13.

Minúsculos huevos de mosquito flotaban sobre la superficie del agua. Un caldo tibio y denso en el que pululaban los animales vivos.

Francesca y Anna cruzaban el cañaveral con los pies descalzos, lanzando risitas poco humanas. Cada paso era un ataque de cosquillas en los tobillos, y a ellas les gustaba un montón.

Con los pantalones del chándal arremangados en las rodillas, las zapatillas de deporte atadas a la cintura. La carita de Anna espiaba la de Francesca entre las cañas. Jugaban a esconderse y a encontrarse, entre los vapores y las trayectorias de los insectos.

—¿Estás segura de que me seguirás queriendo el año que viene?

—¡Qué plasta eres, France!

Eran dos excrecencias en aquel lugar. Con cada ráfaga de viento, en la ciénaga nevaba polen. Hasta la luz se remansaba. El sol se había quedado a media altura, henchido e inflamado. No se ponía.

¿Por qué se obstinaban en ducharse cuando sabían que iban a ensuciarse?

El pelo húmedo, que olía a champú, iba impregnándose poco a poco de otro olor. Sudor mezclado con linfa. La pelusa de las plantas en contacto con la piel. Era como estar caminando entre la lana.

Iban allí todas las tardes, después de cenar, desde hacía años. Y a las diez tenían que estar ya en casa.

No había otra forma de llegar hasta allí: era necesario saltar el muro, superar tapándose la nariz el desagüe del alcantarillado, adentrarse en los paúles tupidos de filamentos, de babas.

Pero cuando llegabas y el mar se te aparecía delante, te entraba un afán sin igual por echar a correr. No había nadie allí, era el desierto. Hasta podías desnudarte completamente y gritar las peores cosas, palabras obscenas, sin avergonzarte.

La playa era un almacén de algas. Y troncos caídos, y barcas varadas con el casco recubierto de pelusilla. Los pescadores venían aquí a abandonar los viejos armazones para no pagar la tasa de basuras.

Era hermoso hundirse en la pasta blanda de las algas hasta las pantorrillas, notar los caparazones vacíos de las conchas que sobresalen como dientes y te pinchan en los pies. Posidonias pardas a millones, que el mar arrojaba allí. En la orilla se deshacían en un mucílago negro, una papilla que olía a pis y a pan. Ésa era su playa secreta.

Anna apretaba entre sus manos el cucurucho con los restos de la cena y caminaba expedita por la orilla. Estaba radiante: pensaba en Ferragosto, al día siguiente. Miraba fijamente ante ella el disco rojo, dilatado, del sol. Con la sensación de que todo estaba en su poder.

Francesca permanecía atrás, oscilaba sobre sus piernas largas y delgadas. Abrigaba en su pecho una promesa, que tal vez mantuviera. Una promesa que se había hecho a sí misma, en la mesa, en silencio, mientras cenaba con sus padres. Pero ahora ya no estaba tan segura de poder mantenerla. En el momento oportuno, estaba convencida, le faltaría valor.

Cuando llegaron al lugar exacto, Anna se metió dos dedos en la boca y lanzó un silbido agudo, de chico. Permanecieron a la espera.

—Ya verás como falta alguno…

Se habían comprometido a no llevar a nadie más allí. Ni ellas sabían el porqué, pero había algo de desnudez en aquel lugar que las hacía sentirse como en casa. Francesca, estarían quizá en quinto de primaria, se lo había propuesto: «Este lugar será nuestro solamente». Y Anna había dicho enseguida que sí. Se lo había jurado: «Sólo tú y yo».

Al cabo de unos instantes, por todas partes, fueron apareciendo los gatos, entre los agujeros de las barcas y de la espesura poco distante, fieles a la señal de las chicas.

—Uno, dos, tres, cuatro… —contó Francesca—. ¡No falta ninguno!

Llevarles de comer, sacar a los animalitos del corazón de los matorrales y de los cascos de las barcas antes de que se hiciera de noche, antes de meterse en la cama y rememorar el día recién acabado, las hacía retroceder a un estado infantil. Masticaban las algas. Hundían las caras en los pelajes húmedos y ásperos de los gatos. Que eran feos. A uno le faltaba un ojo. A otro, la cola. Y eso, sin contar las pulgas.

Fue un puerto, en otros tiempos, hace más de un siglo tal vez. Y ahora, para ellas, era un nido.

Anna dejó en el suelo el cucurucho, lo abrió y se vio sumergida por los maullidos. Aquel lugar perdido de la costa se había reducido a un caldo primordial de cosas. A Francesca le gustaba rebuscar entre las ruinas la prueba de que alguien había estado allí, antes que ellas: un cucharón, un azulejo de cerámica. Se agachaba para excavar y gritaba si desenterraba algo humano.

También aquel día se acurrucó junto a un amontonamiento de yedra y piedras. Sólo que esta vez estaba distraída. Excavaba con la mano sin criterio alguno, mientras sopesaba y le daba toda clase de vueltas a su promesa. De una cosa estaba segura: de que aquél era el lugar más adecuado. En cuanto al momento, mañana tal vez fuera ya demasiado tarde.

Levantó la cabeza, se detuvo a observar a Anna, su mejor amiga, en el centro de una aglomeración de colas y patas. Tenía que decírselo ahora, tenía que decidirse a hacerlo. Una docena de gatos se restregaba entre sus piernas y ella se lo consentía, se inclinaba sobre ellos, les ponía boca arriba y les acariciaba después donde el pelaje se volvía ralo y rosado.

Francesca seguía allí, en plena agitación. Por debajo de la piel notaba deslizarse algo parecido a un jugo caliente, vibrante, que la inundaba y la atemorizaba. Anna acercaba su nariz al hocico húmedo de aquellos animales y Francesca notaba cuánto había cambiado, con el tiempo o repentinamente. Era como si se hubiese derretido en los gestos, en los ojos. Se había vuelto femenina. La voz más ronca, un tono más baja, ahora que hablaba y Francesca no entendía sus palabras. Algo se estaba desatando en el fondo de su hosco, mudo organismo.

El efecto misterioso. El efecto lanuginoso que Nino no conseguía despertar en ella.

Tenía que armarse de valor: tenía que decírselo, ya no podía seguir ocultándolo. Odiaba el tiempo porque creaba distancia entre ambas. Cuando eran niñas, eran una única cosa. Ahora, en cambio, empezaban las distinciones. Y mientras se escindían y Anna perseguía sus sueños galácticos —«Seré jueza, abogada, senadora»—, Francesca se iba quedando atrás, indecisa. Si la abrazaba, o incluso sólo con rozarla, su cuerpo reaccionaba de un modo nuevo. Y Francesca no era tonta. Estaba llena de cardenales, pero no era tonta.

Cuando Anna se sentó sobre el esqueleto herrumbroso de una barca, y se quedó mirando el mar en un contraluz oscuro y rojizo, Francesca fue a sentarse a su lado y se abrazó las rodillas.

—France —dijo Anna sin mirarla—, mi madre es una frustrada. Ella cree que no me doy cuenta, pero yo lo veo. Te pareceré una cabrona, pero… yo quiero marcharme de aquí. ¡Quiero ser famosa!

Francesca tragó saliva:

—Tengo que decirte una cosa.

Su amiga estaba inspirada. Tenía la mirada fija en el horizonte, en el perfil dentado de la isla, con los ojos de quien desea conquistarlo todo y tiene una prisa desmedida.

—Yo no quiero ser una frustrada —prosiguió—. Sonia, Jessica, hasta mi hermano también… Trabajan todo el día, se ponen ciegos el fin de semana. Después se casan, tienen un niño, y al final se mueren. ¿Qué ha ocurrido? Nada. Nadie se ha dado cuenta de que estaban ahí.

—Entonces uno tendría que salir en la tele…

—¡No es verdad! Con todo el respeto para las azafatas, las bailarinas, la gente del espectáculo… ¡Fabrizio Frizzi[5] no va a pasar a la historia! —lanzó un puñetazo al aire—. ¡No es una persona seria!

Volvió en sí.

—¿Qué querías decirme?

Francesca la había estado escuchando, con las pupilas dilatadas y listas para capturar cualquier variación de aquella silueta: cualquier mínima, hermosa expresión de aquel rostro. Una palabra precisa le invadía las sienes, quemándola, pero no era capaz de pronunciarla.

—Nada, nada importante —el rostro de Francesca estaba pálido—. Pero es que uno nace aquí, donde no hay ni un cine decente, se cría en este barrio de mierda, y después, ¿crees que va a pasar a la historia?

—No lo entiendes. Eres una pesimista hasta las cachas. Pon que me convierto en sindicalista y me cabreo con Lucchini, imagínate que le monto una huelga tan dura que hasta se apagan los altos hornos, molaría un huevo, ¿no crees?

No, Francesca no creía que algo así fuera posible. La única idea que tenía, a propósito de la fábrica, era que si su padre hubiera muerto allí, ella habría soltado un suspiro de alivio.

Anna hablaba de Roma, de Milán, de la carrera de Derecho, todas cosas lejanas que le gustaría hacer y conocer, acaso sin ella. Y ella sentía su cuerpo frío volverse tibio y sin forma. Hubiera querido sofocarla, no dejar que siguiera hablando, retenerla y abrazarla fuerte.

Se giró también para observar la isla de Elba, las siluetas gigantes de los montes, las minas de hierro. En una mina, eso era, en el interior de una montaña querría esconderla.

—Yo siento, Fra, que quiero ser alguien que aquí no existe —sonrió—. Casi no me creo que mañana nos dejen ir a la fiesta, por fin… Todo está cambiando.

Se acabaría marchando de allí. La dejaría sola. Y ella, sola, ¿qué haría?

Anna: la primera palabra que aprendió a escribir, después de mamá.

No la estaba escuchando, en realidad: sólo la miraba, y no era capaz de frenar eso que tenía un único nombre. Era inútil buscar otro, disimular. Es inútil, Francesca, que sigas conteniéndote: a lo largo de los días, de los meses, de los años. ¿Cuánto puede durar aún? No puedes hacerlo: tu organismo ha decidido por ti.

—Quiero ser alguien, pero quiero que tú también lo seas.

En aquel , pronunciado netamente con la lengua contra el paladar, Francesca sintió que estallaba y, definitivamente, se deshizo.

—Tú —una sonrisa magnífica, pecosa, con el labio levemente mordido y húmedo de saliva— eres la persona más especial del mundo.

Bum.

El mundo. Francesca cerraba los ojos.

Tienes que decírselo. Debes hacerlo.

Entreabría la boca y notaba el retrogusto de pelo mezclado con algas que había en aquel lugar denso. Sentía, se convertía en un sentimiento.

Tienes que decirle esa palabra.

Estaba cediendo.

Tienes que pronunciarla entera, primero el pronombre y después el verbo. Si no, morirás.

Nada más volver, Anna se puso enseguida el pijama. Corrió al baño a lavarse los dientes y se los restregó con tanta fuerza que le salió sangre de las encías. Levantó la vista del lavabo y se quedó mirando el aspecto que tenía en el espejo: la boca embadurnada de pasta de dientes y los ojos muy abiertos.

Se imploraba a sí misma: ¡dime que soy normal, dime que no ha pasado nada malo, te lo ruego, yo soy normal!

Francesca está enferma. No es verdad. No habré perdido… Venga, sabes perfectamente que no se pierde así. ¿Y entonces por qué estás tan inquieta? Es una gilipollez. Ahora cálmate y vete a la cama. Mañana es Ferragosto, el día de la fiesta. Es todo culpa de su padre, del monstruo.

Hizo un largo gargarismo con el colutorio y lo escupió después con violencia. Se secó la cara, y con la boca aromatizada de menta intentó sonreírse ante el espejo. Todo había pasado, sí.

Pero cuando se metió en la cama, las imploraciones y las falsas certezas volvieron a atormentarla. El corazón le martilleaba en el pecho, sentía que se le calentaba la cabeza. Ya está bien, ya vale. Desde fuera llegaban los gritos y el ajetreo de los mayores, junto a la luna y los cláxones. La noche estaba llena de vida, y ella no sabía nada aún de todo ello.

Pero no tardaría mucho: al cabo de unas cuantas horas, al día siguiente, todo cambiaría… Pero, entonces, ¿por qué (¡coño!) ya no era capaz de sentirse feliz ante la perspectiva de la fiesta, como antes de cenar? ¿Por qué no se conturbaba ya ante la idea de la pista de patinaje y de los chicos y de la música de discoteca, y en cambio eran otras cosas las que no la dejaban dormir? Sabía perfectamente el porqué.

Muy bonito, parece que vas a comerte el mundo, quieres llegar a Presidenta de la República, y después te cagas encima.

Entretanto, en la oscuridad de su habitación, Francesca cerraba los párpados, contenía la respiración y pensaba con fuerza en ella. Tenía abrazada la almohada contra su cuerpo cálido y vivo. Cálido y vivo como nunca lo había estado.

Es cierto, se lo había jurado tácitamente: no había pasado nada y no volverían a hablar de ello nunca más. Sin embargo… Sin embargo, ahora, en la intimidad de su cuarto, sí que podía hacerlo: recuperar, revivir, nombrar ese nada. Aquí por lo menos, en su interior. Porque aquel nada había ocurrido. Y Anna se había enfadado después, hasta le había dado un empujón. Pero antes… Francesca abrió los ojos y proyectó en el techo, en una repetición infinita, aquel antes.

Se oyó romperse un plato o un vaso. Su padre empezó a gritar.

No era de esa gente que lucha, ella. Le daba igual eso de conquistar el mundo como Anna. Ella no era Anna. Era distinta a las chicas del barrio, a las chicas en general. Y se había rendido desde siempre, ya desde el primer curso de primaria. Este mundo, ella no lo amaba.

Sin embargo, amaba a Anna.

Intentó no prestar atención a los gritos, a la suciedad. Al ruido que hacían las manos de su padre contra el cuerpo de su madre, y al llanto refrenado, continuo de ella. No podía ser tan tremendo lo que había hecho. No podía ser algo tan equivocado si por lo menos de noche, antes de quedarse dormida… Negaría y reprimiría los sentimientos que experimentaba, los ocultaría como los moratones, los golpes, el horror. Oscura, salvaje Francesca. Pero también ella era capaz de un minúsculo calor. Sus poros, sus folículos vibraban.

Cuando se hizo el silencio, una serie luminosa de imágenes empezó a agolpársele en la cabeza: la leche fría con menta, en primer lugar, en un vaso alto con la cucharilla que al dar vueltas tintineaba. La merienda con Anna, una tarde de hacía muchos años. La primera vez que descubrieron la playa de las algas, y Anna había dicho: «¡Oooh!». La tortuga terrestre. La mancha blanca en las bragas que había de ocultar. Se estaba quedando dormida. La concha que Anna se llevaba al oído a los ocho años, haciendo como si llamara por teléfono: «¡Cállate! El mar me está diciendo una cosa importante».

No eran los desfiles de moda su auténtico sueño. Era coger un trasbordador para la isla de Elba, el primero de la mañana. Asomarse a proa y, abrazada con fuerza a Anna, mirar cómo la isla se iba acercando. Se pondría su vestido más bonito ese día. Metería en la maleta las gafas, las aletas y también los patines. Ella se encargaría de todo: de cocinar, de lavar, de bailar. En la pequeña casa dentro de la mina de hierro.

Pero Anna no conseguía quedarse dormida. Daba vueltas y vueltas en la cama sudada, e imploraba: basta. La cabeza le zumbaba como un ventilador al máximo. Entonces la tomaba con las sábanas, se encarnizaba con la almohada. En determinado momento, desesperada, encendió la bombilla de la lamparita, cogió un libro cualquiera de los del colegio: Leer el texto. Historia de la literatura italiana 3. Lo abrió al azar y empezó: Giovanni Pascoli.

Quería mucho a Francesca, que quedara claro, incluso ahora. Tal vez no hubiera querido tanto a ninguna persona en toda su vida, porque… Bueno, se habían criado juntas, habían hecho todas las cosas juntas y lo sabían todo la una de la otra. Pero… había un pero.

«Digitale purpurea.» De Primeros poemillas, versos libres.

Anna se esforzaba por leer, por no revivir con la mente cuanto había sucedido una hora antes en la playa secreta. Y sin embargo, fulgores, briznas de ese minuto, o de esos cinco, diez minutos, se insinuaban en la lectura y le hacían daño. Recordar. El sol oculto a medias detrás de la isla, y la isla negra y viva. Le había faltado la respiración. Se había visto con las narices invadidas por el olor a ella, a nueces, a almendras y al mismo tiempo a gato. El vapor que subía del mar. Sentía el agua pulir las cosas, respirando.

Análisis del texto. Análisis del texto.

Sentadas. La una mira a la otra. La una / grácil y rubia, sencilla de ropas / y de miradas; pero la otra, grácil y morena, / la otra…

No puede estar pasando de verdad, pensaba mientras ocurría. Francesca había dicho esa palabra, había hecho eso, y ella se había rendido. Era incapaz de comprender. O mejor dicho: comprendía perfectamente. Sin embargo, sentía curiosidad.

Recordaba los ojos verdes de Francesca. No era inocente, al contrario.

Los gatos, los que quedaban, se habían tumbado sobre la tripa entre las barcas y habían entrecerrado los ojos enfermos, las cataratas.

Después se había dado cuenta. Y entonces había echado a correr todo lo rápido que podía. Y también ella —la otra— había echado a correr en dirección contraria. Ambas se habían olvidado las zapatillas de deporte entre las algas y las tablas de la barca.

Corriendo con los ojos cerrados, el viento, la oscuridad que iba volviéndose más densa entre ambas, y todos esos restos de cristales que le provocaban pequeños cortes en los pies, Anna había pensado todo lo imaginable. Que la odiaba, que la amaba, que no volvería a dirigirle la palabra.

Al final, sin embargo, al salir a la carretera asfaltada, había visto a Francesca pegada a un muro, bajo una farola, encorvada para recobrar el aliento. La estaba esperando.

«Noviembre» fue escrita por Giovanni Pascoli en mil novecientos…

De regreso, habían caminado en silencio siguiendo los muros desconchados de los garajes. Sobre sus cabezas, la silueta gigante de las colmenas decía: estáis a salvo. Las ventanas encendidas a centenares se llamaban unas a otras. Henchidas de gritos y olores de cocina, las ventanas del mundo atestado y consabido. Habían evitado mirarse.

Entraron en el patio algo aturdidas. Allí estaba Nino montado en su escúter, que las saludaba. Y Cristiano, bullicioso como era habitual en él, que gritaba: «¡Al Gilda! ¡Al Gilda!», haciendo un gesto obsceno con la mano. Al fondo, en un banco, Sonia y las demás estaban en corro, en una conversación incesante y apuntalada por guiños. Las estrellas invadían el cielo como pecas, y ellas dos —sucias, mojadas y ateridas— caminaban una al lado de la otra sin mirarse.

—Entonces mañana, a las dos…

Voz neutra, tranquila como la superficie de un lago, apenas audible entre el estruendo que salía de una portezuela abierta de par en par y una radio al máximo.

—A las dos, pero nada de playa. Tenemos que probarnos los vestidos.

Sonrisa difícil, ojos dilatados y trémulos.

No volverían ya a dar de comer a los gatos, de eso Anna estaba segura.

Cerró el libro y los ojos. Pensó que, a fin de cuentas, esos gatos se las apañarían perfectamente por su cuenta. Le dolían los pequeños cortes de los pies.

Qué pena lo de las zapatillas de deporte, estaban casi nuevas.