Alessio iba zumbando a una velocidad de locos por las calles desiertas del puerto industrial, iluminadas por una hilera rala de farolas. Eran las once de la noche. El aparato de alta fidelidad se multiplicaba en el desierto.
El Peugeot de Alessio se reconocía desde lejos, porque había montado tres alerones al estilo Batman. Hasta lo había bajado diez centímetros para hacerlo más agresivo. Pero su sueño era el Golf GT.
En el asiento de al lado estaba Cristiano, su amigo de toda la vida, sin cinturón y con el codo fuera de la ventanilla. No podían hablarse, la música estaba demasiado alta. Por lo demás, cuando se quedaba solo con una persona, Alessio era de pocas palabras.
A las diez, una vez terminado el turno, se había dado una ducha rápida, quitándose con la piedra pómez los restos negros del coque de la piel, había fichado y corriendo al coche. Estaba cansado, después de ocho horas seguidas en la grúa de puente descargando trenes torpedos repletos de acero en los calderos dirigidos a las coladas continuas. Pero ni pensar en irse a la cama, era sábado por la noche, era verano. Y las discotecas estaban repletas de tías buenas.
Pasó a recoger a su amigo, después se detuvo en una pizzería, para tomarse de pie, en la barra, dos porciones de pizza y una cerveza. Y ahora se adentraba en el desierto de la provincia. Franqueaba el perímetro de la fábrica Magona, superaba los barrios obreros y las primeras obras del puerto industrial. Conducía con su consabida concentración espectral.
—¿Por qué no vamos al Gilda? —gritó Cristiano para hacerse oír con los altavoces en erupción.
Se sentía terriblemente poderoso, Alessio, cuando hundía el pie en el acelerador. Veintitrés años, desde hacía siete trabajando en la acerería. Primero llevaba el arrabio desde los altos hornos a los convertidores, durante cierto período de tiempo lo pusieron a echar carbón con la pala, al final lo habían colocado en la grúa de puente. Sentía la sangre bombearle en las venas cuando conducía con esa locura de música y forzaba los altavoces casi hasta hacerlos estallar. A menudo la oía también en la fábrica, punk duro, con un lector MP3. Miraba las coladas continuas, el acero cuando tiene el color de la sangre, y el chunda-chunda obsesivo en los oídos le hacía sentir que estaba en guerra.
—¡Ale! ¡Te he dicho que si vamos al Gilda!
Giró en un callejón lateral, empezó a ascender por revueltas de firme desmigajado. Ahora no había farolas y para derrotar a la oscuridad había que poner las largas.
—No, vamos al Tartana —contestó al cabo de un rato.
Los trenes son lo más peligroso que existe. Porque nunca hay sintonía entre quienes los dirigen desde la central y quienes los conducen. Todo está desorganizado. Es cuestión de un instante acabar debajo de uno hecho trizas. En su carné de identidad le habían escrito: «Conductor de medios industriales».
Alcanzó la cima y frenó bruscamente bajo las antenas parabólicas y los repetidores. Habían llegado a su destino. Todo aquel que en Piombino no es un chico como Dios manda sabe lo que es la Tolla. Desde allí arriba, como desde ningún otro lugar, puede uno apretar en un puño la fábrica entera y el puerto también.
Aquella noche, por suerte, no había parejitas apartadas en coches ni cristales empañados. Tampoco estaban los habituales chavalines dedicados a fumar marihuana.
Por suerte, estaban solos.
Para disgusto de Cristiano, Alessio apagó la radio. Y un silencio irreal, horadado al pie de la colina por el zumbido de la Lucchini, invadió el habitáculo.
—¿Por qué no quieres ir al Gilda?
—No tengo ganas de pagarme una puta.
—¡No me seas drástico! —a Cristiano le había sentado mal—. ¿Y qué hay esta noche en el Tartana? Seguro que no hay una mierda…
—Me importa un cojón lo que haya. Si quieres, vamos al Tartana, si no, te bajas del coche.
El otro se calló. Conocía a su amigo, sabía que con ese tono de voz no era cuestión de insistir. Sacó del bolsillo una dosis, soltó del parabrisas el espejo retrovisor y dio comienzo a las operaciones rituales del sábado en un silencio religioso.
Alessio ni se dignaba a mirarlo. Estaba hundido en el asiento y se dedicaba a observar fijamente el mar artificial de luces y fuegos violetas a través del parabrisas. De noche, vista desde lo alto, la fábrica era otra cosa. Y él se dejaba caer en ella con la mirada, indiferente y mudo. Estaba cansado, y cabreado también.
Cristiano se inclinó sobre el espejo con un billete de diez enrollado en la nariz. Antes de inhalar, constató que había invertido todo su sueldo de mayo en cocaína, pero que esta vez le saldría bien: tenía que salirle bien, a la fuerza. Había corrido un gran riesgo, es verdad, un enorme riesgo. Pero era tan buena que por lo menos seiscientas mil liras de ganancia las conseguiría, seguro.
Cristiano sentía ahora una terrible necesidad de música a toda pastilla en los oídos, en la cabeza. Pero no se atrevió a pedírselo a Alessio. Cuando levantó la cabeza y aspiró de nuevo por la nariz, vio con el rabillo del ojo a su amigo petrificado, con los ojos muy abiertos y clavados en un punto abstracto. Aquel punto, en realidad, era la torre de los altos hornos.
Alessio no se había girado, no se había lanzado, famélico, sobre su raya de coca. Seguía allí, ausente, sin mover un solo músculo. Seguro que le había ocurrido algo. Seguro que estaba muy cabreado. Pero sería absurdo preguntarle qué le pasaba.
No era de esos que sueltan confidencias.
Cristiano le pasó el espejo, él lo sujetó, pero sin moverse.
Está lleno de gatos. En eso pensaba Alessio.
Nadie lo sabe fuera, pero por debajo, en algunas naves, especialmente en los comedores, hay enormes comunidades de gatos, centenares de gatos. Nunca han visto la luz del sol, no tienen la menor idea de lo que es una brizna de hierba. Son una especie de mutantes, sin cola, con un ojo solo, todos iguales. Es absurdo.
Esa historia de los gatos siempre le había impresionado. Le parecía increíble que en medio del hierro, del arrabio, pudieran vivir los gatos. Que enfermaban, pobres bichos. Algunos completamente roñosos, sin pelo, que casi daban miedo. Si les mirabas el hocico, parecían humanos. Y nunca faltaba alguien, Alessio entre ellos, que les llevara de comer.
A Cristiano, en cambio, nada le importaba un pimiento: ni los gatos ni la Lucchini, que veía todos los santos días del año. A él, sencillamente, todo le tocaba los cojones. La droga empezaba a hacer su efecto y sólo tenía un pensamiento en la cabeza: la rubia en tanga del cartel publicitario a la entrada de Piombino.
Esa noche él quería ir al Gilda. Tenía ganas de llegar a un acuerdo sobre el pago de inmediato, al instante, con la rubia esa como un camión, y no demorarse detrás de una chiquilla caprichosa en la pista del Tartana. Nunca te las tiras, a cabronas como ésas. Se dan muchos aires, pero no dejan ni que las beses. Tenía ganas de sobar un par de tetas enormes. Pagando más, en el reservado, iría hasta el final. Y este otro pringado, que estaba como una cabra, quién sabe en qué coño estaría pensando.
En realidad, Alessio estaba luchando por no pensar. Pero esa maldita escena no se le quitaba de la cabeza, como un mensaje grabado repetido hasta el infinito.
Aquella tarde, hacia las cuatro, uno de esos gatos de los cojones, uno pequeño, se había metido debajo de su tren torpedo, y él no había podido hacer nada. Lo había espachurrado en un grumo de sangre y de pelo. Se había bajado y había empezado a darle patadas a todo. Soy idiota, pensaba ahora, soy un subnormal. Porque después, con toda razón, el jefe de sección le había reprendido. Había corrido hacia él, gritándole: «¿Qué cojones haces? ¡Cabeza de chorlito!». Y él, instintivamente, le había atizado al jefe de sección un puñetazo en toda la cara.
Soy un cretino, seguía repitiéndose. He perdido la cabeza por un gato. Pero es que ese gato le recordaba demasiado a un amigo suyo, aplastado bajo un cilindro, hacía dos años. No quería acordarse de su amigo, hecho trizas ante sus propios ojos, no quería. No quería acordarse de la cara del hombre que estaba en el tren y no había podido detenerlo.
Ahora el gatito, su amigo, la expresión desencajada del hombre en el vagón eran una sola cosa dentro de su cabeza.
Cristiano había bajado a mear entre las zarzas. Y él seguía sin decidirse a esnifar. Miraba fijamente el corazón: la torre iluminada donde se funden el arrabio y el acero. Esperaba que no lo despidieran nunca, que nunca le ocurriera, mientras conducía un tren, el pasar por encima de una persona.
Lo que uno realmente, desde fuera, no podía imaginarse nunca era el interior. Uno lo sabe, da por descontado que dentro de la fábrica, en sus vísceras, se mueve la carne de piernas, brazos, cabezas humanas. Lo sabe, y sin embargo sería incapaz de medir ese mastodóntico esfuerzo. Nadie, desde fuera, puede comprender lo que significa transformar toneladas y toneladas de materia. La materia más dura que existe. Y no podría imaginarse tampoco la desorbitada cantidad de calendarios sexis y carteles de mujeres desnudas colgados por todas partes.
Habían colgado una tetona incluso en la pala mecánica.
De repente se inclinó sobre la raya de coca y la aspiró a pleno pulmón. Cristiano volvió a entrar en el coche y lo miró como diciendo: y bien, ¿qué te parece?
—Cri —dijo Alessio—: ¿Tú has visto alguna vez al zorro en la coquería?
Cristiano arqueó las cejas. Él trabajaba para una empresa externa, en los alrededores, con la excavadora. Se llevaban la materia inerte que había que reciclar.
—No. ¿Por qué? ¿Es que hay también un zorro? —se rió.
—¿Te das cuenta?… —rió Alessio también—. ¡Un zorro en la fosa! Lo he visto a menudo, pero sólo sale a las seis de la mañana.
Así llaman siempre a la coquería: la fosa. Da perfectamente la idea. Y ese nombre es una de las pocas cosas que se transmiten de generación en generación.
—¿Se te ha pasado? —se aventuró Cristiano.
—Hoy me he pegado con el jefe.
—¡Ah, vaya!
Había también un panel con una pizarra y un gráfico de los accidentes, pero nunca estaba puesto al día. La gente garabateaba cosas encima, dejaba escritas frases sin sentido: por ejemplo, que alguien había muerto y, en cambio, no era cierto. Escribían: estoy muerto, los rodillos me han triturado las pelotas. Y todos soltaban grandes carcajadas.
—Visto desde aquí, es casi bonito.
—¿El qué?
Alessio señaló el océano de luces.
—¡Una joya! —dijo Cristiano.
A las cinco saldría de la discoteca, y a las seis entraría directamente en la fábrica.
—Entonces ¿Tartana? ¿Seguro que no prefieres el Gilda?
—¡No seas plomo, Cri, ya te he dicho que no!
Una luz rojiza invadió el cielo negro durante unos minutos, como un apocalipsis. Era la fundición.
—¿Tú crees que tiene sentido?
—¿El qué? —Cristiano dejó de juguetear con la pantalla del móvil y miró a su amigo.
—Trabajar toda la vida allí dentro.
—Si nos pagaran cinco, seis millones al mes, sí. ¡Entonces sí que tendría sentido a tope!
Cristiano estaba subido de revoluciones, era evidente. Se agitaba, quería moverse, ir al encuentro de su sábado por la noche, de su momento de gloria.
Alessio se dio cuenta y puso el motor en marcha. También a él empezaba a hacerle efecto la coca. Encendió la radio. Se tragó la imagen del grumo de sangre y pelo, la imagen de su amigo hecho trizas y el rostro incrédulo del hombre que lo había matado y que era su tío.
Emprendió el descenso desde la Tolla a toda velocidad. No, no lo despedirían nunca. Corría hacia la carretera nacional, junto a otros miles de coches en la carrera del sábado por la noche, hacia el Tartana, tomado al asalto por las alemanas, hacia el pecho cálido y blanco de una muchacha, de una muchacha cualquiera, donde apoyarse y terminar la carrera.
Alessio conducía como un loco, y Cristiano movía la cabeza al ritmo del chunda-chunda.
Adelantaba a los coches, pensaba en las chicas. Esas que iban a visitar a sus maridos al trabajo, con sus niños pequeños en brazos. Se quedaban al otro lado de la valla, indicando a sus hijos quiénes eran sus padres, sucios, tiznados de arrabio. Esos niños que se volvían locos ante las excavadoras y las palas mecánicas. Aplaudían como si estuvieran en el circo.
Él también habría aplaudido, si hubiera tenido un padre subido a una de esas palas mecánicas, se habría sentido de lo más orgulloso. Y esas chicas con los niños en brazos tal vez no fueran tan guapas como las de la discoteca, pero esas sonrisas que tenían, esas caras sin maquillaje, pálidas, eran como un embrujo. Elena, si no le hubiera dejado, si no se hubiera ido a la universidad, habría ido también a visitarlo, al otro lado de la valla, y él le habría enseñado a su hijo lo mala que es una excavadora.
Empuñaba con fuerza el volante. Ese puño cerrado que le salía con más facilidad que cualquier palabra.
Un pecho blanco donde reclinar la cabeza. Eso sí que tenía sentido.