Lo estaban operando de urgencia. Costillas y vértebras fracturadas. Una mano hecha trizas. Un hematoma en el cerebro que estaban haciendo todos los esfuerzos por conseguir que se reabsorbiera.
El hombre había permanecido demasiado tiempo tendido sobre el asfalto recibiendo lluvia y perdiendo sangre. Sangre y sentidos que se habían dispersado por los huecos de las alcantarillas en medio de los cláxones.
La ambulancia había tardado una eternidad y el servicio de urgencias de Piombino es el que es.
Quirófano número 3, tercera planta. Enrico llegó como un saco de carne.
Amor mío, decía la mujer sentada en el pasillo. Era una mujer con la cara hinchada de sueño y de Valium, la cantinela sofocada de quien no está acostumbrado a reaccionar. Una mujer del sur, toda vestida de negro. La falda rigurosamente por debajo de la rodilla y los pies sudados en los mocasines.
Amor mío.
Rosa se mostraba envejecida y más gruesa bajo la luces de neón, mientras operaban a su marido. Rosa le daba asco a su hija, sentada a su lado, muy formal. La madre pequeña y negra. La hija altísima y rubia.
—Doctor —gruñó la madre.
Tenía consigo una especie de rosario que sujetaba entre los dedos.
El médico dijo que no había nada que decir.
El olor a desinfectante y lejía. El color desvaído de los azulejos. La pared del pasillo sin ventanas. El ruido grácil de las camillas. A Francesca le gustaba el olor a desinfectante, porque bajo una cosa que mata hay otra viva que alarma.
Francesca permanecía muda y quieta. Le hubiera gustado arrancarle de las manos el rosario a su madre y hacérselo tragar junto a quince, veinte frasquitos de Valium. Por la garganta. Todos, uno por uno. El rosario, el Valium y el Prozac. Estás gorda, pensaba. Me das asco. El pasillo estaba semivacío y las horas transcurrían a través de éste con extrema lentitud.
Ruido de camillas con cuerpos encima incapaces de retener líquidos.
Francesca resplandecía en todo esto. Si fuera posible, estaba más hermosa de lo habitual: porque había una luz en su rostro, un destello lácteo en lo oscuro de sus ojos. La pupila tensa y serenamente fija. La pupila viva y confiada. La alegría implacable de quien está vivo, sano y maravilloso.
Una milésima de segundo en la que la luz salía a flote. El piloto intermitente de la palabra que viajaba en círculo entre sus neuronas.
Muérete muérete muérete muérete muérete.
Fue al baño. Se apoyó contra la pared de azulejos. Le provocaba un orgasmo estar allí. En el corazón de su cumpleaños, del que nadie se había acordado. Hazme este regalo, hazme este regalo: muérete.
Volvió al pasillo. Rosa estaba pasando los dedos por el rosario y canturreaba en voz baja. En estas circunstancias salía a relucir su educación calabresa. La vida está hecha de dos sentimientos, pensó Francesca, la esclavitud y la libertad. Se acordó de su abuela, que no sabía italiano, cuando le propinaba bofetadas a su madre incluso después de casada. Se acordó del tugurio de Calabria del que provenían, mientras los médicos echaban una mirada compasiva a Rosa.
Era una mujer que canturreaba atascándose porque no se acordaba del avemaría. Y además, ¿qué quiere decir ave? Una palabra sin sentido, una palabra ritual. La tuvo a sus diecinueve años. Prácticamente toda su vida se fue al traste para parirla. Se casó con él sólo porque ese cerdo la había dejado preñada. Y ahora mira en qué estado te has quedado.
Le trajo un vaso de agua, y un café de máquina.
Decía:
—Si yo también trabajara, arreglaríamos el coche y él no cogería el ciclomotor. Eso, si yo también trabajara. Se lo dije, antes de salir. No cojas el ciclomotor, que está lloviendo. Si yo también trabajara, tendríamos dinero. Dinero. Ave María.
Francesca vigilaba a través de las pestañas la mirada oscilante de dos enfermeros. Sentía un hormigueo desde los tobillos a las pantorrillas. Y no resistía.
Le había dicho: «¡Tú a clase ya no vuelves!». Le había dicho: «Te quedas en casa y ayudas a tu madre a limpiarlo todo». Estaba convencido de que no existía la enseñanza obligatoria. Estaba convencido de que no existía ley alguna por encima de la suya. Era verdad, no existía ley alguna. Y ella no volvió a clase.
Pero si ahora se muere… El mundo se abre en un abanico de posibilidades infinitas.
Le están metiendo pedazos de hierro en la carne. Bisturís, tijeras. Le están cosiendo y descarnando. Le están bombeando oxígeno e inyectando sustancias. La diferencia que discurre entre la esclavitud y la libertad es una magnífica diferencia.
Francesca se lo imaginaba como en ciertas series de televisión. Tumbado en una camilla en el quirófano con muchas luces redondas a su alrededor. Y se apasionaba. Pasaban las horas y ella se imaginaba con todo detalle cuántas cosas podría hacer si su padre moría. Concursos de modelos. Roma, Cinecittà, un programa de éxito. Anna la vería por la pantalla de la televisión. Y ya no era capaz de quedarse quieta. No era capaz de quedarse sentada. Hasta que Anna comprendiera que no podían vivir separadas y dejara a su novio. Sólo tú y yo, le diría.
Bum: ya no existe. En ningún lugar de la tierra, en ningún momento del tiempo. Te despiertas por la mañana y sabes que él ya no existe. Francesca iba y venía por el pasillo, reteniendo con dificultad la luz, el ansia, el deseo. Hasta que el médico salió y dijo:
—Hemos tenido que amputarle un dedo.
Pasaron la noche en el hospital. El lirio de agua seguía en el rellano. El tallo, ya sometido a prueba por el viento y la lluvia, se había curvado hasta doblarse sobre sí mismo. Pasarán otra noche en el hospital sin volver a casa ni siquiera para coger las cosas esenciales. El lirio de agua se marchitaba rápidamente, su pétalo cóncavo se apoyaba en el borde del tiesto, el cono oblongo de polen se ennegrecía. Pasaron una tercera noche en el hospital, sin lavarse ni los dientes ni las axilas. El lirio de agua no aguantaba el peso del polvo ni de las horas. A la mañana siguiente, fue recogido por el personal de limpieza y arrojado al saco negro.