22.

El hombre del tiempo estaba anunciando temperaturas superiores a la media en cuatro o cinco grados cuando se oyó el timbre.

Era domingo por la mañana, el último domingo del verano.

Interrumpieron el desayuno, se quedaron con la galleta en la mano y se miraron con aire interrogativo. La voz del presentador anunciaba sol por toda la península italiana. Un presentimiento común. Sandra se levantó y fue a abrir.

Ruido de suelas de goma en el suelo. Pasos enérgicos y regulares.

Entró Arturo, ceñido en un memorable traje a rayas negro que olía a tintorería. Los pastelitos bien envueltos, una gabardina gris perla del brazo.

—Buenos días —dijo.

Sus hijos se habían quedado de piedra, cada uno en su silla. La mujer emergió en camisón por detrás de él y fue a apoyarse contra la jamba de la puerta.

—¡Qué bien os veo!

Como si no los hubiera abandonado, dejándolos solos y en grandes apuros, durante un verano entero. Los veía bien: estaban mudos y cabreados.

Arturo dejó caer la gabardina sobre el sofá, se sentó cruzando las piernas. ¡Qué gran talento se le había escamoteado al teatro! También él escamoteó una excusa, aunque fuera de esas dichas por decir, con un mínimo pudor.

—Venga, abramos los pastelitos…

Estaba emocionado como un chavalín que acaba de robar un ciclomotor, y casi no puede creer que lo ha conseguido, y se siente como un dios por más que sepa que ha cometido un error.

¿Dónde había estado durmiendo? ¿Se habría echado una amante?

Arturo exhibía una sonrisa canalla.

Sandra tuvo que hacer un esfuerzo enorme para controlarse, para ocultar el azoramiento, la desazón que sentía frente a ese traje nuevo, la raya impecable de los pantalones (¿quién se los había planchado?) de su marido, que, fuera como fuera, incluso hecho una tacita de plata, seguía siendo un desgraciado.

Anna le dio un tímido bocado a su galleta.

No había parentesco alguno, ni de lejos siquiera, entre el paño de sastrería que vestía él y las telas del sofá, del mantel, del arrugado camisón de su mujer. El sol entraba alto y claro a través de la cortina blanca, y Sandra se toqueteaba el pelo, intentando en vano arreglarlo y mantener a raya los nervios.

Arrancó la sintonía del telediario.

—He vuelto —tragó saliva— para quedarme.

A Alessio se le había quitado el apetito.

—A ver, ¿sigue siendo ésta mi casa o no?

Silencio sepulcral.

Entonces Arturo se metió la mano en la chaqueta. Esta vez iba a sorprenderlos de verdad. Era el gesto que llevaba una vida entera esperando, la escena clave de la película que llevaba en la cabeza. Se sacó del bolsillo un estuche de terciopelo rojo. Tenía esa sonrisa flamante estampada en la cara, un color estupendo en las mejillas, que desentonaba de forma colosal con los labios sellados de su mujer, con la gélida sorpresa de su hijo. Y Anna contenía la respiración ante el estuche rojo.

Lo abrió. Extrajo su contenido. Se lo enseñó a Sandra.

El anillo que Arturo tenía entre sus manos era la mayor preciosidad que ella había visto nunca.

—He vuelto para quedarme —repitió—. Para daros la vida que os merecéis.

Sandra se quedó fulminada, muy a su pesar. No quería ceder, pero estaba cediendo. Contra todas las convicciones maduradas en una vida de militancia, de reuniones sindicales, zapatos rotos pero hay que caminar, se enfilaba el diamante en el dedo. Estaba bien afeitado su marido, con el fular embebido de perfume.

Alessio se levantó de la mesa arrastrando ruidosamente la silla. La comedia había alcanzado el nivel de saturación.

—¿Dónde vas? —preguntó alarmado su padre.

—A cagar —contestó su hijo, asqueado.

Siempre había sido así, desconfiado y pendenciero. Arturo nunca había llegado a entenderlo. Su hijo siempre le había reprochado algo tácitamente. Pero ¿qué? Ni que él tuviera una bola de cristal.

—Escúchame. Tu coche está abajo —se apresuró a decir, con la seguridad de quien tiene un as en la manga y está a punto de destaparlo—. Aquí están las llaves.

Dejó con energía un llavero con un enorme símbolo de Volkswagen.

—He terminado de pagarlo —sonrió triunfal—: Es tuyo.

Alessio se volvió a mirarlo. Incrédulo, esta vez.

El poder increíble del dinero.

—Te lo he aparcado aquí debajo, cerca de los contenedores.

A Alessio se le había cambiado la cara. Lo odiaba, pero se le había cambiado la cara. Su padre le sonreía entusiasta.

Alessio permaneció quieto durante unos instantes, indeciso como pocas otras veces. No quería darle ese gusto, no se fiaba. Arturo le estaba mirando, entre chulesco y tierno, como si de golpe se convirtiera en el padre generoso que imaginaba ser.

—Venga, vete a verlo por lo menos…

Le imploraba con los ojos.

Y su hijo no pudo evitar hacerle caso. Cogió el manojo de llaves, salió directamente en pijama.

Sandra no podía dejar de echar cuentas. Él desempaquetaba resuelto los pastelitos, daba una vuelta por la habitación. Y ella seguía echándole números encima. Sumaba cifras hipotéticas con varios ceros, su cabeza trabajaba como un horno, redondeaba sea por exceso, sea por defecto. No tenía la menor idea de lo que podía costar un diamante. Admitiendo que lo hubiera comprado…

No quería saberlo. No le interesaba. Durante los días siguientes, Arturo iría sacando del bolsillo de la chaqueta, como un prestidigitador, el dinero para el alquiler, incluidos los atrasos, el dinero para saldar la cuenta del lavavajillas y de la radio del coche. Y en cada ocasión vería ella aparecer los fajos y no haría ninguna pregunta. Ella, su mujer, se guardaría ese dinero, surgido como un conejo de la chistera, sin formular, ni siquiera a sí misma, la pregunta más obvia.

—¿Eres feliz? —le preguntó, invitándola a levantarse y abrazándole la cadera.

Llamaría al abogado, dejaría correr las gestiones del divorcio y por todo ello experimentaría una sutil vergüenza. Lo haría por el dinero. No sólo. La voluntad de creer en algo en lo que no puede creerse. Sandra se hundía entre los brazos de su marido. Era como un efecto Valium, las campanas automáticas de la iglesia señalaban la hora. La misa había terminado, una misa a la que no había asistido nadie.

Anna había permanecido en silencio todo el rato.

—¿Y a mí? —reclamó en determinado momento—, ¿es que no me has traído nada?

Después de comer, Alessio llevó a su padre a dar una vuelta en el Golf nuevo.

Había un ambientador colgado del espejo retrovisor que emanaba un perfume años ochenta. Alessio no superaba los cincuenta kilómetros por hora. Su padre hundía la espalda en el asiento anatómico, con el nudo de la corbata suelto y las gafas de sol puestas. Hablaron de mujeres y de motores, con un hilillo de empacho en la voz.

Alessio conducía, acariciaba el volante, acariciaba el motor con el oído atento. Conducía absorto, con el sol a un lado, el cristal posterior oscurecido que sólo tiene la gente chula. Los neumáticos se deslizaban sobre el asfalto con gracia imperceptible y la moqueta del revestimiento absorbía cualquier ruido. Un habitáculo protegido y climatizado.

Arturo miraba el paisaje desplegado a su alrededor, cómo relucían al sol los colores de septiembre. Era lo que quería. Los parquecillos avivados por la chiquillería pasaban a su lado, las parejas sentadas en los bancos o de paseo con el perro. Ahora también él estaba donde debía estar. El paisaje límpido, algo movido, de las familias en un domingo por la tarde.

Es eso lo que cuenta. El coche nuevo reluciente, con las nubes, los árboles, las casas que se reflejan en el capó. Es eso lo que marca el cumplimiento. El aire acondicionado. Saludar a los transeúntes a través del cristal, aminorando la marcha en el Viale Marconi. Costear la acera: somos gente que no tiene nada que temer.

Alessio conducía, medía las prestaciones de su sueño en silencio. Tomó la nacional, que bordeaba durante diez kilómetros el perímetro de la fábrica. Sólo eran un padre y un hijo, ahora, en una situación embarazosa. Encendió la radio y la mantuvo a volumen bajo, como ruido de fondo. Una música anónima, una emisora al azar. Se deslizaban a su derecha las chimeneas orilladas de rojo, los fuegos semitransparentes de los convertidores. Y por encima de todo, tétrica y herrumbrosa, se recortaba la torre de Afo 4, aquello que nunca se detiene.

—¿Por qué sigues trabajando en esta mierda de sitio?

—Porque no tengo alternativa.

Su padre se volvió a mirarlo a través de las lentes oscuras de las Ray-Ban.

—No te entiendo… ¡Tienes todas las cartas para dedicarte a cosas muy distintas!

Se dejaba adelantar por los coches más potentes. Había todoterrenos con matrículas de Milán o Florencia que los superaban con cierta violencia.

—Me aseguran el paro.

Eran los últimos turistas desembarcados de la isla de Elba, tenían prisa por volver a casa.

—Me aseguran un sueldo cada mes —dijo Alessio, metiendo la marcha.

Le habían entrado ganas de cabrear a un Cayenne que estaba pegado a su culo y le daba las largas.

Arturo se encendió un cigarrillo, bajó la ventanilla y el chirrido de la fábrica invadió el pequeño reino obtuso.

—Cualquier cosa —dijo mirando hacia fuera con desprecio— es mejor que trabajar de obrero.

—No se me ocurre qué otra cosa podría hacer.

—Te falta iniciativa, te faltan ganas de arriesgarte…

La radio emitía la canción Fotoromanza de Gianna Nannini. Lo que le faltaba era Elena, y le faltaba a rabiar. Evitaba decir a su padre que perdonarlo le costaba un gran esfuerzo.

—Yo, a tu edad, tenía un montón de ideas, de sueños. Tenía ganas de dar un giro a mi vida… —sonrió—. Aunque si es por eso, ¡sigo teniéndolas! Y de todas formas, cualquier cosa es mejor que la Lucchini.

Alessio tomó la carretera para San Vincenzo, dejaron a sus espaldas la fábrica. La traducción exacta de los sueños de su padre era la siguiente: un piso de ochenta metros cuadrados en la tercera planta de una colmena de casas populares, dos embargos. Empezaban las colinas. Los carteles al borde de la carretera rezaban: MELONES Y SANDÍAS A 1 EURO/2.000 LIRAS.

Arturo tiró la colilla por la ventanilla, bajó el parasol y se echó un vistazo en el espejito. Su hijo se había convertido en un obrero, le había entrado la mentalidad del pringado que paga sus impuestos y deja que le jodan vivo.

A Alessio se le escapó una sonrisa amarga.

—Vamos a Baratti —dijo para cambiar de tema.

—Yo, en tu lugar, lo intentaría.

—¿El qué?

—¡Cambiar de trabajo! —levantó la voz su padre—. ¡Dedícate al comercio, ten un poco de iniciativa, cojones! O deja que te sigan dando por culo como hasta ahora, que te venga un cáncer; envejecerás a los cuarenta años, eso admitiendo que llegues a los cuarenta…

Arturo había dado un puñetazo al salpicadero. Alessio estaba tragándose la bilis.

Giró a la izquierda, tomó la carretera de Populonia. Las tumbas de los etruscos eran piedras tomadas al asalto por los turistas. Era septiembre y había aún un montón de gente haciendo cola para visitar la necrópolis de unos gilipollas que habían vivido tres mil años antes.

—Tú y yo no somos iguales —dijo Alessio, separando cuidadosamente las palabras—. Resígnate. Me gusta que me den por culo, me gusta trasvasar el acero a los calderos y representar el papel del pringado en el mundo. Pero lo que no me gusta es ir dando por culo a los demás.

La aguja del cuentakilómetros saltó de los sesenta a los noventa kilómetros por hora.

Su padre permanecía ahora en silencio, oculto detrás de sus lentes oscuras. Pero sus manos habían empezado a manosear el borde del asiento.

—Tú, en cambio, ¿qué has hecho, eh? ¿Me has comprado el coche? —escupió Alessio—. Tú sí que eres listo.

Arturo no contestó. Qué marea de cosas calladas le hervía por dentro.

Esa noche seguiría con atención la edición nocturna del telediario regional. Esperaría una noticia precisa, y esa noticia acabaría por llegar. Haría una llamada telefónica en el corazón de la noche. Haría otra llamada con palpitaciones. Y después ya no conseguiría conciliar el sueño.