El verano estaba terminando, la luz del día se acortaba.
Empezaba septiembre. Anna iba a hacer el amor a casa de Mattia, un apartamento pequeño y oscuro en perenne desorden, al fondo de Via Stalingrado.
Alessio, al final, había cedido. Les había hablado uno por uno, a su amigo y a su hermana, y les había soltado su discursito.
—Contáis con mi bendición, chicos. Pero nada de gilipolleces hasta que ella no sea mayor de edad —les advirtió de inmediato con el tono de un padre.
Y Mattia se apresuró a replicar:
—Es obvio, ¿bromeas?
Ahora Anna iba a esperar a su novio a la entrada de la fábrica Lucchini o hacía que pasara a recogerla a la puerta de casa. Alessio no era tonto, pero prefería pensar que se quedaban mirándose a los ojos todo el rato. Por el contrario, la pareja hacía el amor en todas partes: en la cama de matrimonio sin hacer, con las persianas echadas, en el baño, sobre el váter o dentro de la ducha, y hasta en el pasillo, contra la puerta.
Alessio observaba a Anna mientras montaba en el coche de su amigo, toda maquillada y alegre: le daba un beso, toqueteaba un poco la radio, ponía el volumen al máximo y se iban haciendo chirriar los neumáticos. Entonces él blasfemaba en silencio y se hacía un porro.
Mattia le contó un día a Anna que su madre había muerto, de un tumor en el cerebro. Que su padre andaba por algún lugar del mundo, pero no allí. Y esas confidencias los unieron mucho.
Mattia se fumaba un cigarrillo después de hacer el amor, le contaba fragmentos de su vida. Le dijo también que había cometido errores, cosas ilegales, pero que ahora ya no tenía intención de volver a hacerlas. Anna lo escuchaba llena de admiración. Y empezó ella también a fumar, a escondidas.
Francesca, cada vez que se topaba con Anna, seguía su camino con la mirada baja y una sonrisilla fingida. Durante una decena de días, en efecto, Anna se obstinó en esperarla en el patio, en su banco, e intentaba hablar con ella, a veces hasta la cogía del brazo y la sacudía. Pero Francesca no se paraba nunca, no quería escucharla. Seguía derecha, entraba en el número ocho y llamaba al timbre de Lisa. Hasta que un día, después de comer, ya no se la encontró en el sitio de siempre. Y entonces, aunque no lo admitiera nunca, sintió una punzada en el estómago.
Francesca se pasaba todas las tardes en casa de Lisa, al igual que Anna se pasaba todas las tardes con Mattia. Sólo que Francesca no hacía el amor, no le interesaba en absoluto, y había roto relaciones con Nino también. Se quedaba en la habitación de Lisa, dejaba que la admirara, jugaban a la escoba y al tenderete. Ella le había enseñado a maquillarse, la había acompañado al mercado a comprarse ropa decente. Y Lisa le hablaba a menudo de Donata, que estaba en la habitación de al lado, bajo las sábanas, con las pastillas en la mesilla y las persianas perennemente echadas.
La hermana de Lisa había empeorado. Ahora ya no movía casi ni los brazos ni la boca. Era incapaz incluso de sonreír de aquella extraña manera suya. Ya no sonreía, apenas mascullaba algunas palabras incomprensibles. Nadie en esa casa hacía alusión a Anna. Nadie en esa casa quería admitir que Donata se estaba muriendo.
Un día de septiembre, el 2 o el 3, Anna fue con su madre a la COOP a comprar la agenda, el estuche y los cuadernos para el nuevo curso escolar. Mattia estaba sentado en Aldo, el bar de Salivoli, bebiendo algo fuera.
Fumaba, miraba el terso cielo preotoñal y saboreaba con calma su negroni. A esas horas de la mañana no pasaba casi nadie. El pinball estaba parado. Un viejo leía un periódico local con las gafas en la nariz y medio puro en la boca. Un magrebí no dejaba de bajar la palanca de la máquina tragaperras sin obtener nada. Hasta la radio estaba apagada.
Después, Mattia vio que Cristiano venía hacia él. Menudo coñazo, pensó. Éste caminaba como era habitual en él, enjuto en sus vaqueros anchos de chavalín. Con el pelo muy engominado y un nuevo piercing bajo el labio. Tenía todo el aspecto de dirigirse hacia donde él estaba: lo último que le apetecía.
Cristiano se sentó efectivamente en su mesa y pidió un whisky. Mattia no tenía ningunas ganas de hablar con él. No por nada, sino porque prefería estar un rato en paz, así sin más, pensando en sus cosas.
En cambio, Cristiano entabló conversación, y era evidente que se había metido una anfetamina.
—Tengo turno de noche hoy —le contestó—, me han puesto con las verguetas, pero es posible que me trasladen a los convertidores…
—¡Mucho mejor los convertidores! —dijo el otro, convencido—. ¡Anda que no se toca allí uno las pelotas!
Mattia no tenía de por sí muchas ganas de hablar, pero menos aún de trabajo.
—¿Qué tal con el mocoso? —preguntó distraídamente, sólo para cambiar de tema.
Cristiano se llevó las manos a la cara:
—Es un delirio, Mattia. Me llora todas las benditas noches, empieza a llorar mientras estamos follando, ¿entiendes? Cada vez que empezamos, cojones. Y la otra que se levanta siempre. Déjalo llorar un ratito, ¿no?
Mattia no le estaba escuchando, se limitaba a mirarlo.
—Pero en el fondo, no es el mocoso el que me irrita. Crecerá y se dedicará a lo suyo… Hasta resulta divertido, a veces. Es Jennifer la que me toca las pelotas. He hecho mal en mudarme a su casa, ¡con sus padres además! No te puedes ni imaginar cuánto dan el coñazo sus padres…
Estuvo hablando un cuarto de hora.
Mattia se estaba terminando el negroni, miraba las caras de la gente que entraba. Chicos en sandalias que pedían fichas para el pinball. Obreros con mono, viejos que sostenían que a ellos no les hacía falta Viagra. Mattia dejaba el vaso en la mesa, vigilaba los avances del magrebí en la máquina tragaperras. Y, mientras tanto, el otro seguía hablando, algo frenético. No era mala persona, sólo un poco pesado. Y Mattia estaba casi decidido a pagar y marcharse.
—Escucha —lo retuvo Cristiano, bajando la voz e inclinando la barbilla hacia la mesa—: He venido porque tengo que hablarte de una cosa…
Cristiano tenía un aspecto casi serio ahora.
Pues sí que vamos bien, pensó Mattia. Pero después decidió que podía hacer un esfuerzo más y se quedó. Empezó a juguetear con una pajita.
—De mí te puedes fiar, ya lo sabes… Soy mudo como una tumba, y además no es que esté exactamente… —sonrió—, inmaculado. Ya sabes, las partidas de coca, otras historias…
—Habla… —ya se estaba hartando.
—Bueno, verás… Sé que estás en contacto con algunas personas de Follonica…
Mattia cambió de expresión.
—Sé que esas personas son profesionales, y sé que tú te las apañas bastante bien… Me han contado lo del robo del 98, un asuntillo realmente bien rematado… Estoy hasta los cojones de esta vida, Mattia, estoy hasta los cojones de la fábrica y de Gianfranco que me toca las pelotas por un minuto de retraso y ha dejado de pagarme las horas extraordinarias, en definitiva… Yo estoy interesado, bueno, en hacer algo. Y sé que tú puedes echarme una mano.
—Ni lo pienses.
—Venga, Mattia… Si todo el mundo sabe que… No seas cabronazo. Sólo te pido poder participar en algún trabajillo contigo… No soy un incompetente, sé cómo moverme.
—No hago esa clase de trabajillos, te han informado mal.
—¡Coño, ya te he dicho que puedes fiarte de mí!
—No conozco a nadie en Follonica.
Mattia hablaba en voz baja y con dureza, pero cierto nerviosismo lo traicionaba.
—Sólo me hace falta una pistola y un número de teléfono…
¿Una pistola? Se ha vuelto loco, pensó Mattia, se le ha resecado el cerebro. Pero si es el último cretino sobre la faz de la tierra que podría cometer un robo como es debido.
—Déjalo correr —le dijo con el tono de quien quiere dar por zanjada la conversación—. No sabes de lo que hablas.
—Pues que sepas que lo sé muy bien —parecía exaltado—. Estoy perfectamente informado. Tal vez a ti ahora se te encoja el culo, pero yo estoy metido hasta el cuello, Mattia, y sé muchas cosas. Sé también lo del padre de tu novia… Que es el gancho de Piombino.
Mattia se quedó pasmado con la pajita en la mano.
—No le digas nada a Alessio, por favor. Ése monta un follón si se llega a enterar.
Se había puesto pálido y estaba rompiendo la pajita en trocitos.
—Creía que lo sabías. Estaba convencido…
Mattia se levantó de la mesa y fue a pagar.
—Te lo digo como amigo —añadió después, al pasar por delante—: Déjalo correr.
Cristiano permaneció sentado, como los niños que han soltado una cosa tremenda y sólo se dan cuenta después, y hasta se avergüenzan un poco.
Mattia entró en el coche y cerró con fuerza la puerta. Quería irse derecho a casa a esperar a Anna. Nunca se lo habría imaginado. Esperaba sinceramente que eso que le había dicho de su padre fuera una más de las gilipolleces de Cristiano.
Anna deambulaba entre los estantes, acumulaba en el carro cosas que Sandra valoraba sistemáticamente por su precio y utilidad, para volver a colocar la mayoría en su sitio. Anna se lanzaba frenética hacia los grandes cestos de estuches, arrebatada por una suerte de entusiasmo. Estaba convencida de que todo se arreglaría en cualquier momento.
Faltaba muy poco para que empezara el colegio. Se esperaba sólo cosas bonitas. Había aprendido a conducir el escúter de su hermano. Mattia le había dado clases en un aparcamiento periférico, y ella sabía montar dabuten. Había ido al ambulatorio a hurtadillas para que le prescribieran la píldora. Estaba convencida de que, de un momento a otro, todo volvería a estar como antes. Que era sólo un período. Que Francesca llamaría a su timbre, era sólo cuestión de días, y se fundirían en un abrazo.
Anna, guardando cola en la caja, estaba convencida de ser la misma de siempre.