El 13 de agosto de 2001, a medianoche, Alessio subió hasta lo más alto de un poste oxidado de la vieja línea eléctrica, asegurándose con un arnés. Escaló por él como un gato. Llevaba su mono de trabajo y la habitual gorra de los Chicago Bulls. Desde esa altura veía todo el promontorio y el mar, a escasa distancia, negro y caliente.
Dos postes más allá, en pantalón y manga cortos, Cristiano desenfundaba la cizalla y le hacía una señal para empezar. A horcajadas en el poste, ni siquiera se había subido una soga a la que atarse. No le tenía miedo a nada. En su pecho, los latidos acelerados y la emoción adolescente de siempre, de la baladronada.
La noche estaba limpia. Y desierta.
Se miraron a los ojos, decididos a no dejar sin castigo ni uno solo de aquellos postes. El corazón de Alessio bombeaba sangre y cocaína: como siempre que iba con Cristiano, cuando se colaban en alguna propiedad privada para robar algo.
Estaban dentro del recinto vallado con alambre de púas del complejo Dalmine-Tenaris, en el centro de una gran extensión libre de cañaverales, frente al oasis del WWF. A su lado, la gigantesca central eléctrica proyectaba sus torres en vertical, emitía luces blanquísimas idénticas a las estrellas. Eran lo más alto de la costa. La luna filtraba los vapores de los paúles, convirtiéndose en una baba. Después, sólo maleza, encinas bajas y zarzales. Después, el mar, y ya nada.
Allí no había nadie más que ellos, manos a la obra, en medio de las instalaciones. Acaso un par de zorros, algún jabalí y muchos, muchísimos mosquitos. No se habían traído las linternas. La plata de la luna bastaba y sobraba: no alarmaba a los guardias de la Dalmine.
Desde allí también, como desde todas partes, era visible Afo 4. La torre de los altos hornos centelleaba tranquila sobre el promontorio. Hacía de centinela. Y una nave de crucero, iluminada como para una fiesta, pasaba de vez en cuando como en un sueño.
Algo más allá, distintos corrillos de chicos se habían reunido en las playas, como cada año, en amplios círculos alrededor del fuego. Era la semana de Ferragosto, casi todo el mundo estaba de vacaciones y cada grupo había organizado su reunión playera, a lo largo de la carretera comarcal de la Principessa, con cervezas y porros. Allí estaban también los chicos de Via Stalingrado, los más macarras. Allí estaban Sonia y Jessica, preguntándose dónde se habían metido los otros dos, sin poder imaginárselo siquiera.
Alessio enrolló el primer haz de cobre e hizo una señal de asentimiento con los dedos. Todo marchaba.
Cristiano le contestó lanzando un enorme trozo de cable al aire como si fuera un lazo, fingiendo que cabalgaba el poste como si fuese un toro o algo parecido. Es un auténtico idiota, pensó Alessio, meneando la cabeza.
Unos días antes, en el comedor de la Lucchini, a un fulano de lo más listillo se le escapó que el recinto de la Dalmine estaba lleno de cobre. Lo dijo guiñando un ojo, en voz alta, sin saber que quienes le escuchaban en silencio tenían bastante familiaridad con el cobre.
—No han desmantelado entera la vieja línea eléctrica.
Y ellos captaron la idea. Es más: se le adelantaron.
Aquella noche, con los faros apagados, bordearon la fábrica de tubos siguiendo la carretera de tierra del campo de entrenamiento para perros de caza. Buscaron el lugar exacto donde el cañaveral era más ralo y la ciénaga poco profunda. Cortaron la alambrada y se adentraron como animales nocturnos.
El mercado negro del cobre: ése sí que estaba en plena expansión. Ahora levantaban la cabeza de vez en cuando para comprobar que no salía nadie de la fábrica. Todo estaba desierto y silencioso. Lo estuvo durante más de una hora.
Después, Cristiano notó que algo se movía entre la vegetación. Se puso rígido. Estaba acercándose hacia ellos. También Alessio se detuvo.
Un coche avanzaba lentamente en medio del cañaveral con las largas puestas. ¡La policía!, fue el primer pensamiento de ambos. Siguieron el ruido de los neumáticos en la grava y la silueta del coche que aparcaba a no mucha distancia. Contuvieron la respiración.
El motor se detuvo, pero no bajaba nadie. Contuvieron la respiración un par de minutos más. Tensos, agazapados. Otros dos minutos. Los faros se apagaron. Conque era eso: el coche empezaba a balancearse. Despacio, como una cuna. Hacia delante, hacia atrás, como una mecedora.
Alessio sonrió, sintiendo cómo la tensión se aliviaba de golpe. Cristiano les mandó a cagar con la mano. ¿No había otra noche? Con todas las playas que hay, ¿precisamente aquí?
No importaba. Lo indudable era que ni se trataba de polizontes ni tampoco iban a llamarlos. Tenían otras cosas en las que pensar, dichosos ellos. El coche latía tranquilo, los parabrisas empezaban a empañarse.
Era una extraña compañía.
Entretanto, Alessio y Cristiano habían vuelto a cortar y a sudar. Tenían las camisetas pegadas al cuerpo. La humedad provenía del mar, les apelmazaba la boca y la nariz, transformaba el aire en agua.
Al fondo, en la carretera nacional, hileras de coches en columna avanzaban a paso de hombre hacia el puerto. Desde aquella altura, Cristiano podía verlos: una serpiente de faros amarillos y motores encendidos. Turistas ansiosos por embarcar hacia la isla de Elba en el primer barco de la mañana. No los envidiaba en absoluto, a aquellos fanfarrones de ciudad que mañana llegarían a la isla para celebrar Ferragosto en un hotel, bajo las sombrillas de unas playas blanquísimas.
El de los turistas era otro mundo, otra vida, aglomerada y normal. Aquí había adrenalina, había hasta dos que hacían el amor. Y los guardias al acecho, los mosquitos, kilos y kilos de cobre, o sea, un montón de dinero que ganar.
Cristiano miró a su amigo de siempre, a su mejor amigo, que bajaba de un salto y enrollaba un grueso cable con el légamo hasta las rodillas. Lo miró con una sonrisa especial.
Porque sí. Porque, cuando tenían doce años, se metían en las obras de la carretera nacional y aguardaban a que algún obrero se alejara. Decían: «Vete a mear, gilipollas». Y si se alejaba de verdad, decían: «Uno, dos, tres». Después se metían a toda prisa en la cabina sin vigilancia de una pala mecánica o de una excavadora, aquellos utensilios mastodónticos que conducirían durante toda su vida.
Alessio levantó la cabeza y echó un vistazo al coche.
—No paran ésos… —los señaló—. ¡Enhorabuena!
Se secó con el brazo el sudor de la frente y respiró a pleno pulmón una bocanada de salitre. Le entraban ganas de reír.
Robar cobre en plena noche: algo digno de contar a las chicas. Alessio las conocía bien, sabía que en determinado momento del relato se les dibujaría en la cara esa sonrisa tan especial. Los labios severos, obstinadamente cerrados y, sin embargo, en filigrana, listos ya para el beso. Por ese beso él habría hecho cualquier cosa, por esa precisa clase de chicas que se enamoran de los canallas, pero después se casan con los empleados de banca.
Él, en todo caso —intentó sonreír—, estaba en lo alto de un poste de la luz y, francamente, se divertía como un crío. ¿Cuánto se divierte, en su ventanilla, un empleado de banca? Y si un día, por casualidad —un día que antes o después tenía que llegar—, se cruzaba con Elena por la calle, se lo diría a la cara: «Estupendo, haces muy bien, cásate con ese sapo baboso del banco. Verás, yo me siento orgulloso de lo que soy. Porque me parto el culo, pero estoy vivo».
Por fin el coche encendió el motor, después los faros y desapareció lentamente rechinando sobre el adoquinado.
—¡El gusto es mío! —rió Cristiano.
Alessio hizo ademán de aplaudir.
Se miraron a la cara: daban asco. Miraron el reloj. No había tiempo para bromas. Y otra vez a cortar cables, con las manos resquebrajadas, las piernas atrofiadas, la satisfacción absoluta de haber acumulado ya cantidades industriales de cobre.
Y así prosiguieron, colgados con las cizallas en las manos, durante cinco horas. Al amanecer tenían tales ganas de gritar que sentían como si los pulmones fueran a estallarles. Casi no habían proferido palabra, por miedo a los guardas, por miedo a que alguno de los camioneros adormecidos al volante, en el aparcamiento a la entrada de la fábrica, se despertara y empezara a tocar el claxon.
Cuando por fin bajaron, estaban empapados en sudor y tenían los brazos hechos trizas. Ya no se veían ni los faros de ningún coche aislado. La nada más absoluta. Dentro de poco, los obreros del turno saldrían y otros, de todo Val di Cornia, llegarían en autobuses, en coches, para el turno sucesivo.
Vadearon el légamo con las botas de goma y llevando a hombros los últimos cables enrollados. Llegaron hasta el coche y llenaron el maletero, los asientos posteriores, cualquier hueco que hubiera, hasta arriba. Después, con las luces apagadas y con los amortiguadores oprimidos por tanto peso, costearon de nuevo la nacional.
Un cartel negro con caracteres anaranjados señalaba la ZONA ARTESANAL. Señalaba. Porque hacía poco que alguien, un genio, había ennegrecido la a, la r, la t, la e y la s. La indicación resultaba mucho más fiel a la realidad ahora.
Alessio conducía con calma, atento a los baches y a las piedras. Ruido de ranas, de insectos parecidos a helicópteros, y esos malditos mosquitos que entraban por las ventanillas abiertas junto al polvo.
No hacían más que rascarse las pantorrillas.
Cuando por fin se alejaron de la Dalmine, Alessio metió la cuarta y después la quinta. Levantó una gran polvareda de tierra y se volvió hacia Cristiano con una sonrisa galáctica.
Cristiano le contestó lanzando un puñetazo contra el parabrisas. Un puñetazo feliz, de victoria. Encendió la radio: I’m blue, da ba dee da ba die, a lo bestia, I’m blue, if I was green I would die. Los altavoces volvieron a rugir, y ellos sacaron entonces las cabezas por las ventanillas, a la vez. Y a la vez gritaron fuerte, en la nacional desierta, contra las colinas.
—Tres mil liras el kilo, ¿multiplicado por?
—Más o menos… —Alessio echó un vistazo al retrovisor.
—¡Más o menos una media tonelada! —exultó el otro volviéndose para controlar el botín.
Echando cuentas, en una sola noche se habían embolsado, entre los dos, el equivalente a su sueldo de un mes.
—¡Hasta el culo les hemos mangado y no ha saltado ni una sola sirena!
—Estarían durmiendo, o chutándose una porno…
—Ale, mírame —en el semáforo se miraron fijamente a los ojos cansados y brillantes—: Mañana por la noche nos vamos al Gilda, y ni una palabra más.
El de Alessio era el único coche que vagaba por la ciudad dormida.
Se sintieron algo ladrones, cuando bajaron en Via Stalingrado y las puertas hicieron mucho ruido al cerrarse. No se rieron en absoluto cuando, con las miradas atentas a las ventanas con el temor de ver alguna encendida, amontonaron el cobre en el garaje.
Se deslizaron a través del patio y cada uno se metió de puntillas en su propio portal. Subiendo por las escaleras, lo único que se oía eran los ronquidos de los hombres, y el llanto de un recién nacido. Era como invadir un reino extranjero. Y el que lloraba era el hijo de Cristiano, en el piso de su ex novia.
Se detuvo en la puerta y apoyó allí la oreja: hasta que ella no se levantara para cogerlo en brazos, se quedaría allí escuchando cómo lloraba. Sintió en su pecho algo intenso y diluido. Tal vez fueran ganas de llamar. Pero no era capaz. Y se escabulló en la oscuridad devorando a la carrera tres tramos de escaleras.
Alessio puso el máximo empeño posible en no hacer ruido. Se preocupó de quitarse los zapatos y prefirió no encender la luz. Intentó llegar a su habitación a tientas.
Pero le salió mal.
Chocó contra una silla en la cocina. El ruido retumbó, irreal, por todas las habitaciones del piso. Instantáneamente, el clic de un interruptor de la luz se oyó incluso allí. Blasfemó para sus adentros. Y su madre se presentó, con los ojos hinchados de sueño, justo delante de él.
Sandra estaba de pie, rígida como el palo de una escoba, ante la figura inmóvil de su hijo a las seis de la mañana. Con el mono de trabajo, la cara sucia, en condiciones sólo equiparables a las de un soldado del Vietnam en Apocalypse Now.
—Ahora vas a explicármelo —empezó a decir. Despegó los labios encolados por el sueño, y bajo la piel transparente de la frente se le tensó un músculo. Le salió una voz que no era suya, y no fue capaz de completar la frase.
Alessio miraba a su madre: aquella mujer en bata con los hombros curvos había envejecido, desde luego, estaba pálida y debilitada, aquella mujer con los ojos llenos de tristeza, que ahora cerraba los párpados para no seguir viendo.
No se había percatado aún de que su madre era una mujer con demasiadas preocupaciones y demasiado cansada para aguantar encima sus gilipolleces. Bastaba con el desgraciado de su padre, bastaba con el mundo bastardo para causarle daño. Lo que a él le tocaba, quizá, era hacerla feliz.
—Mamá —reunió valor—, vuélvete a la cama y por favor no me preguntes nada. Te juro que no tienes por qué preocuparte.
Sandra seguía con los ojos cerrados, en silencio.
—Mamá —dijo—, perdona si estoy tan sucio…
Tomó entre sus brazos aquel cuerpo, lo estrechó contra él como un niño o una novia. Le hizo notar, pese a su espalda hecha trizas, toda su fuerza.
—No te pregunto nada —dijo Sandra, meneando la cabeza—, pero tú prométeme…
—¡Chisss! —dijo Alessio, que no quería escucharla.
—Prométeme —repitió Sandra, mientras le iba volviendo la belleza al rostro— que ésta es la última vez que vas a hacer no sé qué de noche.
Alessio se rió. Se rieron juntos, abrazados y cansados, a la luz de la bombilla que colgaba del techo y del alba que estaba surgiendo. En aquel momento, por detrás del ángulo de la puerta, apareció Anna. No dijo nada. Permaneció allí, limpia y descalza. Los miraba, sin ser vista, como un pequeño ángel en pijama veraniego. En su alfabeto, aquello era algo muy hermoso. La imagen de su madre con el rostro en el hueco que quedaba entre el cuello y el hombro de su hermano, era tal vez la más hermosa. Algo por lo que merecía la pena, en la vida, no hacer trampas.