26.

Durante más de dos horas estuvo dando vueltas Anna con el ciclomotor bajo la lluvia buscando la tienda. Una tienda que coincidiera no con una idea, sino con un sentimiento.

No la encontraba. Hacía falta algo extraordinario, algo que significara: somos amigas. Somos amigas para siempre y a pesar de todo. Aunque ya no nos hablemos, aunque sea invierno y oscurezca temprano, hoy es tu cumpleaños y yo he venido a regalarte esto. Acéptalo, porque no sé encontrar las palabras.

Anna conducía empapándose la cazadora y los pantalones. Hoy no quería dejar de llover. Y ella se metía en las mismas calles del centro por enésima vez, se detenía siempre ante las mismas tiendas, atascada en el tráfico, no se decidía a pararse. Conducir la ayudaba a pensar, a hacerse una composición de lugar sobre Francesca y sobre ese objeto extraordinario que quería regalarle. Había oscurecido y las farolas se encendieron de repente a las cinco y media de la tarde.

La gente se apelotonaba entre las luces de los escaparates, los paraguas empapados y el paso rápido por los charcos. Faltaba un mes para Navidad, el ayuntamiento ya había instalado las luces. Anna no se decidía a aparcar. Quería algo simbólico, algo, a ser posible, eterno. A ser posible, por diez mil liras.

A las siete se detuvo ante la floristería. No era lo que quería. Decididamente, se estaba equivocando de plano. Pero no encontró nada mejor y ya era hora de volver a casa. Entró y se puso a observar las flores: le parecieron todas iguales y bien míseras. Por lo menos, estaban vivas. Una flor. Aunque muera, está viva. Vio una distinta a todas las demás. Se la señaló a la dependienta y ésta le dijo que era un lirio de agua.

Se la daría personalmente esa noche, tras haberle escrito una nota llena de cariño.

Hizo que pusieran un enorme lazo rosa en la maceta y quemó la paga semanal.

Volvió con el lirio de agua en las rodillas, en ciclomotor, con el lirio martirizado por la lluvia. Intentaba protegerlo con la cazadora, pero llovía a cántaros y en el paseo marítimo soplaba el viento. Cuando entró en casa, el tallo se había curvado visiblemente, y había dos hojas partidas. Y su madre, que estaba preparando la cena, lo primero que le dijo fue:

—¿Has hablado con tu padre?

—No —contestó y se fue derecha a su habitación.

Tenía otras cosas en las que pensar. Echó la cazadora empapada de agua sobre la cama y apenas saludó a su hermano, que se peinaba delante del espejo, mientras el móvil vibraba con los mensajes.

—¿Qué es eso? ¿Es vuestro aniversario?

Alessio se rió mirando la planta.

Anna se sentó ante el escritorio. Empezó a revolver los cajones en busca de una hoja presentable.

—¡Si parece una polla!

—¿Por qué que no te metes en tus putos asuntos, subnormal?

Estaba nerviosa y no veía la hora de que su hermano se quitara de en medio.

Querida Francesca, como ves no me he olvidado de que hoy es tu cumpleaños. Y aunque nos hayamos peleado, quiero felicitarte de todas formas.

Su hermano contestaba a las llamadas, gritaba y se reía dentro de la habitación. Anna no sabía cómo proseguir.

Pero ¿por qué nos hemos peleado? Sé que esto no es más que una flor, pero en realidad tiene mucho significado. Significa que en la vida, cuando dos son realmente amigas, las peleas no importan.

Su hermano seguía vociferando al teléfono y Anna mordisqueaba el bolígrafo azul y golpeaba con la punta en la mesa. Se esforzaba por encontrar una mierda de frase que no se decidía a aparecer.

Porque en realidad yo nunca he dejado de quererte.

—Ale, ¿por qué no te vas a tomar viento?

—Perdona, verás —dijo Alessio al teléfono—, es que está aquí mi hermana, que se ha traído a casa una flor en forma de pene…

Querida France, ésta es una flor y tú eres mi amiga del alma.

No tenía ni idea de lo que escribir.

Querida France.

¿Cómo conseguir hallar las palabras? ¿Para decir qué, exactamente? Tiró el bolígrafo, estrujó la hoja y se fue a cenar con la angustia en el estómago.

—Anna —le dijo Sandra—, tu padre tiene el teléfono apagado desde esta mañana…

Anna mordió un colín y contestó masticando:

—Bah, lo habrá perdido.

—Estoy preocupada —le dijo su madre.

Eran las ocho, la pasta estaba casi lista. Y Arturo sin dar señales de vida. Es extraño, pensaba Sandra, es muy extraño, mientras cogía los agarradores.

—Voy a ver un momento a Francesca —dijo Anna, volviéndose de pronto.

Fue a su habitación. Cogió el lirio de agua. Dejó sobre el escritorio el aborto de nota estrujado y se armó de valor respirando con fuerza.

—¿Dónde vas? ¡Si estoy sirviendo la pasta!

Cerró la puerta y bajó los dos tramos de escalera que la separaban de su mejor amiga, de su ex mejor amiga, de su perennemente para siempre.

Sujetaba la planta entre las manos, pero sin decidirse a llamar. ¿Y si viene el ogro a abrirme? No podía saber que no había nadie en casa. No podía ni imaginarse lo que había ocurrido aquella mañana. Ni de lejos.

Hizo el gesto más idiota: dejó la planta sobre la alfombrilla de delante de la puerta, tocó el timbre y se marchó corriendo.

Los espaguetis se quedaron en el colador durante veinte minutos. Se habían convertido en hilos gélidos y pegajosos, parecidos a cabellos. Sandra, sin embargo, no se decidía a servirlos.

—Tu padre tiene el teléfono apagado.

Eran las ocho y media pasadas, el telediario se había terminado. Anna miraba fijamente la pantalla del televisor y pensaba en lo idiota que había sido al no poner ni siquiera el nombre en la planta, ni siquiera un trozo de papel en el que estuviera escrito: «Feliz cumpleaños».

Sandra estaba empezando a preocuparse en serio: desde que Arturo regresara, no había faltado nunca a cenar. Había ocurrido algo, lo sentía.

A las nueve, Anna se había terminado los colines y se quejaba de que tenía hambre. Alessio había terminado de telefonear y de untarse el pelo con la gomina. Se presentó en la cocina completamente acicalado y sonriente.

—¿Has hablado con tu padre? —le preguntó Sandra—. Lleva todo el día con el teléfono apagado…

—¿Y a mí qué coño me importa?

Salió dando un portazo. Fuera seguía lloviendo a cántaros, un tiempo de esos que te echan encima presagios.

Sandra marcaba una y otra vez el número de su marido y sistemáticamente, al otro lado, oía tres breves sonidos seguidos de un silencio sepulcral. Ni siquiera la voz de la compañía. La nada más absoluta. La lluvia te echa encima presagios.

—No sólo es que esté apagado, no dice que esté fuera de cobertura… Es como si hubieran sacado la tarjeta del teléfono.

Eran las nueve y media.

—Dámelo a mí, déjame que lo intente yo.

Anna intentó llamar a su padre y era verdad: no saltaba el consabido mensaje de la compañía. Tres breves sonidos, y después la nada. Miró a su madre, desconcertada. Estaban en la cocina, solas. Habían bajado el volumen del televisor. Y fuera seguía lloviendo y soplaba el viento. Sandra rebuscó en el cajón de los cigarrillos, y cuando los encontró, el encendedor se le cayó de las manos.

—Ha ocurrido algo. ¡Ha tenido un accidente, estoy segura!

Anna estaba tranquila, no tenía ganas de ponerse nerviosa. No tenía ganas de accidentes. No tenía ganas en absoluto de cosas feas.

—¡Voy a llamar al hospital!

—Pero ¿qué dices? —gritó su hija, irritada—. ¡Vale ya, por favor, verás como llega enseguida!

Sandra estaba de pie, pálida, con el auricular del teléfono en la mano.

Flotaban ciertos aires en casa, aires de presagio. La mesa puesta y los espaguetis helados, un amasijo de gusanos en el centro del colador. Mientras tanto, el viento sacudía las contraventanas, agitaba los mástiles de las barcas produciendo ruidos hostiles.

Pasadas las diez, llamaron a la puerta.

—¡Oh, por fin! —suspiró Sandra sonriendo—. Se ha vuelto a olvidar las llaves…

También Anna sonrió:

—¿Lo ves? ¿Qué te decía yo? ¡Mira que eres agorera!

—¡Artu, menudo susto me has dado! —gritó mientras se dirigía a abrir—. ¡Eres un desgraciado! —feliz, aliviada, mientras quitaba el pestillo de la puerta.

Había tres policías. Dos hombres y una mujer.

—¿Señora Sorrentino?

La sonrisa se le había quedado congelada en la boca como algo sin sentido.

No contestó. No distinguía ninguna de las líneas ni de los colores de aquella visión.

—¿Está su marido en casa? Tenemos una orden de registro.

La mujer le enseñó a Sandra una hoja con unos garabatos escritos.

—¿Mamá? —llamó su hija desde dentro.

Sandra no hablaba, no se movía, no respiraba. Lentamente se le iba borrando la sonrisa del rostro, pero no era capaz de entender lo que estaba ocurriendo.

—Señora, le he preguntado si está su marido.

—No está… —consiguió balbucear.

Sandra seguía allí, petrificada, y los tres agentes empezaban a impacientarse.

—No tenemos tiempo, déjenos pasar.

Como ser arrancados de repente de las propias vidas y arrojados a una serie policíaca de la televisión. Sandra no es que no quisiera apartarse, es que no era capaz.

Miró primero a uno, después a otro, después a la tercera de los policías. Se llevó una mano a la boca, se apoyó contra la jamba de la puerta y emitió un sonido sofocado y viscoso que no tenía nada de humano, mientras la empujaban bruscamente a un lado.

Anna los vio aparecer en la cocina, con el uniforme y todo lo demás. Lo demás era una especie de caja de herramientas, con linternas, instrumentos de comprobación, de medición. La pistola en la funda, a tan corta distancia, la impresionó vivamente.

Se quedó de pie, muda y desconcertada.

—Señorita —dijo uno de los agentes—, intentemos darnos prisa. ¿Es usted la hija?

Asintió.

No somos asistentes sociales, pensó el agente. Después dijo, brusco:

—Tenemos que registrar la casa. ¿Dónde está la habitación de tus padres?

Anna oía a su madre sollozar despacio en el pasillo.

—Por aquí —contestó, abriendo camino. No es que hiciera realmente falta: no eran más que ochenta metros cuadrados.

Como cuando alguien muere. ¿Qué haces tú al principio? Te apartas de la vida y haces lo que tienes que hacer. Piensas en las cosas que es necesario e indispensable hacer. Como cuando alguien te dice que en tu casa ha de practicarse un registro y tú comprendes que tu padre ha hecho algo enorme. Tú le dices al policía dónde está el dormitorio y dónde está el baño. Contestas mecánicamente a las palabras del agente sin descifrarlas tan siquiera. Eres absolutamente incapaz de descifrar la frase «Tenemos que registrar la casa».

Oyó a su madre chancleteando hasta la cocina. Había dejado de sollozar y había empezado a hablar sola. Un agente estaba volcando los cajones de la alacena y rebuscaba entre los paquetes de cereales y de galletas.

—¿Caja fuerte o algo parecido?

—No —contestó Anna.

—Hoy no ha vuelto, ¿verdad?

—No.

El agente esbozó una sonrisa absorta, después se recompuso:

—¿Le has visto salir alguna vez con una pistola o guardar una pistola en alguna parte?

Anna meneó la cabeza, trastornada.

—¿A qué hora sale de casa normalmente?

—A las nueve.

—¿Y vuelve siempre a dormir?

Anna no podía saber que la policía llevaba meses vigilándolo. No podía imaginarse que aquella gente sabía cien, mil veces más cosas que ella. Se esforzaba por contestar de forma verosímil a sus preguntas. Suponía que su padre y el padre del que hablaba el agente eran dos personas distintas.

—Sí —contestó.

—¿No ha faltado nunca? ¿Durante una semana, un mes?

Anna se mostró confusa, mientras la policía revolvía la casa. Si los dos padres eran la misma persona, tal vez ella debiera protegerla…

—No ha faltado nunca —dijo, al cabo de un momento.

—¿No te has percatado alguna vez de algo extraño en tu padre? ¿Una llamada extraña? ¿Extraños movimientos?

El agente que estaba rebuscando en el colchón la miró y sonrió, como si estuviera haciéndole un guiño. Como si Anna y él fueran cómplices.

—No —secamente.

La mujer farfulló algo que Anna entendió como: «Con un padre por el estilo…». Pero no sabía si la agente lo había dicho en serio, o si era sólo una alucinación acústica. Miraba el dormitorio de sus padres destripado y patas arriba. Veía volar las bragas de su madre, los calcetines de su padre, y esas cosas íntimas al descubierto le hacían daño.

—Aquí no hay nada.

La mujer cerró las puertas del armario.

—Mira a ver si hay un doble fondo.

Mientras tanto, el agente que estaba en la cocina entró en el baño. Anna lo oyó y pensó que quizá hubiera quedado un tampón usado sobre la lavadora. Corrió a ver, alarmada. No había ningún tampón sobre la lavadora. Sólo el lavabo estaba un poco sucio de pasta de dientes. Era algo normal, pero Anna se sintió avergonzada a pesar de todo, mientras el hombre de uniforme vaciaba el armario pequeño de las medicinas.

Oyó maldecir a su madre.

Anna estaba quieta en el centro del pasillo como un animal alerta, le había venido de repente un oído de ratón y percibía hasta los mínimos ruidos, el crujido de los vestidos en la cesta de la ropa sucia.

Sandra se asomó a su habitación y vio cómo se la estaban poniendo patas arriba. Había cajones fuera de su sitio, indumentos esparcidos por el suelo y un agente subido a la escalera que parecía estar estudiando los altillos del armario.

—¡Él no tiene nada que ver! —gritó.

Estaba firmemente decidida, ahora, a hacerse valer.

—Señora —dijo la mujer—, créame que lo sentimos mucho, pero es nuestro trabajo…

—¡No ha hecho nada! —gritó como si la degollaran.

—Claro que no… —rió el agente en lo alto de la escalera—. Pero a nosotros nos ha dicho un pajarito que su marido trafica con cuadros robados, y hasta reparte billetes falsos.

Sandra grabó la información como se graba uno la información publicitaria.

—¡Eso no es verdad! —soltó después con todas las fuerzas que tenía.

—¿Así que usted no sabe nada, señora, de las actividades de su marido? ¿Está usted segura? —la tomaban por tonta—. Sorrentino es un viejo conocido nuestro, estamos perfectamente al tanto de sus gestas… ¿No sabrá por casualidad cuándo vuelve?

Sandra parpadeaba incrédula. Seguía sin poder creerse que hubiera tres agentes de policía en su casa.

—¿Nos han puesto el teléfono bajo vigilancia? —preguntó indignada.

Uno le sonrió, como diciendo: señora, pero qué clase de pregunta boba es ésa.

Después añadió:

—Si da señales de vida… dígale que se pase por la comisaría…, que es mejor que venga él por voluntad propia.

—¿A sus amigos no los conoce? —intervino el otro—. Tal vez sean ellos los que le han involucrado en el asunto… ¿Qué puede contarnos de ellos?

Sandra callaba arrinconada en una esquina. No era una pesadilla. Todo era real. Su marido no había regresado y tres policías le estaban enlodando la casa.

—¡Aquí no hay una puta mierda, coño! —gritó uno de los agentes tras acabar de desmontar la habitación.

—¡Qué listo es el hijo de puta!… Ya verás como acaba librándose una vez más.

Sandra seguía pensando en los cuadros robados, en los billetes falsos… Eran todas hipótesis de delitos en perfecta sintonía con su marido. De ahí es de donde venían el diamante y el Golf…

—¡Menudo desgraciado!… —se le escapó a Sandra entre dientes. Ahora sentía ganas de hacerlo todo pedazos.

Se marcharon pasada la medianoche, con las manos vacías.

Después de cerrar la puerta, Sandrá corrió a verificar la filigrana verde de las cien mil liras que tenía en la cartera. Parecían verdaderas, menos mal… Después fue a sentarse a la cocina, donde estaba su hija, de pie, que se había quedado de piedra.

Pasaron algunos minutos de silencio. Se miraron a los ojos.

Anna hizo ademán de ir a abrir la boca, pero su madre la acalló de inmediato:

—¡No digas nada, por favor, no se te ocurra decir nada!

Se levantó, furiosa.

—Vete a la cama, que mañana tienes clase.

Anna no se movía.

—¡Te he dicho que te vayas a la cama! Largo, que tengo que recogerlo todo, ¿no lo ves?

Y señaló el huracán que acababa de pasar por aquellas habitaciones. Anna la miró como diciendo: estás loca, estáis todos locos.

Después pensó: pero ¿qué culpa tengo yo? No aguantó más y se echó a llorar.

—¿Van a detenerlo? —masculló entre sollozos.

Sandra volvió en sí y abrazó a su hija.

—No, no van a detenerlo, no te preocupes… —empezó a decirle con ternura para tranquilizarla. Pero después la idea del dinero falso, y del diamante comprado con dinero falso, y de los cuadros robados, y de que encima habían venido a ponerle patas arriba su casa, hizo que se le inyectaran los ojos de sangre. Perdió de nuevo los papeles.

—¡Mierda de hombre! ¡Desgraciado! Basta, vete a la cama… —miraba a su alrededor, los cajones, los platos, las sábanas esparcidos por doquier en el suelo—. ¡Espero que lo metan en la cárcel! ¡Y si no lo meten ellos, ya lo meto yo! ¡Que no se atreva a volver, que no se atreva!

Gritaba tanto que la estaban oyendo en el piso de arriba y en el de abajo. Mañana lo sabrían todos, en la comunidad no se hablaría de otra cosa.

Anna observaba, con lagrimones en los ojos, a su madre que blasfemaba y cogía ahora la fregona, después la dejaba, cogía la escoba y la dejaba de nuevo, y no sabía por dónde empezar.

La vio empuñar el antigrasa como si fuera una pistola y rociarlo por todas partes, en las mesas, en las puertas, en el interior de los armarios, sobre las repisas. En ese momento, Anna decidió que lo mejor era irse a la cama. Los espaguetis se habían quedado fríos en el colador. Cuando volviera su hermano de la discoteca, mañana por la mañana… Habría que oír a Alessio. Volverían a volar las cosas.

Entretanto, en la autopista, Arturo disminuía la velocidad, ponía el intermitente de la derecha, entraba en el área de servicio.

Tenía una cita con su abogado de Viareggio. Bajó del coche, miró a su alrededor en la explanada oscura. Tenía mieditis. Esperaba impacientemente a Sandrini, casi como si Sandrini fuera el mago Otelma.[8] Seguro que él, con todo el dinero que le había dado, lo allanaría todo.

Pero la espera le enervaba.

Entró en la cafetería y pidió un carajillo. Había un par de camioneros que devoraban unos enormes bocadillos de panceta. Había una chica poco vestida que sin lugar a dudas era una prostituta. Y además había una cabina telefónica.

Es cuestión de un instante deslizarse desde la senda recta a la equivocada. Sin embargo, pensaba Arturo, es impagable habérsela jugado a la policía y saborear un café en un área de servicio de noche… Basta con que Pasquale se esté calladito y me habré salvado.

Para recorrer la senda equivocada hace falta vocación. Y su amigo, que le debía un favor, tenía negocios en el extranjero también… ¡Un par de mesecitos y vuelvo a casa a lo grande! ¡No uno, sino dos diamantes le llevaré a Sandra!

Arturo se acercó a la cabina telefónica, levantó el auricular y marcó el número de casa. Después, cuando sólo había sonado una vez, vio entrar al abogado y colgó de golpe.