15.

Al principio, movió sólo la cabeza, reclinada de lado sobre la almohada. Los rizos desordenados vibraron. Después estiró las piernas bajo las sábanas, girando las puntas de los pies. Unos pequeños pies ahusados, con las uñas pintadas de fucsia, que se asomaron desnudos por el borde de la cama. Alargó los brazos, la pelusa rubia que los cubría relució un momento. Agarró el borde de las sábanas con los ojos cerrados y se las apartó del pecho, destapándose.

Llevaba un pijama veraniego de algodón blanco con numerosas fresitas rosas estampadas. De la camiseta le asomaba una porción del pecho.

Ya estaba demasiado crecida para aquel pijama, que le quedaba estrecho. Las formas casi adultas de las caderas chocaban con las fresitas rosas, o tal vez encajaran hasta excesivamente bien.

Transcurrían los minutos, y ella no se daba cuenta de nada. Alguien la estaba observando desde muy cerca. En la habitación había un intruso, un hombre, y ella aún no lo sabía. Se había puesto de costado contra la ventana. El sol se filtraba mullido a través de la persiana, amalgamándose de polvillo: parecía azúcar.

Eran las nueve de la mañana. Mattia llevaba más de media hora contemplándola. Procurando no hacer ruido, registraba con la máxima atención el menor movimiento de ella. Y era incapaz de distraerse.

Le quedaría estupendamente un picardías, pensó. Encaje negro semitransparente. Pero a continuación pensó también que con un picardías no estaría tan hermosa. Fragante y limpia en la quietud de las primeras luces.

Olía muy bien. Pero no a perfume sintético o a desodorante. Emanaba un aroma a leche. Y él lo respiraba despacio.

Evidentemente había algo que le picaba, porque se metió los dedos bajo el pijama y se rascó en un punto y después en otro detrás de los hombros. Sonrió, quién sabe por qué. Y por último abrió ligeramente los ojos adormilados.

Anna separó los labios húmedos de saliva. Sonrió otra vez, una sonrisa repleta de todos aquellos pequeños dientes suyos blancos y rectos. Se incorporó de repente, se arregló la mata del pelo dirigiendo los ojos al techo y después al despertador. Y cuando los abrió mejor, mirando hacia delante, lanzó un grito.

Ojos color avellana, jaspeados de amarillo.

Ojos pecosos como sus pómulos, pensó Mattia. Y le sonrió, no conturbado en absoluto, sino más bien deslumbrado por tanta belleza.

Un desconocido estaba cómodamente sentado en la silla de su escritorio, y la miraba con ojos socarrones. Había motivos de preocupación.

—¿Y tú quién eres? —gritó Anna, y se cubrió fulmínea con la sábana.

Pero no se tapó bien, y la porción del pecho siguió desnuda. Él lo notó y sonrió aún más. Tácticamente, se demoró en contestarle. Quería disfrutar de toda su alarma.

Anna se volvió hacia la cama de su hermano y vio que no había nadie. Miraba atentamente, con los ojos llenos de desconcierto, sea al desconocido, sea la cama vacía, y no era capaz de comprender qué ocurría.

—Me llamo Mattia —dijo divertido—, encantado de conocerte.

Le tendió la mano, y ella le miró aviesa, sin atreverse a tocarla.

—En realidad ya nos conocemos, pero eras una mocosa de ocho o nueve años… Seguro que no te acuerdas.

Seguía con la mano tendida y con muchas ganas de reír. Anna enrojecía a ojos vistas, pero no se percataba de tener media teta fuera.

—¡Mamáaaa! —gritó.

—No está —meneó la cabeza él—. Estás metida en una trampa.

Viendo que le tomaba el pelo y, sobre todo, que seguía tranquilo donde estaba sin moverse, Anna se calmó un poco.

—¿Y adónde ha ido? ¿Dónde está Ale? ¿Y tú qué haces aquí?

Mattia retiró la mano, se la pasó por los rizos morenos y después se aclaró la voz cruzando las piernas. No tenía necesidad de adoptar ninguna pose: la tenía ya por naturaleza. Pero se divertía en causar impresión en aquella niña-mujer y se tomaba su tiempo, se ponía de pie, observaba con fingido interés el cartel de Britney Spears colgado de la pared. Era un hombre teatral.

—Tu madre ha salido, y da la casualidad de que me ha invitado a quedarme a comer. Ha sido muy amable conmigo… —apartó la mirada de Britney y la posó sobre Anna: tenía la boca abierta y retorcía el borde de las sábanas—. Tu hermano está abajo, dándose de leches con Cristiano. Y yo soy un viejo amigo suyo que hace poco ha vuelto a dar señales de vida.

—¿Cómo que «dándose de leches con Cristiano»?

—Es una forma de hablar… Pero desde luego, están discutiendo —se rió—, y bastante acaloradamente, me parece.

Mattia se estaba desplazando de un lado a otro de la habitación en penumbra, y Anna lo seguía moviendo la cabeza como los personajes de los dibujos animados.

—¿Y cuándo has llegado tú?

—Hacia las cinco de la mañana.

—¿Y dónde has dormido?

—Aquí. Sobre esa silla, precisamente.

Mattia la señaló con la máxima seriedad.

—¡Entonces me has visto dormir! —Anna enrojeció de vergüenza.

Mattia se dio cuenta, se acercó un poco más y, sonriendo malicioso, susurró:

—Te lo aseguro, estabas maravillosa…

Grandes ojos de color verde esmeralda, labios carnosos y duros.

Ambos tenían el pelo rizado.

Anna salió de la cama de un salto, corrió descalza a la ventana. Subió la persiana hasta arriba y dejó que entrara la luz en la habitación. Después se volvió para mirar alelada el rostro iluminado del chico nuevo que ahora se estaba tumbando en su cama.

Al reclinarse, Mattia aspiró con fuerza el olor de ella entre las sábanas.

—Es posible que te conozca… Aunque no me acuerdo bien, creo que ya te he visto —dijo Anna de pie frente a él, y gesticulando más de lo habitual.

Mattia pensó que sus piernas eran realmente bonitas, y que para tener trece años era muy alta. Y estaba muy desarrollada. Dijo:

—Me habrás visto millones de veces. Sólo que estabas demasiado ocupada jugando con las barbies y tus amigas para percatarte del aquí presente.

Anna se sonrojó. Junto al sol, el calor había invadido la habitación, y a ella le hubiera gustado desnudarse. Agosto hervía fuera, y sentía un tizón incandescente en su interior. Ningún hombre, con la excepción de su padre o de su hermano, la había visto nunca en pijama. Se sentía desnuda y conturbada como en esos sueños en los que uno camina en ropa interior en medio de un paseo repleto de gente.

Lentamente, iba percatándose de lo guapo que era aquel chico. Y fuerte y adulto, y seguro de sí mismo. El rostro moreno, con la mandíbula cuadrada y los pómulos altos, parecía esculpido en el mármol. Tenía un no sé qué de prepotencia en los ojos. Y un no sé qué de tentador en los labios levemente femeninos. Sus manos nudosas y grandes no gesticulaban como las de los chicos cuando se ponen nerviosos. Debía de ser de un metro noventa de altura. Unos hombros como si hubiera transportado el planeta entero durante varios días.

—¿Dónde vives?

Anna iba sintiendo, mal que le pesara, cada vez mayor curiosidad.

—Solo, aquí cerca.

—¿Y por qué solo?

—Porque me gusta estar solo.

No era verdad, tosió para aumentar el efecto. Añadió:

—Soy un lobo de mar.

Anna cayó fulgurada. Le parecía tener delante la versión rejuvenecida del Santiago de El viejo y el mar, su mito.

—Hace poco que he vuelto a Piombino. Durante tres años he estado en Rusia, en el mar Negro.

Por fin se dio cuenta Anna de que su camiseta estaba mal colocada, de que prácticamente estaba medio desnuda y de que llevaba un pijama ridículo. Intentando disimular lo embarazoso de la situación, avanzó como quien no quiere la cosa hacia el armario y sacó un jersey al azar. Una sudadera invernal, que con aquel calor estaba fuera de lugar. Pero a esas alturas ya no entendía nada y se la puso.

Él, obviamente, lo notó, contuvo una sonora carcajada que le cosquilleaba en la garganta. No quería cohibirla, no más de lo que ya estaba por lo menos. Y además le gustaba, tan inexperta, tan mona.

—¿Y tú? ¿A qué te dedicas en la vida?

—Voy al colegio.

Ya no sentía ni el calor ni el frío. Únicamente que las rodillas le temblaban.

Decidió sentarse en la cama ella también. A cierta distancia de él…

Él, que tenía diez años más, descifraba todos sus movimientos con extrema facilidad. Sin embargo, tenía que admitir que aquella representación le divertía más de lo previsto.

Cuando Anna se dejó caer cerca de la almohada, Mattia ganó un par de centímetros en la misma dirección. Era una guerra secreta de posiciones, y la estaban disputando con armas desiguales.

—Mejor dicho, en septiembre voy al instituto. Empiezo el liceo…, el clásico.

—Coñ… ¡Así que se te da muy bien!

—Estudiar me gusta…

—Haces bien, no sigas el ejemplo de Alessio —miró el reloj—. Me parece que Cristiano ha debido de comérselo.

Cuando le vio mirando la hora, Anna advirtió un extraño escalofrío en la espalda.

—Y tú, ¿has estudiado? —se apresuró a preguntar, como para retenerlo.

—Tengo un diploma —a Mattia no hacía falta que nadie lo retuviera—, pero no diría yo que he estudiado. Calentaba el asiento, más que otra cosa… Pero siempre he leído un montón de poesías… —lo dijo, evidentemente, para impresionarla. ¿Poesías, él? Vamos, anda. Pero ella estaba completamente ofuscada.

—¿Como Pascoli? —sonrió.

—¡Exacto! Pascoli. Y además, Carducci, Baudelaire, Dante… —soltó unos cuantos nombres al azar—. En los barcos, antes de quedarme dormido, los leía a menudo.

Anna se imaginó a Mattia en la penumbra de una bodega, tumbado sobre un montón de sacos, con una vela encendida a su lado, mientras en el mar arreciaba la tempestad, leyendo un libro ávidamente con un hilo de voz. El pecho empezó a latirle en serio.

Los dos estaban en la cama. Anna, sentada con las piernas cruzadas; Mattia, tumbado con los brazos detrás de la nuca. Se miraban, se estudiaban. Y ella se asombraba de cómo su cuerpo entero palpitaba, y él se asombraba del efecto que la hermanita de su amigo le provocaba. Y ella pensaba que le gustaría tocarlo con un dedo para comprobar que era de verdad. Y él pensaba que le gustaría besarle la nuca.

¡Esto es un flechazo, concluyó Anna, qué narices! Pero no tuvo tiempo de constatarlo de nuevo, porque su hermano irrumpió en la habitación gritando:

—¡Está loco, está loco!

Alessio no se percató en absoluto de cómo estaban los dos: en la cama mirándose y hablándose muy de cerca, sonriéndose sin parar. Se acercó sin dudar a Mattia, lo levantó y le enseñó el ojo negro.

—¡Mira! —gritaba—. ¡Mira lo que me ha hecho! ¡Si vuelvo a bajar le parto en dos, juro que lo mato!

Mattia inspeccionó el rostro encolerizado de Alessio:

—Ponte un poco de hielo… Venga, que esta noche haréis las paces…

—¿Las paces? ¿Estás de broma? Siempre en mi coche a todas partes, todos los santos días, y para una vez que le dejo tirado, ¿qué hace? Va y me arrea un puñetazo.

Anna seguía la escena, despistada. No entendía nada de lo que estaba pasando. Y al mismo tiempo, se descubría irritada: Alessio había vuelto demasiado pronto. ¿Y ahora qué? ¿Se llevaría a Mattia?

—¿Sabes lo que me ha dicho? Que yo no he cogido un autobús a las seis de la mañana en mi vida… ¡Nooo, qué va! ¡Mil veces lo habré cogido!

Anna se acordó de que su madre lo había invitado a comer y volvió a animarse de repente. Alessio salió de la habitación para ir a buscar hielo y Mattia lo siguió. Pero antes de cerrar la puerta, como el vivales que era, se volvió hacia ella y le guiñó un ojo.

En cuanto se cerró la puerta, Anna, electrizada, se llevó las manos a la cabeza y empezó a musitar:

—Coño, coño, coño, coño.

Le dio por brincar. No podía creérselo. Se quitó esa horrible sudadera invernal. La primera cosa racional que consiguió pensar fue: tengo que decírselo enseguida a Francesca.

Un instante después, sin embargo, mientras se estaba poniendo los zapatos para correr a verla, una fastidiosa arcada le bloqueó los dedos que estaban atándose los cordones. Se lo pensó mejor. No, no debía contárselo a Francesca, de ninguna manera.

Se dejó caer sobre la cama. Era el hombre más guapo que había visto nunca. Sonrió al techo. Era el hombre de su vida. Desde ese momento hasta la hora de comer, debía encerrarse en el baño, probarse todos los maquillajes y la ropa del mundo, presentarse en la cocina preciosa. Quién sabe si esa noche iría él también. ¡A la fuerza, tenía que ir a la fuerza!

La vida era maravillosa, y ella estaba enloqueciendo de alegría.

Francesca. Claro. Pero ahora no quería pensar en eso. Miró el reloj. Eran las diez y media. Se adentró en el armario, volcó los cajones, lo cogió todo. Era imposible que un chico así, un chico mayor, la hubiera mirado de esa manera… Que la hubiera visto dormir. Dios mío, ¿y si roncaba?

Mientras Alessio y Mattia no dejaban de hablar en la cocina, fumándose un montón de cigarrillos, Anna fue de su habitación al baño una docena de veces por lo menos. Y cada vez que cruzaba el pasillo, echaba una ojeada a la cocina. Como quien no quiere la cosa, lo miraba. Y si él se daba cuenta, se alejaba deprisa descalza conteniendo una risita.

—¿Qué coño está haciendo mi hermana? —Alessio frunció las cejas—. ¿Nos espía o qué?

—Mat-ti-a —silabeó Anna ante el espejo del baño. Se había encerrado con llave. Soy tonta, se dijo. Después empezó: puso la música a todo volumen. Me and you… La la la la, la la la. Probó unas quince expresiones de la cara, por lo menos: de la enfurruñada a la divertida, pasando por la sensual. Decidió que había llegado el momento de reducirse las cejas, y se hizo mucho daño con las pinzas.

Sin dejar ni por un momento de bailar, ni de repetirse mentalmente las sílabas de ese nombre, se coloreó los labios de rojo, rosa, teja, fucsia. Los párpados de verde, dorado, celeste, violeta. Sacó el rímel del bolso de mano de su madre. Se miró la cara embadurnada y dedujo que su aspecto era obsceno.

Se metió debajo de la ducha. En toda su vida no había experimentado jamás una alegría semejante, una alegría tan aguda.

Antes de comer, abrió su diario y redondeó insistentemente la fecha de aquel día: 15 de agosto de 2001. Escribió a toda página, tan grande como una casa: MATTIA. Con el rotulador rosa, de esos indelebles. Y por debajo trazó un metro y medio de puntos suspensivos.

Increíble: después de las diez y media de aquella mañana, le parecía estar viviendo otra vida.

A las dos en punto, Francesca llamó al timbre. Entró. Saludó a Sandra, a Alessio y a un chico a quien nunca había visto. Pero ya antes de entrar y de saludar, en el mismo umbral de la puerta, había notado el vestidito escotado de Anna, propio de fiesta, no de estar en casa, desde luego, y los ojos pintados de ella.

Nadie en el mundo podía imaginarse ni de lejos cuánto había esperado Francesca aquel momento. Y con cuánta tribulación.

Se despertó varias veces en plena noche. Hacia las cuatro, no tuvo más remedio que levantarse para abrir la ventana y lavarse el sudor de la frente con aire fresco. Después de desayunar, permaneció en su habitación durante horas, sin hacer nada. Mientras se pintaba las uñas, intentó imaginarse, no sin miedo, qué estaría pensando Anna de ella, y cómo la recibiría aquella tarde, con qué expresión del rostro, qué tono de voz. Y los dedos le temblaban y el esmalte se le salía de los bordes.

No le importaba nada de Ferragosto, de su primera noche de baile. Se figuraba a Anna gélida y distante. Tal vez debieran clarificar las cosas, pero ella no sería capaz de hallar las palabras y, como con su padre, se quedaría muda. Quizá Anna le dijera: «France, tú estás enferma». O la abrazaría, como ayer, y se besarían de nuevo…

Nada de todo eso ocurrió. Anna estaba normal. La cogió de un brazo como siempre, la arrastró a su habitación entre risas, susurrándole al oído las cosas habituales: la falda, la camiseta, el pasador. Como si no ocurriera nada.

Sin embargo, tenía ese vestido rosa, demasiado corto, demasiado bonito para estar en casa. Y se había pintado los párpados, ¿para qué? ¿Para comer? Francesca no era tonta. Hubiera podido atar cabos. Preguntarle algo, como quien no quiere la cosa: «¿Cómo es que vas vestida así?».

Pero no hizo ninguna pregunta. Mejor dicho, no quiso darse cuenta de nada.

Por lo demás, sólo se había dignado a lanzar una somera mirada al nuevo huésped. Confiaba secretamente en que ese cambio, esa excitación, fueran por ella.

Pasaron la tarde entera juntas, encerradas con llave en el baño, probándose ropa y ensayando las zalamerías más eficaces para ligar. La ventana de par en par, como siempre. Haciendo pis juntas como siempre. Y ni siquiera la sombra de una desavenencia. Ni siquiera el atisbo de alguna novedad.

Pero la novedad estaba allí, muy presente. Trasudaba de todos los poros de Anna, afectuosa y ausente. Gradualmente, Francesca se dio cuenta de que tenía la cabeza en otra parte. Y mientras el día iba capitulando hacia la hora tan esperada, Francesca se preguntaba si podría soportar realmente una vida entera así: sin ser ni A ni B.

Era más difícil de lo que pensaba. Y tuvo que hacer un esfuerzo enorme, en determinado momento, para no echarse a llorar.