En cuanto Anna salió, Sandra se quitó los guantes de goma, vació en el váter el cubo con el agua sucia y fue a asomarse al balcón. Se encendió un cigarrillo con calma y se puso a mirar la isla de Elba.
Pasaba un trasbordador. Una bandada de aves lo seguía dibujando amplios círculos a su alrededor. Y la luz se deshacía junto a la nubosidad y a las estelas de los aviones, se coagulaba en los faroles de los pesqueros que pespunteaban débilmente el agua.
De repente, en la isla, se encendieron un puñado de farolas. Crepitaron como fuegos vivos. Sandra, casi como respondiendo a una invitación, empezó a imaginarse las avenidas que esas farolas iluminaban. Los escaparates de las tiendas abiertas de noche, el ir y venir de los turistas por el paseo marítimo. Porto Ferraio debía de ser delicioso en agosto, con los mercadillos veraniegos, las orquestas callejeras, los restaurantes que crepitaban de cubiertos, de brindis.
Pensó en las señoras de los círculos milaneses o romanos que se entreveían por las ventanillas de los coches en fila que se dirigían al puerto. Pensó que tenía que ser bonito vivir esa clase de vida. Irse de vacaciones, alquilar una habitación con terraza, con vistas, y la comida servida.
Ella había estado en la isla de Elba una sola vez, a los veinte años.
En cuanto desembarcaron, Arturo se obsesionó con un amigo suyo, un tal Pasquale, a quien tenía que volver a ver como fuera. Y no hubo modo de que cambiara de idea: se pasaron la tarde en la trastienda de un almacén, después sentados en un café repleto de máquinas tragaperras. Y así hasta el barco de regreso, y ella callada en un rincón. No llegó a ver nada, ni la casa de Napoleón siquiera.
Lanzó la colilla a la calle. El cielo se iba oscureciendo y tenía un montón de ropa que tender. Tenía cuarenta y tres años.
Entró en casa, el ruido de sus zapatillas arrastradas por el suelo le hizo sonreír.
Al encorvarse sobre el tambor de la lavadora espantó aquellos pensamientos tan fútiles. Iba acumulando las sábanas en la cesta. La edad en la que uno cree que el mundo es una mina de oro, que basta con crecer, con salir de casa… Aquella época hacía ya mucho que había terminado para ella y ¿adónde la había llevado? Ya estaba bien: tenía otras cosas en las que pensar. La fiesta del partido que había que organizar, para la semana siguiente; había que invitar al diputado Mussi para que hablara del estado del bienestar.
Quedaba un cuarto de hora para las nueve.
Francesca y Anna caminaban en silencio, una al lado de la otra, por la ciudad desierta.
La mayor parte de las familias estaban aún sentadas a la mesa, cenando. A través de las ventanas abiertas se entreveían las manchas azules de los televisores encendidos, y un gran ajetreo de cacerolas y cubiertos sorprendía a las chicas cada vez que pasaban por debajo.
Cruzaron el aparcamiento desierto de la COOP y dejaron a sus espaldas el barrio de Salivoli. Otro barrio semejante al suyo empezaba: ahí también enormes colmenas grises y patios de cemento se alternaban sin lógica con barracones de madera y huertos mal cuidados. En las vallas que los separaban se agolpaban racimos rojos de tomates y albaricoques de las ramas que sobresalían, preciosos y anaranjados. Anna cogió uno, después otro y se lo ofreció a Francesca.
Desde que habían salido de casa no habían intercambiado prácticamente palabra alguna. Al pasar por delante del parvulario municipal, sin embargo, Anna sonrió a Francesca y ella le cogió la mano. Ambas guardaban sus propios pensamientos, sin intención de conocer los de la otra, mientras el sol agotaba sus rayos en las alamedas, alargando las sombras de los árboles.
Ningún coche, ningún transeúnte. Era dulce aquel silencio, la sensación de que las calles y el barrio eran un espectáculo privado, para ellas dos solamente. Cuando llegaron a la esquina de un parque con columpios herrumbrosos, Francesca se detuvo de repente y se lo señaló a su amiga. Una sonrisa leve, producto de un recuerdo inesperado, se le había asomado a los labios.
—¿Te acuerdas?
Había tiempo antes de que empezara la fiesta. Las dos chicas entraron en la breve extensión de césped, rodeado casi por entero de un seto. La hierba estaba tierna en algunos puntos, en otros amarillenta a causa del sol. Los dos árboles gemelos permanecían en pie con gran esfuerzo: la hiedra, enredada a su alrededor, los sofocaba. Los columpios y el tobogán estaban en un grado tal de abandono que parecían llevar siglos allí.
¿Cuántos años han pasado?, se preguntó Anna avanzando con cautela. Pasó una mano por la herrumbre resquebrajada de la plataforma giratoria, le dio un ligero empujón y ésta empezó a girar rechinando, aguijoneando levemente el enorme silencio. Después la llamó Francesca.
Allí al fondo estaba la pequeña cabaña de madera. Las dos chicas se acercaron de puntillas.
Dentro todo estaba sucio de arena, entre un tablón y otro debía de haberse asentado un hormiguero. Pero seguía habiendo ese olor a humedad, a madera mojada que tanto les gustaba. Hubieran querido entrar, acuclillarse bajo el techo inclinado como hacían en otros tiempos, pero habían crecido y ya no les resultaba posible. Se echaron a reír a carcajadas ante las contorsiones que se veían obligadas a hacer. El hueco se había vuelto demasiado estrecho y tan encogidas, con las rodillas en el pecho, apenas cabían.
Volvieron a salir al aire libre, con dos o tres hormigas subiéndoles por las piernas.
—¡Menos mal que iba a ser nuestra futura casa! —rió Anna.
—No me acordaba de lo pequeña que era —admitió Francesca—. O seremos nosotras que somos el doble…
Se intercambiaron una mirada cómplice y duradera, que daba a entender las numerosas cosas perdidas, que acaso no se habían perdido realmente.
Después corrieron hacia el columpio. Ocuparon cada una el lugar de siempre en los asientos chirriantes. Francesca apenas se balanceó, con la sien apoyada alternativamente en una u otra cadena. Anna, estirando con fuerza las rodillas, se dio un impulso fuerte hacia el cielo aún claro.
Todo estaba inmóvil en aquel lugar, casi como sepulto en un acuario. Las dos muchachas, de juego en juego, lo animaban como las niñas que habían sido. Como el padre de Francesca le daba demasiado miedo y el padre de Anna le gritaba continuamente, decidieron escaparse de casa. Entonces se aventuraron hasta el barrio de Diaccioni. Era la primera vez que llegaban tan lejos, y así fue como descubrieron aquel parque.
Siempre había estado así: vacío. Siempre había sido el pequeño paraíso en honor de Anna y Francesca.
Volvieron todas las tardes después del colegio, durante meses. Iban a jugar a las casitas: fingían cocinar, lavar, tender la ropa como dos recién casados imaginarios en la casa de madera. Pero al final los babuinos se dieron cuenta de que no jugaban en el patio, de que quién sabe dónde coño iban, sin volver hasta las ocho de la tarde: eso no podía ser, con todos esos pedófilos por ahí.
Se ganaron una buena somanta de golpes.
—Qué impresión verlo así —dijo Anna—. Fíjate en el seto, cuántas zarzas. Hasta los lugares se vuelven viejos.
Francesca se dejó caer en un trozo de hierba, jaspeado aquí y allá por dientes de león. Arrancó uno y esparció las semillas de un soplido por el aire tibio.
—Sólo está más viejo… —sonrió—, y más escondido… y a mí me gusta más así. Me gusta pensar que durante todos estos años no ha pasado nadie por aquí, que ha seguido siendo sólo nuestro.
Anna fue a tumbarse a su lado. Dirigió la mirada hacia donde ella la tenía: a la estela blanca de un avión que se disolvía en medio del cielo, como las nubes entre los rayos oblicuos y las semillas entre los dedos de Francesca.
—Han pasado muchos años.
Francesca se puso de costado y empezó a cosquillearle la mejilla y la nariz con la punta de un tallo.
—El tiempo es una cosa extraña.
—¿Tú crees? —Anna la miró divertida—. ¡Oye, que me estás haciendo cosquillas!
E incorporándose para arrancarle el tallo, acabó con la nariz a un centímetro de la suya.
—Yo no quiero crecer, A’ —dijo Francesca.
Permanecieron así durante unos instantes: con sus grandes ojos muy abiertos la una sobre la otra, con el pelo enredado, las briznas de hierba y la pelusa de las flores. Las fosas nasales repletas del olor de la una y la otra. Sabor a albaricoque y olor a castaña, inconfundibles. Como inconfundibles eran la forma de las orejas, y el arco de las cejas y hasta la curvatura y el color de las pestañas. Además, estaban los agujeritos en las mejillas de una y el hueco en la barbilla de la otra. ¡Y la tez sonrosada, y las naricitas pequeñas, los labios en forma de corazón, las pecas!
Francesca había jugado más de una vez a contar esos puntitos sobre los pómulos y la nariz de Anna. Sólo ella podía testificar cada variación de aquel rostro. Y distinguir en él los pigmentos que el tiempo no había tocado. Ella lo había visto abrirse, lo había acariciado y ayudado a brotar. Lo había sentido palpitar, colocar una detrás de otra las palabras, las frases, los sueños. Ella era la única en todo aquel mundo que estaba al otro lado del seto que sabía lo que seguía siendo idéntico en Anna.
—A’ —susurró—, tengo ganas de que nos restreguemos las narices como cuando éramos pequeñas…
Anna, que se hallaba por entero en aquel presente y se había olvidado de la fiesta y de la noche que estaban a punto de llegar, restregó su nariz con la de Francesca, sonriendo de su propia sonrisa. Sentía suyo, en cada una de sus fibras, ese cuerpo, mientras lo rozaba y se acercaba más y más, hasta tenerlo casi completamente a su vera.
Hasta la sombra violeta de un moratón debajo del pecho, hasta eso lo sentía suyo. Y experimentaba un amor exagerado, en efecto: nada más que amor hacia aquel ser que la miraba de una forma tan cómplice, que sentía infinitamente próximo y confortable y dúctil y tibio y oscuro…
Se estaban manchando la ropa de tierra y de hierba, no les preocupaba ensuciarse, el olor de la colada dejaba su sitio al de la herrumbre.
—A’ —susurró Francesca en la humedad de las bocas cercanas—, no sé qué me pasa, pero tengo ganas de besarte.
Anna se inclinó sobre el rostro de su amiga, y apoyó ligeramente su boca contra la de ella. Era hermoso sentir el aliento cálido de ella en el suyo, era hermoso sentir el velo de saliva húmeda que le mojaba los labios. Era hermoso. Y nada ni nadie podían hacer algo al respecto.
Francesca cerró los ojos.
—No podemos —dijo Anna sin alejarse—, es una cosa que no está bien.
Francesca abrió de golpe sus verdes ojos oscuros.
—¿Por qué?
—Porque ya no somos unas niñas. Si nos besamos, ya no es como en primaria, no tiene el mismo significado —vaciló un instante—. Me suceden cosas… que contigo no deberían sucederme.
—¡Pero a mí sólo me suceden contigo! —Francesca sonrió, como no había sonreído nunca—. ¡A mí no me gusta Nino, me gustas tú!
Aquel nombre, Nino, arrojado de repente dentro de su pequeño paraíso, despertó a Anna, que se acordó de Mattia, de la fiesta, de los demás, y se incorporó hasta quedarse sentada.
También Francesca se incorporó. Después, cogiéndola de la mano con ojos llenos de miedo, le hizo a Anna la pregunta que no se había atrevido a hacerle por la tarde.
—Te gusta ese chico nuevo, ¿verdad? El chico que estaba comiendo en tu casa.
Anna puso una expresión divertidísima.
—¡Pero si casi ni lo conozco!
Francesca se aferró por entero a esa mentira. Tímidamente, se acercó un poco más a su amiga del alma.
—Pero yo no te gusto, ¿verdad? O sea, no te gusto en ese sentido…
Sería el efecto de aquel lugar, la impresión de toda aquella luz dorada y agonizante sobre el rostro hermosísimo de Francesca, pero el caso es que Anna se sentía desarmada y se dejó llevar. Una alegría sutil se filtraba a través del aire, de las nubes, de los juegos del diminuto parque donde estaban enterradas las niñas que en otros tiempos habían sido, y se inyectaba en ella como una droga.
—France, quizá te ame. Pero es algo imposible de vivir. Es algo que va contra todo mi futuro. Y aunque ahora que lo digo es verdad, después, en cuanto salgamos de aquí, sé que no puede serlo, y me arrepiento enseguida, y me da una vergüenza que me muero…
Ya no había luz. Desde la calle llegaban los primeros fragores de los ciclomotores a la carrera y los consabidos alborotos y las consabidas palabrotas de chicos que se encaminaban a la fiesta. A Anna, que se había mordido los labios por lo que había dicho, le entró el ansia por marcharse y, al mismo tiempo, por no marcharse. Francesca hubiera querido llegar hasta el puerto, coger un trasbordador para la isla de Elba y no regresar jamás.
Se abrazaron. Escondiendo las caritas entre el pelo la una de la otra, aferrándose con fuerza la una a la otra. Porque aquél era un adiós.
Cuando se soltaron, la oscuridad había caído en la diminuta cuenca del parquecito y roía los bordes de los columpios, del tobogán, de los dos árboles. No había farolas allí, no se veía ya casi nada. Se pusieron de pie, salieron de aquel lugar con la añoranza de algo imposible de definir, con tallos y briznas de hierba en el pelo.
No volvieron a decirse nada.
En la pista de patinaje, las verjas habían sido tomadas al asalto. Hileras de ciclomotores en desorden se amontonaban unas contra otras, y a los coches que no dejaban de llegar les costaba mucho encontrar un hueco. Toda aquella gente junta tenía algo de hostil. Había también una ambulancia, con dos fulanos de protección civil apoyados en el capó, resoplando. Había otro tío contra un tronco, meando.
Ahí estaba, el gran viraje. El momento con el que llevaban años fantaseando, descrito durante horas con miles de detalles inventados. Mientras se entretenían, tumbadas sobre el casco de una barca, imaginándose su futuro, juntas. «Cuando seamos mayores», cuchicheaban, «vendremos a vivir aquí». Y se apretaban acurrucadas en la oscuridad, en la pequeña cabaña de madera.
Todo estaba allí.
Avanzaban a pequeños pasos, zarandeadas por brazos y piernas desconocidos, contra espaldas y nucas desconocidas. Se vieron obligadas a detenerse, en determinado momento, para dejar que el remolino fluyera. Había allí camisas desabotonadas, camisetas empapadas en sudor. Había allí palabras que nunca habían oído decir. La luz blanca de los reflectores llovía sobre todas aquellas cabezas, como un herbicida. Y la música latía desde el terreno, se mezclaba con las chácharas vecinas, producía en Anna y Francesca un gran aturdimiento.
Eran los últimos minutos, definitivamente. Después, cada una saldría al encuentro de su futuro, cada una por su cuenta. Y ya empezaban a advertir aquella sensación extraña que es descubrirse, repentinamente, solos.
Cuando cruzaron el umbral, hubo quien contuvo el aliento. Mattia, por ejemplo, sin ser visto, se ensimismó unos instantes y perdió el hilo de la conversación.
Un ojo experto habría advertido de inmediato que esa clase de belleza dura exactamente un instante en el arco de una vida. Pero en aquella multitud no había ojos expertos.
Allí estaban todos.
Massi, junto a Nino. Aisladas, en un banco, Sonia, Maria y Jessica. Estaban también las pringadas de Lisa y sus amigas sentadas en las gradas. Donata, no. Allí estaba Emma con su marido y el cuerpo desfigurado por la barriga a sus dieciséis años. Allí estaban, en el bar, al fondo, Alessio, Cristiano y Mattia. Había un océano de gente desconocida que se adensaba y se confundía hasta convertirse en materia indistinta.
Anna y Francesca se lanzaron al interior, hacia aquel magma. Corrieron a la caseta donde se alquilaban los patines y resoplaron porque había una cola enorme. Se esforzaban por creer que aquello era lo máximo. Se convencían, cada una en su cabecita, de que ésa era la vida perfecta.
En realidad, era una pista de patinaje descascarillada, construida hacía decenios con fondos de la oficina local de turismo. Los amplificadores eran los mismos, usados una y otra vez, que se empleaban para las Fiestas de la Unità[6]. El barecillo zarrapastroso, que vendía cervezas y refrescos a dos mil liras, las bebidas alcohólicas a tres mil, no era más que un barracón prefabricado. Y las guirnaldas, colgadas en las barandillas, tenían todo el aspecto de una vieja fiesta escolar.
Alessio estaba apoyado con los codos en el mostrador. De vez en cuando daba un sorbo a la cerveza, que si ya no se la habían servido muy fría, ahora estaba tibia. Ése fue su único movimiento durante más de media hora.
La gente seguía afluyendo, se lanzaba a patinar a la pista o se coagulaba en los alrededores. También las gradas habían sido tomadas al asalto, e incluso el quiosco donde se había montado una especie de discoteca. En el bar, en cambio, no había casi nadie. Las escasas decenas de mesas estaban medio vacías. Sólo algunos adultos sentados, desganados, jugando a las cartas, y algún otro desgraciado que, en vez de participar, observaba. Había incluso un viejecillo sin dientes, cuya vista exasperaba a Cristiano.
—Son las diez —resopló—, ¿ya podemos irnos?
Estaba hasta las pelotas de estar allí quieto esperando. Y además, se había metido dos anfetaminas.
Alessio hizo como que no le oía: tenía su propio y preciso objetivo, que no le había revelado a nadie. Permanecía allí, clavado, derecho como un tronco, a la espera. Cristiano lo observaba avieso, sentía que le estaban robando su Ferragosto. Dime tú si en mi única semana de vacaciones me toca estar aquí mirando a las niñas de doce años mientras patinan. Y mañana tendré que volver a partirme el espinazo en esa excavadora de mierda.
—Te lo digo otra vez: ¿podemos mover el culo?
Alessio, de nuevo, hizo como si nada. Más que un objetivo, lo suyo era un presentimiento. No perdía de vista ni por un segundo a Maria, Jessica y Sonia sentadas en un banco debajo de un árbol. Y árboles no es que hubiera muchos. Y Cristiano se vaciaba un whisky detrás de otro. Y Mattia empezaba a darse cuenta de que la situación podía llegar a ponerse violenta.
En aquel mismo momento, en la última fila de las gradas, alguien más miraba y se consumía el hígado en silencio. En realidad, había un montón de gente que había salido pensando en encontrar El Dorado en una pista de patinaje, y que después se había descubierto más sola que en casa.
Cuentan los chicos y chicas que dan vueltas, se lanzan en saltos y piruetas prodigiosos, compiten entre ellos y se deslizan como cohetes a velocidad de vértigo. Chicas delgadas y estilizadas, de las que poco importa qué harán en la vida, porque en el instante justo de la adolescencia están allí, en el centro de la pista, en medio de la fiesta, bajo los reflectores. Es un instante impagable de gloria.
Había chicos con el pelo engominado, los abdominales en relieve debajo de las camisetas que revoloteaban y collares de conchas colgando del cuello. Chicos a los que cualquiera querría besar, que jamás se encontrarían solos como ahora lo estaba Lisa, en la última fila de las gradas, en un rincón, observando cómo se divertían los demás.
Estaba sentada con las piernas cruzadas en la sombra más absoluta, en compañía de dos casi en peor situación que ella. Y con la sensación de estar perdiéndose algo colosal, de estar yéndose a pique.
También para Lisa era la primera vez que acudía a una fiesta. Ella también se había pasado la tarde entera delante del espejo, aunque sólo se hubieran beneficiado sus complejos. Al final, se había puesto sus habituales vaqueros largos y anchos, su habitual camiseta dada de sí. Y ahora, la tímida capa de lápiz con la que se había embadurnado los ojos, al deshacerse, contribuía únicamente a empeorar las cosas.
Echó una ojeada de través a sus compañeras: le parecía estar en los confines no sólo de la pista de patinaje, sino de todo el reino viviente. Yo no soy una pringada, se dijo. Por más que todos se lo repitieran, por más que a la entrada un gilipollas la hubiera llamado mamarracha y ella hubiera querido morirse. Por más que, en efecto, guapísima no es que fuera, estaba viva, sin embargo; y tenía ganas de patinar, y de bailar y de besar a alguien. Por más que fuera vestida como una seta, por dentro, sin embargo, era como Anna. Anna, que en ese momento, a una decena de metros de distancia, se acercaba a la pista, ceñida en su centímetro cuadrado de camiseta, en su medio centímetro de faldita rosa.
De repente, se le vino a la cabeza su hermana: Donata seguro que no habría montado ninguna de esas escenas. Donata, si ella hubiera tenido el valor de traérsela, se habría divertido un montón. Habría cantado, habría agitado los brazos y la cabeza en la medida que podía, habría bailado incluso sobre la silla de ruedas. Y ella no se la había traído, se había avergonzado una vez más de tener una hermana enferma. Como si esa enfermedad fuera suya. Como si en realidad, ahora, sin Donata, el mundo resultara menos arduo.
Lisa miraba fijamente la falda de Anna, las largas piernas de Anna.
Y Donata estaba en casa, aparcada delante de la televisión. Y ella, que estaba en mitad de una fiesta, en vez de patinar o hacer algo sano, se quedaba allí marchitándose, mirando fijamente el cuerpo de Francesca que se reunía con el cuerpo radiante de Anna al borde de la pista. Y ninguno de esos dos cuerpos era el suyo. Por más que el mundo entero fuera injusto, Lisa comprendía por vez primera que eso no podía ser una justificación.
Presa de un arrebato de rebelión, se puso de pie. Llevaba desde las nueve criando hongos en aquella grada y ahora eran las diez y media: ya era suficiente. Ahora se sublevaba.
Contra el mundo bastardo, contra el hijo de puta que la había insultado a la entrada, contra sí misma, algo jorobada y mezquina, pero en el fondo… ¡no era sólo eso!
Reuniendo todo su valor, desplegando una sonrisa triunfal, miró desde arriba a sus compañeras raquíticas y agazapadas:
—¿Sabéis qué os digo? Que me voy a patinar.
Por primera vez en su vida, echó a correr todo lo rápido que podía, a correr de verdad. Hacia el centro de la luz y del clamor, hacia el centro —esa ilusión se hacía— de la vida. Se soltó la goma que le mantenía recogido el pelo, se ató deprisa los patines para no perder ni un gramo siquiera de ese repentino, sorprendente valor suyo.
Se encaminó hacia la entrada de la pista, donde estaban, inalcanzables pero algo más cercanas, Anna y Francesca.
También Mattia estaba deseando irse a la pista y, en cambio, se veía obligado a permanecer ahí parado, en aquel bar de pringados, a inventarse las peores ocurrencias y a soltar las peores gilipolleces para distraer a Alessio de esa obsesión suya de los cojones, y sobre todo para que Cristiano se mantuviera en calma.
¡Salvar la situación, sí, se dice pronto! El rostro de Alessio estaba taciturno, mucho más: era un muro. Y el de Cristiano, morado. Al hastío de ahora se añadía el rencor por la noche pasada. Y Mattia, a fin de cuentas, no tenía culpa alguna. Estaban como tres vaqueros en el salón del pueblo.
Entretanto, acaso atraídas por aquella actitud suya muda y cabreada, algunas chicas y chiquillas empezaban a revolotear por allí y a pasarles repetidamente por delante. Lanzando la consabida serie de gemidos y risitas, se demoraban en los alrededores esperanzadas, casi contoneándose. Los tres, naturalmente, ni siquiera las veían. Y cada uno, con sus nervios, se ponía cada vez más nervioso.
—Lleno de tías buenas, sí… ¡Desde lejos! —volvía a empezar Cristiano—. De cerca les pondrías a todas una bolsa en la cabeza. Esta fiesta es un asco.
Mattia dejó el segundo vaso sobre el mostrador, lanzó una ojeada desesperada a Alessio: éste seguía allí, clavado, mirando fijamente a Sonia, Maria y Jessica, y quién sabe lo que le circulaba en el cerebro.
—Ale… —dijo para intervenir con tono diplomático—, escucha, tal vez no fuera mala idea…
Pero Cristiano, con menos diplomacia, le robó la palabra.
—¿Tenemos que seguir aquí mucho tiempo? Dínoslo, total, estamos a tus órdenes… ¡Total, hemos venido con tu coche!
Alessio miró por última vez el banco, en el que no sucedía absolutamente nada. Maria y Jessica no paraban ni por un momento de charlotear entre ellas y Sonia ya había dejado de lanzarle ojeadas preocupadas, que le habían parecido una señal y una prueba. Simplemente, se había hecho la ilusión.
Apartó la mirada y fue a depositarla en la cara congestionada de Cristiano. Una colosal cara de culo en aquel momento. Junto a la esperanza, perdió definitivamente la paciencia.
—¿Por qué no te vas a tomar por el culo?
El otro, chasqueándose los dedos, le lanzó una sonrisita de desafío. Pero no era un desafío, era la anfetamina.
Hay siempre expectativas semejantes en las cabezas de todos en determinada clase de fiestas. Era lógico que la situación degenerara. Cristiano ni siquiera quería ir a la pista de patinaje, como era habitual en él, quería ir al Gilda. Y Alessio se había obsesionado durante más de una hora con el banco ese de los cojones. Era lógico. Pero Mattia no sabía ya qué inventarse, los veía sulfurarse, levantar la voz, empezar a insultarse, y pensaba: que se sacudan si quieren. ¿A mí qué coño me importa?
Todos los desgraciados que estaban sentados en las mesas habían levantado la vista y dirigido sus miradas hacia allí. Complacidos, fumaban y disfrutaban del espectáculo. Mattia meneó la cabeza, abatido: no cambia nunca una mierda en este sitio, no cambia la gente, no cambia la fábrica que rompe las pelotas a la gente, no cambian estos dos gilipollas extenuados.
Todo era tal como lo había dejado antes de huir. Todo asquerosamente igual, pensó de repente, excepto Anna.
—Te lo advierto, me estás cabreando.
Cristiano se echó a reír, justo a la cara de Alessio.
—Pues ya puedes descabrearte, total, ella no va a venir.
Ella, ¿quién? Mattia no entendía nada.
Alessio ya no atendía a razones.
—Lárgate —masculló con los dientes apretados. El rostro, transfigurado.
—¿Y adónde quieres que vaya? ¡Si tienes tú el coche!
—Lárgate —rugió.
Cristiano seguía allí, no hacía ademán de irse, con su hermosa cara de drogado.
El viejecillo sin dientes, especialmente entretenido, gritó desde una mesa:
—¡Venga, pégale!
Pero había poco por lo que bromear. Había poco de lo que alegrarse en aquella escena, pensó Mattia, de última periferia del espíritu. La bandera italiana a jirones, que a fin de cuentas resistía a la entrada de la pista de patinaje, le pareció el emblema más acertado.
—¡Ésa no va a venir! —se desgañitaba ahora Cristiano—. Yo no puedo mandar a la mierda Ferragosto porque esa puta no venga corriendo. Estará corriéndose con algún otro, resígnate de una vez.
Antes incluso de que hubiera terminado la frase, Alessio agarró a Cristiano por el cuello. Le respondió con uno, dos, tres cabezazos. Probablemente lo habría matado, de no haberse interpuesto Mattia con sus noventa kilos por un metro ochenta y siete de altura. Probablemente alguien habría llamado a la policía si esos dos chicos, ajenos a la gracia de Dios, no se hubieran separado en determinado momento. Y si Cristiano, con un chichón gigantesco en la frente, no hubiera hecho ademán de irse.
—¡Muy bien, nadie te retiene! —le gritó Alessio, fuera de sí—. Y oye, en vez de irte de putas… En vez de dejar preñada a otra adolescente, ¿por qué no te comportas como un hombre esta noche? ¿Por qué no haces algo decente por una puta vez en tu mierda de vida? —desbocado—: Cri, en vez de irte al Gilda, ¿por qué no te vas a ver la cara que tiene tu hijo?
Hijo.
Mattia sintió que se le helaba la sangre.
Cristiano, que ya había dado unos pasos, se volvió, incrédulo.
Transcurrió un momento de estupor general en el que nadie supo ya qué decir. Los curiosos, sorprendidos también por un desenlace de tanto peso, bajaron la mirada y volvieron deprisa a sus mazos de cartas. Alessio, frente al rostro cadavérico de su amigo que clavaba en él dos tizones en lugar de ojos, ya se había arrepentido de lo que jamás, en un momento de lucidez, hubiera osado decir.
Cristiano, en cambio, no dijo nada. Contrajo los labios con una mueca de disgusto y después, sin dejar de hundir sus pupilas profundamente en las de Alessio, concentró toda la saliva que tenía a su disposición y escupió al suelo. Después desapareció definitivamente.
Hay que apresurarse a decir que si Alessio no se hubiera enzarzado en una gresca con Cristiano, podría haberse dado cuenta de que, desde hacía un rato, una figura grácil de largo pelo castaño se había unido a las tres chicas del banco, aquel de debajo del árbol.
Hay que decir también, en honor a la verdad, que la adolescente a la que Cristiano había dejado preñada se llamaba Jennifer, y que aquella noche no estaba en la fiesta como todas las chicas de su edad, sino en casa destetando al pequeño James, que no quería saber nada del biberón en lugar del pecho.
En efecto, Sonia, Maria y Jessica esperaban precisamente a la persona que creía Alessio. Debajo del árbol: era el lugar establecido mediante SMS. Estaban ya a punto de renunciar ellas también cuando Maria notó que le daban unos golpecitos en la espalda.
Había venido realmente. A pesar del lugar y de la multitud provinciana que sudaba allí dentro, al final había venido de verdad. Ahora las miraba sonriendo, educada y distante.
Ella, en efecto, no tenía nada que ver con las demás. No se había puesto jamás esas minifaldas vaqueras que llegaban a la ingle, ni cinturones con tachones, ni, sobre todo, las baratijas de mala bisutería en generosa cantidad alrededor del cuello. Ella, cuando se sentaba, no separaba las piernas. Evitaba gritar palabrotas. Y sólo la tela de su vestido lila ya excavaba un foso insuperable entre su mundo y el de ellas.
Sonia, Maria y Jessica se quedaron un momento en suspenso mirándola, con una mezcla de atracción y desconfianza.
Ella, antes incluso de empezar la primaria, conocía el alfabeto y sabía contar hasta cien. Sus padres le habían enseñado a leer, le habían explicado lo que era un libro y cuántos oficios hay en el mundo, algo que en Via Stalingrado no todos tienen ocasión de saber. Ella nunca había deambulado a los cinco años en medio de las calles de los barrios obreros, no se había escondido en los sótanos para fumar por primera vez, ni había dejado que le metieran mano entre pilares de cemento armado: nadie le había levantado la falda a los once años.
Y sin embargo, allí estaba, con una sonrisa franca en las facciones de su rostro. Y ellas, a fin de cuentas, se sentían satisfechas.
Se disculpó por no tener demasiado tiempo: la estaban esperando fuera. Pero no podía marcharse sin despedirse. Quería de verdad a esas tres chicas que, sin embargo, sólo podían quererla a su vez hasta cierto punto.
Todos se acuerdan aún de la primera vez que él la llevó a su casa. Formaba parte de la leyenda. Cómo caminaba ella, tan atenta para que sus tacones no se engancharan en las hendiduras de las alcantarillas, tiquismiquis entre las colmenas de cemento. Le habían tomado brutalmente el pelo. Cuando se presentó, tendió la mano cordialmente y dijo: «Buenas tardes, encantada de conoceros». ¿Buenas tardes? ¿Encantada? Ni el cartero, ni el doctor siquiera se salían con tanta solfa.
Ahora, con la confianza de los años, las cuatro chicas ocultas detrás del tronco del árbol hablaban de las vacaciones, del trabajo, del empleo que buscaría ella en cuanto acabara la carrera, en Pisa quizá o acaso en Piombino, a partir de septiembre; de los trabajillos mal pagados de las otras, que si tenían el graduado escolar era ya mucho, que se debatían entre las cajas de la COOP o las de Intimissimi, vacaciones excluidas.
Maria se sintió al final obligada a susurrarle al oído que él estaba allí. Se lo señaló en la cima de la pequeña colina artificial. Ella miró con una mezcla de estupor y de alarma en aquella dirección. Distinguió enseguida su figura rubia en la lejanía y se quedó como suspendida, sin emitir sonido alguno durante unos instantes.
—¿Qué tal está? —preguntó al final, apartando los ojos.
—Cómo quieres que esté… —contestó la otra, sarcástica.
—¿Y Anna?
—¡Ella bien! Tiene ya sus asuntillos…
—¿Ah, sí? —intentó sonreír, pero lo que le salió fue una mueca fuera de lugar.
—Se ha apuntado al instituto, como tú.
Siempre se preocupó por esa chiquilla, para que no se perdiera por el camino, para que no acabara como las demás, detrás de la barra de un pub dejando que le tocaran el culo.
—Debería estar aquí, por algún sitio —Jessica miró a su alrededor—. A propósito, tendríamos que ir a echarle un vistazo, si no su hermano nos mata.
—Vente con nosotras, así la saludas…
Ella hizo un gesto:
—No, de verdad, no puedo. Dadle recuerdos de mi parte.
—¿Tampoco a él quieres saludarlo? —se aventuró Sonia.
Ella esbozó una amarga sonrisa. No dijo nada. Las abrazó una a una.
—Nos veremos en septiembre, cuando vuelva de París.
—Sí, y mándanos una postal.
Al final, justo cuando se estaba yendo, en el preciso instante en el que se volvía hacia la verja, por pura casualidad y sin la menor esperanza, Alessio volvió a mirar hacia allí.
Se puso pálido.
Aguzó las pupilas.
Vaciló.
Mattia, pensando que se encontraba mal, empezó incluso a sacudirlo. Él no respondía, parecía como si le hubieran disparado. Pero se recuperó de inmediato.
Excepto la directamente interesada, como es natural, le vieron todos: lanzarse colina abajo como si le hubiera picado una avispa, correr como un condenado, como un loco. Sonia creyó morir. Maria sonrió: mejor que una película…
Mattia, al quedarse solo, le dio una patada a una piedra y pensó que debían irse todos a tomar por culo.
Alessio daba codazos a diestro y siniestro, sin pedirle disculpas a nadie. Le aterrorizaba la idea de perderla de vista. Iba ganando con gran esfuerzo espacio por delante y no le quedaba más remedio que emprenderla a empujones con la gente.
Quería gritar su nombre. Pero era incapaz de hacerlo. Quería pensar en ella. Pero tampoco era capaz de hacer eso. Avanzaba con la carga de un animal en un bosque. Quería verla, ahora. Mirarla a la cara, viva, entera, frente a él al cabo de tres años.
Sentía tal follón en el pecho que, en determinado momento, dijo en voz alta:
—Me va a dar un infarto.
Pero seguía avanzando, paso tras paso, codazo tras codazo, insulto tras insulto. Ella estaba allí, en la verja. No la perdería. Tenía calor, es más, chorreaba de sudor y empezaba a sentir una sed de locura. Pero alcanzó la verja, y alcanzó también el aparcamiento.
Allí hacía fresco, los sonidos llegaban con dificultad y un gran silencio nocturno se cernía desde los troncos apelotonados del pinar. Se oían las cigarras y la caída de las piñas. Ella caminaba unos pasos por delante de él, y era ella de verdad.
Aquéllos eran sus andares. Aquéllas eran sus pantorrillas. Su fina cintura, su espalda, sus hombros. El trasero no, no podía mirárselo.
Un coche con el motor y los faros encendidos seguro que estaba esperándola. Porque ella iba en esa dirección, y cuando se le acercó lo suficiente, la puerta derecha se abrió. Estiró el brazo para coger la manilla, estaba punto de montar.
—¡Elena!
Un estruendo: el nombre explotó en la oscuridad como un petardo. Y ella se detuvo. La a tardó en disolverse unos instantes. Encogió el brazo, permaneció inmóvil.
—Elena… —repitió Alessio con un hilillo de voz.
Y como retenida, lentamente se fue dando la vuelta.
Se volvió: silueta conocida e ilesa del tiempo. Su tibia silueta castaña de largos cabellos, más largos de lo que Alessio recordaba. Levemente ondulados, sujetos por un pasador. Parecía mayor, quizá. Parecía la criatura más alta del reino viviente.
Alessio se había quedado sin fuerzas. Ya no sentía su cuerpo, sólo el tumulto feroz de sus órganos. Seguía allí como un idiota, petrificado en medio de un aparcamiento vacío, y las rodillas no veían la hora de ceder. Todas las palabras se le habían volatilizado de la cabeza. Sintió en el cráneo el músculo del corazón que bombeaba y retumbaba, y la garganta más seca que un desierto. Qué podía decir… Era todo él un corazón y unos pulmones que estaban yéndose a la mierda.
Era un instante imposible de vivir y de sostener.
Para ella también. No oía las voces del coche, y no hacía ademán de dar un paso ni hacia delante ni hacia atrás. Permanecía inmóvil, como él, y sentía sus rodillas desmigajarse. Pensó en trece mil cosas al mismo tiempo. Que era magnífico. Que habían pasado tres años. Que lo había decidido así. Que había tomado una decisión de mierda. Que era lo correcto. Que era una equivocación. Y no era capaz de mover ni la punta de un pulgar.
Se miraron durante una fracción de segundo absolutamente insignificante y próxima al cero.
Después, Alessio sonrió. Y aquella sonrisa era tan hermosa, feliz, incrédula, infantil, que Elena sonrió a su vez. Y le pareció que todos aquellos años no habían significado nada.
Se oyó el sonido de un claxon, el proverbial y doblemente maldito sonido de un claxon.
Elena volvió en sí. El tiempo existía. Y ella debía marcharse mañana, y ahora debía irse. No quería hacerlo, le costó un esfuerzo enorme: hacer como si nada. Y con todo levantó una mano en un mísero gesto de despedida. Entró en el coche, que, de inmediato, ni que fuera un cohete, arrancó.
Una niebla de tierra se elevó por el aire, y unos densos nubarrones acabaron deshilachando la luna. Después, todo volvió a estar como antes. El pinar volvió a crujir. El viento limpió el aire y las ramas. Alessio, tras haber dado unos pasos ciegos, se dejó caer sobre un tronco tirado y se sujetó la cabeza entre las manos.
No era el único.
A poca distancia, oculto entre los árboles, Cristiano se sujetaba la cabeza de la misma manera. Pensaba en James, su hijo, y tenía la mirada clavada en una piedra.
Piombino se precipitaba febrilmente a la pista de patinaje.
Los altavoces vociferaban Rhythm is a dancer. Francesca y Anna la habían bailado miles de veces en el baño encerradas con llave, juntas delante del espejo.
You can feel the, you can feel the…
Ahora había tribunas repletas de gente en lugar de las ventanas de enfrente. Las ruedas de los patines, centenares, millares, arañaban el adoquinado. Y bajo el haz del reflector principal, todo adolescente resaltaba, resplandecía, empapado de luz blanca. Francesca echaba hacia atrás el mar de sus cabellos y no podía saber a quién se parecía mientras se retorcía sinuosa en torno al asta de la desvaída bandera italiana.
Lift your hands and voices, free your mind and join us. You can feel it in the air.
Gritaron juntas:
—Ooh, it’s a passion.
Por un instante, se hicieron la ilusión de que su amistad se había salvado.