Lisa alcanzó a Francesca en la marquesina del autobús.
Caminaba despacio, apretando los puños. No era tonta, ahora se daba cuenta de las cosas. Decididamente, se había equivocado en todo: hubiera debido escoger a Anna como amiga, no a Francesca.
La otra se estaba levantando de la acera en la que acababa de resbalar.
—Uf, me he hecho una carrera en la media…
—¿Y qué coño me importa a mí? —contestó Lisa.
Francesca la miró sorprendida, pero al cabo de un momento se le oscureció la cara:
—Oye, niña, calma…
Como diciendo: aquí la que mando soy yo, que no se te olvide.
Pero Lisa, esta vez, no le seguía el juego:
—Me tienes hasta las pelotas, France. ¿O qué?, ¿crees que no sé que sólo te sirvo para darle celos a Anna?
Francesca se quedó pasmada.
—Estoy hasta las pelotas, ¿lo entiendes? ¡Y el autobús te lo coges tú solita! Yo me vuelvo andando… —estalló—. Mejor dicho, ¿sabes lo que te digo? Que desde hoy tú y yo ya no somos amigas.
Se dio la vuelta para marcharse.
A Francesca se le había demudado el rostro: nadie se había permitido nunca tratarla de esa manera, mucho menos una pringada llena de granos.
—Pero ¿es que crees que me importa? Paso de ti, tía —le gritó mientras se iba—. ¿Es que no te ves? ¡No eres más que una ballena de mierda! Muy bien, vete andando… ¡A ver si adelgazas!
Lisa se detuvo de repente en medio de la plazuela del autobús. Volvió sobre sus pasos a toda velocidad.
Ni ella misma sabía de dónde le brotaba todo aquel valor.
Se detuvo frente a ella y le escupió a la cara:
—¡Tú no vales ni el dedo meñique de Donata!
Y esta vez se marchó de verdad, dejándola sola en la marquesina.
Cuando giró en Via Petrarca, debajo de los soportales, la tensión se le relajó de golpe. Qué grande eres, Lisa, se dijo sonriendo, uno a cero.
Francesca se había quedado de piedra.
Durante unos instantes fue incapaz de mover un solo músculo. Vete a tomar por culo, Lisa, iros todos a tomar por culo.
Sí, ahora estaba sola de verdad, la más sola del mundo. No venía ningún autobús, y además tenía una carrera en la media. Pero total, para ir adónde, ¿a casa?
Lo mejor sería que el autobús no llegara nunca.
Se sentó en un banco y se llevó las manos a la cabeza.
Cómo le dolía… Con toda su belleza no conseguía nada. Ella odiaba aquel mundo. No había ni un solo cabrón, en esa mierda de planeta, que la quisiera. Eso era lo que pensaba y, aunque no quería, lloraba a mares.
En realidad, sí que había alguien que la quería. Es más, había un pobre desgraciado, perdidamente enamorado de ella, que la había estado buscando toda la tarde y que ahora, cuando la vio —sola y llorando en el banco—, casi no podía creérselo.
Corrió a su encuentro como una exhalación, llegó todo jadeante y emocionado.
—¡Lárgate! —le gritó Francesca en cuanto lo vio.
Nino dio dos pasos hacia atrás. ¿Cómo era posible que resultara siempre tan difícil?
—¿Qué ha pasado? —se atrevió a preguntar.
—Nada —masculló ella sujetándose la cabeza con las manos.
—Desde que te conozco, siempre estás llorando y diciendo que «nada»…
—¡Pues lárgate y déjame en paz!
—Es que no puedo resistir el verte así…
Nino estaba abatido y no sabía qué hacer. Se armó de valor y se sentó en el banco a su lado.
—Te he dicho que me dejes en paz —empezó a decir Francesca con la boca apelmazada de llanto.
Pero Nino no la dejó terminar, y la abrazó con fuerza por impulso.
Y Francesca se quedó allí un rato, entre esos brazos, porque es bonito que haya alguien a tu lado que te ciña y que te dé calor. No quería volver a casa, estaba harta de Via Stalingrado, de Piombino, de limpiarle las comisuras de la boca a su padre.
Se espabiló:
—Nino, de verdad… —e hizo ademán de apartarse.
—Pero, France… ¿Por qué no quieres estar conmigo? ¿Por qué te tratas tan mal? —él ya no soportaba el guardarse aquella pregunta dentro—. Yo te lo he dicho de todas las maneras, pero tú no te quieres enterar… —había llegado la hora—: ¿Quieres salir conmigo?
En aquel momento, llegó el autobús.
Francesca se levantó de golpe.
—¡No puedes hacerme siempre lo mismo! —dijo Nino reteniéndola—. No te vayas…
—Nino —le dijo ella, soltándose—. Nino… —repitió con calma—, a mí no me gustan los tíos.
Subió al autobús y éste arrancó.
Si le hubiera dado un mazazo en la cabeza, no le habría dejado más aturdido.
Mientras ocurría todo esto, Anna estaba cruzando la Piazza Verdi sin darse cuenta de nada. Daba la vuelta en Via Petrarca, la recorría andando a paso rápido. ¡Basta!, se repetía en su cabeza. A Mattia lo dejo, esta vez corto. Es un subnormal profundo. ¡Me lo ha estropeado todo!
Estaba cabreada y desesperada. Quería que volviera Francesca. Ya estaba bien de fingir. Ahora se iba a casa y la esperaba en el patio, en el banco donde estaban escritas las cosas, donde aún se leía en mayúscula: Anna y France forever together. Se las vería con ella de una vez por todas.
—A ver, ¿qué es lo que pasa? —le diría—. ¿Que el problema es Mattia? ¿Que te cae mal? Estupendo, le he dejado.
Pero cuando llegó a la Piazza Costituzione, delante del bar Pingüino, advirtió un coche negro aparcado en doble fila con los cuatro intermitentes encendidos y se detuvo. Era un enorme Mercedes que relucía como un espejo, un Clase E con matrícula de Livorno. Se acercó, leyó bien todas las cifras.
Cojones. Era el coche de su padre.
Anna se quedó de piedra. Echó un vistazo por las ventanillas oscuras: dentro no había nadie.
Y, sin embargo, en algún sitio tendría que estar el babuino. Debía de estar a la fuerza por los alrededores: el coche tenía los cuatro intermitentes puestos…
Anna se escondió detrás de un pilar de los soportales y permaneció a la espera. Todo era absurdo, claro. Pero por lo menos esa mierda de babuino no estaba en Brasil o en Santo Domingo.
Seguía esperando, con el corazón en la garganta, vigilando desde detrás del pilar la zona del coche.
Al cabo de cinco minutos, lo vio. ¡Era él!
Arturo salió alegre del bar, caminando tan enjuto como siempre. Llevaba algo en las manos, una especie de paquete o algo así, y se estaba riendo a carcajadas. Era un desgraciado y se reía. Hacía cuatro meses que no pisaba su casa y ahí estaba, dándose un plácido paseo por Piombino… ¡No era un paquete lo que llevaba en las manos: era una botella de champán!
Este tío es idiota, pensó Anna, es un cabrón con todas las letras.
En aquel momento hubiera querido salir al descubierto, aferrarle de la chaqueta y gritarle: «¡Pedazo de cabrón! ¿Por qué no vuelves a casa? ¡Porque eres una mierda!».
Pero no estaba solo. Había otro hombre con él.
Ambos iban bien vestidos: pantalones y chaquetas negras, camisas blancas con el cuello desabrochado. Ambos con aire arrogante y gafas de sol.
Anna vio cómo su padre montaba en el coche junto a aquel hombre, hacía una maniobra y se alejaba.
Se le hizo un nudo en la garganta, sintió lagrimones en los ojos. Y no pudo resistir.
En la primera cabina telefónica que encontró metió una ficha y marcó el número de Mattia.
—¡Mi padre es una puta mierda! —gritó entre lágrimas al auricular.
Y Mattia, que estaba alelado por los porros, no entendía un pimiento.
—¡Mattia! ¡Lo he visto! ¿Es que no lo entiendes? ¡Está en Piombino! Y a nosotros, ni caso… Mamá revienta si se lo digo… Mattia, ¿qué debo hacer? —y venga a llorar y a sollozar y a dar puñetazos en el cristal de la cabina telefónica.