Una semana después, a las tres de la tarde, Rosa llamó al timbre de la familia Sorrentino. Y Sandra fue a abrir.
Una semana después era el 22 de agosto, el cumpleaños de Anna.
Pero Anna no estaba en casa y Sandra, mientras se quitaba los guantes de goma y se encaminaba hacia la puerta, hubiera esperado cualquier cosa excepto esa visita. Durante todos aquellos años, Rosa nunca había pasado a visitarla, a pesar de todas las invitaciones y atenciones.
Ahora estaba ahí, en el rellano, sobre la alfombrilla en la que estaba escrito WELCOME, pero parecía indecisa sobre si cruzar o no el umbral. Ni siquiera había telefoneado para avisar, y eso no era propio de ella.
Sandra la recibió con una sonrisa, diciéndole:
—Ven, pasa y disculpa el desorden.
No tardó en comprender, por su actitud, que aquélla no era una visita de cortesía.
—Siéntate —le señaló una silla al entrar en la cocina—. ¿Preparo un café?
Rosa asintió y, algo abochornada, se sentó ante la mesa. En efecto, había un gran desorden a su alrededor.
—Disculpa. Ya sabes, he vuelto a las dos del trabajo y entre una cosa y otra ni siquiera me ha dado tiempo a lavar los platos… Lo siento.
Rosa hizo un gesto con la mano que significaba: no te preocupes, no tiene importancia.
Ella no trabajaba, nunca había trabajado, y su casa siempre estaba en perfecto orden. En cuanto Enrico acababa de romper las cosas, ella ya había barrido los restos y los había tirado al cubo de la basura.
Sandra puso la cafetera al fuego. Se apresuró a lavar dos tacitas de las que se amontonaban en el fregadero. Aunque le diera la espalda, no le costaba trabajo imaginarse la expresión de Rosa ni el motivo por el que había ido a verla.
Se sabía, a fin de cuentas. En el edificio era algo que, en voz baja, todos comentaban.
Sandra no le hizo ninguna pregunta. Se limitó a lanzarle una sonrisa de certidumbre cuando, al volverse, se cruzó con su mirada. Preparó la mesa lo mejor que pudo, con dos servilletas de papel y dos cucharitas encima. Dejó el azucarero en el centro de la mesa y, dada la tensión, mientras servía el café en las tacitas se encendió también un cigarrillo.
—Gracias —susurró Rosa, dejando la taza. Era la primera palabra que pronunciaba.
Sandra saboreaba su café mientras se fumaba un cigarrillo. Se preguntaba si no sería conveniente intervenir, preguntarle algo. Pero no hubo necesidad.
Rosa dirigió los ojos hacia la ventana abierta: entraba un sol precioso, y el ajetreo de los niños en la playa se oía hasta allí. Entonces empezó a hablar. Habló con calma, sin andarse con rodeos, casi sin interrupciones. Habló durante más de diez minutos. Y, probablemente, desde que nació no había hablado nunca tanto.
—Sandra —arrancó—, tú ya sabes por qué estoy aquí, puedes imaginártelo… El caso es que ya no puedo más. Y hoy he decidido que tengo que hablarlo con alguien… Tengo que enfrentarme a la situación, no puedo seguir demorándolo. Y no lo hago por mí misma. Créeme, tengo treinta y tres años y en mi pueblo ya me consideran una vieja. De mí no me importa nada, lo hago por mi hija.
Dirigió una larga mirada a Sandra, de muda desesperación. Y Sandra se sintió llena de comprensión y de respeto hacia aquella mujer que, con gran esfuerzo, estaba intentando sacarse de dentro todo su dolor.
—Fueron a la fiesta, ya lo sabes… —Rosa hablaba, rígida, sin mover las manos ni nada—. Le di permiso a Francesca, sin decirle nada a su padre. Porque Enrico nunca lo habría permitido. Él iba a estar trabajando la noche de Ferragosto. Tenía un turno doble por las extraordinarias y ni siquiera volvería para la cena. Le dije a Francesca que fuese, que no se preocupara, que ya la tapaba yo, que su padre nunca llegaría a enterarse…
Se volvió de nuevo hacia la ventana, entrecerró los ojos para distraerse un momento al calor de la luz veraniega, al sonido ileso y vivo de los niños que se zambullían en el mar.
—Yo no quiero que Francesca se convierta en lo que yo soy… No quiero que acabe como yo. Quiero que salga, que se divierta como todas las chicas normales… Quiero que siga estudiando, que un día pueda marcharse, lejos de aquí. Quiero que encuentre un trabajo digno, un hombre que la quiera. Yo no he ido en mi vida a una fiesta, ¿sabes?
Sandra asintió. Se le helaba la sangre al notar la calma de aquella mujer, la fuerza subterránea de aquella mujer que ahora, separando despacio las palabras, se estaba rebelando.
—Y él, esta mañana, se ha enterado. No sé cómo… Se lo habrá dicho alguien, seguramente. Porque ha vuelto a las seis de la mañana y nos ha despertado. A mí no ha querido ni hablarme. Me ha encerrado, con llave. Después le he oído ir a la habitación de Francesca… —cerró los puños en el regazo— y no he podido hacer nada.
Sandra hizo ademán de acercársele, pero Rosa la detuvo.
—Oía los ruidos de las cosas. Oía los ruidos de las manos. Francesca no llora, ¿sabes? Ya no llora, no dice ni una palabra siquiera… Se ha vuelto como yo. Oía los ruidos de las cosas, Sandra, los he estado oyendo hasta las siete de esta mañana. Y no oí en ningún momento la voz de Francesca… Después él me abrió, volvió a ponerse la chaqueta y se marchó.
Se escuchaban los gritos de los niños, abajo en la calle, y el viento hinchaba a ratos los visillos blancos.
—Al entrar en su habitación, he visto a mi hija por el suelo. Tenía la cara llena de sangre, le había roto la nariz. La ayudé a levantarse. Ella no quería ni mirarme. Sandra —se detuvo—, no puedes ni imaginarte cómo me sentía al levantar a mi hija del suelo por enésima vez.
Sandra le cogió una mano y Rosa, en esta ocasión, no la retiró.
—A las ocho cogimos el autobús. En urgencias nos han hecho un montón de preguntas. Yo le decía: «Esta vez lo denunciamos, esta vez lo denunciamos». Pero ella no dejaba de repetirme: «No, no, que nos mata». Estaba demasiado asustada. Pero en urgencias estoy segura de que no nos han creído. Nos mandarán a los de los servicios sociales y te lo aseguro… —levantó la mirada hacia Sandra, ahora sus ojos eran muy vivos—, me alegraría de que nos los mandaran.
—Tienes que denunciarle, Rosa. Te acompaño yo si quieres. Vámonos ahora, mañana, cuando quieras…
—Francesca está demasiado asustada, no me he sentido capaz de ir a la policía. Pero quiero hacerlo, Sandra. Y si me mata…
—No lo digas ni en broma. ¡Te protegerán!
—En mi pueblo —sonrió—, a las que son como yo nadie las protege.
Sandra sintió un arrebato de rabia. Sabía perfectamente ella también que así era, que a las mujeres las matan sus maridos y nadie dice nada. Porque es verdad que estamos en Italia, pero éste es un país de mierda.
—Lo que me pase a mí no me importa, yo sólo quiero que Francesca esté a salvo. Por eso he venido a pedirte… Cuando vaya a denunciarlo, porque esta vez voy, esta vez juro que lo hago. Pues verás, cuando vaya, ¿podría quedarse Francesca aquí contigo? ¿Podría quedarse aquí si surgen problemas?
—No tienes ni que preguntármelo, Rosa.
—Gracias, Sandra.
Sus ojos se velaron con un ligero temblor.
—No hay nada que agradecer.
Rosa se levantó de la silla.
Seguía siendo guapa. A su edad, muchas mujeres no se han casado aún: trabajan, hacen viajes, van al cine, al restaurante, a bailar.
Sandra se acercó para abrazarla y ella se dejó abrazar.
—Tienes mucho valor —dijo Sandra—. Te acompaño yo a la comisaría, ya verás como las cosas cambian… —le acarició la cabeza.
Rosa la miró a los ojos. Había casi alegría, ahora, en su rostro.
—¿Sabes? —admitió—, resulta raro decirlo a esta edad, pero eres la primera amiga de verdad que tengo…
A Sandra, pese a ser una mujer con buenas espaldas, le costó trabajo contener la emoción.
—Llámame a cualquier hora, por favor. Cuando quieras, te acompaño —le repitió en el umbral de la puerta.
Rosa asintió. Y desapareció.
Quién sabe si lo haría realmente. Personarse ante un agente de policía, sentarse, presentar una denuncia contra el hombre más importante de su vida después de su padre. Contarle cosas a un desconocido que durante muchos años no le había contado a nadie, tal vez ni siquiera a sí misma. Abandonar su casa, buscar un trabajo, cuidar sola de Francesca. Y acaso, algún día, encontrar a otro hombre, vivir algo parecido a un amor.
Era necesario, pensó Sandra. A su edad era realmente necesario. Pero ¿con qué derecho hablaba ella? Durante todos esos años… ¿qué había hecho?
Se dejó caer en un sillón.
Para mí, es tarde ya.
Nunca podría rehacer su vida, lo sabía. Simplemente, envejecería sola.
No se sentía con ganas de lavar los platos. Fue a asomarse a esa ventana en la que daba el sol y adonde llegaba el gorjeo reconfortante de los niños junto a la luz, igual que la luz.
Por hoy, todo se quedaría sin recoger.
Levantó el auricular, tecleó el número del abogado lo más rápido que pudo. Era la decisión correcta, la única actitud digna. No hacerlo por uno mismo, hacerlo por los propios hijos. Por el futuro, por esos niños que juegan en la playa y no tienen la menor idea de lo difícil que resulta tomar las decisiones correctas.