En cuanto veía el agua, Anna se volvía loca.
Soltaba la mochila y la toalla donde fuera, tomaba impulso y echaba a correr. Corría hasta que el agua era ya demasiado alta y los pulmones le estallaban en el pecho, y entonces se zambullía. Restregaba la tripa sobre el dorso ondulado del fondo marino, emergía varios metros más adelante, donde ya no tocaba con las puntas de los pies. Le enloquecía aquel dorso, áspero y suave a la vez. Tocarlo con las manos, hundir los dedos en él. Bajo el agua, donde los ruidos del mundo se convierten en placenta, la sal abrasa las córneas y el único sonido que escuchas es tu respiración, que ha dejado de ser tuya.
Francesca, en cambio, se tomaba su tiempo.
Su silueta recortada a contraluz era el punto más luminoso de la playa. Dejaba que las miradas la horadaran, dorándose a la luz.
Se demoraba largo rato en la orilla, excavando la arena con la punta del pie. Entraba por etapas, mojándose primero la tripa con las manos, los brazos después. Por último, cuando Anna casi había llegado a las boyas, se zambullía con la perfección de una sirena.
Ahora Anna estaba revolcándose en la orilla, embadurnándose el pelo de légamo y llenándose de arena el bikini. Francesca la miraba divertida, pero no se atrevía a imitarla.
—¡Venga, Fra, vente!
Anna no se daba cuenta. Caminaba a cuatro patas completamente embadurnada de algas, con el bikini desaparecido entre las nalgas. Como si fuera lo más natural del mundo. Y se reía sin motivo.
Los chicos, en cambio, bien que se daban cuenta. Corrían a su lado, Massi la cogía de los brazos, Nino de las piernas.
—A la una, a las dos, a las tres…
Y la tiraban al agua. Ella gritaba, feliz. Tragaba un poco de agua salada. Y se levantaba de inmediato, jadeando, indecisa sobre si volver a revolcarse o llegar hasta las boyas sin respirar en veinte segundos.
Cuando los chicos clavaban los palos en la orilla, y uno de ellos lanzaba el balón hacia arriba decretando el inicio del partido, Anna y Francesca se exaltaban.
Ni Nino, ni Massi ni el resto de chicos de dieciocho años de Via Stalingrado tenían ojos para nadie mientras jugaban. Se les veía absortos en el partido, gritando: «¡Pasa, pasa! ¡A mí, a mí!», y sólo prestaban atención a la pelota. Pero Anna y Francesca no podían aceptar que se las diera de lado. Se inflamaban y les saltaban encima a todos.
Quienes, en cambio, como Lisa, se pasaban el tiempo en la playa sudando sobre la toalla, confiando en una carta decente mientras jugaba al tenderete, sentían que se les alborotaban los nervios. Las seguían con el rabillo del ojo mientras corrían en medio de los chicos, mientras agitaban la parte de arriba del bikini delante de los varones con una mano a la vez que fingían taparse con la otra, como jugando al pañuelo. Era difícil divertirse, con las cartas.
Después uno se pregunta por qué a dos como ésas no las soporta nadie.
Sus coetáneas, esas pringadas en crisis total delante del espejo, es que no podían aguantarlas. Anna y Francesca te restregaban a la cara lo guapas que eran. Siempre, a cada santo minuto, tenían que demostrarte que eran mejores que tú, que eran las vencedoras, a priori, para siempre.
Lisa no podía dejar de constatar que nunca sería el centro de atención de los chicos, que nunca los vería rodearla. Se encerraba en el interior de su toalla, con la baraja de cartas en la mano. Mascullaba:
—Menudas putas que son.
Donata, en cambio, disfrutaba del espectáculo de la playa, e incluso del de las dos saltarinas entre los chicos. No podía hacer otra cosa que quedarse mirando en su silla de ruedas. Era difícil que alguien se molestara en acompañarla al agua. La olvidaban bajo la sombrilla, pero ella no se sentía olvidada. Ella observaba, reflexionaba. Y no guardaba rencor ni a Anna ni a Francesca. De no haber tenido aquella enfermedad, habría querido ser exactamente como ellas.
Anna salió del agua. Pasó por delante de Lisa y de las otras mamarrachas sin dignarse siquiera a mirarlas. Pero lanzó una sonrisita cabrona cuando les pisó la toalla, como diciendo: pobrecillas. Después saludó a Donata con la mano.
No es automático, pensó Lisa, que si eres guapa tengas que ser a la fuerza cruel también. Si ahora Anna se cayera de los arrecifes y se desfigurara la cara para siempre, sería algo justo y razonable. Sería de justicia que a Francesca se le enloqueciera el metabolismo de repente y se viera con dos muslos enormes y celulíticos.
A fuerza de restregarles el culo, a fuerza de montar en sus hombros y ponerles las tetas delante, acabas por encontrar a algún chico que caiga en la trampa.
Nino había abandonado el balón para correr detrás de Francesca a los vestuarios.
—Muy bien, France, muy bien —resopló Lisa—. ¡Un aplauso para France! ¿Qué dirás en el concurso de Miss Italia? «Soy una chica sencilla, la vecina de al lado…»
—¡A ver si nos damos menos aires! —masculló otra chica, también con la toalla atada a la cintura para taparse los muslos excesivamente gruesos.
Francesca, ajena a tanto veneno, se metía bajo la ducha y daba espectáculo.
—No me puedes hacer eso —reía Nino, aunque riendo hasta cierto punto—, estas cosas no se le hacen a un hombre…
—Mira qué imbécil —comentaban desdeñosas Lisa y las demás—: ¡Ha picado el anzuelo!
Francesca se aclaraba el pelo, se masajeaba las piernas para quitarse la sal, sin dejar de mirar a Nino a través del chorro de agua. Nino intentaba contenerse, pero no le resultaba fácil. En determinado momento, entró de un salto él también en la ducha, la tomó entre sus brazos y le mordió dulcemente la nuca.
—¡Estás loco! Nos está mirando todo el mundo… —le alejó de un empujón Francesca, aunque sin dejar de reír.
Era lo que quería, y lo había conseguido: Nino implorante a sus pies. Le dio un beso en los labios como premio. Era como estar sobre un escenario en la playa, sentía un millón de ojos clavados en ella. Ante tanta gente, sabía vencer su timidez.
Después se alejó corriendo, otra vez al agua, para reunirse con Anna. Y el pobre de Nino otra vez detrás de ella, como un perrito.
Todos los días, todos los santos días la misma historia. Las perennes idas y venidas de Francesca y Anna del agua a la caseta, de la caseta al agua. Bajo la ducha, en el bar. Y después otra vez a bañarse. Un constante ir y venir, Anna y Francesca delante y los chicos detrás. Y las mamarrachas a mirar. Lisa y esas pobres pringadas que, entre otras cosas, tenían también un cuerpo que estaba empezando a cambiar.
Pero no eran las únicas que miraban. Había alguien, en el tercer piso del portal número siete, que las observaba fijamente sin apartar la mirada.
El bar empezaba a estar abarrotado a esas horas. En torno a las mesas de plástico de una marca de helados, bajo las sombrillas deshilachadas, los chicos mayores estaban repantigados saboreando alguna bebida alcohólica.
Maria, que tenía las piernas sobre la mesa en una pose que no era exactamente de la mayor finura, observó a Anna y Francesca durante unos minutos y después se encendió un cigarrillo:
—Esas dos —se las señaló a los demás—, si siguen así, no pasará un año sin que alguien las deje preñadas.
—¡Sí, hombre! —rió Jessica—. Su hermano la mata.
—Alguien tendría que decírselo. Mírala cómo tontea con Massimo…
Cristiano separó los labios de su Southern Comfort.
—¡Eh, so brujas! —gritó divertido—. Vale ya, ¿no? Dejadlas en paz. ¿O que hacíais vosotras a su edad? Yo me acuerdo perfectamente…
Todos se echaron a reír.
Allí estaba también Sonia, la diva, la que había grabado el nombre de Alessio en el banco y que a veces se encerraba en la habitación de Anna a ver películas porno con él. Se había sentado cruzando las piernas y el minúsculo pareo dejaba entrever mucho. Era una suerte de ex Francesca de Via Stalingrado. Ahora trabajaba como dependienta en Calzedonia y nadie se acordaba ya de la época en la que era la más guapa.
Lo estaban esperando todos. Y por fin apareció.
A las cuatro y media de la tarde, con el pelo de un rubio encendido y los ojos azules ocultos tras unas Ray-Ban. A Jessica y Maria se les caía la baba. Sonia bajó los ojos, sonriendo. Y Cristiano se levantó para darle una palmada en el hombro, con su habitual actitud de matón.
Alessio se presentó con el torso desnudo, con dos cadenas de acero en el cuello, los vaqueros medio desabotonados, el borde de los calzoncillos perfectamente a la vista. Se dejó caer en una silla.
Se levantó las gafas, miró a la cara a su manada. Dijo:
—La vida me devasta.
Era su actitud de rey de la selva. Contaba con el físico, y lo sabía. Tenía dinero, lo que sacaba de la coca y del cobre. Y además disponía de muchas mujeres en el barrio.
Anna lo reconoció desde la boya. Cruzó a nado, en medio minuto, el mar. Corrió lo más rápido que pudo entre las sombrillas y las neveras portátiles. Chorreando agua, se le echó al cuello. Detrás, como siempre, estaba Francesca.
—¡Anna, cojones! No me apetecía bañarme hoy…
—¡Ale! —lo apretujaba Anna—: ¡Dime que esta noche puedo salir!
—¡Así que por eso me haces tanto la pelota! —resopló dirigiéndose a los demás.
—Hay una fiesta en la pista de patinaje, me lo habías prometido…
—No, esta noche estoy de turno. Ni hablar.
—¡Pero si me lo habías dicho! —se volvió implorante—. Venga, Ale…
—No —repitió, seco.
—Déjala que vaya… ¿Qué puede pasarle? —intervino Sonia—. Ya le echamos un ojo nosotros.
Anna le lanzó una mirada aviesa, como diciendo: tú no te metas, so boba.
—He dicho que no. Irás en Ferragosto a la fiesta, total, celebran otra. Por lo menos a ésa estoy seguro de ir.
—¡Pero si falta un siglo para Ferragosto! —protestó ella, enojada.
—Escucha, me siento hecho una mierda, he dormido una hora, acabo de llegar. No me toques las pelotas y aire de aquí.
Anna se alejó de allí, de morros. Francesca, que seguía detrás, se sintió aliviada porque su amiga se quedaría en casa como ella, esa noche, y no estaría por ahí con quién sabe quién haciendo quién sabe qué.
¿Conque no te toque las pelotas?, rumiaba Anna pisoteando las toallas de la gente, volcando cubos y destruyendo con los pies los castillos de arena de los niños. ¿Y tú qué? Eres tú el que me toca las pelotas a mí.
Caminaba sin mirar dónde ponía los pies, un niño vio su pista ciclista para las canicas destrozada y estalló en lágrimas. Pero Anna estaba furiosa. ¡Conque quiere tenerme encerrada en una jaula! ¡A mí, que casi tengo catorce años! ¡Pero si dentro de un mes me hago con un ciclomotor ya se verá entonces! Me gustaría ver qué haces si me marcho con el ciclomotor, si me echo un novio que sea el doble que tú. Me gustaría ver qué hacéis, tú y ese babuino de tu padre. No se dan cuenta de que ya soy mayor, de que tengo un cerebro enorme y de que puedo con todos.
—Qué duro eres, Ale —sonrió Sonia.
—No soy duro. Es que sé cómo funcionan las cosas. Si esta noche no estuviera de turno, iría yo también a la pista de patinaje. Pero como no puedo vigilarla, se queda en casa.
—¿Y qué crees que va a hacer? —preguntó Jessica.
—Ella nada, faltaría más. Pero ya me conoces… Si me llego a enterar de que alguien le ha puesto las manos encima, lo hincho a hostias. Y dado que su padre de estas cosas no se encarga… no tengo más remedio que decirle que no.
Estaban en corro, aturdiéndose de porros y de alcohol, bajo una sombrilla torcida. A su derecha y a su izquierda, otros corrillos de chicos vaciaban cervezas, se pasaban los chilum, alargaban las manos por los muslos de las chicas que desfilaban a propósito entre las mesas, paladeando un helado.
—¡Cojones, anda que no está buena Francesca! —soltó Cristiano de buenas a primeras.
Se volvieron todos a mirarla. En efecto, su cuerpo pálido, la forma con la que lo movía entre el gentío, en medio de los niños con manguitos, las tablas de surf, los viejos flácidos con sombreritos en la cabeza, que se volvían también asombrados a su paso. La manera con la que enlazaba su cuerpo ahusado y lleno de gracia con el de Anna, pasándole un brazo por la cintura, apoyándole la cara en el hombro. Era la maravilla de Via Stalingrado, una beldad que se produce una vez cada tres, cuatro generaciones.
—¿Sabes lo que vamos a hacer, Ale? —dijo Cristiano—: ¡Vamos a Baratti a peinar las carteras de los alemanes! Mierda —escupió— para esos turistas de los cojones…
En Stalingrado, naturalmente, no había atisbos de turistas ni siquiera por equivocación.
Pero Alessio, que se dedicaba mientras tanto a hacer masajes en la ingle de Sonia por debajo de la mesa, tenía en la cabeza planes muy distintos. Ni siquiera le contestó. Cogió a Sonia de una mano, la convenció para que se levantara con un leve tirón del brazo. Y Cristiano comprendió de inmediato.
Sonia le importaba una mierda. La cuestión es que hacía falta tener muchas mujeres en el barrio para ser el número uno. Marcar el territorio, hacerse respetar. Y ésa se dejaba arrastrar, se dejaba llevar detrás de las casetas mientras los demás gritaban las consabidas ocurrencias subidas de tono.
—¡A toda pastilla, Ale! ¡Os queremos oír!
Alessio la apoyó contra la pared crujiente de una caseta, a plena luz, entre la gente que pasaba. Se acurrucaron en un nido de sombra. El pareo echado a un lado, la cremallera que se baja en una fracción de segundo y ella que deja que se le deslice dentro. Un puñado de niños con pistolas de agua los sorprendió. Nadie se alteró demasiado. Dieron deprisa la vuelta a la esquina y les dejaron acabar.
Esa tarde bajó a la playa Sandra también, en compañía de otras mujeres del barrio. Era jueves, pero ella tenía el día libre. Muchas madres habían bajado con sus sillas plegables y sus revistas de cotilleo, y se habían puesto a charlar.
Rosa no. Rosa se había quedado en casa como siempre, sentada en un sillón frente al televisor, a pensar y a martirizarse las uñas. Con el rostro blanco como la cera, los pies hinchados en las zapatillas, sellada en el nicho sofocante del tercer piso. Mientras tanto, su marido se había asomado al balcón, y ella sabía lo que estaba haciendo.
Sandra buscó a Rosa con la mirada entre las sombrillas, notó con desaliento su ausencia. No había llamado a su puerta. A pesar de que hubieran pasado los días, aún no le había llevado la tarta. Y ella no era tonta, el porqué lo intuía.
Ahora abría orgullosa La Repubblica de hoy. Era tal vez la única mujer de todos los portales que leía un periódico cada día, y por ello se la miraba con desconfianza.
Repasaba voraz los titulares y las columnas: «Berlusconi obtiene la confianza del Senado». «Berlusconi cita Alicia de Lewis Carroll.» Arqueó las cejas. «El jefe del Gobierno recuerda que éste no es el país de las maravillas y, sobre todo, que él no es Alicia…»
Sandra estaba leyendo ávidamente las páginas de política nacional cuando Anna se acercó, se plantó delante de ella poniéndole mala cara y le arrancó el periódico de las manos. Realizarían una oposición dura. Derribarían ese Gobierno en menos de un año. Anna, entretanto, le estaba diciendo que ella a la pista de patinaje iría esa noche de todas formas, con o sin el consentimiento de su hermano.
—¡Vamos a ver si no acabas ganándote una bofetada! —recogió el periódico con gesto de impaciencia.
Dejó que su hija soltara dos o tres tacos, después hundió de nuevo la cabeza entre las páginas. Empezó a hojearlas humedeciéndose el dedo. Con los puños levantados, cuando era niña, cantaban canciones de batallas difuminadas en el siglo anterior. Anna miraba a su madre y se sentía en guerra con el mundo. Ya lo verán. ¡Vaya si lo verán!, de lo que soy capaz… Me escaparé de casa, pensó alejándose, montaré un buen follón, ya no podéis retenerme: tenéis que dejarme marchar.
Pero después Francesca le hizo una zancadilla en la arena, la cogió de un tobillo y empezó a arrastrarla al agua riendo. Francesca… Bajo el agua, abrazada a su mejor amiga, lo mejor del mundo y del universo, Anna se olvidó de golpe de la pista de patinaje y de su familia de cabrones.
Ahora había vuelto a correr entre los chicos que jugaban a la pelota. Junto a Francesca, ponían en práctica toda una serie de acciones bien ensayadas para molestar. Como por ejemplo, echarse encima de Massi, hacer que se cayera justo cuando estaban a punto de pasarle el balón.
Por un instante se detuvo a recobrar el aliento. Con los ojos grandes, abiertos de par en par sobre su mundo.
Vio a Donata inmóvil bajo la sombrilla, retorcida en su enfermedad. Le habría gustado acercarla al agua pero no podía, le faltaba valor. Vio a la pringada de Lisa, que estaba comiéndose un helado. Y a su madre dejar el periódico, gesticular animadamente con otras mujeres. Su padre quién sabe dónde estaría: era mejor si no regresaba. En el bar, la silla de Alessio estaba vacía, y Cristiano intentaba camelarse a una tía. Vio toda la playa abarrotada. Y, por último, vio a Francesca. Lo más hermoso. Su amiga del alma. Había estado dando vueltas sobre sí misma con el agua en los tobillos y ahora le sonreía, radiante.
Su hermana, efectivamente. Más que una hermana.
Si Anna hubiera levantado la cabeza, echando un vistazo a lo lejos, hacia la pared gris de su colmena, tal vez se habría percatado de un hombre asomado al balcón del tercer piso.
Enrico, con los prismáticos en la mano, observaba la escena. Ajustaba la graduación enfocando el bañador de su hija. Sudaba. Lo había visto todo, esta vez. Su hija que se subía a hombros de un chico, ese asqueroso bastardo del edificio de enfrente. Él que la abrazaba bajo el agua, fuera del agua, por todas partes. Los había visto correr hacia los vestuarios, ocultarse entre las casetas.
Las manos le temblaban, las venas le estallaban en el cuello. Estaba a punto de lanzarse abajo, a la playa. Pero después, al cabo de pocos minutos, los vio regresar y reunirse con los demás. Y por eso no había intervenido. No quería montar escenas inútiles. La esperaría en casa. Y antes del turno de las diez le haría comprender, por las buenas o por las malas, que no debía comportarse como una puta.
Se lo haría comprender perfectamente esta vez, a ella y a esa cabronaza de su amiga, la que la estaba descarriando.
Mira cómo cojones se abrazan. Pero ¿qué están haciendo? ¿Qué cojones están haciendo?
Los prismáticos se le cayeron al suelo. Y se hizo la oscuridad en el interior de las lentes.