El 22 de agosto, Anna cumplía catorce años.
Mattia le estaba mirando el culo, que se movía debajo del pareo blanco. Mientras apartaba las hojas del cañaveral, se preguntaba adónde le estaba llevando.
La luz era agobiante.
Se habían citado en el sótano a las dos, la hora en la que todos duermen. Anna lo estuvo esperando escondida, con los pies descalzos sobre el suelo sucio. Olía a polvo y a polen. Le había susurrado al oído:
—Conozco yo un sitio.
Ahora era un repetirse rítmico y constante. El chirrido de los insectos, los mosquitos detrás de las orejas. Mattia caminaba con el torso desnudo, los vaqueros arremangados en las rodillas. Le agobiaba la línea curva, cálida, de sus caderas. El trasero de ella en movimiento le martilleaba secamente en el interior de los riñones.
Sudaba, al hundir las pantorrillas en la papilla. El sol maceraba los montones de algas. ¿Adónde coño me estará llevando? Se esperaba el interior de una caseta, o una bodega, cerrada con llave.
El sol caía a plomo sobre la arena.
La seguía por aquel desierto que nunca había visto. Una especie de cementerio para barcas y cisternas vacías de gasóleo. Un silencio ensordecedor y gatos que anidaban en las sombras. Mattia se esperaba un lugar resguardado y oscuro. Pensaba que las chiquillas, la primera vez, tenían miedo de ver, de dejarse ver en todos sus detalles.
Aquél era el día más caluroso, según el hombre del tiempo. Con el noventa y cinco por ciento de humedad, el cielo henchido de agua. Anna se quitó el pareo blanco, lo dejó caer sobre la arena.
—Hay una membrana al principio —le había dicho—. Una membrana semitransparente que puede tener muchas formas. Yo he intentado mirar la mía, pero no he podido.
Se embadurnaba las piernas de fango en la arena. Excavaba agujeros con la punta de los pies que enseguida se llenaban de agua. Le esperaba.
—He buscado el verbo en el diccionario —le había dicho—, se llama desflorar. Quitar la flor —como si él no supiera esas cosas—. Es un verbo extraño, ¿verdad? —había sonreído, infantil y maliciosa.
Anna entró en el agua hasta que le llegó a las rodillas. Tenía la parte de abajo del bikini metida en una nalga, el pelo húmedo y embarrado de arena. Quieta a contraluz, negra, absorta en mirar fijamente la isla de Elba con una mano delante de los ojos.
Mattia se quitó los vaqueros, los arrojó sobre una piedra. El olor a herrumbre, el sol en la cara. A las dos de la tarde, la gente se queda encerrada en casa, deja oscilar la cabeza empapada en sudor en el sofá.
Llegó a su altura. Se dejó caer en el agua oscura y terrosa en aquel punto desconocido de la costa.
—Vamos hasta la boya —propuso Anna.
Mattia la vio zambullirse y quedarse después flotando en la superficie, haciendo el muerto.
Se sentía inquieto. Como siendo un crío en el saco de dormir, cuando se había deslizado entre las piernas de una mujer por vez primera. Pero era de noche en aquella ocasión, no pudo ver nada. Estaba con el grupito de sus amigos, que, a escasa distancia, fumaban marihuana aguardando a que acabara.
Ahora, Anna y él nadaban juntos. Llegaban hasta donde cubría. Y el mar estaba caliente y quieto, como el lomo de un animal adormecido.
Habían pasado ocho o nueve años desde aquella primera vez. Años de piernas abiertas contra los azulejos de los servicios, en los restaurantes; contra las taquillas de los gimnasios, en las camas matrimoniales de otros, entre la ropa esparcida. Todas esas cosas que Anna desconocía, cosas que haría algún día acaso con él. En las áreas de servicio, con estudiantes en excursiones escolares. Mujeres de una cierta edad contra el reposadero de un coche. Los reservados rosáceos y nauseabundos del Gilda. Posibilidades que Anna no sospechaba.
Nadaban juntos, con brazadas paralelas. Se balanceaban metidos en la espuma blanca, en las corrientes a veces frías, a veces cálidas. Mattia la observaba bajo el agua, cómo liberaba brazos, piernas y pelvis en la desnudez del mar. Demostraba una gran habilidad en escabullirse hacia el fondo, hasta tocar con los dedos las laminarias, tan parecidas a una barba.
Al alcanzar la boya, se aferraron con fuerza.
Le había confiado, como si fuera algo descomunal, que antes de quedarse dormida, se metía los dedos en las braguitas. Todas las noches se provocaba su pequeño, mudo orgasmo.
Se miraron a los ojos enrojecidos por la sal, con las cejas adensadas por el agua. Entrelazaron las piernas por debajo de la boya amarilla.
—Dime una cosa: ¿con quién venías aquí?
Anna lanzó una mirada hacia la playa, donde estaban los restos de un pavimento. Adonde acudían los gatos, no a esas horas, más tarde…
Quién sabe quién les daría de comer ahora. Quién sabe si seguirían esperándolas, después de cenar. Los cucuruchos de pasta enrollados dentro del bolsillo.
—Con nadie —contestó.
—No me lo creo.
Aquél no era el tipo de sitio al que se va a jugar a policías o ladrones o al escondite.
La luz lo agobiaba. Buscaba sus piernas debajo del agua, sus pies minúsculos. Hurgaba en ella con los ojos. Sabía desanidar a los pulpos de debajo de las escolleras, sabía matarlos con la fisga incluso a cierta distancia. Sabía no hacer ruido, si era necesario.
—¿Te gusta pescar?
Anna dijo:
—Sí.
—¿Y qué más te gusta?
Estaba floreciendo. Tenía algo indescifrable en sus ojos. Simplemente, no era ni una cosa ni otra.
Se le acercó, la cogió del pelo. Ahora que la tenía sujeta, ella se dejaba acariciar cerca de la ingle. Sonreía, entreabría apenas los labios. Mattia le tiraba del borde de las bragas debajo del agua y ella cerraba los ojos.
—Espera —dijo apartándose—, me estoy haciendo pis.
Mattia la miró, aturdido, mientras se alejaba.
—No te me acerques —decía riéndose—, que si no, no me sale…
Cuando salieron del agua, Mattia fue a recostarse sobre el casco volcado de una barca.
Su cuerpo moreno, reclinado e impaciente. Se quedó goteando al sol, esperando a que de un momento a otro Anna se acercara. Había sido ella quien lo había buscado, ella quien lo había traído a ese lugar, a esa papilla.
Pero Anna seguía donde estaba. En vez de acercársele, se había puesto a buscar lagartijas debajo de las piedras. Deambulaba por los restos del pavimento y se agachaba para coger algo. Lo hacía aposta.
Mattia tenía las fosas nasales llenas de hierro oxidado y algas podridas. Se volvió de costado para mirarla.
Estaba recogiendo una rama, ahora. Tenía ese dichoso bikini anudado en los costados, que se le metía en medio y dejaba el culo completamente al descubierto. El bochorno era agobiante; la luz, intensa y fija. Una especie de martillo neumático le taladraba las sienes. Era insoportable verla moverse con los pies desnudos, deambular como un depredador de talla pequeña. Lo hacía aposta.
—Ven aquí —le dijo.
Alessio tenía turno, de dos a diez. Cristiano estaba al otro lado de Piombino, en Torre del Sale. Y esa cabrona pescaba con una rama una medusa del mar, la depositaba en medio de las piedras y miraba cómo se disolvía. Fingía no oírle.
Quería que la miraran, no cabía otra explicación: le gustaba que la miraran. Anna torturaba el cuerpo de la medusa mientras se disolvía y, entretanto, vigilaba a Mattia con el rabillo del ojo. Reprimía con dificultad esa mortal sonrisa suya.
Se había matado a pajas pensando en esa sonrisa. Había castigado de forma absolutamente violenta y sádica, recién levantado por la mañana, su insolente sonrisa. Para ella era un juego, como aprender a conducir el ciclomotor, como echar carreras con los patines a velocidad de locura. Quería ser la primera de sus amigas en llegar. Mattia no era tonto, se había dado cuenta.
Tenía diez años de vida más que ella, menos fantasías en la cabeza. Sabía manejar las armas, gestionar la tensión, dejar que se coñeara literalmente de él un bikini medio desatado sobre el cuerpo incandescente de una chiquilla que juega.
—Déjala ya, que ya está muerta.
Ella no sospecha ni por asomo que puede llegar a hacerle daño. Tiene el aspecto de alguien que del mundo sólo conoce el lado bueno. El aspecto de quien se ha revolcado en la niñez hasta ahora. Ahora, sin embargo, ya está bien.
—Ven aquí —le dice, con el tono de quien no tiene intención de repetirlo de nuevo.
Anna dio un par de pasos hacia él, le señaló el relieve que había tomado su bañador. Y se echó a reír.
El aire era irrespirable, al día siguiente seguro que se pondría a llover. Tenía el sol de las dos y media de la tarde cayéndole a plomo, y mañana le tocaba a él en la mierda de fábrica. Cargar y descargar verguetas, toneladas de acero recién salidas de los hornos, aún inflamadas, rojas, incandescentes.
—Venga —dijo—, deja en paz a los gatos y ven aquí.
Anna esta vez obedeció. Se tumbó a su lado.
Se le habían pasado las ganas de jugar. Permanecía muda y quieta al borde de la barca. Mattia le soltó la parte superior del bikini, le desató los lazos de la parte inferior. Se la quitó de las piernas. Percibía ahora toda su alarma.
No estaba lista. Debía sujetarla mientras montaba sobre ella con su cuerpo moreno y pesado. El sol le goteaba por la espalda. La tenía sujeta, humedeciéndola despacio. Ahora se veían los detalles. La pelusa castaña de ella, su rosa interior. Las venas oscuras y dilatadas de él. Se sentía el olor, ahora, de los detalles, más acre que el de las algas.
Le abrió las piernas, sintió con la mano en la tripa todo su temor. Debía tenerla sujeta y acariciarla. Sudaba, le sudaba encima. El sol en la cara, el cielo blanco, los gatos anidados en el interior de las sombras.
Tenía la edad y el cuerpo para hacerlo. Pero no estaba lista. Igual que en el médico, sobre la camilla. Se dejaba tocar y esperaba algo desconocido. La forzaba despacio, se movía despacio. Era su cumpleaños, era su momento.
No servía de nada buscar las palabras en el diccionario. Quitar la flor. Era real, era mucho más sencillo. Dolía como una espina, como un objeto contundente que no hiere sino que únicamente se adentra. Y la membrana se parte en dos, como un fruto.
Anna tenía los ojos abiertos, lo miraba como un niño que pide apoyo a la persona equivocada. Nunca habían estado tan juntos. Se precipitaba despacio, sonreía despacio, cedía ante aquello, indistinto y pleno. Una cuna. Un movimiento idéntico a otras mil cosas del mundo. Cálido y constante.
Mattia se lo había jurado, con una mano en el corazón, un labio partido, desplomado sobre el capó del Peugeot la noche de Ferragosto. Se lo había jurado.
Pero Alessio no podía saber, no lo sabría nunca, cómo se agitaba el cuerpo de su hermana, cómo movía la pelvis bajo el sol. Sus puntos más suaves. No conocería nunca ese olor suyo, marino y acre. Cómo sabía moverse y ceder y correrse con una sonrisa infantil.
Ya no era de su hermano, no era de nadie más.
La había visto crecer en el patio de Via Stalingrado, jugar con las barbies junto a su amiguita rubia. Se acordaba de ella con una cartera en los hombros y el babi de cuadritos rosas. La había visto bañarse en la piscina de plástico del tejado del edificio, al lado de otros mil niños.
Y ahora la veía correrse.
Levantar la cabeza, acercarla a la suya. Los ojos fruncidos, el sudor en la cara, la luz incandescente de la cara mojada, y aquella mortal, maravillosa sonrisa. Correrse dentro, marchitarla. Anna advertía una especie de invasión repentina de hormigas desde el subsuelo. Y dejaba caer la cabeza hacia atrás.
Mattia se retiró en el último momento, eyaculando sobre su tripa. Se dejó caer, con el corazón estallado, sobre su pecho blanco. Un elemento que vuelve a su lugar. Alessio estaba en la grúa de puente, levantando calderos de acero líquido con la espalda encorvada y la frente empapada en sudor.
Mientras Mattia y Anna se levantaban, se sacudían la arena y las algas de encima, Rosa llamaba al timbre de Sandra y se arreglaba el pelo para armarse de valor.
Mientras Anna miraba a su alrededor, desconcertada, e iba a lavarse de la tripa el líquido blanco, Alessio se metía otra raya de coca dentro de la cabina de mando con un colega recién contratado.
Anna se acurrucaba en los brazos de Mattia. Se habían ocultado dentro de una barca, como los gatos. El sol era tórrido, se había levantado el viento. Y una parte de la isla de Elba estaba ardiendo, como siempre en verano, en un punto negro del monte Capanne. Anna ametrallaba a Mattia a preguntas, y Mattia, en vez de contestar, se reía.
Cristiano, por su parte, observaba el incendio y el humo negro que se elevaba desde un punto no identificado de la isla. Él desconocía el nombre de los montes y detestaba a los isleños: que se quemaran vivos.
Estaba sentado en una silla plegable de plástico, bajo la sombrilla. Habían ido a Torre del Sale, la playa que quedaba entre la central eléctrica y la fábrica de tubos Dalmine-Tenaris. Su primera excursión familiar.
Había otras familias a su alrededor. Los hombres comentaban el incendio con ademanes excitados y gesticulantes. Cristiano apartó los ojos de la isla y subió el volumen de la radio para escuchar las últimas noticias del mercado de fichajes.
Jennifer estaba tumbada sobre una toalla tomando el sol, algo deformada en las caderas y el trasero. Decididamente, había empeorado, no se parecía ya casi a la chiquilla estilizada de quince años que consentía que le hicieran el amor de pie en el sótano o en la caseta oscura de sus padres.
Cristiano tenía en brazos al niño, que refunfuñaba. Le había regalado unas zapatillitas de gimnasia doradas de la marca Nike, de esas que estaban de moda. Se había gastado un montonazo de dinero en esas zapatillitas de hombrecillo que le estaban absolutamente grandes, pero qué sabía él de las medidas de los niños. Le había dicho a la cajera: «Como usted crea».
Cristiano alternaba su mirada entre Jennifer tumbada con los auriculares del walkman en los oídos, y los mocos que goteaban de la cara de su hijo. Y no sabía bien qué decir ni qué pensar. Cogía un pañuelo de la bolsa, limpiaba la nariz del pequeño James, quien parecía querer decirle algo, pero que aún no sabía hablar.
Cristiano no entendía un pimiento de sus gruñidos. Esos ojillos le hacían sentirse cohibido. Era difícil, era una cosa grave. No quería acabar como esos cuarentones tripudos, con la nevera portátil, que pierden una hora hablando de cómo se quema la isla de Elba en verano.
Pero ¿qué podía llegar a ser? Qué clase de destino le aguardaba allí, en Piombino, respirando mierda sobre la excavadora de la Lucchini, el domingo en la playa con su preciosa familia…
Un robo. Tenía que hablarlo con Mattia. Una oficina de Correos, una filial pequeña. El arma desenfundada. La adrenalina. Y después desaparecer, ir a desmadrarse a un lugar molón. Sonrió. Acarició la cabecita de James.
—¡Papá te va a llevar a Brasil —le susurró— a ver el carnaval!
Pero James sólo tenía seis meses, no entendía sus palabras. Y se echó a llorar de buenas a primeras como un poseso, obligándole a llamar a Jennifer, a gritar para que le oyera a través de los auriculares del walkman.