¿Te acuerdas, Cri? Cuando hubo esa nevada. ¿Qué año era? ¿El 94, el 95? Perico del bueno, dijiste, material potente. ¿Cuántos años tendríamos entonces, coño? Quince, dieciséis como mucho. Y tú eras un mamón de verdad, un mamón de aquí te espero. Y con todos esos copos de los cojones. ¡La nieve, la nieve, gritabas, el perico! Resbalábamos en las aceras porque nadie tenía zapatos adecuados.
La nieve. ¿Y quién cojones la había visto? Habíamos visto la coca, pero no la nieve. Y tú, en determinado momento, la cogiste con la mano, te la llevaste casi hasta la nariz y dijiste: ¡Ale, cojones! ¡Ale, coge la nieve, mírala! ¿Qué ves ahí dentro? No, así no, mira justo dentro del copo. Yo que encima te seguía escuchando. No veo una mierda, Cri. No, estate más atento, mira el signo, el jeroglífico que hay dentro. No veo… Pero ¿cómo? ¡Si ahí está el símbolo de Ilva!
Te volviste a mirarme bajo el cielo blanco con una sonrisa mágica. Y a nuestro alrededor —la calle, el patio, los pilares de cemento— todo respiraba despacio. ¿Qué era, Cri? ¿Un chiste que pretendía tener gracia, o algo más? Las playas estaban completamente blancas, teníamos copos en el pelo y en las puntas de las pestañas. No sentíamos frío. Todo era harina y leche, todo mudo, se ahogaba despacio. Otro mundo.
Ahora Alessio estaba de pie, en el centro de la plazuela desierta en el parque de tochos, y sujetaba un móvil de última generación en la mano. Entretanto, volvía a pensar en todo aquello.
Se llamaba Ilva, en el 94 o 95. Y su abuela se llamaba Ilva, y la abuela de Cristiano también. Las abuelas de un montón de gente, las que nacieron después de 1918: todas Ilva. La fábrica, en cambio, había cambiado de nombre. Podía permitírselo. Deslizarse entre las palabras con desenvoltura, evitar el bautismo final.
«¿Sabes lo que quiere decir?», le preguntó Elena un día, después de hacer el amor. Estaban tumbados entre peluches y sábanas en el cuartito de ella. «¿Por qué, es que quiere decir algo?» Elena se había reído, como tenía por costumbre, en parte para tomarle el pelo, en parte porque estaba enamorada. Qué bien sabía reírse ella, cómo sabía decir: todo quiere decir algo.
Ilva, le había dicho, sonriendo, semidesnuda. Es el nombre antiguo, el nombre etrusco de la isla de Elba.
¡Leches! Es como decir que el paraíso y la mierda se llaman igual, había soltado, sorprendido. Sujetaba el cuerpo delgado de ella sobre el suyo, rudo y basto.
¿Y sabes cómo se llamaba al principio, pero al principio principio? Venga, suéltalo. En 1865, cuando se fundó, se llamaba Taller Perseverancia.
¡Manda cojones! Perseverancia… Suena a poema de Carducci.
Cuando le contrataron a él, en el 98, ya se había convertido en Lucchini, que no se entiende si es masculino o femenino. Pero, por lo menos, el paraíso y la mierda ya no tenían el mismo nombre.
Te lo prometo, he buscado «acero» y no quiere decir una mierda. Es una aleación, le dijo ella frunciendo el entrecejo. Sí, pero yo lo he buscado en el diccionario y no quiere decir una mierda. O sea, no es una palabra que esconde otra palabra. Quiere decir eso. Y nada más.
Es la historia, Ale, es que hay minas de hierro en la isla de Elba y todo empezó por ahí.
Ahora Alessio estaba en el centro de la plazuela con el sol en la cara y el móvil en la mano, y ni él mismo sabía por qué se le venía a la cabeza de nuevo todo eso.
Cristiano le explicaba, gritando, lo que tenía que hacer para grabar el vídeo.
—¡Aprieta arriba! —chillaba—. ¡Ahora no, después! ¡Pero aprieta el botón de arriba!
Estos móviles que hacen fotos y vídeos eran nuevos, y Alessio no entendía un pimiento. Entretanto, Cristiano se había desnudado y estaba haciendo el imbécil. Se había subido completamente desnudo a un enorme buldócer y agitaba los brazos.
—¡Ahora, Ale, ahora!
Alessio apretó el botón y en la pantalla del móvil apareció la imagen.
Imagen en movimiento de un cuerpo rosa que se movía, con el pito fuera, dentro de una cabina amarilla y negra que parecía un animal fantástico.
—¡Venga, que lo colgamos en YouTube!
Dos o tres obreros se habían parado y se mantenían a un lado mirando esa escena demencial de un gilipollas que filmaba a otro gilipollas que iba y venía subido a la excavadora con la pala levantada.
Hizo una maniobra, como si tomara carrerilla con aquel monstruo de no se sabe cuántas toneladas. Se levantó sobre dos ruedas.
—¡Mira! ¡Está haciendo el caballito con la excavadora!
Alessio, a la vez que seguía filmando, meneaba la cabeza, divertido.
Cristiano gritaba como un loco desatado. Solía exaltarse cuando arriesgaba su vida en la pala mecánica, y alzaba el cucharón hasta lo más alto, como la antena de un saltamontes gigante.
Cundía el asombro a su alrededor. Los obreros paraban de trabajar, dejaban sueltos y sin vigilancia las maquinarias, las grúas, los puentes. Levantaban la cabeza para disfrutar de la escena y se llamaban unos a otros.
—Menudo subnormal —dijo uno—. ¡Pero mira qué gilipollas de los cojones!
Acudió Mattia:
—¡Venga, vuélcate!
Cristiano seguía haciendo el caballito sobre las dos ruedas posteriores, sin llegar a volcar, sin llegar a hacerse papilla en el suelo debajo de la excavadora. La gobernaba como a un toro, y la gente empezaba a aplaudir.
—Si vuelca, ya verás qué risa —dijo Mattia acercándose a Alessio.
—Lo hace por su hijo —dijo el otro.
—Lo hace para subirlo a una página porno.
Pero en determinado momento, Cristiano hizo mucho más que mantenerse sobre dos ruedas con el buldócer.
Giró sobre sí mismo: una, dos, tres veces. Giró tan rápido como una peonza, levantando una polvareda, levantando cúmulos de limadura de hierro por el cielo azul. Siguió girando, sobre las dos enormes ruedas del monstruo metálico, echó de repente el freno de mano una cuarta vez. Y todos cayeron en delirio. Entonces llegó el jefe de sección, que quería partirle la cara.
Ilva es el nombre secreto de Elba. El secreto que tiene en un puño a la fábrica.
Alessio vio al jefe de sección que cogía a Cristiano por el colodrillo, como si fuera un gato. Vio la enorme extensión de naves y chimeneas, con el triturador del material inerte en medio. Una especie de escorpena robótica que trituraba los restos de las chimeneas y los semielaborados que salían mal, a través de una probóscide dentada y aserrada.
No era capaz de relacionar realmente todo aquello con una decena de balsas etruscas que transportan hierro, unos hombrecillos que funden hachas de guerra. Algo así como hace un milenio. Y Cristiano, desnudo como un gusano, se daba de golpes con el jefe de sección, un puñetazo bien colocado en el centro del ojo.
—¡Te juro que esta vez te vas a la calle, cabeza de chorlito!