14.

Era más o menos medianoche cuando Francesca y Anna se quedaron dormidas. El mundo se afanaba alrededor de sus habitaciones.

Rosa, con la mirada fija en el espejo del baño, se taponaba una herida del pómulo con una bola de algodón empapada en alcohol. Tenía dos ojeras tan negras que la sangre coagulada se distinguía a duras penas. En la habitación de al lado, Enrico el gigante, cómodamente tumbado, veía un programa documental en la primera cadena. No tenía, en su rosto ancho y desaliñado, expresión alguna. Sus pies reposaban sobre un cojín, el mando a distancia sobre la tripa. Sus grandes manos descansaban inocuas en sus costados.

También Sandra estaba viendo un programa en la televisión: un reportaje sobre las muertes por accidente laboral. Con el ventilador encendido que le daba directamente. Repiqueteaba con los dedos en el brazo del sillón. Tenía ganas de llamar por teléfono a alguien, pero no sabía a quién. Y se asombraba de que, ya a sus cuarenta y tres años, un sábado por la noche se viera obligada a quedarse en casa sola. La tenía tomada con él, pero le echaba en falta. Casi tenía la esperanza de que para mañana, para Ferragosto por lo menos, Arturo volviera.

Apoyado en la barra de un local en San Vincenzo, mientras tanto, entre una multitud de pequeños empresarios, vendedores de barcas y propietarios de concesionarios, su marido estaba hablando por el móvil. Exhibía un nuevo reloj en la muñeca y, a juzgar por cómo iba vestido, las cosas no le iban nada mal. Era un hombre guapo, de gran atractivo, pese a su escasa estatura. Habría podido conseguir a muchas mujeres, de haberlo querido.

Pero no quería. Al contrario, incluso entonces, habría querido volver a casa con un regalo para Sandra. Decirle: «Vístete, venga», y llevarla a bailar. Pero no era el momento, aún no. Y no tenía ganas de discusiones. Un señor sirvió más champán en su copa, y él bebió sonriendo. Tenía grandes negocios entre manos: su vida, ahora sí, estaba cambiando de verdad. Y Sandra, en vez de presentarle los papeles del divorcio para que los firmara, le pediría que volviera a casarse con ella. En Capri, o en Positano.

Lo que más deseaba hacer ahora, sin embargo, lo que no podía aplazar, era llamar a su hijo. Le había entrado el ansia por escuchar su voz, por comprobar que estaba bien. No lo demostraba excesivamente, ni era consciente de ello, pero le importaba mucho ese chico testarudo que se obstinaba en trabajar como un mulo en la Lucchini, en ese sitio de mierda. Y además estaba su niña, su pequeña Anna… Pero seguro que ya dormía.

Abrió la lengüeta ya desgastada de uno de los dos móviles que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta y marcó el número de Alessio. Una sonrisa hermosa, de papá especial, apareció en su rostro en espera.

Sólo que el teléfono de Alessio estuvo sonando en vano. Tirado en el asiento posterior, se perdía bajo el sonido de la radio del Peugeot en carrera y, tras iluminarse unos instantes en la oscuridad, se apagó.

Aparcaron delante del pinar de Follonica. Con los vaqueros marcando trasero y en el bolsillo posterior las carteras repletas, alimentadas por lo obtenido con el cobre. Salieron del coche dando un portazo. Atención, ya estamos aquí.

Cristiano se había pasado, con el alcohol y con la ropa. Llevaba una camisa anaranjada, fosforescente, que notaría cualquiera. ¡Como un superhéroe!, se decía a sí mismo. Le hubiera gustado dar un beso a su hijo antes de salir, dado que su ex no estaba en casa. Pero no se atrevió, y ahora había cancelado la idea de aquel minúsculo ser humano. Silbaba mientras daba patadas a una piña.

Alessio, guapo y oscuro, caminaba inquieto detrás de Cristiano. Con la camisa blanca bien planchada, el cuello levantado y los ojos casi grises. Le habían dicho, en el bar de Piombino, dos policías: «¿Por qué no te presentas a un casting para la televisión, en vez de vender cobre bajo cuerda? ¿Qué te crees, que somos idiotas?».

Tropeles de chicos cruzaban zigzagueando el pinar. Numerosas llamitas crepitantes, olorosas de loción de afeitado mezclada con whisky, y gritos semejantes a aullidos lanzados en vertical entre los árboles. Donde los pinos se espesaban y las agujas caían cual lluvia, hacía frío. Apresuraron el paso, adentrándose por las resinas y las nieblas de la noche henchida.

Entre las ramas se veía un punto luminoso, que poco a poco adquiría el perfil de un letrero. Algunas letras estaban apagadas, pero, de todas formas, la palabra resultaba legible. A medida que se aproximaban, podía distinguirse la figura estilizada de una pin-up que invitaba a acudir allí. Y dos pezones de neón que brillaban.

Había que guardar cola.

Cristiano bufó ruidosamente. Alessio se palpó el bolsillo posterior de los vaqueros y se percató de haber olvidado el móvil en alguna parte.

Cola es una palabra civilizada. En realidad era un atasco. Un maremagno de varones acalorados y borrachos que la emprendían a empujones para abrazarse un instante después y que no se sabía adónde querían ir a parar. En el desorden general, un chavalín estaba doblado sobre sí mismo, en la acera, vomitando. Y otro, que no aparentaba ni catorce años, gritaba, con los calzoncillos bajados:

—¡Soy Rocco Siffredi!

Nadie le hacía caso. Había muchos chiquillos ruidosos como él mezclados con los mayores, de caza por vez primera acaso. Sólo un viejo, aunque fue una escena casi indistinguible, se volvió para mirarlo con una pizca de envidia vibrando en sus pupilas.

Era el único local de alterne entre Grosseto y Livorno. A la entrada, un cartel avisaba del carácter erótico de la discoteca: desaconsejaba la entrada a quien pudiera sentirse ofendido en su pudor. Alessio y Cristiano lo leyeron y lanzaron, como todos, unas risitas. Al cabo de treinta minutos de cola y treinta mil liras de entrada, franquearon por fin las puertas.

El primer impacto fue un bolo húmedo de humo, gritos, hedor.

Antes de conseguir ver nada, el Gilda les lanzó a la cara aquel hálito suyo caliente y nauseabundo. El aire era tan denso que parecía estar uno comprimido en la cesta de la ropa sucia. Se te subía a la cabeza el retrogusto a desinfectante, vómitos y sudor que aquel lugar transpiraba por todos sus poros. Impenetrable, la muralla de hombres acalorados. Los techos bajos, las luces azuladas: como en un subsuelo, casi un ataúd.

The summer is magic. Oh, Oh, Oh… The summer is magic… decía la canción, bombeada por los altavoces a todo volumen.

Pero allá, al fondo —Cristiano lo presentía mientras se le hacía la boca agua—, había una vertiginosa curva de muslo. A pocos pasos, el destello lanoso, público, de un pubis.

Ganaron el bar a fuerza de codazos. Entrevieron entre dos cabezas calvas la silueta de una figura desnuda que se movía. Al avanzar un poco más, distinguieron los círculos oscuros de dos pezones y el resplandor de un tanga metálico. Por último, cuando llegaron al borde de la pista, ahí estaba por entero: una espléndida morena que se contoneaba cimbreante, aferrada a una barra de acero. A su lado, una rubia menuda y semitransparente se trabajaba su barra también, retorciéndose vestida de escamas.

Muy satisfechos tomaron asiento, en una mesita que cojeaba, pero que gozaba de buenas vistas. Extendieron cómodamente las piernas y pidieron dos negronis.

Cristiano lanzó algunas miradas violentas hacia las dos, que tenían rostros ausentes y abstractos. Les midió la circunferencia de las caderas y de los pechos. Dos pedazos de carne colgados en el matadero. Pero acabó concluyendo que, desde luego, ¡eran de alucine! Y se unió al coro de entusiasmos.

Pidieron otros dos negronis, y después otros dos.

Nadie se percataba de que el enlucido del techo estaba desconchado ni de que en las esquinas proliferaba un moho negro. Nadie, excepto Alessio, tomaba en consideración el estado de abandono de los sofás hundidos, las fundas raídas por centenares de rodillas, muslos, codos entrelazados y apoyados. La enorme araña esférica reducida a un desnudo brazo, con apenas una decena de cristales colgando. Quién sabe cuántas veces a la semana, o incluso al mes, la contrata de limpieza limpiaría aquel agujero bochornoso. Alessio se lo preguntaba bebiendo despacio. Sin hacer comentarios, se detuvo en el rostro de la morena, visiblemente cansada. Dedujo que no, que no era espléndida en absoluto.

El suyo era un lap dance desganado, previsible. Aquella mujer debía de tener más de treinta años, las mejillas estropeadas por el acné bajo el maquillaje. A Alessio no le costaba imaginarse, tras sus movimientos, una pastilla disuelta bajo la lengua en el camerino, antes de empezar. Más difícil, en cambio, era imaginar el resto de su vida: la decoración de su cuarto, sus aficiones, a qué dedicaba el tiempo iluminado por la luz del día.

No podía evitarlo, aquel sitio nunca le había gustado. Eran tristes las sonrisas de las conejitas que deambulaban entre las mesas a la caza de las cincuenta mil liras. Le sacaban del estómago toda la tristeza que había acumulado en sus veintitrés años de vida. Pese a todo, procuraba disimular, esbozaba algún comentario vacío, una carcajada, y lo hacía solamente por su amigo.

Menudo amigo…

Cristiano, en efecto, muy excitado, había reconocido en determinado momento en el maremagno a su empleador. Tras ponerse en pie de un salto, empezó a agitar los brazos. Su jefe, un hombre de unos sesenta años, que llevaba una camisa hawaiana de la que sobresalía una enorme tripa, estaba atareado metiendo una ficha en el tanga de la chica rubia. Cristiano lo había llamado por su nombre y el hombre se había dado la vuelta. Le había gritado:

—¡Eh, alfeñique!

Y éste se había acercado como un estúpido.

Tras quedarse solo, Alessio observaba y callaba.

La escena vergonzosa de Cristiano que roía las migajas de su empleador. Los restos de un muslo, de un seno. «El bastardo que tan mal me paga, el bastardo que me explota», eso solía decir de él. Alessio seguía los movimientos de la mano de aquel grueso hombre peludo en el cuerpo frágil, anoréxico tal vez, de la muchacha rubia. Tuvo la impresión de que, de un momento a otro, aquel cuerpo se disgregaría como una galleta.

Era joven, muy joven. Tenía algo de extranjero en su rostro. Alessio se asombró de lo mucho que aquella adolescente se parecía a Francesca. Era idéntica: perfecta y sombría como ella. Los mismos ojos de agua verde, los mismos labios tersos. Se le puso la carne de gallina sólo con pensarlo.

Apoyó el vaso y se sintió por fin libre para estar triste. Profundamente triste.

Mientras Cristiano acompañaba al sosias de Francesca hacia la cortina sucia de un reservado, Alessio se levantó de golpe de la mesa, volcando la silla. Le vio meter un billete en la mano de aquella —no, ni siquiera tiene dieciocho años— criatura sintética; vio al viejo repugnante seguirles detrás de la cortina, la madriguera donde ella daría el espectáculo. Un número previsible, previo pago. Ellos se dejarían caer sobre el puf de polipiel, y ella se dejaría convencer para acercárseles más.

Una gigantesca sensación de asco y de rebelión le hizo avanzar decidido hacia la salida. Hubiera denunciado con mucho gusto a esos hijos de puta que traficaban con menores de Europa del Este. Pero dado que no era un héroe, sino más bien un pobre gilipollas que había bebido demasiado y que debía vomitar, una vez fuera se desplomó en la acera.

Cuando levantó la cabeza de la mancha fangosa, se sintió como un adolescente en su primera fiesta de clase. Una vez de nuevo en pie, se rió de sí mismo. La explanada estaba ahora vacía, la noche rechinaba de cigarras y estrellas. Apoyó la cara contra el viento fresco que ascendía del mar. Y, débilmente, avanzó con pequeños pasos por el pinar.

Allí se tumbó sobre un banco. La noche era vasta y limpia entre las ramas abiertas como largos dedos y la caída repentina, inocua, de una piña. Pretendía reponerse un momento, limpiarse, antes de ir hasta el coche y marcharse. Solo. Esa noche al otro le tocaría volver andando o esperar el primer autobús de la mañana, era problema suyo. Sentiría repugnancia al verlo con los pigmentos repulsivos de aquella muchacha encima.

Su estómago era un fermento de jugos gástricos irritados, y la cabeza le daba vueltas. En el corazón húmedo del pinar se sintió poco a poco reanimado. El olor a resina era tonificante. Cerró los ojos y convocó en su interior, como para purificarse, una imagen hermosa, una imagen cualquiera, pero hermosa.

Y una, en efecto, emergió de un oscuro recoveco de la memoria y le invadió, cálida y cándida, las sienes.

Volvió a verse: el pelo revuelto y el rostro manchado de arrabio, de pie bajo un cielo terso y tal vez más azul de lo que era en realidad aquel día. Llevaba el calzado del trabajo embadurnado y el arnés anaranjado de tres cuartos, el de tiras fosforescentes.

Se había escabullido del comedor durante la pausa de la comida. Recordaba perfectamente los latidos exagerados de su pecho y cómo todo en él sonreía.

A sus espaldas, el Corso Italia bullía de transeúntes. Estaba clavado delante del escaparate de la joyería Scognamiglio. Era mediodía. Una joven madre le rozó con las ruedas del carrito y él se volvió de inmediato, dijo «Perdone», aunque no le correspondía a él disculparse.

Era el 12 de julio del 98. El sol no quemaba, pero iluminaba a manos llenas las cosas. Las joyas refulgían casi vivas detrás del escaparate de la tienda. Y él seguía allí, incapaz e hipnotizado, retorciendo la histórica gorra de los Chicago Bulls entre sus manos. Estaba emocionado como un niño. Parecía un retrasado.

Hasta que una mujer, la propietaria de la joyería, salió al umbral y le preguntó sonriente:

—¿Puedo ayudarle en algo?

Hubiera necesitado unas muletas en aquel momento, para sostenerse en pie. Y un vaso de whisky para calmarse.

Entró así, vestido con la ropa de la fábrica, con la cara colorada y desconcertado. Se confió a la señora, le dijo a media voz:

—Quería un anillo.

El pinar susurraba ahora despacio, como un animal adormecido o alguien que quisiera hacerle compañía sin molestarlo. Miraba hacia un punto preciso del espacio, delante de él. Sabía que debía afrontar aquel recuerdo que le raspaba el esófago, la garganta, el paladar.

Elena. Sentada enfrente de él, en el restaurante La Vecchia Marina. El pelo castaño recogido detrás de la nuca, una leve sombra azulada sobre los párpados. Acababa de terminar el instituto y en el examen de reválida había sacado la máxima nota. Llevaba un vestido blanco de algodón como los que ella acostumbraba, con no demasiado escote.

Le estaba contando con todo lujo de detalles la crónica de su examen: cómo había leído perfectamente en griego hasta aquel verso y había tropezado después en aquel aoristo (¡aoristo!, hasta de eso se acordaba). Y mientras ella hablaba de su examen y a él le importaba tres cojones, se había preguntado por enésima vez cómo había conseguido, un gilipollas como él, pescar a una como ella, que hablaba tan complicado y sin comerse las consonantes.

Porque ella no era una del barrio. Elena era la hija de un jefe de servicio del hospital de Piombino. Hacían el amor continuamente y en cualquier sitio, incluso en el servicio del instituto en el último curso de secundaria, y entre los armarios de los vestuarios del gimnasio. Y él había sido el único y el primero.

Ella seguía hablando y no se lo esperaba… No podía esperárselo. Hablaba con esas palabras suyas tan completas, sin partir las frases, sin interrupciones… Y él, en determinado momento, la interrumpió.

—Escucha —le dijo.

Aún no sabía que ella, al cabo de no mucho, se matricularía en la universidad, Empresariales, y buscaría casa en Pisa con sus amigas del instituto, y los estudios no le consentirían volver a Piombino más que de vez en cuando. No le había dado oportunidad de decírselo.

—Verás —tragó saliva—, quería decirte…

Ella lo había mirado sorprendida, arqueando las cejas. Tal vez empezara ya a intuir que llegaría a ser alguien, mientras que él seguiría siendo un obrero, buenorro desde luego, pero con sus dos millones de liras al mes.

—Ya hace mucho… A ver si me paso… Verás, bueno… Tú y yo llevamos juntos un montonazo, bueno, desde que empezamos la secundaria estamos juntos, y entonces yo he pensado que quizá… Si tú estás de acuerdo, bueno, quería decirte… Qué cojones… —había sonreído—: Quiero decir, tú has acabao el cole —una ligera turbación—, yo no he terminao una mierda, es verdad…

Elena permanecía en silencio y le dejaba hablar.

—Tengo que decírtelo —se metió una mano en el bolsillo y sacó un estuche de terciopelo.

Abrió el estuche. Y ella dio un respingo.

Pensaba que no sería capaz, que jamás llegaría a pronunciar esa frase tan idiota. Y, en cambio, pudo, fue verdaderamente un idiota. Elena coma ¿quieres casarte conmigo?

Sintió unos golpecitos detrás de la espalda y volvió en sí de repente. El pensamiento se retiró fulmíneo. Alessio dijo, inmóvil, casi con un ataque de nervios:

—No quiero ni verte.

—¡Así que eres tú de verdad! —dijo una voz que no era la de Cristiano—. ¿Qué estás haciendo? ¿El poeta solitario del Gilda?

Alessio se volvió rápidamente. Se quedó de piedra. Incrédulo, por unos momentos le costó trabajo mover los músculos de la boca. Después ésta se iluminó con su primera sonrisa verdadera de la velada.

—¡No me lo creo! ¡No me lo puedo creer! —se lanzó a abrazarlo, lo estrujó, casi llorando—. ¡Sabes cuánto te he buscado, bastardo animal!

—Vaya —rió el otro—, ¿así que te has vuelto sensible?… ¿Qué estás haciendo aquí en el pinar? ¿Te han agotado ahí dentro?

—¿Dónde cojones te has metido todo este tiempo, eh? ¡Te habías olvidado de mí…, so hijo de puta!

—¡Pero si te he reconocido desde allí arriba, de espaldas! Fíjate, fíjate.

Se separaron y se miraron a la cara con atención.

—No has cambiado en nada —se dijeron, casi simultáneamente.

—¿Dónde has estado?

—Si te lo digo, no te lo crees.

—¡Venga, vamos, suéltalo! —Alessio casi brincaba.

—En Rusia, en el mar Negro, en los barcos.

—¡Coño! Tú estás como una puta cabra…

—Un poco —rió—, pero ahora he vuelto. A propósito, ¿sigues currando en la Lucchini?

—Qué remedio.

—¿Dónde?

—En la grúa de puente.

—Enhorabuena —le tendió la mano—, soy el nuevo encargado de las verguetas. ¡Desde la próxima semana!

—¡Nooo! —Alessio se le lanzó al pecho, más contento que unas castañuelas—. Hasta hace un momento era una noche de mierda, créeme, pero tan de mierda que hasta he vomitado, ¡y ahora apareces tú! ¡Y resulta que somos colegas de curro! Pero ¿por qué te esfumaste de esa manera? ¡La de veces que te he mandado a tomar por culo!

El otro hizo un gesto con la mano.

—Dejémoslo correr, historias más bien feas. Y tú, en cambio… ¿Y Elena? ¿Sabe que estás aquí haciendo el gilipollas?

A Alessio se le cambió la cara, de repente:

—No me nombres…

—A Dios en vano. Vale, no quiero saber nada, soy ateo.

—No me fastidies tú también la noche, hazme el favor —resopló Alessio—, que ya se ha encargado Cristiano.

—¡Caramba, Cristiano! ¿Sigue en danza ese mamón? —desdramatizó el otro.

Pero Alessio estaba demasiado excitado para entristecerse. No lo veía desde el 98. Desaparecieron los dos de su vida, Elena y él, de la noche a la mañana y al mismo tiempo: le faltó poco para pegarse un tiro. Ahora, por lo menos, a uno de los dos lo había recuperado.

—Escúchame bien, so bastardo —le dijo—: Ahora te vienes conmigo, no quiero oír chorradas. Y te quedas a dormir en casa. Es lo mínimo, después de todo lo que me has hecho pasar.

—Vale, jefe, si además estoy sin coche —miró a su alrededor—. Pero ¿has venido solo o con el mamón?

Alessio echó un vistazo furtivo a la entrada:

—¡Vamos, corre!

El amigo, a quien Alessio cogió del brazo y con quien corrió a todo correr por el pinar hasta el coche, se llama Mattia y en aquella época era un pobre desgraciado.

Pero habían crecido juntos, él también era de Stalingrado. Mattia era el clásico chico guapo y tremendo. A los dieciséis años tuvo sus líos con la justicia por robo con allanamiento. Después, en el 98, la que montó fue más grave y tuvo que huir al extranjero. Entre otras cosas, porque ya era mayor de edad y esa vez no le habrían mandado al centro de ancianos a limpiar váteres, sino derechito a la cárcel de Livorno. A través de un círculo bastante turbio de conocidos pudo embarcarse en un barco y encontró trabajo en una empresa rusa de transportes. Era uno de esos enormes buques mercantes que desde Osetia abastecían de gas a Europa, y él tuvo que ir hasta allí para aprender el oficio.

No es que fuera mala persona, quede claro.

—¿Estás seguro de que quieres que vuelva andando? —preguntó Mattia mientras montaba en el coche—. Se va a cabrear como un mono…

—¡Pues que se cabree! —Alessio metió marcha atrás—. Que se lo hubiera pensado antes, el muy cabrón. ¿O es que uno se folla a una menor con su jefe y deja ahí a un colega más solo que un perro sarnoso? Tiene suerte de que no le haya partido la cara.

Al mirar por el espejo retrovisor, Alessio vio una luz parpadeando en el asiento trasero y por fin se dio cuenta de que allí estaba su móvil.

Alargó la mano para cogerlo y vio: ocho llamadas sin respuesta.

Papá.

Metió la marcha y se alejó a toda velocidad.