23.

Francesca desmigajaba una rebanada de pan, sin intención alguna de comérsela. De forma minuciosa, la miga iba reduciéndose a pequeñas esferas que parecían de plastilina. Mientras tanto, observaba las manos de su padre, con qué cuidado sabían manejar ahora los engranajes, casi acariciándolos. Gestos aseados y precisos, aunque enteramente desligados del cerebro que era incapaz de comprender, por mucho que se esforzara, dónde estaba la avería y, por lo tanto, la solución.

Enrico estaba absorto en la reparación del exprimidor. Tenía delante la caja de herramientas, donde cada objeto estaba situado en su propio compartimento. De ahí sacaba un destornillador, una llave. Volvía a dejarlos de inmediato en su sitio.

Francesca lo vigilaba desde debajo de las pestañas. Con las gafas parecía más viejo. Estaba sentada a su lado en la cocina fría. En aquella habitación no daba nunca el sol, a ninguna hora del día. Esa mañana se esperaba una frase de sus padres, por lo menos, algo así como «Buen primer día de colegio». Pero no llegó. Llegaron los habituales gestos mudos de la cabeza.

Su padre se levantó, fue a meter la clavija en el enchufe. No funcionaba. Volvió a sentarse, desmontó de nuevo el exprimidor. Tenía una paciencia infinita, para ciertas cosas.

—Déjalo ya, compraremos uno nuevo…

La voz de Rosa era un triste maullido perdido en el tintineo de la llave inglesa.

El otro, sin soltar prenda, volvía a empezar.

Francesca odiaba el desayuno, la impecable manera en la que todo estaba distribuido sobre el mantelito de flores. Era un odio tranquilo y ordenado. La servilleta metida en el servilletero, la tacita con su plato a juego, el vaso sobre su posavasos. Pero Francesca no tenía edad para sonreír ante ciertas cosas. Se le pasaba el apetito cuando empezaba el colegio y su padre no trabajaba en el turno de seis a dos.

La televisión transmitía un programa matinal: el presentador explicaba cómo se deshuesa un pollo. Era la única voz viviente. Francesca mantenía la mirada baja mientras se tomaba su porción de mermelada y observaba de reojo a su padre y a su madre.

No ocurría nada.

Rosa estaba en el sillón, como siempre.

Pero había querido un gatito. Efectivamente. Se había despertado una mañana con esa idea y, por primera vez en su vida, se había enrabietado. Y así siguió cada mañana, y durante varios días. La cosa resultaba tan singular que Enrico, al final, acabó por traérselo: un gatito blanco y negro, que recogió en una de las naves de la fábrica. Volvió a casa con aquel animal envuelto en una toalla. Parecía el ogro de un anuncio de pasta Barilla.

Rosa estaba trabajando en una bufanda. Con el animal en su regazo. No se separaba nunca de él. Era ésta la principal novedad. Tal vez, si dos semanas antes, en vez de ir a ver al médico, hubiera ido a la comisaría, no habría querido ese gato que dejaba pelusas por toda la casa y arañaba las fundas del sofá.

Enrico estaba montando el exprimidor por cuarta o quinta vez. Llevaba varios días sin afeitarse. Francesca no bajaba la guardia, mordía minúsculas esquirlas de galleta para masticarlas después con la máxima lentitud. Había un tiempo preciso, que había aprendido a calcular para desayunar sin molestar a nadie. Debía comérselo todo o esconderlo en los bolsillos, mantener a raya las náuseas y la mirada baja, hacer como que escuchaba la televisión, esperar un cuarto de hora por lo menos y levantarse después con mucho cuidado para no arrastrar la silla.

No llegaron nunca a decidirse a comprar esas cositas que se ponen debajo de las patas de los muebles. Francesca no podía recibir una bofetada por eso.

Si su madre hubiera ido a la comisaría, en vez de ir a ver al médico de cabecera…

Francesca miró el reloj y se limpió las comisuras de la boca manchadas de zumo de naranja.

El médico era el mismo cabrón que le había cosido la muñeca. Pero en la cabeza de Rosa, que venía de una aldea perdida de Aspromonte, es el doctor el que sabe las cosas de verdad. ¿Qué sabrá la policía? Es el médico el que tiene una carrera y un sueldo alto.

Un lunes por la mañana se armó de valor, se puso su único vestido decente y acudió a la abarrotada consulta del médico. Aguardó su turno durante muchas horas, había preparado mentalmente lo que iba a decir. Se lo había repetido de arriba abajo una docena de veces asintiendo con la cabeza, como se repasan los deberes en clase. Pero en el momento de repetirlo en voz alta ante el escritorio del doctor, se embarulló y se echó a llorar después, y luego hasta se puso a reír.

Una crisis depresiva, concluyó el médico. Le prescribió Prozac y pastillas para dormir.

Francesca fue a dejar la taza en el fregadero, sacudió las migas del mantel. Enrico había conseguido por fin que el exprimidor funcionara y sonreía ligeramente, tímido, como un niño inseguro que resuelve una multiplicación.

Hubiera podido ponerse en contacto con los asistentes sociales, aconsejarle que fuera a ver a un abogado. Pero entre las funciones de Satta, el médico, no estaba la de resolver los problemas de las familias, los problemas irresolubles de las familias.

Rosa, ahora, no dejaba nunca de sonreír de la misma manera, vaga y ausente. Sonreía indistintamente a la ventana, a su hija, al gato, a cualquier cosa. Y Francesca había empezado a odiarla. Había empezado a ocuparse ella de las tareas domésticas, porque su madre estaba siempre muy cansada.

Pero los oía, de noche. Un ruido sordo y regular a través de la puerta, a través del pasillo oscuro y rancio. La aceleración del movimiento. Las vocales roncas. Eran demasiado finas aquellas paredes, estaban huecas en su interior. Francesca se quedaba quieta, con la cabeza escondida y la sábana estirada, inmóvil como un animal acechado. Para no oír los ruidos, la aceleración, el estertor horrendo que provenía de sus padres. Efecto del Prozac.

Francesca se puso la cazadora, agarró la cartera y dijo adiós con la mano en el umbral de la puerta. Un infinito sentimiento de asco por aquellos dos animales. Cerró la puerta despacio. Había quedado con Lisa en el patio. Pedalearían juntas hasta Montemazzano, todo cuesta arriba, hacia el complejo escolar de enseñanza secundaria. Y en su cartera del año anterior seguía estando lo que le había escrito Anna con el rotulador.

El timbre sonó a las ocho y cuarto.

Diez años antes, los institutos de secundaria estaban todos en el centro, viejos edificios de tres plantas con ventanas que daban al mar, y en el recreo se hacían escapadas al puerto para darse un beso o conseguir un cigarrillo. Ahora los habían trasladado al lado de la carretera nacional, entre un campo de fútbol pelado y una estación de servicio. Cuatro bloques cuadrados de cemento.

Delante descollaba la fábrica Lucchini, con sus hornos.

Francesca se despidió de Lisa a las puertas del edificio número uno, el liceo clásico. Había entrevisto aparcada junto a la verja la Aprilia de Anna. Se despidió prestando atención a rozarle sólo la mejilla, sin besarla. Después corrió a la entrada del número cuatro, el IPS.

Los timbres sonaban todos al mismo tiempo.

Casi no le había dado tiempo a entrar en la nueva clase cuando oyó aullidos por todas partes.

—¡Vaya peazo de tía! —en coro, mientras desfilaba entre los pupitres. Un puñado de subnormales.

Caras conocidas e intercambiables, cuerpos laxos sobre las sillas. Eran casi todos varones, muchos repetidores, muchos de Via Stalingrado. Gente que iba allí a montar jaleo, a calentar los asientos porque la ley obligaba a calentarlos.

En no más de dos años acabarían todos en la fábrica. Levantando calderos, perdiendo un brazo, fabricando el acero.

Francesca abrió la mochila, colocó un cuaderno y un bolígrafo en el pupitre. No hacía caso a los comentarios de los tíos, las palabras obscenas de los tíos con la revista porno en el bolsillo. No sabría decir por qué se hallaba allí. La ley no era un motivo suficiente, un decreto del Gobierno carece de sentido cuando la realidad es tan distinta.

No se dio la vuelta para comprobar la cara de la persona que se sentaba a su lado. No le importaba: fuera quien fuera, no era Anna.

Se obstinaba en mirar por la ventana, en cambio, con grandes ojos oscuros. No contestaba a las preguntas de «¿Cómo te llamas? Oye, que estoy hablando contigo, te he dicho que cómo te llamas». No le interesaban los mapas colgados de las paredes ni la tabla periódica de los elementos. No le interesaba saber el nombre de su nueva compañera de pupitre.

Le interesaba el edificio de enfrente.

Eran idénticos: el cubo de cemento donde ella estaba y el cubo de cemento donde estaba Anna. Pero en medio había una valla divisoria, una valla en mal estado, recosida aquí y allá. Evidentemente, alguien había intentado pasar al otro lado.

No era posible. No son dos mundos comunicantes. No basta con un agujero en la valla y meter la cabeza dentro para llevar una vida distinta.

Anna estaba al otro lado. Anna estaba oculta detrás de una de esas ventanas.

No sabía cuál aún, pero más tarde Lisa le desvelaría la planta y la posición. De ese modo, ella podría mirar cada mañana en esa dirección con la esperanza de verla, un trocito de cabeza, un hombro, una llamarada de rizos en el reflejo del cristal. No volvería a dirigirle la palabra, de eso estaba segura. Es más, la odiaría con constancia y para siempre. De vez en cuando se divertía imaginando su reacción si ella muriera, fantaseaba con ahorcarse por el gusto de adivinar la cara de Anna cuando la descubriera colgada de un pilar del patio, sus tremendos remordimientos.

Miraría fijamente su ventana cada día durante toda la duración de las clases, sin apartar nunca los ojos, descifrando cada sombra, y antes o después la vería. La silueta de un muerto. Al otro lado. Durante cinco horas enteras, Francesca permanecería pegada al cristal de la ventana esperando a Anna.

Aquel mismo día, Elena se despertaba en su casa de Campiglia. Observaba desde el ventanal del salón la extensión de los campos, de los olivares, de las viñas que se sucedían hasta el mar, hasta las colosales instalaciones.

Desde allí, desde aquella posición privilegiada, Val di Cornia era un lugar sereno y ordenado. Los campesinos a un lado, los obreros metalúrgicos a otro y los pescadores abajo, en el puerto. Desde su casa de campo se veía incluso la silueta de la isla de Elba, un peñasco rodeado de niebla.

Elena cribaba por enésima vez las opciones posibles, mientras se tomaba su café. No había razón para irse hasta Pisa o Florencia si esos campos, ese mar, la línea dulce de las colinas hasta la torre de Populonia, eran su casa. De modo que se vistió y se peinó, metió la llave con decisión en el contacto del coche y condujo hasta Piombino, lista para su entrevista de trabajo. Despachos de madera brillante y latón. La principal empresa de la zona. La Lucchini.

Una licenciatura en Empresariales con las mejores notas. Era perfectamente consciente de las posibilidades que le abría una titulación semejante. Era la joven, voluntariosa, hermosa hija del jefe de servicio del hospital.

Elena conducía serena hacia la gran fábrica de acero, sin saber todavía, aunque presintiéndolo en el fondo, que no tardaría en dedicarse a seleccionar el personal para la industria que produce rieles para toda Europa y también para los Estados Unidos.

Alessio, mientras tanto, dormía feliz, exhausto por ocho horas nocturnas en liza con Afo 4, el rebelde, Afo 4, el mítico, funéreo horno. Acero líquido que se vierte en los calderos, acero incandescente que se convierte en producto para el mercado, beneficio, salario, conexiones para las ciudades, los lugares, el tiempo. Heterogénesis y palingenesias de los fines. ¿Cuál es el final, realmente?

No podía imaginarse que, al cabo de unas semanas, su gran amor ocuparía un despacho en la torre de los directivos. Y contrataría y despediría, valoraría y haría cálculos acerca de la vida, las horas, los días de la gente como él.

No podía realmente imaginarse que, al cabo de unos cuantos meses, su enésimo colega moriría y él agitaría la bandera del sindicato contra ella, que estaba ya, a todos los efectos, en el otro bando.

Elena conducía tranquila, aparcaba en la entrada de la enorme fábrica. Estaba segura de que la contratarían, estaba segura de que Alessio se sentiría feliz porque ella no había visto nunca un caldero, no tenía ni la menor idea de cómo era y, en su cabeza, Via Stalingrado era una especie del tebeo.

El sol irradiaba sus rayos a través de la ciudad que trabaja, los miles de cristales que ocultan a personas encorvadas sobre pupitres, sobre escritorios repletos de papeles, haciendo cálculos, garabateando con sus bolígrafos, las dos mil personas que producen los blooms, las barras, los tochos, y que al hacer todo ello deben estar muy atentas para no caerse, para no distraerse, para no arder bajo la fundición continua de los metales. Cristal, hierro y cemento.

2001. Aquel día era el 10 de septiembre.