Al día siguiente parecía verano.
Mattia había ido a buscarla a la salida del colegio. Estaba apoyado contra la puerta del Panda aparcado en doble fila, como las decenas de padres a la espera. Aquel día libraba y quería llevarla a la playa para el último baño de la temporada. La vio aparecer entre una multitud variopinta de chavalines con una mochila enorme y la regla que sobresalía.
Anna entró en el coche lanzando la mochila a los asientos posteriores. Bajó del todo la ventanilla de manivela y estiró las piernas sobre el salpicadero. Se estaba bien. Repasó mentalmente el alfabeto griego mientras Mattia conducía con una mano y le acariciaba la rodilla con la otra. El paisaje fluía junto a la ventanilla: una tierra de colinas e instalaciones relucía bajo los rayos aún cálidos.
Fueron a Torre del Sale, la playa blanca que quedaba entre la central eléctrica y la fábrica Dalmine-Tenaris. La encontraron casi desierta. Había arcilla en el fondo marino. Dos o tres oficinistas tumbadas tomaban el sol, con la ropa de trabajo arrebujada a su lado. Hora de la comida: la última ocasión para ponerse morenas. El sol era intenso y pardo. Resplandecía como si fuera el principio, como si estuviera a punto de volver a empezar todo: el verano, los juegos, Francesca tumbada en la orilla… Un sol falaz.
El agua se había enfriado un par de grados. Anna metió la punta de un pie y la retiró enseguida mientras notaba los escalofríos. Pero Mattia se acercaba corriendo y la arrojó al agua. Mattia quería que se bañaran y que hicieran el amor en el agua. Se besaron largo rato, como suelen hacer los novios, en el cieno, en el movimiento lento y regular de las olas. Comieron un bocadillo y una fruta. Después volvieron a besarse, mientras se les pegaba la arena fragante. Eran las 14.49. Las oficinistas volvían a vestirse para regresar al trabajo. Los dos chicos se apretaban el uno contra el otro bajo el sol, bajo el olor a gasóleo que venía del vertedero de la fábrica de al lado.
—¿Cuándo me vas a llevar a la isla de Elba? —le preguntó.
—Pronto —contestó él.
Ahora, después del baño y del orgasmo, la vida había vuelto a la normalidad. Septiembre. Toda la gente enclaustrada en las oficinas. La semana escandida por el nombre de los días: el ritmo constante de un mundo obligado a producir. Había un vacío, ahora. Anna y Mattia apenas lo percibían. Algo había ocurrido dentro de la norma. En la playa desierta se advertía la ausencia de niños jugando a la pelota, la pelota que rueda hasta tu toalla. Los niños habían vuelto al parvulario. Y el mar se iba deslizando hacia el letargo.
Había ocurrido algo extraordinario en el silencio. Un barco mercante avanzaba lentamente por el horizonte en dirección a Cerdeña y lentamente perdía su contorno en el azul.
De regreso, Mattia conducía siguiendo la carretera de tierra del campo de entrenamiento para perros de caza. Anna miraba por la ventanilla el perímetro de la Dalmine-Tenaris. Los fardos de heno, los postes.
—¿Por qué no quedan cables? —Anna los señaló.
Mattia estaba sometiendo a una dura prueba los amortiguadores de su viejo Panda entre baches y piedras, levantando una gran polvareda. Sonrió.
—¿Por qué no funciona ya esa línea eléctrica? —insistió Anna.
—Digamos que tu hermano le ha dado el golpe de gracia…
Eran las 15.30. Mattia conducía con calma por la nacional, en el promontorio tranquilo de un martes después de comer. Naves de las que entraban y salían camiones. Los cierres metálicos levantados para la limpieza de las tiendas antes de volver al comercio.
—¿Nos acercamos al bar de Aldo?
Anna asintió de mala gana: era un lugar triste y sucio, había demasiados hombres adultos allí. Pero ésa era la hora del bar para los ancianos jubilados, para los jóvenes haraganes. Algo normal en la periferia, entretenerse diciendo chorradas en un bar de barrio donde todos se conocen.
Mattia aparcó atravesado en la acera. Salieron del coche con el pelo mojado, las sandalias y los pies llenos de arena.
—Cómo disfrutáis de la vida, malditos seáis —dijo un viejo al verlos entrar.
Mattia apoyó un codo en la barra, pidió una sambuca y un zumo de fruta.
—Eh, peazo cabrón —le gritó Alessio riendo. Estaba sentado en una mesa con Cristiano y otras personas que jugaban a las cartas.
Había un padre con dos niños al lado: les estaba comprando un montón de piruletas y había pedido un Fernet Branca para él. Estaba el magrebí habitual, que se afanaba en la máquina tragaperras sin sacarle ni un céntimo. El pinball, tomado al asalto, y la bola que rebotaba contra los obstáculos, montaban un gran alboroto. Un policía de paisano fumando. Había obreros metalúrgicos con su mono de trabajo todavía encima, y otros que aún debían empezar su turno. Eran casi las cuatro. Al fondo de la sala había un televisor sintonizado en la primera cadena.
Anna estaba sentada sobre las rodillas de Mattia, bebiéndose tranquila su zumo de fruta. La gente hablaba sin parar. Anna observaba a su hermano, que discutía alegremente sobre cosas para ella oscuras. Palabras como perico rebotaban de una boca a otra, proyectos llamados historias que debían concretarse en las semanas siguientes, para obtener pasta suficiente. Un increíble hedor a humo. Estaba orgullosa de su hermano, estaba orgullosa de su chico. Se sentía en paz. Los hombres que la conocían la saludaban con un pellizco en la mejilla.
Estaba orgullosa de su mundo, aunque estuviera sucio y oliera mal. Al cabo de unos minutos, aparecieron también Maria y Jessica. Sí, su mundo sólido y elemental: estaba orgullosa de él.
—Hoy ha entrado una clienta que casi la mato —dijo Jessica.
Cogieron dos sillas para sentarse con ellos.
—Quería un tanga, y yo le he dicho: «Señora, su talla no la tenemos» —la gente iba y venía—. ¡Y la tía se ofende y la toma conmigo! «Lo siento», le he dicho, «inténtelo en la tienda de enfrente». Pero qué quieres que haga con lo gorda que estás, tenía que haberle dicho. ¡Menuda gilipollas!
Los viejos hablaban de mujeres ucranianas. Nadie escuchaba a Jessica con su historia del tanga. Nadie escuchaba a nadie, si no había de por medio sexo y dinero.
Les interrumpió la sintonía del telediario.
¿A esas horas? Aldo señaló la pantalla y conminó a todo el mundo a guardar silencio.
Edición extraordinaria. Las cartas golpeaban la superficie manchada de las mesas. Una enorme cantidad de cigarrillos apagados en los ceniceros repletos. Nadie hizo caso.
—¡Cojones! ¿Queréis dejarme oír? —gritó el propietario, que había enrollado el trapo de limpiar y se había acercado al televisor. Alzó el volumen con el mando.
El periodista era uno de esos que se ven poco, uno de esos que sustituyen a sus compañeros en Navidad y Semana Santa.
Edición extraordinaria. Uno tras otro empezaron a enmudecer y a girar la cabeza hacia allí.
El periodista masculló algo incomprensible durante unos segundos. La pantalla se vio invadida a continuación por la imagen de dos rascacielos y una densa columna de humo. Apareció el rótulo: «Live. World Trade Center, New York».
—¿Qué es eso?
La máquina tragaperras seguía funcionando.
—Pero si es en América…
Alguien dejó su vaso.
Otro se lo quedó en la mano, sin beber. Y los niños seguían gritando «¡Del Piero!» y «¡Pippo Inzaghi!».
—Chisss —dijo Aldo—. Dejadme oír.
Ahora todos estaban quietos.
Anna terminó de masticar un chicle de nata y fresa para dejarlo pegado, sin ser vista, bajo el tablero de la mesa.
—¿Qué pasa? ¿Han matado al Presidente?
De las partidas interrumpidas quedaban los mazos de cartas desparramados, algunas caídas por el suelo junto a la ceniza y los tiques. Los niños siguieron jugando al futbolín hasta que intuyeron que el silencio era excesivo y que algo debía de estar pasando. Entonces dejaron caer los brazos y la bola siguió rodando unos instantes antes de detenerse.
La voz del locutor sólo se oía a ratos. La imagen se desvanecía y volvía después a aparecer, idéntica a como era. Dos rascacielos y una columna de humo. Zoom de los rascacielos: dos columnas de humo que salían de dos agujeros. En un primer momento, nadie acertó a darse cuenta de que la superficie destripada, en realidad, eran ventanas de oficinas. Nadie podía imaginarse que los puntitos negros que caían al vacío eran seres humanos.
Cristiano se volvió hacia la puerta. Estaban entrando dos carabineros de uniforme.
—¿Qué ocurre?
—Qué sé yo. Hay una edición extraordinaria desde los Estados Unidos.
Los dos carabineros se apoyaron en la barra y se pusieron a verlo también, no sin pedir antes dos carajillos.
—Los dos aviones se han estrellado esta mañana —decía la voz—. Un Boeing 757 recién secuestrado y después, evidentemente… —nada era evidente—, dieciocho minutos más tarde, otro avión se ha estrellado igualmente contra la torre —nadie entendía nada.
La imagen estaba inmóvil. Sólo se movía el humo.
—Pero ¿esto es en directo? —preguntó alguien.
«¿Alguna novedad, Borrelli?», preguntó el periodista. Apareció el corresponsal en directo desde Nueva York, una cara familiar que desde aquel lejanísimo lugar del mundo se dirigía a Italia en un intento de explicar lo que ocurría. «Bueno», titubeó, «se trata de la mayor catástrofe, el mayor ataque terrorista realizado en pleno corazón de los Estados Unidos».
Silencio general, silencio difícil de aguantar y escalofríos de película de acción. Cristiano dijo:
—Será uno de esos programas de telerrealidad —se puso a barajar las cartas—. Ya sabéis, esas americanadas de los cojones…
Pero era el telediario.
Empezaron otra vez a hablar entre ellos, en voz baja. Hubo quienes renunciaron a entender y retomaron su partida de póquer, volviendo a poner en columnas las monedas de mil liras. Anna tenía arena en el bikini y le molestaba. Alessio seguía mirando atentamente la pantalla, pero era ya uno de los pocos. La gente volvía a sus cosas, y algunos se marcharon a casa.
Pasaron cuarenta y dos minutos así, con las imágenes en vivo y los planos monótonos, los periodistas que hablaban de círculos islamistas, de un tercer avión que se había estrellado en el Pentágono.
Aldo no atendía a sus clientes, se esforzaba por conectar la noticia con el tejido del mundo, de su mundo. A la gente le importaba una mierda lo que sucedía en los Estados Unidos. Un Boeing 757 que se ha estrellado en los edificios de las altas finanzas, ciento diez plantas repletas de gente trabajando en oficinas, es una cosa de Hollywood que no se la cree nadie.
Mattia le estaba haciendo cosquillas a Anna detrás de las orejas. Y Anna decía que tenía que aprenderse el alfabeto griego y los sustantivos latinos para mañana.
—¿Me llevas a casa?
Los dos carabineros llamaron al cuartelillo para saber algo. Pero en el cuartelillo de Piombino, un edificio desconchado con dos palmeras delante, los funcionarios sabían aún menos que la gente del bar.
Al cabo de cuarenta y dos minutos, la imagen de la pantalla se animó de repente.
Vieron cómo el rascacielos se derrumbaba. Se derrumbaba igual que una columna de arena en el interior de la clepsidra. Y después se derrumbaba también el otro rascacielos. Todo al suelo en la zona cero. Entones, en el bar de Salivoli, alguien empezó a gritar, a gritar de asombro y de estupor, mientras los gritos en directo de los americanos llegaban pidiendo ayuda hasta allí.
—¡Leches!
Pero era una cosa absurda al otro lado del océano y del mundo. Tal vez ocurriera fuera del mundo. Alessio y Cristiano se miraron a la cara. Todos se miraban a la cara incrédulos, ahora que los americanos gritaban como animales y los rascacielos habían desaparecido.
—Pero ¿es en directo?
—¿Está pasando de verdad o es que están todos drogados?
Decenas de personas, en Piombino, en el bar de Aldo, empezaron a mandar SMS y se lanzaron a llamar por teléfono.
—¡Oye! ¡Enciende la televisión! —les decían a sus mujeres, a sus hijos—. ¡Date prisa, que el mundo se viene abajo!
También Francesca, en casa de Lisa, estaba delante del televisor. Ella también miraba caer las torres, esa caída que se repetía en la pantalla docenas de veces. La repetición de lo extraordinario tiene algo de incomprensible, y a Francesca le costó un momento entender de qué iba la historia.
Aldo dejó un vaso en la barra.
—Gente —gritó—: ¡A los americanos les acaban de dar bien, pero que bien por el culo!
Algunos aplaudieron.
Mattia sonrió a Anna, como diciendo: ¿has visto? Estamos juntos viviendo un acontecimiento tan importante.
—¡Les han desfondao el culo esta vez, chicos!
Alessio meneó la cabeza, aturdido:
—O sea, ¿te enteras? Se han estrellado, como si ahora llega un avión y se estrella contra la torre del alto horno… Menudo follón, salta la Lucchini…
Había un clima de exaltación en aquellos momentos, como en una huelga del sindicato. No era posible creer que en aquellas imágenes absurdas hubiera gente que estuviera muriendo.
—Pero ¿hoy habrá que ir a trabajar de todas formas?
—Ya verás que es eso… —se rió uno—. ¡Ocurre una cosa en los Estados Unidos y nuestra fábrica cierra!
Se reían varios ahora.
—¡Capitalistas de mierda!
Eran unos hechos que no eran unos hechos. Era una película.
Anna, mirando por enésima vez cómo se derrumbaban los gigantes de cemento en el corazón de Manhattan, sintió que allí estaba la historia, la historia que es algo desmesurado e incomprensible, pero de lo que ella formaba parte.
Anna descubría que formaba parte de la historia y se asombraba, pero sobre todo se daba cuenta de que echaba de menos a Francesca. Y de que ahora la quería allí, a su lado, como si lo que se repetía en la pantalla infinitas veces fuera una boda o un funeral, uno de esos acontecimientos en los que hay que estar juntos a la fuerza, y ya dejan de tener importancia las discusiones.
Francesca, en casa de Lisa, sentía lo mismo, es decir, que echaba de menos a Anna, la pequeña mano de Anna, mientras las torres se derrumbaban por décima vez. Y estar separadas no tenía sentido.
El titular del periódico Manifesto fue: «Apocalipsis».
Esa tarde, en Piombino, las calles estaban desiertas. Todos se habían quedado en casa clavados al televisor. Reunidos en los sofás, en torno a la mesa de la cocina, con la adrenalina de estar asistiendo a algo que pasaría a los libros de historia. Sandra estaba muy inquieta, llamaba continuamente al partido. Elena estaba trastornada, le hubiera gustado mandarle un SMS a Alessio, pero ¿para decirle qué?
Y Anna y Francesca, cada una en su cama, no podían dejar de pensar la una en la otra, ni de sentir ganas de verse, ni de odiarse un poco también.
De modo que Anna se levantó, encendió la lamparita y se puso a hojear el diario del año anterior. Volvió a leerse todas las frases de Francesca, con sus errores ortográficos y sus corazoncitos en lugar de puntos sobre las íes. Eran tan significativos aquellos garabatos, las letras con tanta rúbrica, como el hecho de que en Manhattan, ahora, había un agujero y estaba a punto de cambiar el rumbo del mundo.
Alessio, en la grúa de puente, escuchaba la radio. Centenares de radios y televisores encendidos en las naves de la Lucchini, sintonizados en la misma frecuencia. El ataque a las Torres Gemelas, el terrorismo que ha vencido en el curso de unas cuantas horas a Occidente, entre los incendios, los trenes cisterna, los calderos incandescentes, miles de diminutos hombres en mono fundían hierro y carbono, acero y arrabio para hacer los rieles, los barcos, las armas de Europa y de los Estados Unidos.
Sólo Enrico, inerte en su sillón, había cambiado de canal. Se había topado con unos extraños dibujos animados, y después con una película del oeste con Clint Eastwood. Pensaba en otras cosas. Pensaba en el cuerpo de su hija en los prismáticos de pesca. Recortado nítido en la lente, dentro. La espalda, la punta de los senos a contraluz, en el agua. El verano se había terminado y él había guardado el instrumento en un lugar seguro de la casa. Los lejanísimos Estados Unidos, la caída. Su niña sostenida en la palma de la mano. La había sostenido entera, olorosa, en la palma de su mano cuando salió de la incubadora.
Y se había quedado dormido, solo.