Ni en casa de los Sorrentino ni en casa de los Morganti se celebró la Navidad aquel año.
2001 se deslizó hacia 2002 sin botellas de champán destapadas ni explosiones de petardos. Los postigos del tercer y cuarto piso de Via Stalingrado número siete, durante la Nochevieja, permanecieron cerrados, mientras a su alrededor el barrio exultaba. Una lavadora lanzada al patio, una docena de heridos en urgencias y un niño sin una mano.
En casa de Anna había una silla vacía. Alessio se marchó para ir a bailar y ni siquiera llamó a medianoche para felicitarlas. Arturo se atrevió a telefonear, pero su mujer le gritó algo indescifrable en el auricular y después le colgó de golpe.
Sandra y Anna, solas, se apagaron delante del televisor, mientras el presentador recitaba la cuenta atrás.
En casa de Francesca se fueron a la cama mucho antes de la medianoche. Enrico estaba acostado ya a las siete, después de haber sorbido una cucharada de caldo. Después había que taparlo y lavarlo. Sólo quería que lo atendiera su hija.
Francesca se encerró en su habitación y estuvo largo rato garabateando en su diario. Dibujaba los vestidos que se pondría algún día, en el programa estrella de la televisión. Escuchaba distraída a Rosa, que hacía caricias al gato en el salón, a los niños que arrojaban petardos al patio y jugaban a la guerra. «¡Soy Bin Laden!», gritaba uno. «¡Os vais a enterar!»
Ambas fantasearon con salir de casa, llegar al rellano y encontrarse en la oscuridad en la que relampagueaban los fuegos artificiales. Mirarlos juntas, apoyadas contra la cristalera. Ninguna de las dos lo hizo. Se lo imaginaron únicamente, bajo las sábanas, y hundieron la cabeza en la almohada para ahuyentar aquellos pensamientos.
Ahora tenía un padre fugitivo. El otro padre estaba clavado en un sillón. Y ya habían pasado meses. Su amistad se había convertido en algo que no había explotado, como los petardos defectuosos que se encontraban al día siguiente. Esos que te sacan un ojo si los coges de la acera.
Anna estaba sentada en la mesa de la cocina, era un día cualquiera de febrero. El cuaderno abierto y el diccionario de latín delante. Sentía una especie de termita en su interior. Buscaba las palabras sin buscarlas. Y el tiempo no pasaba nunca.
No se aman las palabras, no te cambian. Las palabras no arreglan las cosas.
Anna se aburría. Era la primera vez. El caso era que nunca había estado sola tanto tiempo, mirando las cosas inertes a su alrededor, al igual que las cosas están muertas en ese presente al que tus rollos y tú le importáis un bledo. El caso es que en Piombino, en invierno, no hay una mierda. Nadie sale de casa, las calles están vacías, la gente está encerrada en chándal delante de la PlayStation.
Le parecía como si las tardes de verano en la azotea, en medio de las sábanas tendidas, enseñando las tetas a los vecinos de casa, se hubieran extinguido para siempre. El pecho desnudo de Francesca, florecido en la ventana. Extinguido.
Se levantó de repente de la silla.
¿Cuándo se convierte algo en irreversible? Fue a abrir el frigorífico, echó un vistazo en su interior. Cogió un paquete de carne picada, desmigajó un trozo de pan después de haberlo mojado y lo mezcló todo.
Empezaba a detestar el tiempo y eso era lo que hacía para oponerse. Elaboró la masa cuidadosamente, sobre un triángulo de papel de aluminio. Se la metió en el bolsillo de la cazadora. Vete a ver qué hay fuera, qué ha quedado…
Salió de casa. El caso es que tú sola no te bastas.
Fuera. Hay una poesía famosa que dice: Es febrero traviesillo, / carece de los sosiegos del gran invierno, / posee las pullas, los desaires / de la primavera que está naciendo. Fuera no nace un pimiento. Se la hacían recitar de memoria delante de la mesa del profesor, a ella y a Francesca, en tercero o cuarto de primaria.
La echaba de menos, pero no podía hacer nada. Bajó las escaleras a toda velocidad, esquivando a una niña acuclillada haciendo pis, mientras los chicos le tomaban el pelo desde el piso de abajo. Echaba de menos a Francesca, echaba de menos algo así como ser dos en vez de una. Entonces planeó por la acera desierta. Ni un escúter trucado aparcado de través. Cruzó la calle a la carrera.
El mar había depositado en la orilla toda clase de basura. Cisternas vacías, tampones usados, botellas de plástico y de cristal. Anna pasaba por encima de todo ello con la suela de los zapatos, se abrochaba la cazadora porque soplaba el viento y hacía frío.
Lo que quedaba de su playa.
El cierre del bar estaba echado, las mesas y las sombrillas atadas juntas a un lado, podridas de lluvia. La carita de Anna asomaba de la capucha de la cazadora, enmarcada por una tira de piel sintética.
Pasaba junto al cadáver de las cosas. Había restos de cerámica y briks de zumos de fruta. Había cubiertos y platos de plástico partidos. Las duchas herrumbrosas arriba, y aquí un cubo roto. Prefería pensar que al cabo de unos meses todo volvería a ser como antes. Los chicos descalzos con toallas enrolladas a hombros. Lisa y las demás que jugaban a las cartas. Nino y Massi que jugaban a la pelota. ¿Por qué no habría de funcionar?
Siempre ha funcionado. La temporada vuelve a empezar. El bar sube de nuevo el cierre, todos se acaloran pidiendo polos. A principios de junio van al mercado a comprarse un bikini nuevo, el más suelto, el que se vuelve transparente cuando está mojado.
No funcionaría. Anna se quitó los zapatos, los calcetines y se arremangó los vaqueros hasta las rodillas. El agua de la ciénaga estaba helada, pero ella hundió los pies dentro.
Se abría camino entre los cañaverales. Un abandono, montones de herrumbre. Ésta es la barca roja donde hice el amor por vez primera. Ésa es la barca azul donde me sentaba con Francesca. Estaban presentes, pero eran despojos. Anna pasaba la mano sobre todo aquello.
Los lugares te amasan. Los lugares se te vuelven ajenos.
Se metió dos dedos en la boca y soltó un silbido. Un silbido largo y cadencioso. Ni ella misma se lo creía, no confiaba en absoluto en que vinieran. Cuando algo se rompe, es para siempre. Su padre no había vuelto desde noviembre, de vez en cuando daba señales de vida por teléfono y su madre ni se lo pasaba, colgaba dejándole con la palabra en la boca. Un desgraciado, un inconsciente… No suyo, tuyo, vuestro padre.
Mi padre.
En cambio, aparecieron. Uno por uno y en manada. De debajo de las barcas, de detrás de los matorrales, de dentro de los toneles vacíos de petróleo. Eran muchos. Estaban todos. Eran exactamente veintiún gatos.
Anna se inclinó para deshacer el paquete en medio de los maullidos y de las colas levantadas. Las cosas que regresan y las que no pueden volver. No conseguía sonreír, no era capaz. Una está convencida de que debe tener más y más, cada día que pasa. Que ésa es la lógica de las cosas. Lo que sucede, en cambio, es que se tiene menos y menos, cada día que pasa.
Los gatos estaban vivos y cojos. Anna contó los meses que hacía que Francesca y ella habían dejado de ir a verlos y de llevarles comida. Eran cinco. Pero esos animales resistían a todo. Se metían en el interior de las tuberías, bajo los escombros, sacaban las garras y las fauces.
¿Por qué no está aquí Francesca? ¿Por qué estoy yo sola mirando esos gatos nauseabundos que se gruñen unos a otros para ganarse un pedazo de carne?
Hoy la isla de Elba no se veía. Había tanta humedad en el aire que a dos pasos ya no se veía nada. Ni siquiera la silueta del monte Capanne, el perfil quebrado de las canteras de hierro.
Anna volvió sobre sus pasos y no fue capaz de distinguir quién estaba sentado sobre una roca a ras de la escollera. Porque había alguien allí arriba, a pocas decenas de metros. Pero el sol se estaba poniendo, la niebla iba ascendiendo del mar, era inútil mirar.
Quiso imaginarse que era Francesca. Un pálido espectro suyo, acuclillado sobre la escollera donde chocan las olas. Como en las leyendas.
Era una zorra, Francesca. Ella la llamó de inmediato, en cuanto se enteró de lo de Enrico, pero la cabrona no le contestó. Entonces fue a llamar a su timbre, y ella no le abrió la puerta.
Pero ¿por qué se obstinaba tanto?
Era una celosa morbosa de mierda. ¡Una lesbiana!
La idea de que fuera ella, la silueta sentada sobre el último escollo, hacía que un riachuelo cálido se le deshiciera en el pecho.
Total, ¿qué hubiera podido decirle? Las palabras no arreglan un pimiento.