Llueve a cántaros. Es un hecho.
Arturo mira fijamente el movimiento de los limpiaparabrisas, con briznas de pensamientos cruzándosele por el cerebro. Se halla en un estado de tensión extraordinario dentro del habitáculo del coche. Gira a la izquierda, enfila hacia la carretera nacional. Tal vez esté a salvo.
Iban de paisano, desenfundaron las pistolas. Arturo conduce despacio para pasar desapercibido, siente las descargas de adrenalina por los brazos y las piernas. Les han mandado a paseo un negocio de cien millones, quizá de más, pero no lo han atrapado.
Algo sucede ahora. El coche de delante frena y pone los cuatro intermitentes. Se añade un hecho ulterior que obliga a desacelerar y a detenerse después. Stop. Arturo está parado. ¿Qué habrá ocurrido, un accidente? Era lo que le faltaba.
Llueve a cántaros esta noche.
Llovía antes, en el muelle del puerto, al alba, cuando se produjo la redada. Y llueve ahora. El tráfico está parado. El agua golpea sobre los capós de los coches en fila. Es gente que acude a su trabajo, gente que toca el claxon porque tiene que fichar. Son las ocho y media de la mañana. El agua inunda las alcantarillas. Se desliza por los peciolos de las hojas, las pocas que quedan. Sacude las ramas desnudas de los árboles a ambos lados de la carretera.
Arturo es incapaz de pensar. Tiene que decidir adónde ir, buscar un acomodo, un subterfugio; después, quizá, llame a Sandra. Arturo mira fijamente los limpiaparabrisas y piensa que hay millones de hechos en el mundo, relacionados entre sí, ajenos y conectados. Él es uno de ellos, uno de muchos. Un hecho viviente y pensante en la cadena ilimitada e indiferente.
El agua se desliza por los peciolos de las hojas, en los canalones de las naves junto a la carretera nacional, a la salida de Piombino. Perder el control es cuestión de un instante. El agua inunda las alcantarillas y forma charcos sobre el asfalto agrietado. Es cuestión de un instante resbalar por el dorso de la cadena, acabar en una constelación desconocida de acontecimientos. No hay tiempo.
Llueve sobre el ciclomotor caído, y sobre el cuerpo de un hombre tendido boca abajo en el suelo.
Arturo mira fijamente los limpiaparabrisas, después echa un vistazo al espejo retrovisor y se pone pálido: hay un coche de la policía justo detrás de él.
Enciende la calefacción. Los cristales se están empañando.
Pasquale… Pobre hombre. Seguro que se lo están llevando a Livorno, con las sirenas a toda pastilla en un coche de la policía igual que ése, lo habrán esposado… Y yo por un pelo no acabo del mismo modo.
Mira fijamente el movimiento de los limpiaparabrisas de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. No se sabe si está vivo o muerto, ese cuerpo tendido a un centenar de metros sobre el asfalto. La gente no sabe conducir cuando llueve, piensa Arturo, a la gente le pilla por sorpresa.
«Aguaplaning» se le llama. Se dice que cuando pierdes el control y te estrellas contra los guardarraíles, te haces daño. Pero hay millones de maneras de hacerse daño. «Accidente» se le llama. Llamamos a los hechos contra los que nos estrellamos de esa manera.
No se sabe bien si el hombre tendido entre la chapa es un cadáver o en cambio respira.
Llueve sobre las naves de Lucchini S. A., sobre las chimeneas orladas de rojo y sobre las cintas transportadoras cargadas de arrabio. Arturo mira fijamente el movimiento automático de los limpiaparabrisas, sabe que a su derecha se celebra el espectáculo de la industria durante más de diez kilómetros cuadrados. Pero no quiere mirar.
No han pasado más que unos pocos minutos. Todavía tienen que hacer las llamadas oportunas. Tienen que percatarse de que hay alguien boca abajo entre la chapa retorcida, y hay que marcar el número de urgencias. Arturo intenta desempañar los cristales con la calefacción, piensa que el hombre tendido en el suelo está muerto, y que él, en cambio, está vivo. O bien sucede exactamente lo contrario.
A su derecha, la Lucchini está empapada y quema carburante. Él lo sabe, pero no quiere mirarla. Llueve desde esta noche sobre los altos hornos. Lo que no se detiene. El agua bate el metal sin interrupción: los tochos y las barras acumulados en los parques esperando, los camiones parados en filas y los obreros a cubierto bajo toldos improvisados. Los buldóceres están todos parados ahora, igual que los coches en la nacional y el cuerpo del hombre tendido en el suelo.
—Cristiano, vete a casa —le dice el jefe—. Hoy ya no hacemos nada aquí.
Total, no va a parar. La excavadora sólo recoge barro y no es capaz de separar la materia para reciclar de la materia inerte. Dentro de unos minutos llegará la ambulancia. Alessio y Mattia se dan el relevo en el vagón del tren torpedo. Están calados hasta los huesos y no dejan de blasfemar. En la nacional, ellos no pueden verlo, hay un desgraciado que ha salido volando de su ciclomotor y no se sabe si está vivo o muerto.
Podría haber sido mi hijo, piensa Arturo. Pero no quiere pensar, quiere mirar fijamente los limpiaparabrisas, el dato más simple en el tejido del mundo. Llueve sobre el capó del coche. El de detrás es un Alfa 147 de la policía con las luces encendidas. El azul de las luces bajo un cielo oscuro que parece de noche. Pero es por la mañana.
Arturo los mira y se le disparan los nervios. Seguro que esos policías están discutiendo sobre la redada del puerto, seguro que están diciendo: había un quinto hombre, pero el muy bastardo se ha librado.
Alessio está descargando calderos del tren torpedo y no sabe que el quinto hombre es su padre.
Su padre piensa: si Pasquale menciona mi nombre será el final.
A los demás los han cogido al alba, justo mientras estaban descargando el barco. Y él está a salvo, tal vez. Llueve sobre el cadáver de un gato que nadie ha recogido. La ambulancia tarda en llegar. Cristiano monta en su ciclomotor y observa aburrido la fila que se ha formado en la nacional. Alessio y Mattia se paran a charlar bajo un toldo, con el mono sucio y el cigarrillo encendido.
—Vaya tiempo de mierda —ríen.
Movimiento regular de los limpiaparabrisas, un ritmo tranquilizador. El coche está parado en el atasco pero los limpiaparabrisas no se detienen.
Podría ser yo, ese muerto sobre el asfalto. En cambio, estoy dentro de un coche que por suerte no es el mío, y respiro. Detenerse en los datos esenciales, en la cadena mínima de la existencia. ¿He apagado los móviles? Sí. He tirado las tarjetas. Y ese que está tendido en el suelo, que no se sabe si está vivo o muerto, es demasiado corpulento para ser mi hijo.
Arturo echa otro vistazo furtivo por el retrovisor. Hay dos hombres delante y uno en los asientos traseros. En el coche de policía parado en el tráfico, el hombre al volante habla, el que está a su lado intenta encenderse un cigarrillo. El tercer hombre telefonea con un móvil, parece joven y muy excitado. Tal vez haya estado él también esta mañana al amanecer, tal vez haya sido de los que desenfundaron las pistolas… ¡y acaso este éxito le valga incluso un ascenso!
El remolino no se deshace. El remolino de chapa y de cláxones. El remolino de agua. Entonces el policía que conduce se harta, pone la sirena y se abre paso entre los coches.
Arturo se aparta, con una mano temblorosa en el cambio. Si Pasquale no habla…
Llega la ambulancia. Arturo se desplaza al carril de emergencia.
Están depositando el cuerpo sobre una camilla. Dos minutos más, después podrá ponerse a ciento setenta, ciento noventa si es necesario. Tomará la autopista hacia Florencia, o mejor no, mejor la de Génova. En Viareggio está Sandrini, su abogado, y además ese amigo suyo que le debe un favor…
Sandra no entenderá nunca todo esto.
La fila se deshace, por fin puede marcharse. Hay una pregunta que en rigor debería hacerse: «¿Qué cojones estoy haciendo?». Pero le falta valentía.
Piombino desaparece rápidamente en el espejo retrovisor. Las chimeneas, las naves, los tejados de las colmenas de casas populares, todo se aleja, las cosas domésticas y familiares. Quizá vayan a hacer un registro a su casa, pero él está limpio. Tal vez quieran interrogarlo, pero ¿qué pruebas tienen?
¡Pasquale, te lo ruego, no menciones mi nombre!
La fábrica Lucchini corre a su lado con sus obreros empapados de lluvia. Tal vez —pero es un pensamiento de un instante— tenga razón mi hijo.
Anna observa el cielo por la ventana de su clase. Es una capa hinchada y pesada de condensación. Llueve indistintamente sobre el tejado plano del colegio y sobre los montones de algas podridas removidas por el invierno.
Piombino se convierte en una ciudad para muertos, en noviembre. Oscurece pronto, y al frío sólo salen los habituales. Cristiano y Alessio están tirados sobre las butaquitas de Aldo, esperando su turno en la fábrica. La vida escandida por las comidas calientes en casa y las funciones existenciales mínimas. Pero Mattia hace el amor con ella bajo la manta de lana que le pica, se pasan toda la tarde haciéndolo. Y cuando oscurece vuelve a casa despeinada, con el olor y el sudor debajo de la cazadora.
La profesora está explicando la tercera declinación.
Traza signos con la tiza en la pizarra, dibuja vocales muy grandes. Un color para la raíz, otro para la desinencia. Anna no la escucha. Se queda mirando el cristal de la ventana, observa la caída regular del agua. Tampoco hoy ha venido a clase, piensa.
Entonces se vuelve para mirar a Lisa, que está tomando apuntes en el lado opuesto del aula. Busca en su rostro absorto las huellas de alguna explicación. Por qué la bicicleta de Francesca no está aparcada en la verja junto a las demás. Por qué hace más de una semana que no acude a clase, y quién sabe qué coño estará haciendo, si estará enferma. Ha contado los días. Se los ha marcado en su diario. Lisa sabe, Lisa tiene que saberlo a la fuerza. Y Anna la mira con insistencia, la profe declina los sustantivos según los grupos de pertenencia, hasta que Lisa se siente observada y levanta la cabeza.
Siempre evitan cuidadosamente mirarse y saludarse. Siempre evitan cruzarse a la salida del instituto.
Pero Anna sabe que Lisa la espía de la misma manera que ella espía a Lisa. Sabe que cualquier detalle es grabado y referido a Francesca. Su media escolar puesta al día, qué lleva puesto y cómo se peina, si está enfurruñada, si se sabe que se ha peleado con su novio, hasta la merienda que escoge en el expendedor automático: todo será recogido fielmente.
La profesora está explicando en vano la tercera declinación y Anna piensa que ya no tiene ganas de seguir fingiendo.
Se encorva sobre el cuaderno y escribe arriba a la izquierda: «Nombres imparisílabos con dos consonantes antes del arranque del genitivo en —is. Ejemplo: mens mentis, pons pontis». El genitivo es el caso de la pertenencia, repite la profe, es el caso de la generación, como la propia palabra indica. Anna piensa que tal vez debiera decidirse a hablar con Lisa en el recreo para preguntarle qué le ha pasado a Francesca. El genitivo indica la materia. ¿Qué le ha pasado a Francesca? De qué están hechas las cosas, de dónde provienen: la indicación reside en cómo acaban las palabras.
Después suena el timbre y la profe de latín recoge las cosas, cierra el libro de clase. Anna piensa que por pura estrategia debería decidirse a hacerse amiga de Lisa, por más que sienta asco hacia ella. Después entra el profesor joven, el de historia, y las idiotas de siempre hacen como que se caen de las sillas.
Hay algo de lo que se ha acordado Anna y que podría ser un recurso. Podría ser mejor que recurrir a Lisa. Hacerle un regalo, escribirle una nota, llamar a su timbre y resistir aunque quien le abra sea Enrico.
—Hoy es 22 de noviembre, chicos —dice el profesor mono—. ¿No os suena de nada esta fecha?
La clase está muda y soñolienta, excepto las habituales que se presentan con vaqueros y camisetas ceñidas cuando hay clase de Historia.
—Hace casi cuarenta años, chicos, fue asesinado en Texas John Fitzgerald Kennedy. ¿No os suena?
Caras ausentes, como diciendo, no, no nos suena a una mierda.
—Texas, chicos. La tierra del petróleo, negocios enormes tras el petróleo. Todo encaja. La historia se repite. Era el Presidente de los Estados Unidos, estamos en 1963, chicos. La guerra fría. Hoy también, como habréis deducido por el atentado a las Torres Gemelas, estamos en guerra.
El profe guapo se enfervoriza.
—Es importante. Los Estados Unidos siempre han matado a sus Presidentes…
Chiste previsible desde el fondo de la clase:
—¿Y por qué en Italia no?
Anna aprende la historia del Presidente asesinado por el obrero Oswald, y calcula que veinticuatro años después, en el hospital de Piombino, provincia de Livorno, nace Francesca Morganti, escasa de peso y de pelo.
22: el mismo número que Anna.
La mitad es 11, los ratones. El doble es 44, la cárcel. Y 22 es el loco, está claro. Era su padre quien le había enseñado la smorfia[7] napolitana.
—Chicos, es importante —dice el profesor joven y mono—: Tened siempre en la cabeza las fechas y los acontecimientos. Ejercitad la sospecha. Siempre hay un complot tras una simple fecha y un simple acontecimiento. Aislad la parte correcta de la equivocada. Pero debéis saber que ambas conforman la historia de la misma manera.
A Anna le parece que eso de los diez minutos de reflexión, los diez minutos para hacer balance de los acontecimientos, es una gilipollez enorme. Sólo espera poder abrir el libro en la página treinta, «La batalla de Salamina», y emborronarla en paz.
—Bin Laden y Oswald —dice el profesor de veintiséis años—: ¿Quién puede decirnos realmente quiénes son? ¿Son ellos el mal? ¿O hay un complot que involucra al Gobierno, al capital, al sistema entero?
—¿Y qué más? —ríe alguien.
Pero el profesor ya es incontenible:
—El sistema, chicos… ¿Vosotros qué idea os habéis formado del 11 de Septiembre?
11: los ratones.
Decenas de chicles pegados debajo de los pupitres y las sillas.
—Os he traído La Repubblica, hay que leer los periódicos.
Los chicos ponen mala cara. Anna detesta los diez minutos de reflexión en clase acerca de la actualidad que nos atañe.
Y mientras el otro lee el enésimo artículo sobre el mundo que se va al garete, Anna piensa que el 22 de noviembre es el día en el que nació Francesca, y el 11 de noviembre es el día en el que en el bar de Aldo echó de menos a Francesca. Y se pregunta por qué hace más de una semana que no viene al colegio. Y se dice a sí misma que hay una parte correcta y una equivocada. Y que seguir haciendo como si no pasara nada es la parte equivocada. Y que llamar al timbre de su mejor amiga es la parte correcta. Y que a ella lo de Bin Laden y los complots le importa una mierda.
A fin de cuentas, hoy incluso podría llegar a ocurrir algo estupendo.