29.

Se encontraron un sábado por la mañana, en el colmado del final de Via Stalingrado.

Era una tienda pequeña, de esas destinadas a desaparecer en el curso de unos cuantos años, formada por una única sala, con las cajas de verdura diseminadas por el suelo, los paquetes de bollería y de galletas tan apretados en las estanterías que de un momento a otro podía venirse todo abajo.

Sandra estaba pidiendo un par de roscas y una baguette cuando oyó sonar la campana de la puerta y se volvió por curiosidad.

Vio a Rosa aparecer a través de la cortina de perlas.

Por un momento se quedó de piedra. En el curso de unos meses aquella mujer se había vuelto una vieja. La recordaba mal vestida, desde luego, pero con el rostro fresco aún, el pelo negro bien peinado… Ahora le habían brotado hilillos grises en las sienes y patas de gallo alrededor de los ojos. Las mejillas hinchadas, que caían a la altura del cuello, tenían un colorido amarillento que no presagiaba nada bueno. Arrastraba un carrito de motivos florales, de esos con el asa y las ruedas de goma que ni su propia tía utilizaba ya para ir a hacer la compra.

En cuanto la reconoció, Rosa bajó los ojos.

—Hola —le dijo Sandra, con un hilillo de turbación en la voz.

La otra contestó con un gesto de la cabeza y se puso enseguida a comprobar las hojas del apio.

Era evidente que quería evitarla. Sandra captó el mensaje, pidió otros dos panecillos.

—Es suficiente, gracias —lo metió todo en la cesta y pagó a toda prisa.

Pero una vez fuera, pensó que se había comportado como una cobarde y se detuvo. Se sentó en un murete y aguardó a que saliera Rosa.

Se acordaba perfectamente de aquel día, cuando se presentó en casa y le contó lo de Francesca. Sandra no podía soportar las injusticias. Por esa razón militaba en Rifondazione Comunista, distribuía pasquines, colgaba carteles, cocinaba salchichas en las fiestas populares de la Unità y de Liberazione. A decir verdad, desde que sus camaradas supieron lo de su marido, empezaron a mirarla de forma aviesa y a lanzarle indirectas venenosas.

Aunque no hubiera acusaciones precisas ni orden de captura, hasta un niño podía darse cuenta de que Arturo no era un tipo de fiar. Y ella se había casado con él.

Rosa salió a los pocos minutos, la vio sentada en el murete esperándola. Puso cara de susto al principio. No tenía ganas de hablar, ni con Sandra ni con nadie. Rosa era una mujer que ya no tenía nada que decir, o por lo menos eso creía.

Sin embargo, tras algunos instantes de vacilación, fue a su encuentro y se sentó a su lado. Las rodillas, después de unos cuantos pasos, empezaban ya a hacerle daño.

—¿Qué tal las cosas, Rosa? —Sandra evitó los circunloquios.

—No sé qué tal —contestó la otra—. Estoy tomando tanta basura ahora, medicinas… que en teoría deberían hacer que todo estuviera bien.

—No deberías tomarlas, provocan adicción.

—Ya lo sé.

Ambas miraban fijamente hacia delante.

—Me enteré de lo de tu marido, del accidente… Quería pasar a verte, pero no sabía si… ¿Está mejor ahora?

—Está igual que un muerto —contestó Rosa, sin la menor emoción en la voz—. Siempre en su sillón, no mueve ni un dedo. Y mi hija tiene que servirle en todo, la llama continuamente, le hace de nodriza…

Silencio.

—Por lo menos, ya no nos pega —añadió.

—Sigues a tiempo de dejarlo —Sandra se volvió repentinamente enérgica. Se volvió hacia Rosa, le aferró un brazo, la sacudió—: Estás a tiempo de abandonarlo y de pedir el divorcio. El ayuntamiento te dejará la casa a ti…

Rosa sonreía.

—Sabes, a veces lo pienso. Me digo: llama a Sandra, pregúntale si le apetece dar un paseo. Me digo: ¿por qué no os vais a dar una vuelta al centro? Pero al final no hago nada, y el teléfono no suena nunca…

Sandra la interrumpió:

—Créeme, hazme caso. ¡Vete a preguntar al ayuntamiento, estoy segura de que te darán la casa y a él lo echarán fuera, fuera! —se estaba acalorando—. ¿Me entiendes? La casa y la manutención… ¡Tienes que armarte de valor!

Rosa se volvió y la miró fijamente:

—Me hubiera gustado de verdad, sabes, ir de compras al centro contigo —en sus ojos había ahora una especie de acusación—. Quería una amiga, Sandra, una de esas personas con las que hablas un rato y después te sientes mejor. Ya sé que es culpa mía también, soy una ignorante. Yo no sé todas esas cosas que sabes tú…

Sandra se quedó un momento desconcertada. No entendía adónde quería ir a parar.

—Pero sé —Rosa hizo ademán de levantarse— que tú hablas y hablas, pero a ti el divorcio ni se te ocurre pedirlo. Y tu marido bien que se pega la buena vida en Massa, en Viareggio. No sabes ni si te está poniendo los cuernos. Y tú aquí con todos los follones… Te has quedado sola.

No se lo esperaba. Sandra la escuchaba estupefacta.

—Tú hablas, pero los hechos son otra cosa. Y yo sola como tú no quiero estar. Prefiero quedarme con el muerto en casa y tomarme mis medicinas. Una mujer sola, Sandra, en mi pueblo acaba muy mal.

Se alejó arrastrando tras de sí el carrito de la compra. Con las piernas hinchadas ya a sus treinta y cuatro años. Y a Sandra le hubiera gustado darle dos bofetadas, en ese mismo momento, pero seguía sin moverse de donde estaba, en el murete de delante del colmado.