—¿Qué estabas haciendo con Massi?
—¡France, no seas pesada! No estoy enamorada de él, quédate tranquila.
—Sí, pero ¿qué estabas haciendo?
Antes de entrar se habían sentado una junto a la otra en un peldaño de las escaleras. Francesca, hosca, la asaeteaba a preguntas, y Anna reía con tanta fuerza que se la oía en todo el edificio.
—Te odio cuando te haces la tonta.
Anna se recobró instantáneamente. No le gustaba que la llamaran tonta.
—Hemos hecho lo mismo que vosotros.
—O sea que os habéis besado.
—Sí.
—¿Y nada más?
—Nada más.
—¿Y él te ha tocado?
—¡No!
—¿Y tú no estás enamorada?
—¡No, coño! Massi me importa un bledo. Si hace años que nos conocemos —sintió que empezaba a hartarse—. Somos amigos, jugamos… —levantó la voz—. ¡Lo que te pasa es que estás celosa!
Se levantó para dejar pasar a un enjambre de niños vociferantes con fusiles en las manos. Pero ellos se detuvieron y les apuntaron. Aguardaban una señal de rendición.
—No estoy celosa —Francesca se puso de pie de un salto también, con los ojos indecisos entre fulminar o llorar.
—¡Claro que sí! Estás enfadada conmigo. ¿Por qué? ¿Es que te molesta que bese a Massimo?
Cuatro niños con las rodillas peladas aguardaban de pie, serios y mudos, a que levantaran las manos y dijeran algo parecido a nos rendimos. Pero Anna y Francesca ni siquiera los veían, es más, parecían concentradas en clavarse miradas incandescentes. Desilusionados, los niños bajaron los fusiles y se alejaron.
Era evidente que la tenía tomada con Anna. Hubiera querido pegarle. Porque se había dado cuenta, al verlos presentarse medio desvestidos, de que Anna había estado haciendo algo gordo con Massi.
—Oye —empezó Anna con seguridad—, que porque tú beses a un chico y yo bese a otro chico, no cambia nada absolutamente entre nosotras dos.
Se detuvo un instante. Pausa táctica.
Un arroyuelo goteaba desde el rellano de arriba, donde había una niña agazapada, con las braguitas tensas en sus rodillas y la falda levantada. Hacer pis en las escaleras era la norma.
—Verás que algún día nosotras, las dos, nos echaremos novio. No digo que sean Nino o Massi, sino que en general nos echaremos novio. Y haremos el amor con nuestros novios, y pasaremos mucho tiempo con ellos, e iremos a la discoteca, cogidos de la mano, y después nos casaremos, tendremos muchos hijos, yo me iré a estudiar lejos, tú ganarás el concurso de Miss Italia, y ¡qué remedio!, puede que durante cierto tiempo nos separemos.
Francesca la escuchaba, ofendida.
—Puede ocurrir, Fra, tendrá que ocurrir. Pero nosotras no estaremos nunca realmente separadas. No podemos perdernos, ¿es que no lo entiendes?
La otra seguía a la defensiva, pero algo en aquel muro había empezado a resquebrajarse. Anna se dio cuenta.
—Somos distintas, pero somos una sola cosa —sonrió—: ¡Somos hermanas!
Francesca se dejó llevar de repente.
No le había gustado el razonamiento de los novios, eso de estar alejadas, de Anna. Al contrario, había temblado en su interior. Pero cuando al final le había oído pronunciar esas palabras llenas de eses, había sentido como una explosión en el pecho. Se le echó encima.
No esperaba otra cosa, la verdad, sentía necesidad de abrazarla. Quería que volviera a ser suya. Y además, Anna no estaba enamorada de Massi, no le importaba un pimiento.
—France, en serio… Ahora escúchame.
Le cogió las manos y las apretó entre las suyas.
—Lo primero: cuando te quiten los puntos, te acompaño yo. Lo segundo: te prometo y te juro que ese monstruo no volverá a hacerte daño. Y si se atreve, te vienes a vivir conmigo. Y si mi padre hace otra gilipollez y mi madre no lo echa de casa, nos iremos nosotras.
Francesca se estaba esforzando por no llorar.
—Porque es una injusticia —gritó Anna—. ¡Es una injusticia que nuestras vidas se estropeen por dos gilipollas!
Que la oyeran, en ese edificio de mierda.
—¡Dos gilipollas que no hacen más que gilipolleces y que no son nadie!
Que la oyera, el padre de Francesca.
Cuando entró en la cocina, algo inaudito, sentado en la mesa de la cocina estaba… su padre.
—¡Papá! —exclamó Anna instintivamente.
A decir verdad, había aires de marejadilla. Sandra se afanaba entre los cacharros con gestos rígidos y ni siquiera se había vuelto a mirarla. Arturo, viendo la figura rizosa de su hija, se sobrepuso a la turbación y le abrió los brazos.
Sonó la sintonía del telediario. Por unos instantes, Anna tuvo la sensación de que su casa era una casa normal. Allí estaba mamá, que por fin la saludaba con los agarradores en la mano, lista para escurrir la pasta. Allí estaba papá, que llevaba tres días desaparecido, que le sonreía. Y no estaba su hermano, qué se le iba a hacer, era lo normal: les estaba dando a trozos ardientes de acero la forma larga de un raíl. La mesa estaba bien puesta, las noticias las desgranaba la voz de una hermosa señora.
No quería ver los nervios a flor de piel de su madre. No quería darse cuenta del gesto nervioso con el que su padre se restregaba las uñas bajo la mesa. Se acercó a darle un beso y se sentó delante de un humeante plato de macarrones.
Arturo se llevó el tenedor a la boca, y se prodigó después en elogios hacia la salsa. Aparentemente alegre y a gusto, comentó algunas noticias entre risas, sin más, al tuntún, sin que le importara realmente quién había sido arrestado o quién había muerto en una obra. Anna se aferró con todas sus fuerzas a aquella apariencia. Dijo que la salsa estaba muy rica. Y Sandra permaneció en silencio, con la mirada fija en el plato.
—¿Y qué? ¿Qué me cuentas, dónde has estado? —preguntó Arturo cuando acabó de masticar.
—Por ahí —contestó Anna.
—Sandra, por favor, la sal.
Ella, con el rostro contrito, cogió la sal de al lado de su plato y la dejó, desmañadamente, delante del de su marido.
—Gracias —Arturo engulló, y se dirigió después otra vez a su hija—: ¿Hoy no has ido a la playa?
Anna miró el rostro sonriente de su padre y tuvo la sensación de quererle realmente. A pesar de todo. Estaba contenta por aquella cena de los tres. La digna conclusión, pensó, de aquel día.
—No, no teníamos ganas de ir a la playa. Hemos ido a dar una vuelta, por ahí, con Francesca.
Arturo observó mejor el rostro de su hija, y su expresión cambió. Se oscureció de repente y no la dejó ni terminar.
—¿Qué es eso negro que tienes en los ojos?
Anna enmudeció.
—¿Qué es eso? ¿Es que hemos empezado ya? ¿Ahora vas por ahí pintada? —arrojó con violencia la servilleta contra la mesa y se volvió enardecido hacia su mujer—. ¡Sandra! —atronó—: ¿Es que dejas que salga así de casa?
La paz había durado cuatro minutos. Estupendo, pensó Anna. Se le había quitado el apetito. El babuino ya se había alterado. Siempre era lo mismo con su padre, una pura lotería. Y ella, con el estómago retorcido por la rabia, la desilusión, el deseo de mandarlo a cagar, ya no podía más.
—¿Es que no la ves, Sandra, no te das cuenta? ¡Con dos dedos de maquillaje en la cara! ¡Parece una puta, cojones! —se puso de pie, furibundo.
Sandra se irguió en la silla con un espasmo.
—¡No te atrevas nunca más a decir nada parecido de mi hija!
Anna permaneció sentada, con los ojos muy abiertos y el corazón latiéndole como loco. Parecían dos bombas de relojería, los dos, listos para destruir la casa. Y la pasta en los platos se había quedado helada.
Habría querido gritarle a la cara: ¿es que tenías que volver, so cabrón, es que no podías quedarte donde estabas, verdad? Cada vez que vuelves se desencadena el infierno. ¿Qué cojones haces? ¿La tomas conmigo porque tengo casi catorce años? Tú, so cabrón, que no montas más que desastres, ¿con qué derecho me tocas las pelotas?
Permaneció, como es natural, en silencio.
Ese padre que estaba y no estaba, que sonreía y después perdía los papeles: estaba hasta las narices de sus escenas. ¿Por qué tenía él el poder?
No se movió de la silla.
—¡Anna! —eructó—: Corriendo a lavarte la cara. Y mucho cuidado, cuidadito, si vuelvo a pillarte con esas pintas… —cogió el salero a ciegas, enfurecido, y lo estrelló contra la pared—, ¡te juro que no vuelves a salir de casa!
Anna se levantó, encantada de obtener permiso para largarse. Cerró de un portazo la puerta del baño, y cuando estuvo con la cara ante el espejo, las manos en el lavabo, rechinó los dientes. Ni siquiera había comido.
Menudo cabrón éste, que aparece un día saliendo de no se sabe dónde y quiere ejercer de padre. Y cree que ejercer de padre es tocarme las pelotas por un poquito de maquillaje. ¡A tomar por el culo!
Metió la cabeza debajo del grifo y dejó que el agua le entrara en los oídos. No quería seguir oyéndolo, a ese babuino de mierda que no dejaba de gritar:
—¡Hasta que no tengas dieciocho años, esa mierda no te la pones en la cara! No te la pones, ¿entendido?
—Baja la voz —susurró Sandra mientras empezaba a quitar la mesa—, y baja también la cresta. No pasa nada porque tu hija se dé un poco de rímel en los ojos. No son ésos los problemas.
Anna ni siquiera pensó en volver a la cocina. Estaba demasiado cabreada. Se encerró en su habitación y puso la música a todo volumen. Pensó en Francesca. Pensó que tal vez fuera oportuno marcharse de verdad. Las dos, de incógnito, con el impermeable de detective y un pañuelo en la cabeza, un hatillo como los de los dibujos animados y gafas de sol, en un banco del puerto esperando el primer trasbordador para la isla de Elba.
Pero no era ella la que tenía que irse, era él.
¿Por qué mamá no lo echaba de casa a patadas?
De haber salido de su cuarto ahora, vería a su padre tranquilo y relajado, en un sillón, absorto y entretenido con la mirada clavada en la pantalla del televisor. Arturo era así: después de montar sus escenas, después de haber roto unas cuantas cosas, enseguida volvía a estar alegre y manso.
Pero Sandra no.
Salió al balcón a sacudir el mantel. Llenó de agua caliente y detergente el fregadero. Restregó bien los platos y las cacerolas, los aclaró, los puso a secar. Todo ello en el más religioso de los silencios, sin dignarse a echar una sola mirada al marido que se desternillaba con un programa cómico. Barrió el suelo, recogió las migas. Cerró la bolsa de la basura y hasta bajó a la calle para tirarla.
Tengo que tomar el aire, si no, lo estrangulo.
Volvió a casa.
Arturo seguía allí, en el sillón. Nunca movía un dedo en casa.
—Escúchame —pronunció con calma, sentándose lentamente frente a su marido, esa palabra tan cargada de desgracias.
Arturo la miró con una expresión inequívoca: estoy listo, es el momento.
—Ahora vas a explicarme —empezó Sandra— por qué hace tres días que no vienes a casa a dormir, por qué lleva el banco tres días martirizándome con llamadas, amenazando con cosas que tú sabías y yo no sabía, y por qué faltan tres millones en la cuenta —respiró profundamente—. Sobre todo, quiero que me expliques qué vamos a hacer para pagar el lavavajillas, la radio del coche de tu hijo y catorce millones de deudas, sin que nos quiten el tejado que nos cobija.
Arturo, por un instante, sintió una punzada en el pecho que podía parecerse incluso a un ataque cardíaco. Durante una fracción infinitesimal de tiempo, mirando el rostro impasible y cansado de su mujer, se sintió una mierda. Pero, efectivamente, fue sólo una fracción infinitesimal de tiempo.
—De acuerdo, Sandra. Voy a decírtelo. Ahora, si me dejas hablar y no me interrumpes al cabo de tres segundos, te lo explico todo y así podrás darte cuenta de que tales problemas no existen.
Su mujer no alteró su expresión. Con paciencia sobrehumana, y sobrehumano cansancio, en el diminuto salón de su casa se disponía a escucharlo una vez más, después de veinte años de matrimonio, y a fingir que le creía.
—Es cierto, me he despedido.
Ella sintió un puñetazo en el estómago.
—Pero es que, Sandra, objetivamente… ¡Mírame! —Arturo se puso de pie, estiró una mano hacia delante—: Objetivamente, no podía seguir partiéndome las manos allí dentro, soportando toda clase de atropellos, para ganar un sueldo de miseria… Es decir… —tragó saliva para ganar tiempo, buscando cuidadosamente las palabras—: Se me ha presentado una ocasión…, ¡una señora ocasión! Un nuevo trabajo, Sandra, un trabajo válido, te lo juro, ¡y te aseguro que es un señor trabajo!
—¿Y en qué consiste exactamente ese señor trabajo?
—¡El comercio, Sandra! Piezas de anticuario, obras de arte. Un campo seguro, ganancias sólidas —iba exaltándose—, ya sabes que siempre me han interesado cosas así, que el comercio siempre se me ha dado bien… y ahora se me ha presentado la ocasión.
Se lo cree, pensó Sandra, se cree de verdad todo lo que está diciendo.
—Un buen amigo me ha ofrecido convertirme en su socio. Antigüedades, Sandra. Es un mercado que crece, en neta expansión.
—Antigüedades —repitió Sandra con un hilo de voz—. ¿Y quién se supone que es ese buen amigo?
Arturo se aclaró la voz, carraspeando un poco.
—Pasquale.
Su mujer empalideció completamente.
—¿Pasqualeee? —gritó—. ¿Qué Pasquale? ¿Ese que siempre está entrando y saliendo de la cárcel? ¿Ese que se pasa más tiempo entre rejas que en su casa?
Arturo se mesó los cabellos. Durante un instante, durante un solo instante, volvió a sentirse de nuevo una mierda. Después se recuperó.
—¡Nooo! No lo entiendes. Pasquale es una excelente persona, un pedazo de pan, lo único que ocurre es que…
Y se disponía a retomar sus explicaciones, que si patatín que si patatán, cuando Sandra le hizo un gesto de que no siguiera hablando, exhausta. Se levantó con esfuerzo de la silla.
—La realidad, Artu —dijo, tocando la mesa—. Hay una buena diferencia entre la realidad y las gilipolleces.
Aquella noche, Sandra durmió abrazada a su marido. Se daban la mano en la enorme cama, como cuando se conocieron y soñaban con una vida juntos: una casa, los hijos, las vacaciones en Cerdeña o aunque sólo fuera en la isla de Elba.
Antes de quedarse dormida, acarició largo rato el pelo del hombre con quien se había casado y a quien nadie más, ni ahora ni nunca —por desgracia—, podría sustituir. En realidad, estaba pensando seriamente en el divorcio.
Tenía la responsabilidad de sus hijos, de la casa, de las cosas concretas de la vida. Las sentía todas sobre sus hombros, esas responsabilidades. Pediría la separación sin esperar demasiado. Sin negar, por lo menos esa noche, los sentimientos que a pesar de todo experimentaba por ese hombre.
Se hundió en la almohada. Pediría la separación. Así no podían seguir. Cerró los párpados. Fuera, el bullicio hería el silencio de la noche. Un claxon, un coche que pasa a velocidad de locos.
Sería estupendo poder volver a empezar desde cero. Tener aún nueve o diez vidas por delante.
Se le vino a la cabeza su padre: un hombre condecorado por el Presidente de la República, un héroe de la Resistencia, alguien que había trabajado durante toda su vida, que había perdido una pierna en la fábrica de la que su marido había sido despedido.
Volvió con el pensamiento a aquella famosa noche de Ferragosto, hacía ya más de veinte años, en el pinar de Follonica: fue allí donde se topó con Arturo por primera vez. Y se dio cuenta enseguida, por sus actitudes, por cómo se encendía los cigarrillos y hablaba de empresas fantasmagóricas, de que era un hombre que no llegaría a nada.
Sandra pensó que hay cosas que no las decides tú. Que las deciden el capitalismo mundial, la historia de las naciones, la República Italiana en tu lugar.
Y además hay cosas que las decides tú. Que sólo dependen de ti. Lo que haces, lo que decides ser. Uno, si nace donde nací yo, puede ser ladrón u obrero, trabajar en el mostrador de gastronomía de la COOP[4] o prostituirse. Uno puede escoger el pensar con su propia cabeza, puede votar por esto o por eso. Puede leer La Repubblica o ver programas de cotilleo.
Por último, hay cosas que no las decide nadie. Como ahora que estoy aquí debajo de las sábanas, con este hombre que siempre me ha llevado por la calle de la amargura y yo lo abrazo y me siento en casa, me siento en la tierra, y mañana, lo juro, llamo al abogado, juro que lo hago. Las cosas que soy y las cosas que querría ser.