Había un fulano en el bar, del que no se sabía bien si era un cura o un voluntario de urgencias. Probablemente, no era más que un profesor de religión de secundaria. Pues bien, ese sujeto meneaba la cabeza y decía:
—¿Qué les damos a estos chicos? ¿Qué les estamos enseñando? —y observaba mientras tanto la concavidad de la pista de patinaje, todos aquellos cuerpos que se movían aquí y allá como en un tagadá—. ¡No tienen nada! ¡No piensan ya en nada!
A Mattia, que se había quedado solo como un idiota, encima le tocaba escuchar lo que decía.
—Se drogan y nada más. Casi era mejor cuando existía el Partido Comunista.
—¡Caramba! —soltó alguien.
Mattia, disgustado, ordenó otra sambuca. Que se vayan a tomar por culo Alessio y Cristiano, que hace un cuarto de hora que estoy esperándolos. Después se dijo que, francamente, no tenía ganas de ir a buscarlos, y menos aún de aguantar las chorradas de los viejos. Que se las apañaran todos solos: él, por esa noche, ya había hecho suficiente.
Así, silbando, fue bajando de la colina artificial. Y viendo a algunas chicas guapas, se le pasó rápidamente el mal humor.
No era un tipo de los que guardan rencor o de los que se quedan rumiando oscuramente las cosas. Era alguien a quien le importaban tres pimientos Dios y el Estado. No había ido ni una sola vez a las urnas a votar, y si cenando se topaba con el telediario, con sus muertes, sus guerras, sus matanzas, cambiaba rápidamente de canal.
Así era Mattia, y no era mala persona en absoluto. Desde luego, si los demás hubieran sabido el motivo de su fuga tres años antes, en un primer momento habrían acusado el golpe. Pero no es un robo a mano armada en Correos, dos o tres cinemómetros alcanzados por una bala, lo que hace de un hombre un criminal de repente.
Ahora trotaba sin rumbo alrededor de la pista en busca de inspiración. En patinar no pensaba, desde luego, en bailar mucho menos. A él le gustaba observar las cosas. El diablo está en los detalles, oyó decir una vez, y fue una frase que se le quedó grabada.
Se apoyó en la barandilla, en el lugar menos abarrotado, y empezó a seguir con la mirada los circuitos de los patinadores. Apenas tuvo tiempo de encenderse un cigarrillo y de atusarse un poco el pelo antes de localizarla en aquel enorme follón.
Le pasó por delante volando. Una, dos, tres veces. Y una y otra vez, con ese paso armonioso, su minúscula faldita rosa se levantaba dejando al descubierto una extensión desnuda, aterciopelada, de muslo; una extensión clara, blanda, de ingle. Y un traserito delicioso que se movía a un lado y a otro, mientras las piernas se daban enérgicamente impulso hacia adelante.
Una y otra vez, en esta sucesión, pasaba ella. Pasaban las partes luminosas de ella. Pierna derecha, pierna izquierda, brazo, masa de pelo a la carrera, fracción de nariz. Sonrisa.
Él contaba hasta diez y ella ya había devorado media pista.
Anna no se dio cuenta de que Mattia estaba allí ni de que la estaba mirando. Casi se había olvidado de él, demasiado concentrada en ganarles por velocidad a todos. En cuanto alguien se atrevía a hacer una pirueta, ella lo imitaba con más gracia. Si otro se exhibía en un salto, ella lo repetía a más altura. Y en aquel afán competitivo suyo completamente fuera de lugar, no daba cuerda ni siquiera a los cortejadores que intentaban cogerle de la mano o, menos caballerosamente, tocarle el culo.
Mattia comparaba a esa especie de amazona con la muchachita vergonzosa a la que esa mañana había sorprendido en pijama. Eran las semejanzas las que lo hechizaban, las que lo tenían clavado en la barandilla herrumbrosa ante la que ella desfilaba a cada minuto.
Cada vez que esa faldita se levantaba, él se sentía, de repente, en todo su cuerpo, con trece años.
Fulminado por una que acaba de terminar el primer ciclo de secundaria. Si alguien se lo hubiera dicho antes, no se lo habría creído de ninguna de las maneras. En Osetia había convivido incluso con una mujer mayor que él. Había dormido en el fondo de una bodega, había lidiado en los jardines de un chalé que no era suyo con un mastín napolitano, y se había escabullido hábilmente de cuatro policías en plena redada.
Aquellos recuerdos se le cruzaban por la cabeza de forma intermitente como fragmentos de una película de Tarantino, mientras la imagen viva de ella, su microfalda de tela ligera, ganaba y lo arrollaba todo. Como si su vida fuera ahora. Y antes: tábula rasa.
Mattia se terminó el cigarrillo en tres caladas. La llevaba en la cabeza desde hacía doce horas. Y ahora ya no aguantaba más. Los ojos casi le dolían, a fuerza de mirarla fijamente, de estudiarla, de anticiparla… ¿Qué era eso tan extraordinario que tenía? ¿A quién se parecía? A su madre, no, eso seguro; a su antigua novia eslovena, tampoco. Pero ¿qué más le daba a quién se parecía? Fuera las explicaciones. Le provocaba un efecto físico instantáneo, un efecto que le hinchaba visiblemente los pantalones.
¿Qué hacer? Buena pregunta. No sabía si llamarla, si reunirse con ella, o si largarse a toda prisa y acabar con aquella historia absurda. Si invitarla a tomar algo, si llevársela de paseo al pinar… Vamos, hombre, el pinar. Como que era de esas que aceptan ir al pinar.
Además, hay un problema. Un grave problema: Alessio.
Lo mataría de una paliza. Mejor dicho: lo ahogaría en un caldero. Bueno, bueno, no exageremos. En cualquier caso, se cabrearía. Y un puñetazo se lo soltaría. Y después le conminaría a que se mantuviera alejado de su hermana.
Era un follón. Sí, si él la llamaba ahora, si acababa yéndose solo con ella a algún sitio, montaría un follón enorme. Pero en realidad, quién sabía dónde estaría Alessio, y ella, en cambio, se estaba cansando de patinar y, gradualmente, empezaba a aminorar el ritmo…
Le gustaba demasiado. Le causaba un efecto inexplicable, coño. Y además se dijo que no tenía malas intenciones. Se convenció de que sólo quería conocerla un poco, hablar con ella, descubrir qué había en esa cabecita y, si acaso, estrecharla un minuto entre sus brazos. Realmente, no quería nada más de la pequeña, tan exageradamente maciza e insolente…
—¡Ricitos! —gritó.
Anna, aflojando la carrera, se volvió hacia allí y empezó a mirar entre la multitud.
Coño: era estupenda.
Aquella carita que buscaba con curiosidad quién la había llamado… ¡era fantástica!
Sí, aguantaría la paliza, se lo explicaría, y después encajaría el resto de los porrazos. Empezaría otra vez a explicarse…
Anna lo vio. Lo reconoció. Y frenó bruscamente.
Mattia. Mat-ti-a. Apoyado en la barandilla, tan guapo como Brad Pitt en Thelma y Louise, tan guapo como uno de esos actores de las cubiertas de las revistas.
Pasó un segundo de despiste, de loca alegría en estado salvaje. Después Anna se repuso. Intentó llegar hasta él, pero no era fácil: decenas y decenas de patinadores pasaban como flechas, y Anna debía estar atenta para esquivarlos si no quería que la arrollaran y que se le despellejaran las rodillas justo delante de… ¡Mattia!
Durante tres o cuatro minutos siguieron así: uno a un lado y la otra al otro, intercambiándose caras divertidas, riéndose por el azoramiento, por lo absurdo de la situación, por las ganas que tenían de reunirse… Pero aún nada, bólidos humanos en el horizonte.
Qué guapa estaba Anna mientras hacía intentos de dar un paso y se retiraba después, hinchando las mejillas, echando todo el aire. Y él, con la colilla encendida entre los labios, se preguntaba el porqué de todo aquello.
Cuando llegó por fin hasta él, se apoyó ella también en la barandilla.
—Lo hemos conseguido —dijo resollando.
—¡Desde luego, se te da bien lo de patinar! —rió él.
Anna no sabía qué decir. ¿Te das cuenta de lo que te está pasando? Hay gente a la que algo así no le ocurre en toda su vida. Anna no sabía qué decir, porque le hubiera gustado besarlo al instante, y al mismo tiempo nada le aterrorizaba más que la eventualidad de ese beso.
—Me estoy muriendo de sed.
—¿Quieres que te acompañe al bar?
Tenía esa sonrisilla de emprenderla a bofetadas, como los criminales en las películas de gánsteres. Los criminales buenos, ya se entiende.
Anna saltó la barandilla, como si fuera lo más obvio del mundo, y Mattia no pudo dejar de echar un vistazo a las braguitas.
—No, no me gusta el bar —dijo, sentándose en un escalón, atareada en quitarse los patines de los pies—. Ya no tengo ganas de estar aquí.
—¿Y adónde quieres ir? —preguntó él, sorprendido.
Anna estaba toda retorcida en el suelo, los patines se resistían a salir de los pies, y, mientras tanto, esa mortal faldita suya se levantaba por enésima vez, por millonésima vez. Mattia se preguntaba qué podría hacer y saber, a esa edad, una chica italiana de barrio. Porque las eslovenas y las rusas, ya se sabe, son muy despiertas…
—Bueno, pues ¿adónde quieres ir?
—¡Fuera! —exclamó Anna poniéndose de pie.
Ahora, descalza, apenas le llegaba a los hombros.
—¿Y tú te fías así del primero que pasa?
—Pero si tú no eres el primero que pasa… —Anna soltó una de esas risitas suyas.
Mattia meneó la cabeza, divertido: no se esperaba tanto arrojo. Aunque sabía perfectamente que eso no era arrojo, puesto que no era más que una niña.
—Además, si no te portas bien… ¡se lo digo a mi hermano!
Era evidente que estaba de broma y, sin embargo, la sonrisa de él resultó forzada, realmente forzada.
—¿Te lo has creído? ¿Crees que le contaría algo? —estalló en risas Anna.
Se sintió aliviado. Y enredado, engatusado, contagiado por el entusiasmo de aquella chiquilla, que para ser una chiquilla, la verdad, tenía dos tetas enormes. De esa manera, mandando a tomar por culo todo escrúpulo, arrebatado por un repentino deseo adolescente de jugar, le ofreció el brazo y dijo:
—Vamos, princesa… ¡La llevaré a donde usted quiera!
Anna se echó a reír de nuevo, agitando las manos como para rechazarlo.
Pero él la había cogido del brazo. Había retrocedido diez años de golpe.
—¡Espera, que no tengo zapatos!
Mattia se detuvo, se percató de los pies descalzos de Anna en el suelo y, pletórico de energías y fantasía, antes de que ella pudiera decir media palabra, la cogió en brazos y la levantó:
—No vaya a ser, madame, que una piedra atente contra sus piececitos…
Fue así como Anna se vio en brazos de Mattia como una recién casada, aferrada a sus hombros y aturdida, llevada en triunfo en medio de la multitud bulliciosa, hasta la caseta de los patines, hasta la taquilla donde había metido sus sandalias.
Durante el trayecto, Anna no fue capaz de pensar en nada. Se dejó acunar por el movimiento de aquel cuerpo sobre la grava, por el calor que desprendía, por aquel olor moreno a nicotina, y alcohol, y a algo más, casi… a algas.
Advertía con una mezcla de hechizo y horror sus músculos en tensión, las arterias a la tarea y la sangre circulando. Sorprendía con una mezcla de estupor y repulsión los mechones de pelos negros en el pecho. Y se abandonaba entera a aquel contacto.
De repente, dijo Mattia:
—¿Qué has hecho? —con voz estupefacta—: ¡Tienes briznas de hierba en el pelo!
El diablo está en los detalles.
Francesca los había visto.
Lo había visto todo.
A Anna aminorar su carrera, ir al encuentro de aquel chico, el chico. Entonces frenó inmediatamente y durante algunos minutos tuvo que agarrarse a la barandilla para regularizar la respiración.
Se acercó, procurando que no la vieran, confundiéndose con la multitud. Llegó a dos pasos de ellos. Y lo vio todo: a Anna saltar la barandilla, quitarse los patines de los pies, entrar en los brazos de aquel hombre.
Dejó de sentir las piernas, los brazos, el corazón. Sólo el estómago había empezado a retorcerse, como si hubiera sido aspirado y bombeado después y otra vez puesto en marcha en un vuelo vertiginoso.
Los siguió. Los estuvo espiando a escondidas hasta la caseta, sosteniéndose milagrosamente sobre los patines que resbalaban en la grava, manteniéndose a duras penas con vida bajo el martilleo furioso de aquel corazón que trabajaba a un ritmo sencillamente insoportable.
En efecto, no pudo soportarlo: la vista de aquellos dos que bromeaban en la caseta, de él que le ponía las sandalias en los pies, que fingía ponérselas, porque al final le hacía cosquillas y Anna se reía de una forma… que le daba asco.
Salieron de allí. Ella no dejó de seguirlos, hasta el final. Hasta que no desaparecieron del todo en la oscuridad del pinar. Y en ese momento fue cuando se sintió mal.
Contra la rejilla de la verja, le sorprendió la primera arcada de vómitos. Después, otra, y otra más. Se llevó la mano a la boca y, reuniendo todas sus fuerzas, empezó a correr hacia los baños. Allí había una cola de locura. Tuvo que saltarse a seis o siete personas y llevarse algún insulto. Debió aguardar desesperada ante una puerta. Y cuando ésta se abrió por fin, Francesca inclinó la cabeza en el váter.
Lo vomitó todo.
Se sorbió ruidosamente la nariz.
Lloró a mares, encerrada en el metro cuadrado del váter atascado de pis.
Alguien fuera empezó a llamar a la puerta y la conminó a que se diera prisa. Un loco daba patadas a la puerta y gritaba: «So puta, ¿acabas o qué?». Pero durante diez minutos se quedó en aquel agujero, aturdida. Y sólo cuando por fin se le habían vaciado el estómago y los ojos, cuando tuvo la impresión de que de sus sentimientos ya no le quedaba nada, salió.
Fue a sentarse a las gradas, se acurrucó en el rincón que le pareció más oscuro y solitario. Se abrazó las rodillas y hundiendo en ellas la cabeza decidió que desde ese preciso momento Anna había muerto.
Alessio iba dando bandazos a derecha y a izquierda.
Se arrastraba al tuntún con los brazos pegados a los costados y la barbilla caída. Avanzaba como si se hubiera extraviado. Y así continuó, desplazando su cuerpo en medio de los pinos, durante media hora, una hora, quién sabe. Hasta que tropezó con una rama y cayó de bruces. Y cuando levantó la vista, reconoció a Cristiano.
Estaba encogido sobre una piedra. Con la mirada dilatada y torva.
Se miraron: no se sabía quién de los dos estaba peor.
Pasó un minuto lleno de tensión, porque ambos estaban sorprendidos y contentos de encontrarse allí, en un mismo estado deplorable, pero no querían admitirlo.
Alessio se incorporó, empezó a limpiarse los vaqueros.
—Tenías razón, es una zorra —dijo mirando hacia otro lado.
Él, el primer paso, lo había dado.
Cristiano, como si no aguardara otra cosa, no tardó en dar el segundo.
Se le acercó, le puso una mano en el hombro:
—No digas eso, no digas eso ni en broma. Elena es una chica…, es la mejor que podía tocarte.
—Que podía abandonarme, querrás decir.
—Volverá, te lo juro —se puso una mano en el corazón—, y si te he dicho esas cosas…
—Déjalo correr.
Amigos como siempre. Al cabo de tres minutos.
—Soy una mierda de padre.
Cristiano la emprendió a patadas con una piña, furiosamente.
—Si ni lo has intentado, ¿cómo vas a saberlo?
Se abrazaron, se estrujaron. Estaban solos en todo aquel pinar, eran dos desgraciados. Eran unos desgraciados solitarios, pero estaban juntos. Como siempre.
Cristiano alineó con la tarjeta de crédito sobre una superficie imposible de precisar la raya de la reconciliación.
—Juro que es la última de mi vida. ¡Desde mañana me convierto en padre!
—Yo también lo juro. Desde mañana… —Alessio lo pensó un momento—, vuelvo al puente de grúa y a tomar por culo.
Se encorvaron sobre la cocaína y la aspiraron con el habitual billete de diez mil metido en las fosas nasales.
—Pero la verdad es que James es un nombre de mierda —dijo Cristiano levantando la cabeza.
Tenía una sonrisa llena de ternura en ese momento. Aspiró con prepotencia por la nariz y pensó que allá, en medio del puntear luminoso de las farolas, había una criaturita que dependía de él. Un pequeño ser llorón a quien podría enseñar a ponerse en pie, a andar y más tarde a quemar las gomas con el ciclomotor.
En realidad, no estaban solos en aquel pinar.
Y si Alessio hubiera llegado a imaginarse lo que estaba ocurriendo a unos escasos cincuenta metros, no habría seguido allí riendo como un idiota. En absoluto, de haber llegado a sospechar, aunque hubiera sido de lejos, quién se había ocultado entre los árboles, con agujas de pino en el pelo, con su hermana.
Faltaba menos de media hora para que empezaran los fuegos artificiales.
Francesca había permanecido acurrucada en las gradas durante todo ese tiempo. Se había quedado dormida.
Un sueño brusco, mezclado con duermevela, en el que los sueños reales se confundían con los sueños imaginarios, y de vez en cuando se veía obligada a abrir los ojos, de un sobresalto. Eran pesadillas confusas y monótonas. Soñaba con su padre, que, mudo, sentado en un sillón, se levantaba de repente e iba a rebuscar en el cajón de la cocina. Y era en ese momento, con un zoom de la hoja del cuchillo, cuando abría de golpe los párpados.
Permaneció semiinconsciente en posición fetal sobre el cemento armado de la tribuna, hasta que oyó a alguien a su lado que le hablaba y la sacudía. Sentía la cabeza a punto de estallar.
Abrió los ojos. Ojos legañosos y enrojecidos. Poco a poco, las pupilas comenzaron a enfocar la silueta de una persona de sexo femenino, una silueta conocida aunque desconocida.
Parpadeó varias veces. Lisa le estaba pasando una mano por la frente para ver si tenía fiebre. Le sujetaba la muñeca para tomarle el pulso.
¿Lisa?
Cuando volvía para sentarse en la tribuna, había advertido de inmediato una cosa rubia acurrucada en el último escalón, tan abandonada e ignorada que pensó que era alguien que no se sentía bien. Se acercó y se dio cuenta con enorme estupor de que esa persona inconsciente y hedionda era Francesca.
Una Francesca irreconocible, que ahora se incorporaba, restregándose débilmente los párpados. Se sentía débil, era como alguien que ha tenido un mal encuentro o está volviendo en sí de los tenebrosos efectos de quién sabe qué estupefaciente.
—Oye… ¿Te encuentras bien?
No contestó. Seguía restregándose los ojos, arreglándose el pelo y la ropa. Repetía los mismos gestos, mecánicamente. Un sutil hilillo de baba en la comisura de los labios.
—¿Quieres que llame a un médico? He visto una ambulancia ahí fuera…
Francesca parecía estar emergiendo.
—No —dijo.
Empezó a tomarla en consideración: la miraba con grandes ojos vacíos, sin expresión.
A Lisa le pareció increíble que una muchacha tan hermosa, hermosa incluso en aquel momento, con el pelo revuelto, el rostro desencajado, el rímel corrido debajo de los ojos, pudiera sufrir.
Se parecía a uno de esos niños que acaban de salvarse de un aluvión, que parpadean atónitos contra un trasfondo de escombros y a quienes las cámaras televisivas van encuadrando hasta cerrar un primer plano.
Lisa casi sintió ganas de abrazarla.
—¿Quieres que vaya a traerte algo?… ¿Un vaso de agua?
Pero se sentía cohibida.
—No, ya me siento mejor —dijo Francesca.
También en su voz había cierta turbación: regresaba al mundo, sus mejillas iban recuperando el color y tomaba conciencia de haber sido sorprendida en un estado miserable.
—¿Quieres que vaya a llamar a Anna?
Para Lisa era la pregunta más lógica del mundo. Ya se había puesto de pie, y estaba buscando con la mirada, en medio de la multitud de patinadores, su silueta con rizos y faldita rosa. Pero oyó a Francesca decir, con un tono que tenía algo de glacial, y de indiferente, y de extraordinario, por lo tanto:
—No —secamente.
Lisa se volvió a mirarla, atónita. Francesca estaba inmóvil y tranquila.
—¿Te ha pasado algo con Anna? —no pudo contenerse en preguntar.
Pero enlazar aquel estado de enfermedad con una pelea entre amigas era demasiado incluso para Lisa.
—Si la ves, avísame —Francesca lo dijo sin emoción particular—. No quiero tropezarme con ella.
—No, no la veo… —volvió a sentarse.
Estaban una junto a la otra, sin saber bien qué decir o qué hacer.
—¿Qué hora es? —preguntó Francesca.
—Casi medianoche. ¿Tienes que volver a casa?
—No, mi padre está trabajando.
No era más que una breve información. Pero era también una confidencia, un pequeño detalle de la vida íntima de Francesca. Y Lisa experimentó una emoción casi física.
Estaban juntas, estaban cerca y solas en el escalón más alto y desierto de las gradas. La gente, abajo, saltaba y bailaba distraída, patinaba ajena a todo. Esa gente desconocía que Lisa estaba sentada junto a Francesca, con su rodilla rozándole la rodilla. Esa proximidad le daba una sensación de vértigo. Esperaba ardientemente que Francesca no decidiera levantarse y marcharse de allí.
Pero tampoco Francesca, ya recobrada, era indiferente en absoluto a esa situación. A ratos observaba a la extraña compañera que se le había posado al lado, y se sorprendía ella misma de no sentirse molesta. Como si hubiera renacido a una vida nueva, y Lisa fuera la primera novedad.
—Ya sé que nunca hemos sido grandes amigas —dijo Lisa de buenas a primeras—, pero, en todo caso, si quieres hablar, aquí estoy.
Tragó saliva: era el gesto más valeroso al que se había lanzado nunca.
—Al fin y al cabo, nos conocemos desde la guardería… —se aventuró.
Francesca no se esperaba una declaración semejante. Se volvió de un brinco hacia ella y parpadeó con gesto de sorpresa, casi con una pizca de alegría. Una diminuta astilla de alegría, seguida de una tímida sonrisa.
Lisa tuvo que reconocer que tal vez un momento semejante había sido objeto de sus sueños más desenfrenados e inconfesables, y ahora, ante el sonido de aquella sonrisa, se sentía vibrar de felicidad.
—Francesca, ¿estás segura de que no quieres hablar? ¿Te has peleado con Anna?
—Ya no somos amigas —dijo simplemente—, pero no quiero hablar de ello.
Lisa asintió. Debía de haber una razón poderosa para que esa chica tan dura, y también francamente cabrona, que jamás se había dignado a dirigirle una sola mirada, estuviera ahora ahí, apartada con ella. Permanecieron en silencio algunos instantes. Lisa estaba como dentro de un enamoramiento.
Francesca midió de pies a cabeza, en cada pliegue del rostro, a aquel extraño sucedáneo de Anna, a aquel divertido ser viviente que nunca había significado nada para ella, cuando Anna lo había significado todo. Se la quedó mirando durante un minuto entero.
Lisa: alguien en quien no se fija nadie, que tiene una hermana en silla de ruedas.
Lisa: nariz grande, muslos gruesos, espinillas.
Estaba allí, y a duras penas podía contener su emoción.
Una empollona que iba a cursar el liceo clásico, que se pasaría su vida en la grisura de una biblioteca, ante un escritorio, subida a una tarima. Lisa, que en septiembre estaría en clase con Anna.
Ése fue el pensamiento decisivo.
—Somos amigas —Francesca se dirigió a ella de repente, en voz alta.
Anna la había sustituido por un chico alto y guapo. De modo que ella la sustituía ahora por aquella birria. Era todo perversamente exacto.
Entretanto, Lisa, fuera de sí, no era capaz de creérselo: ¿yo? ¿Amiga suya, yo?
Permanecieron sentadas allí arriba casi hasta el estallido de los fuegos artificiales.
Se intercambiaron algunas tímidas observaciones sobre la fiesta. Lisa dijo que nunca había visto tanta gente junta, y Francesca contestó que le habían gustado las canciones. Lisa le explicó que ella no había oído nunca esas canciones, y no le dijo que en realidad las conocía porque las había espiado, a ella y a Anna, desde la ventana de enfrente.
Hablaron de los estudios, también tímidamente. Lisa no veía la hora de empezar y le preguntó a Francesca qué rama había escogido. Francesca le contestó que se había matriculado en el IPS, pero que no sabía ni lo que se estudiaba allí dentro y que le importaba un pimiento. Entonces Lisa cambió de tema. Pero no es que hubiera muchos temas.
Durante ochos años habían sido compañeras de clase, y no se conocían en absoluto.
Lisa, cada vez que se quedaban en silencio, se exprimía las meninges para encontrar algo más que decir. La excesiva emoción, al final, hacía que sacara a relucir siempre algo equivocado. Francesca, por su parte, apenas la escuchaba.
A las doce y cinco, con cierto retraso, un pirotécnico disparó al aire seis o siete fuegos, que apenas tuvieron tiempo de explotar para morir después de inmediato. Fue entones cuando aparecieron Nino y Massimo.
Lisa se puso enseguida colorada. Ellos se sorprendieron no poco de encontrarla junto a Francesca. Como era habitual, ni siquiera hicieron ademán de saludarla.
Preguntaron qué había pasado y dónde había ido a parar Anna. Francesca respondió plácidamente que Anna estaba con otra gente, que ahora, pasada la medianoche, podían irse por fin a bailar.
Massimo y Nino pusieron ambos cara de pasmo, y en un primer momento se intercambiaron una mirada, como diciendo: ¿será verdad? Después cada uno decidió sabiamente no profundizar. Se lanzaron gradas abajo. Francesca se puso en pie de un salto, cogió a Lisa de un brazo y la arrastró hacia la pista. Parecía renacida, parecía sincera.
A las doce y cuarto del 16 de agosto de 2001, Lisa Cavini, la pringada, estaba bailando en la discoteca, en el centro de la pista, con Francesca Morganti, Massimo Righi y Nino Greco.
A las doce y cuarto del 16 de agosto de 2001, Lisa, con toda empírica evidencia, había tomado el lugar de Anna.
Los buscaron por todas partes.
Alessio, fuera de sí, gritaba:
—¿Dónde cojones está?
La había tomado con Sonia, que estaba encargada de vigilarla. Entretanto, Cristiano marcaba una y otra vez el número de Mattia, y el teléfono no dejaba de repetir: «El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura».
Alessio parecía haberse vuelto loco. Y eso que no había echado aún sus cuentas.
Era la una. La pista de patinaje se estaba vaciando.
Sonia no dejaba de repetirle a Alessio que se calmara, que Anna estaría sin duda por ahí, en algún sitio y que no tardaría en aparecer. Pero éste, lejos de tranquilizarse, chillaba aún más.
—¡Francesca! Pero ¿cómo es posible que no hayas visto nada? ¡Si estaba contigo, me cago en la puta!
Francesca, sentada en un banco junto a Lisa, apenas se dignó a menear la cabeza en sentido negativo.
—Ya voy yo —dijo Massi poniéndose en pie—. Voy a echar una ojeada al pinar.
Además de no soportar la ausencia de Anna, quería quedar bien con Alessio, que no dejaba de ser, aunque hubiera perdido la cabeza, el chico más respetado del barrio.
—¿Al pinar? ¿Y qué coño puede haber ido a hacer al pinar? Si le ha ocurrido algo… Si le han tocado un pelo, os juro…
No terminó la frase. Anna apareció entre los árboles, despeinada y sonriente. Como si no hubiera pasado nada, como si no llevara la ropa arrugada y en desorden.
Dijo:
—No jures, estoy viva.
Y detrás de ella estaba…
Todos enmudecieron.
Anna sonreía.
Alessio no sonreía.
Mattia, que antes sonreía, ahora ya no sonreía.
Desde el banco, Lisa empezaba a entender un poco las cosas. Nino pensó que quizá fuera a haber pelea y que él se pondría de parte de Alessio, desde luego. Massimo obtuvo la confirmación de que Anna no sería nunca su novia. Sonia, Maria y Jessica pensaron que Anna había montado un buen follón y, al mismo tiempo, que había conseguido un estupendo botín. Cristiano, sobrecogido, sólo pudo decir:
—Mierda.
—¿Hay algo que quieras contarme, Mattia?
El tono de Alessio no dejaba resquicio a las dudas. Como su cara, por otra parte.
Mattia, con la máxima dignidad, contestó:
—Aquí, no. Montemos en el coche.
Y se encaminó el primero hacia el Peugeot.
Nadie dijo esta boca es mía. Algunos hasta fingían mirar hacia otro lado.
Mientras Mattia se alejaba, Alessio le hizo un gesto a Cristiano, como diciendo: tú quédate aquí. En la práctica, le tocaba otra vez volver andando. Pero no tuvo valor para protestar.
Alessio dio unos pasos en dirección al coche, después se volvió de repente hacia Anna.
—Tú —pronunció— te vas ahora a casa y te esperas despierta a que yo vuelva, ¿entendido?
Anna no movió una ceja.
—¿Entendidooo? —rugió.
Anna asintió con la cabeza.
Sonia y las demás se acercaron a ella para acompañarla a casa. Alessio las miró con muy mala cara. Después se encaminó hacia el coche. Los dos montaron. Se encendieron los faros, el motor. Y todos vieron el Peugeot con los alerones ir marcha atrás como si estuviera despegando, para desaparecer después entre una gran polvareda de arena.
Francesca no se había acercado, no se había movido.
Anna se volvió hacia ella: estaba sentada junto a Lisa, cogida de la mano de Lisa, y la estaba mirando con una especie de mugrienta sonrisa.
A Anna apenas le dio tiempo a entreabrir los labios, a ponerse pálida, a devolverle una mirada incrédula y desarmada. Después Sonia la alejó de allí a empujones.