30.

Nino y Massi lo escuchaban atentos, mirándolo fijamente a los ojos.

—¡Es que no tienes que mandarle flores, tú! ¡Tú la coges, le das la vuelta y la echas directamente sobre el capó! —le estaba diciendo Cristiano a Nino.

Gritaba tan fuerte que algunos de las mesas de al lado se volvieron divertidos hacia ellos. Alessio fumaba y miraba al otro lado, al paseo que empezaba a abarrotarse de adolescentes.

—¡Porque a las mujeres hay que tratarlas a palos! En los asientos de atrás, como un perrito…

—¡Sí, pero es que yo no tengo coche! —objetó Nino con un atisbo de desesperación.

—¡Vale! ¿Y qué es lo que tienes? ¿Un escúter? —resopló Cristiano. Él sabía un montonazo, era un tío que había vivido, y resulta que le tocaba perder el tiempo con este chavalín enamorado de la vecina de enfrente. En parte le fastidiaba, pero se exaltaba también explicándole cómo funciona el mundo.

Un día se lo explicaría también a James, y esa idea lo llenaba de orgullo.

—¡Pues vale! ¡La doblas sobre un asiento, os revolcáis en un prado, en un aparcamiento, donde te dé la gana! ¡Pero no le mandes flores, cojones!

Nino se volvió pensativo.

A Massi el Jack Daniel’s a las cuatro de la tarde empezaba a subírsele a la cabeza.

—Es que France…, es que tú no la conoces ni na’ —Nino meneó la cabeza—. Es una que no lo ha hecho nunca, es difícil… Si ni me mira. No es de esas que tragan, ¿entiendes? Es un follón…

Cristiano perdió la paciencia, dejó el vaso sobre la mesa ruidosamente a propósito. Llevaba horas intentando hacer entender a esos dos asnos cómo se consigue follar. Se bajó las gafas de sol que le había comprado a un vendedor ambulante y dijo:

—¡Oye, tronco! ¿Es que no me has visto a mí, con los tacos que tengo? ¡A mí —se dio un puñetazo en el pecho— las mujeres me duran lo que un gato en la carretera!

Alessio se levantó para pedir otro spritz. Ya había oído suficiente.

Nino y Massi se quedaron en silencio reflexionando. En su cerebro había gatos titubeantes al borde de los guardarraíles, que en determinado momento se armaban de valor, se lanzaban a la calzada de la nacional y justo en ese momento ¡zas!, aplastados por un coche.

Por mucho que se esforzara, Nino no era capaz de relacionar esa imagen con la de un eventual polvo con Francesca.

Los cuatro esperaban algo: que la tarde del sábado llenase las calles de ciclomotores y de chicas guapas, que se desatara una pelea, que apareciera Francesca vestida como para cortar el hipo, y Sonia, Jessica, y hasta Elena, que dieran señales de vida Mattia y Anna, que llevaban una semana encerrados en casa, y que, en definitiva, ocurriera algo de una vez en la primavera recién iniciada en aquel coñazo de sitio.

Estaban tirados ante una mesita del bar Nazionale en el Corso Italia, con las espaldas hundidas en las sillas, las piernas estiradas por debajo de la mesa. De vez en cuando lanzaban miradas feroces y gratuitas a los transeúntes, del tipo: tú no sabes quién soy yo.

A su alrededor, en las otras mesas del bar, grupos de jubilados exageraban con el aguardiente y los cigarrillos sin filtro. Chicas con vaqueros ajustados y el ombligo a la vista pasaban por delante meneando el culo, iban dándose el brazo y reían en voz alta. Caminaban rápido con sus bailarinas doradas, a la caza del más guapo de la clase. Y ellos, los viejos, se volvían en las sillas para mirarlas, con la ilusión de estar aún en danza.

Los cuatro chicos permanecieron sentados más de media hora en la terraza del Nazionale. Si es que puede llamarse terraza a una especie de quiosco frustrado, montado medio torcido entre la calzada y la acera. Enfrente, en la Piazza Gramsci, un grupillo de niños jugaba a la pelota golpeando puntualmente los faros de los coches, mientras otros la emprendían a pedradas contra el monumento erigido en memoria del titular de la plaza.

Alessio observaba todo eso y Cristiano desgranaba consejos sobre cómo colocar a una mujer dentro de un coche y encima de un escúter.

Entretanto, en el banco de al lado, junto a una filial bancaria, como si estuvieran aparcadas, había tres viejas con el pelo teñido y la cara recubierta de maquillaje. Tres viudas o tres solteronas, que cada tarde se sentaban allí esperando no se sabe bien qué.

—¡Ahí está, ahí está!

Nino dio casi un salto en su silla al verla.

—¿A qué viene tanto grito? ¡Calladito! —le susurró Cristiano—. Ahora cuando pase tú haz como si no existiera.

Como si no existiera… Era mucho decir.

Francesca se acercaba como una diosa desde el fondo de Via Pisacane, cruzaba la calle con su minifalda y sus tacones, y la chaquetilla vaquera atada a la cintura, y Nino sentía que el corazón le martilleaba desde los talones hasta las sienes. Francesca emergía, clara y rubia, entre la gente que se agolpaba en la calle, y ni siquiera ese sapo verrugoso de Lisa, a la que llevaba del brazo, podía mellar su belleza.

Nino, Massi, Cristiano, Alessio y todos los jubilados babosos que ganduleaban en el Nazionale se habían vuelto a mirarla, para excavarla con sus ojos inflamados y fijos.

No les hacía ningún caso. Pasaba ligera, suspendida en un aura completamente suya. Sólo Lisa, frunciendo el ceño, medía asombrada el exagerado efecto que su amiga provocaba en los varones.

—¡Hola! —gritó Nino desde la mesa, levantando una mano insegura.

Francesca apenas se volvió hacia él.

—Hola —contestó aburrida con un hilillo de voz.

Un «hola» comprensible sólo a través de los labios, se lo había tirado como una limosna asqueada. Pero él se había exaltado de todas formas y se removía en su silla.

—Ni en diez años, te lo juro, ni en veinte te la follas a ésa —comentó Cristiano entre risas.

Pero Nino ya no escuchaba nada de nada, miraba hipnotizado la acera por la que Francesca se iba abriendo paso.

Ahora se había parado ante el escaparate de Intimissimi. Le estaba señalando a Lisa sujetadores y tangas. Ese escaparate debía de interesarle realmente mucho, porque permaneció allí delante más de cinco minutos. Y en esos cinco minutos, Nino pensó de todo. Acercarse hasta ella, besarla de repente sin pedirle permiso. O mejor aún: meterse en la tienda y salir con una decena de bragas empaquetadas, dos bolsas llenas que harían que se desmayara de la sorpresa. Nino le dio varias vueltas a esa oportunidad, pero a fin de cuentas, no tenía una lira.

Cuando la vio alejarse del escaparate y desaparecer entre la multitud, se levantó de repente de la silla.

—Vámonos —le dijo a Massi.

Se marcharon sin despedirse y, sobre todo, sin pagar. Cristiano y Alessio les vieron lanzarse en medio del paseo detrás de Francesca y menearon la cabeza.

—Es demasiado bobo para llegar a nada —dijo con sarcasmo Cristiano—, y Francesca está demasiado buena.

—Ya… —Alessio se había puesto pensativo—. Desde que mi hermana está con ese subnormal, ya no se hablan, ¿lo sabías?

—Lo sé. Pero y tu hermana con Mattia, ¿qué? ¿Qué hacen esos dos?

—¡Qué coño sé yo! —escupió Alessio—. No me hagas pensar mucho en eso…

Cristiano se echó a reír:

—Ay, esa hermanita…

—Francesca está muy rara… —prosiguió Alessio absorto—. Siempre la he visto en mi casa, ¿no lo entiendes? Son amigas desde que tenían dos años. Mira que lo siento. Y además, hay algo que no me cuadra…

—Tendrá celos de Mattia, ya se le pasará.

—Se le pasará —Alessio se terminó el spritz y miró fijamente a Cristiano—, pero ahora, con la historia de su padre…

Enrico era uno de esos maridos y de esos padres de familia que, incluso antes del accidente, nunca aparecían por el bar. Enrico, cuando no estaba trabajando, se quedaba en casa viendo la televisión, o lavaba el coche, o desmontaba y volvía a montar los electrodomésticos.

—Es un asqueroso —dijo Cristiano, repentinamente serio—. Ale, no te olvides de esto. Ese hombre es realmente asqueroso y metería la mano en el fuego a que está fingiendo que es un retrasado para metérsela en el culo a la Lucchini.

A las cuatro y media de la tarde, los institutos escolares de Piombino se habían derramado por el centro, para exhibirse de paseo.

Pelotones de chicos, con las Nike plateadas y vaqueros desgarrados a la altura de las nalgas, avanzaban decididos hacia la Piazza Bovio, acelerando el paso como si tuvieran prisa. Después, al llegar a la Piazza Bovio, volvían sobre sus pasos y regresaban a la Piazza Gramsci. Un ir y venir incansable, de Gramsci a Bovio y de Bovio a Gramsci. Hasta que les entraba hambre, y entonces se apretujaban chillando en el cuchitril de la freiduría.

Delante del Rivellino o en el salón de juegos Excelsior, intentaban en manada una aproximación a las compañeras de clase. Quinceañeras vestidas como Britney Spears, la sombra de ojos y el carmín dados a escondidas de sus padres ante el espejo retrovisor de los escúteres.

Algunas, emperifolladas de esa manera, hasta resultaban monas. Los chavales se agolpaban a su alrededor, soltando las palabrotas más epatantes en un intento de abordarlas. Un esfuerzo inútil, porque ellas no les prestaban la menor atención: su objetivo eran los mayores.

A las que estaban a su alcance, en cambio, generalmente con granos y sobrepeso, les pegaban chicles masticados en la cabeza.

Lisa las miraba sintiendo compasión por ellas y por sí misma, que caminaba, inútil y previsible, al lado de Francesca. Un feo accesorio, la bolsa de la compra: así se sentía. Y no entendía por qué cada sábado tenía que someterse a esa tortura: caminar al lado de la más guapa de Via Stalingrado.

¿Qué le obligaba a hacerlo?

Francesca no se perdía un solo escaparate: que si Replay, que si Rinascente, que si Benetton y hasta Semaforo Rosso, que vende ropa para viejas. Lisa sentía remordimientos, porque, como siempre, había dejado a Donata en casa.

—¿Acabas de una vez? —gritó irritado.

—Un momento…

Anna estaba sentada en la 125 metalizada de Mattia, en medio de una fila exponencial de Phantom, Typhoon, Caio y otras motos aparcadas de través en la acera. Se afanaba aplicándose el lápiz negro en torno a los ojos, encorvada sobre el espejito redondo.

Mattia la miraba impaciente.

—Pareces Moira Orfei[9] —le dijo cuando levantó la cabeza.

—Vete a tomar por culo.

Anna se puso a buscar el rímel en el bolso y, para encontrarlo, acabó sacando cantidades industriales de cosas.

—Pero ¿quién va a verte para que te pintes tanto? ¡Soy yo tu chico!

Anna resopló y no contestó, absorta en aislar del caos el tubito del rímel.

—¡Si hasta te has traído jabón! —gritó Mattia exasperado.

—Y si no, ¿cómo me desmaquillo, perdona? Pon que esta noche vuelve mi padre por casualidad… Si me ve así, ¿te imaginas lo que sucedería?

—¡Una buena paliza es lo que tendría que darte! —rió Mattia. Después añadió más serio—: ¿Ha dado señales de vida?

—¿Quién? ¿El babuino? ¡Mejor así! —Anna encontró el rímel y se untó bien las pestañas—. Llamó la semana pasada: siempre nos promete que está a punto de volver. Mamá dice que ha huido a Santo Domingo, y que ahora, mientras nosotros estamos aquí, él está debajo de una palmera, pasándoselo como un enano…

Mattia escuchaba en silencio.

—Pero yo lo conozco, sé cómo es —prosiguió Anna—. ¡Ese mamón es capaz de presentarse de buenas a primeras, así, plas! Aparece, suelta sus gilipolleces, nos trae unos pastelitos… ¡y después me tira una silla a la cabeza porque me he maquillado la cara!

—Venga, que tu hermano nos está esperando.

—¡Un segundo!

Anna cerró el bolso, se arregló los rizos, bloqueó el manillar y saltó del escúter.

—Pero demos una vuelta, no nos quedemos todo el rato con Alessio, que no tengo ganas…

Mattia se encaminó, rápido e irritado. Anna tenía en la cabeza planes muy distintos a quedarse en el bar Nazionale, respirando humo pasivo y retorciendo pajitas. Anna, aunque no se lo admitiera a sí misma, esperaba verla.

Cuando estuvieron de nuevo delante de Calzedonia, Francesca quiso pararse otra vez.

A Lisa no le quedaba más remedio que obedecer. Justo en ese momento Mattia y Anna cruzaban la calle. Sólo Lisa se dio cuenta, pero no le dijo nada a Francesca.

—¡Virgen santa, qué tía más buenorra!

Uno de los paletos aposentados en el Ice Palace (otro bar de Piombino dotado de quiosco y con una fauna particular) clavaba una mirada entusiasta sobre aquella rubia absorta en comparar las medias expuestas en el escaparate.

—Leches, es que estás buenísima, niña, ¿lo sabes?

Francesca no tenía dinero para las medias, de modo que se apartó del escaparate y retomó su pasarela sin dignarse a dirigir una mirada a los espectadores, a esos matados a pajas del bar con un olor a Martini encima que llegaba hasta allí.

—¡Oye, que no eres la única! Que de los aires que te das te va a entrar un resfriado…

Francesca paseaba como en una urna, arrastrando con ella a Lisa. Aceptaba pararse a hablar sólo con los chicos mayores y bien vestidos, únicamente para matar el tiempo. Le aburrían hasta los cumplidos.

El invierno anterior, las tardes de los sábados, paseaba por el Corso Italia con Anna, e iban cogidas de la cintura, ambas con las manos metidas en los vaqueros de la otra, como los novios, y lo primero era una parada en el estanco para comprar chicles y té frío, después un alto en la freiduría, donde devoraban mil liras de pasta frita. Y al final se pasaban por la perfumería para robar barras de labios.

Francesca era la persona más feliz del mundo cuando se bebía con una pajita su té frío junto a Anna, mientras se sonreían y se susurraban cosas, y todos los chicos las miraban diciendo: «¡Hay que ver lo bien que chupáis esas pajitas!».

Ahora sentía una aguda rabia. Aquella cabrona ni siquiera se había acordado de su cumpleaños, no la había felicitado por Navidad, no le había metido ni una sola notita por debajo de la puerta en todo este tiempo. Y ahora le tocaba ponerle el babero a su padre en el cuello y darle de comer. Odiaba todo y a todos.

También a Anna, que en ese momento estaba sentada en el Nazionale, obligada a aguantar a su hermano y a ese otro idiota de Cristiano —que eructaban, se liaban porros debajo de la mesa y hablaban del cobre, del perico, siempre de las mismas cosas—, le habría gustado echar hacia atrás la cinta magnética del tiempo, detenerla en la instantánea de Francesca y ella delante de la sección de L’Oréal en la perfumería y después apretar hasta el infinito el rewind.

Lo que se divertían robando barras de labios, lápices de ojos. Montaban toda una representación, antes de alargar la mano… Anna lo recordaba perfectamente. Jugaban a las señoras: «Pruébate ésta, Francesca, ¿no es estupenda? ¡Oh! ¡Creo que te queda perfecta!». «No, no, Anna, ¿no ves que me sienta mal a la cara? ¡No, de verdad, no acaba de satisfacerme!» Y en medio de todas esas solfas, en vez de dejar la sombra de ojos donde la habían cogido, se la metían en el bolsillo.

Anna pensaba en todo aquello y sonreía.

Si se topara con ella hoy, por casualidad, quizá le propusiera de inmediato un robo. Y quizá Francesca le dijera que sí y corrieran juntas a las perfumerías, a los expositores de la COOP… Juntas, como siempre, como si nunca hubiera ocurrido nada. Imposible. No se puede poner el contador del tiempo a cero. Pero, a fin de cuentas, ¿qué culpa tenía ella?

Anna observaba a las chicas de trece años desfilar por el paseo, emperifolladas de baratijas como árboles de Navidad. Observaba a su Mattia, que le daba dos caladas al porro antes de pasárselo a Cristiano, y a Cristiano, que se reía como un idiota. Menudo coñazo.

No quería admitir que todo era mejor antes, cuando eran amigas.

Entretanto, los altavoces del equipo de música, colgados con cuerdas de cualquier manera en las esquinas del quiosco, emitían una canción de Renato Zero. Será que nosotros dos somos de otro, lejanísimo, planeta. Y Anna se puso a escucharla. Pero el mundo desde aquí parece sólo una trampilla secreta. Todos lo quieren todo. Es verdad, pensaba Anna. Nosotros no haremos lo que el resto de la gente…

—¡Eh, tíos, menuda gusa me ha entrado!

Cristiano, víctima de repente de un ataque de hambre.

—Toma ya, yo también… —dijo Mattia—. ¿Qué hacemos? ¿Le damos a un trozo de pizza?

—Nooo, me apetece un helado…

—Pues vamos al Chochón —dijo Alessio poniéndose de pie.

El Chochón, hay que precisarlo, era la heladería Show One.

—¿Qué estás haciendo, Anna? ¿Pensando? —tiró de ella Mattia—. ¡Venga, mueve el culo!

Anna se levantó molesta de la silla mientras Renato Zero cantaba Los mejores años de nuestra vida.

Entretanto, al cabo de más de una hora, un jubilado del bar Nazionale cedió, tomando una decisión: se acercó a ofrecer un caramelo digestivo a una de las tres viejas, las solteronas acuclilladas delante de la sucursal bancaria. Y ella, la escogida, se animó de repente y, ocultando el bastón detrás de la espalda, estalló en fantásticas carcajadas.

—France… ¿Sabes lo que estoy pensando? —se atrevió a decir Lisa delante del escaparate de Semaforo Rosso.

Una persona normal respondería, diciendo «¿Qué?» por lo menos. Pero Francesca ni se molestó en abrir la boca.

—Pensaba —tragó saliva— que el próximo sábado podríamos traernos a Donata con nosotros.

Francesca seguía comparando precios, muda e indiferente.

—No me apetece seguir dejándola en casa.

Silencio. Francesca se apartó y empezó a andar.

—Es mi hermana —protestó débilmente.

La otra se detuvo al instante.

Se volvió hacia Lisa y le clavó dos pupilas ardientes en los ojos.

—Escúchame bien —dijo—: Yo ese aborto no lo quiero a mi lado. Ni pensarlo.

Siguió caminando, derecha como una vara y a buen paso.

Lisa permaneció unos metros más atrás. Había sentido algo que se agrietaba y que se quebraba después en el pecho. Algo que era dolor, desde luego, en estado bruto, pero también rabia. Esta vez no, no podía perdonárselo.

—Me apetece un helado —dijo Francesca, como si no pasara nada.

Lisa se fue tras ella, pero esta vez estaba enfadada de verdad. Por lo demás, no se imaginaba lo que había detrás de aquella andadura desenvuelta y arrogante, detrás de aquel rostro de diva cinematográfica.

En casa de Francesca nunca había estado.

Cuando entraron en el Chochón, se abrieron paso entre el gentío hasta el mostrador de los helados. Pistacho, Kinder Bueno, Pitufo, Arándanos… Francesca examinó todos los sabores antes de elegir. Después se puso en la cola de la caja para pagar el tique, y allí se encontró con Jessica y Sonia.

—¡Anda, France! ¿Qué te cuentas? —le preguntó Sonia.

—Nada —contestó Francesca. No tenía ganas de hablar con ellas.

Si hubiera girado la cabeza hacia la izquierda habría visto a Mattia, que fingía estar dándose cabezazos con Alessio.

—¿Qué tal las clases?

—Ya no voy al colegio.

—¡Ah! —dijo Jessica—. ¿Te has puesto a trabajar?

Había dejado a Lisa en algún sitio, no se acordaba de dónde, en la heladería repleta de gente.

—Lo estoy buscando —cortó Francesca. Una mierda iba a contarle sus cosas a esas dos, ni pensarlo. Hizo ademán de alejarse. Se dio la vuelta.

Y de repente, cuando menos se lo esperaba, se la encontró delante.

Sintió que el corazón se le subía a la garganta y empalideció de pronto.

Anna, zarandeada al igual que ella entre el gentío, casi dio un brinco. Ella también se había topado, al darse la vuelta, con su amiga del alma, a dos centímetros de su nariz.

Era totalmente lógico que acabaran por encontrarse en el Corso Italia el sábado. A decir verdad, no esperaban otra cosa ambas. Pero ahora que era real, tenían ambas esa absurda expresión en la cara. Y así seguían, a un palmo entre la muchedumbre. ¿Y ahora qué coño hago?

Pasó un instante, no mucho más, en el que se tocaron con los codos y las rodillas, haciéndose muchas cosquillas. Pasó un instante en el que se miraron incrédulas. En sus cabezas había tantas cosas que decir y que hacer que al final no había nada.

Anna hubiera querido gritar, de un tirón, sin tomar aliento: «France lo siento vente a vivir conmigo ya está bien huyamos juntas Mattia es un mamón tu padre es un ogro ya te ayudo yo a atarlo y a amordazarlo vamos a robar barras de labios ¿de qué sabor quieres el helado?». Pero seguía callada, con la boca seca.

Francesca, mientras tanto, pensaba que le gustaría abrazarla y sacudirla y besarla y revolverle todos esos rizos. Porque cuando eran amigas —mejor dicho, amigas no, hermanas— todo era hermoso y adecuado, y en cambio ahora era una mierda, y su padre un monstruo y hasta tenía que darle de comer, y todo era culpa de Anna.

Anna ni siquiera se había dado cuenta de que le había brotado una sonrisa tan grande como una casa. Francesca estaba a punto de ceder y sonreír a su vez cuando se presentó Mattia y su expresión se oscureció.

—¡Vaya! ¡Mira quién está aquí! —exclamó Mattia.

Anna se puso pálida. Lo fusiló con la mirada.

Aparecieron también Cristiano y Alessio, y Sonia y Jessica, toda la alegre pandilla con los párpados a media asta y renqueantes sonrisas obtusas.

—¡France, cuánto tiempo! —gritó Cristiano—. ¡Coño, hay que ver lo buena que estás! —y le dio un codazo a Alessio.

Francesca empezó a mirar hacia todos lados.

Anna, instintivamente, hizo ademán de cogerla de la mano, pero justo en ese momento apareció Lisa y Francesca se le echó encima.

Frente al mostrador de los helados, entre la gente que levantaba las manos, gritaba:

—¡Un cucurucho! ¡Una tarrina! Dos sabores, no, tres… ¡Perdone! Lo quiero con leche, del negro no…

Frente a todo eso, Anna había intentado tocarle la mano a Francesca, pero Francesca ni se había dado cuenta.

Ahora se había asido a Lisa, no la soltaba. Y Lisa, que en realidad estaba negra, lanzaba a Anna miradas llameantes. «Lo mejor sería que te la quedaras tú, a esta cabrona», le hubiera gustado decirle.

Francesca se largó a toda prisa sin despedirse de nadie. Pidió el helado, arrastró a Lisa de un brazo y desapareció.

Ahora quería irse enseguida a casa. Caminaba hacia la parada del autobús en la Piazza Verdi. Estaba muy emocionada. ¡Se habían rozado! Francesca estaba desencajada y echó a correr. No, no la perdonaría nunca. En la marquesina perdió el equilibrio y tropezó con el bordillo de la acera.

—¡Desde luego, menudo subnormal que eres! —le gritó Anna, enfurecida, a Mattia.

Éste, riéndose a carcajadas, no se daba cuenta de nada.

—¡Coño! ¿Es que no veías que estábamos solas?… ¿Para qué cojones te has acercado? —estaba furiosa.

Todos se reían.

—Sois unos drogatas y unos pedazo de cabrones… —la voz se le quebraba.

Sonia le tendió un cucurucho de pistacho y crema.

—¡Ya no me apetece el helado!

Anna cogió el cucurucho y lo lanzó contra el suelo en medio de la heladería tomada al asalto.

—Y tú… —Anna se dirigía a Mattia—, tú… —tenía los ojos llenos de lágrimas—: ¡Lo has estropeado todo!