavó de cualquier manera las tazas, evitó secarlas, metió en los cajones incluso las servilletas sucias. Recogió las migas del suelo para dar cierta idea de limpieza, porque a ella le importaba un pimiento que aquella asquerosidad estuviera limpia. Corrió a hacer las camas.

El tiempo, en aquella casa, pasaba a través de los misteriosos canales del polvo amontonado debajo de los muebles. Las pelusas, se dice: la lana gris donde se asientan nidos de parásitos. El tiempo incrustaba de cal y de moho las esquinas de la ducha, del techo. Sonreía ahora Enrico, cuando el gato se le subía en los brazos y le ronroneaba.

No era difícil encontrar una excusa. Decir que había estado media hora fuera, cuando en realidad había estado dos. «No tenemos leche», bastaba con decir, o bien: «Se nos han acabado las aspirinas. Voy a pagar la tasa de circulación, el seguro del coche, el recibo del gas». No era difícil salir, especialmente de noche, desde que su padre tomaba pastillas para conciliar el sueño y se quedaba dormido a las siete.

Cuando acabó de hacer las camas, entró en el baño y se encerró dentro.

Se encorvó en el bidé y se rasuró el pubis. Era la primera vez que lo hacía. Pensó, sin un motivo preciso, que era oportuno. Se depiló las piernas, las axilas y los brazos. Se pasó una buena cantidad de crema hidratante por su cuerpo blanco. Esa mañana se excedió con el lápiz de ojos, el carmín rojo le agigantaba los labios.

Ahora llevaba siempre tacones altos. Rozaba el metro ochenta. Caminaba como las figuras estilizadas de los circos callejeros. Los zancos que se usaban para recolectar las cerezas entre las ramas. Cada miércoles por la mañana, en el mercado, se compraba faldas cortas, camisetas ceñidas y conjuntos de ropa interior en un puestecillo que vendía también objetos eróticos.

Bastaba con llevarle el café, bastaba con sujetarle la tacita en los labios y pasarle una mano por la cabeza para que cayera, como masturbado, en un estado de languidez.

Esa mañana, Francesca salió a las once y media. Deprisa y con una sonrisa astuta en el rostro embadurnado de maquillaje. Le gustaba repetirse a sí misma que ya no pensaba en Anna, que se había convertido en ese paquete de galletas que nos hemos dejado abierto durante varias noches. Una masa correosa que atrae a las polillas.

Salió al exterior, al mundo soleado. Enfiló Via Marconi. A su izquierda, la superficie del mar se mostraba móvil y viva. La luz llovía encima y creaba plata, movimiento, estado naciente. Se compraba las minifaldas con el dinero de las medicinas. Ahorraba en los alimentos para comprarse corsés y tangas de lentejuelas que se probaba sola delante del espejo.

Ahora caminaba a buen paso hacia el bar de Aldo sobre esos tacones que tanto daño le hacían en los pies. Era uno de esos días en los que la isla de Elba resalta y se recorta entre los dos azules. Pueden distinguirse los pueblos en las ensenadas, las rocas cortadas a pico y los bosquecillos de vegetación verde umbrío. La isla ilesa, en esa temporada, cae en manos de los animales, de los ancianos, de las raíces y de las semillas. Francesca no miraba hacia allí.

Se estaba convenciendo, quería convencerse. Se daba la vuelta cuando una furgoneta de fontaneros o de electricistas se le aproximaba para dedicarle un claxon, y sonreía.

Volvía el calor. En sordina, pero estaba volviendo. Podía incluso quitarse la chaqueta y quedarse con los hombros desnudos. Abril es realmente el mes más cruel.

Antes de entrar, se arregló el pelo ante el reflejo del escaparate. Un mechón no quería saber nada de quedarse quieto detrás de la oreja. La cabaña de madera, el olor a madera mojada. Prefería no pensar en ello. Francesca siguió peinándose delante del escaparate del bar, con el sol del mediodía cayendo a plomo y cosas muertas que se desenterraban por sí solas. Debía ser nuestra casa… A sus espaldas, la calle se iba hinchando de gases y de cláxones. Un recuerdo es una mierda muerta. Quería entrar, pero seguía en el umbral. La tierra tibia sobre la espalda y la humedad de la hierba, se acordaba aunque no quisiera. Es algo imposible de vivir, había dicho Anna aquel día. Es algo que va contra todo mi futuro… A tomar por culo.

Entró y fue examinada de pies a cabeza por la media docena de haraganes que ganduleaban en el hedor oscuro de los cigarrillos.

Aparentaba dieciocho años. Demostraba que no se podía seguir mirándola como antes.

El futuro no es un tiempo, es un egoísmo. No me importa una mierda el futuro ni el egoísmo de Anna.

Ayer hizo esa llamada, con la tarjeta metida en la cabina telefónica. Marcó el número escrito en el anuncio del periódico gratuito, y tragó saliva con fuerza cuando le contestaron.

La voz oculta detrás del auricular fue muy amable. Escuchó pacientemente sus datos, los detalles, las medidas hinchadas, noventa, sesenta, noventa. E incluso había aceptado acercarse a donde ella le decía, porque para ella suponía un problema ir a Follonica.

Francesca estaba sentada en un taburete cerca de la barra, dando golpecitos de tacón, con ritmo regular, en el suelo. Temía que el hombre no se presentara. No dejaba de mirar hacia la puerta y de vez en cuando echaba un vistazo a Aldo por debajo de las pestañas. Aldo era el típico dueño de bar de equívoca clientela, firmemente decidido a no hacer preguntas. Había una menor sentada en la barra, que estaba allí en vez de estar en clase, y por si fuera poco no había pedido nada.

No era la primera vez. Hacía ya tiempo que venía, a las horas más variadas, y charlaba con unos y con otros. Aldo la había visto, en ocasiones, entrar en el baño en compañía de hombres adultos.

Desde que su padre ya no podía pegarla. No era capaz ni de ir al baño él solo. Y no había un motivo fisiológico. Ninguna explicación lógica. La pequeña cabaña, ahora, después de este invierno, estará invadida por las ortigas y el barro…

Ahora tamborileaba con los dedos en el mármol de la barra. Miraba obstinadamente la puerta, contando hasta diez. Después volvía a empezar.

El hombre apareció.

Francesca se sobresaltó y se puso en pie, de forma que él pudiera verla perfectamente de cuerpo entero. Iba vestido de manera elegante, llevaba chaqueta y pantalón negros. En el rostro, bronceado artificialmente, exhibía un par de vistosas Ray-Ban.

Fue a su encuentro, le tendió la mano con gesto profesional y desenvuelto al mismo tiempo.

—¿Roberta? No, Francesca… Francesca, ¿verdad? —sonrió generosamente.

El hombre echó un vistazo al sórdido local y pidió un cóctel de fresa sin alcohol.

—Dos —añadió inmediatamente después.

El rostro de Francesca se tiñó de un sano rubor. Se le entreveían las bragas, pero no se daba cuenta. Tenía las piernas en posición indecorosa delante de un hombre adulto, y ni siquiera había hecho el amor aún.

—¿Y bien? —dijo el hombre al sentarse.

No tenía demasiado interés en entender —no formaba parte de su oficio— por qué una muchacha tan joven y guapa le había citado en un bar tan miserable.

—Discúlpame, no dispongo de mucho tiempo… Dime qué sabes hacer exactamente. O mejor —sonrió—, qué te gustaría hacer…

Francesca se descubrió azorada. Nunca se le habían dado demasiado bien las palabras y ahora la lengua se le trababa en el paladar, las manos le temblaban en el vaso. No es una buena señal, pensó el hombre. Francesca se corrigió muchas veces, una retahíla de «bueno, sí», «ya sabe», «en realidad», que duró un minuto y medio antes de empezar a decir algo.

—Sólo puedo trabajar por la noche —acertó a explicar al final.

El hombre se tomó ruidosamente, a través de la pajita, la mezcla de leche y fresa que Francesca no conseguía tragar.

—Eso no supone un problema —se secó la boca—. Todo lo contrario.

Quería decir algo, y se exprimía las meninges: algo que lo conquistara, algo gracias a lo que, más tarde, no le ofreciera un trabajo de camarera o de pinche. Era tan elegante, tan aseado. Quería ser salvada, recogida y adorada por aquel hombre, por un desconocido, por cualquiera.

—El Tartana es mi sueño —se le escapó de la boca.

La frase surgió vacía. Se mordió los labios y se avergonzó inmediatamente de haber soltado semejante gilipollez.

El hombre la inspeccionaba, la cacheaba desde detrás de sus lentes. Y ella, por lo menos, sabía que podía contar con su cuerpo.

—Me gustaría ser chica imagen —corrigió al tiro—, bailar como gogó, en el reservado. O bueno, donde usted quiera. Pero bailar.

Tenía cierta expresión en el rostro, de animalillo acosado. No le había tocado nunca un caso tan lamentable. Pero, la verdad, era bastante guapa.

—Eres mayor de edad, naturalmente…

Francesca asintió con la cabeza. Todo en ella era dócil y resbaladizo. Ninguna defensa, pensó el hombre. A ésta te la pillas, te la tiras contra la pared y al final encima te da las gracias.

—Eres muy mona —le dijo sin quitarse las gafas—, muy mona —con una voz aterciopelada y de papel de lija al mismo tiempo—. El Tartana, dices. Es un bonito local… Nos conoce todo el mundo en Italia, y en el extranjero también.

Francesca sonrió, cohibida.

—A decir verdad, no he estado nunca. Pero he visto fotos…

A una así se la metes por todas partes y te da las gracias agitando la cola. El hombre rió con los dientes blancos, dos ligeros bigotes de leche sobre los labios.

—El único problema que tengo es el coche, todavía no me he sacado el carné.

—Por eso no tienes que preocuparte. De esas cosas…, ya nos encargamos nosotros de todo.

Notable. Estaba buena más allá de toda expectativa. Bonitas piernas, bonito culo. Sólo los pechos, si acaso, un poco pequeños. Pero ese detalle podía dejarse a un lado por el momento. Una chica italiana, menor de edad, evidentemente, es algo que puedes embarcar en los yates de Punta Ala, para sacarte quinientas mil cada vez, con los peces gordos, en las fiestorras, en los barcos de la gente influyente.

El hombre dejó el vaso y se quitó las gafas oscuras para mirarle mejor la cara. Tenía dos hinchazones debajo de los ojos, dos bolsas tumefactas.

—El caso es que tengo un montón de chicas en el Tartana, no puedo contratar a más. Espero que lo comprendas —esbozó una sonrisa bastarda.

Francesca vaciló sobre el taburete. Se esforzó por contener el coágulo fangoso que se notaba en la boca del estómago.

—Pero tengo otro local, también en Follonica…

Se entregó por entero a aquella frase. No habría sabido decir por qué le importaba tanto aquel trabajo que no sabía siquiera lo que era. Ni ella misma era capaz de leer en su propio interior, el grumo de deseos indescifrables que la retenía allí, aferrada a la barra. El hombre con chaqueta y corbata, por lo demás, estaba pensando en cosas muy distintas. Pensaba que una así hasta querrá que la beses mientras se la metes.

—Es un local muy bonito, créeme, muy conocido… Más que el Tartana —la chica se estaba derrumbando literalmente a sus pies—. Viene gente influyente, tú ya me entiendes, gente de la que aparece todas las semanas en la prensa del corazón, pero en las revistas buenas, no te vayas a pensar…

—Me gustaría —resplandeció Francesca—, me gustaría trabajar en la tele algún día…

—¡Naturalmente! —dijo el hombre levantándose—. El camino es largo, pero tienes que tener fe y yo te aseguro que te echaré una mano… Eres muy mona, ¿cómo has dicho que te llamas? Francesca… —era evidente que el hombre estaba pensando en otras cosas—, eres maravillosa, Francesca. A mis locales, recuerda, sólo viene gente influyente. Permitimos la entrada sólo con chaqueta y corbata. Gente de Milán, de Roma, un montón de agentes de la televisión… y los conozco a todos personalmente.

Se había levantado del taburete y la invitaba con una mano a levantarse.

La examinó por última vez:

—Podrían fijarse en ti.

Francesca esbozó la mejor de sus sonrisas, hermosa y virgen.

—Entonces ¿eso es que sí?

El hombre sacó una gruesa cartera de cocodrilo y pagó con un billete de cien mil liras.

—Te haré una prueba —se puso otra vez las gafas, terminó de horadarla a través de los cristales oscuros—. La próxima semana. Ya te llamamos nosotros, Francesca. Francesca ¿qué más?

—Morganti.

—Bien, Francesca Morganti, me gustas, tienes talento. Yo estas cosas las siento a flor de piel. Haremos grandes cosas, tú y yo. Pero tenemos que verte bailar, antes. Ver cómo te manejas en general. ¿Me das tu número de teléfono?

Francesca titubeó. El número de casa. Peor que darle un par de bragas sucias.

—Perfecto, estupendo. Eres estupenda. Recuerda que el aprendizaje es largo, pero al final ya verás como llegas… Serás la azafata rubia de algún programa de éxito.

Antes de que desapareciera detrás del reflejo de los cristales, Francesca lo llamó tímidamente.

—Perdone, ¿cómo ha dicho que se llama ese local?

No lo había dicho.

El hombre se volvió por última vez, antes de desaparecer en el interior de un negrísimo Mercedes SLK.

—Gilda. Se llama Gilda.