8.

Francesca se dio la vuelta, le gritó a Anna algo que quedó engullido por el estruendo de los tubos de escape. Algo así como qué feliz soy. Sin casco, el pelo se le metía en la boca. Reía porque notaba el cosquilleo del viento debajo de la camiseta, entre las piernas a horcajadas del ciclomotor. Se volvió de nuevo, abrazada al cuerpo de Nino, y apoyó la cara sobre su hombro, restregándole la mejilla.

Massi aceleraba como un desesperado para intentar alcanzarlos, pero el escúter de Nino volaba a noventa por hora y su Typhoon no llegaba a tanto. Anna, poco acostumbrada a llegar la segunda, lo incitaba con cachetitos en la nuca, puñetazos en la espalda. En vez de abrazarlo, le pegaba.

Los cuatro chicos corrían como flechas por la carretera costera. Dirección: fuera de Piombino. A la hora en la que las madres están en casa, los padres en el trabajo y los de su edad en la playa. Anna y Francesca miraban cómo la carretera se perdía entre las colinas duras de encinas y las chimeneas de la planta siderúrgica Lucchini. La fábrica asediaba el cielo. Pero ellas sonreían en silencio. Se sentían poderosas, abrazadas a esos dos hombres tan guapos.

Cuando llegaron al cruce con la nacional, el mar ya había desaparecido, al igual que las casas, las playas, las tiendas cerradas. Ahora la fábrica se erigía inmensa ante sus ojos, exhalaba una vibración remota en los conductos y en los gasoductos, tendía sus brazos, sus hornos cubiertos de hollín. Nino giró a la izquierda, Massi lo siguió de cerca. La meta no quedaba lejos.

Sin casco, llaves, dinero, cartera. Si te quedabas en casa, eras un pringado. Si salías, lo máximo era correr en un ciclomotor trucado hacia un lugar secreto.

Nino volvió a girar a la izquierda, Massi seguía detrás de él.

Y ahora estaban dentro.

El Cotone, el barrio del acero. Desnudo como una tumba. Ni una panadería, ni un supermercado, ni un quiosco. Si acaso, el cierre metálico echado de un taller.

El polvillo producido por el carbón lo sentías penetrar en los pulmones, pegársete encima, ennegrecerte la piel. Los dos ciclomotores corrían raudos sin freno entre las casas devastadas por el tiempo. Eran de principios del siglo XX aquellas maltrechas ruinas y ya sólo vivían allí inmigrantes.

A un metro, la frontera.

Dos niños de piel oscura, asomados a un balcón con una pelota en la mano, eran las únicas presencias humanas. En cambio, había gatos vagabundos por doquier, salían de las paredes podridas y de los prados desclasados a vertederos, y había que estar atento para esquivarlos. En otros tiempos, aquel lugar pudo haber estado lleno de vida, pero ahora había quedado reducido a una escombrera. La escasa ropa tendida en las ventanas estaba gris. Se cernía, por las calles, en los patios, un silencio fantasmal. Una memoria muda. Y ratas y zarzas por todas partes, una prehistoria.

Nino y Massi prosiguieron a ras de la verja de la fábrica durante cuatro kilómetros. Ya no era el monstruo que había sido treinta años atrás: veinte mil dependientes, una ciudad. Habían reducido el personal, habían desmantelado algunas chimeneas, y el monstruo había adelgazado un poco. Via della Resistenza, número dos, la entrada principal. Algo así como diez millones de metros cuadrados. En letras de imprenta: LUCCHINI S. A.

Francesca y Anna ensancharon los ojos, porque dos no les bastaban para abarcar el mar de búnkeres, excavadoras, chimeneas, gargantas, raíles ciegos, cilindros autotransportadores. El cuerpo latía con fuerza junto a los metales en los hornos. Las barras, los blooms, los tochos: junto al corazón, las arterias, la aorta. Era imposible encontrar un orden, un sentido. Y ellas sólo tenían trece años.

Nino frenó cerca de un desgarrón en la verja.

Apagaron los motores. Bajaron de las motos y permanecieron los cuatro en silencio. Sentías cómo el lamento ronco, perenne, de la acerería te vibraba en los huesos. Experimentaban una sensación a medias entre el temor y el asombro ante aquel lugar a los márgenes de todo.

Un lugar de tierra árida y roja, transformado, a las dos de la tarde, en un horno. Donde ni una brizna de hierba podía brotar. Ni un ratón siquiera ahí, sólo reptiles. Aquel suelo desecado por el tiempo se parecía a un firme de asfalto. El plomo, el olor pesado del hierro quemaban los pulmones y las fosas nasales.

No volaba ni una mosca.

Nino se introdujo el primero. Los demás lo siguieron por el hueco de la verja oxidada. Sería la centésima vez. Iban allí cuando querían estar solos, o cuando hacían novillos en el colegio. Eran los únicos, en toda Piombino, que se atrevían a cruzar aquel umbral. Los únicos que tenían las pelotas para hacerlo.

Ahora, una vez cruzada la frontera, estaban en serio allí dentro.

Aquel ramal muerto de la fábrica se había reducido a meros despojos herrumbrosos. Permanecieron allí, los cuatro, clavados al suelo durante unos instantes. Deslumbrados por la luz que reflejaban los metales. Con la garganta seca. El cuerpo empapado en sudor, el cuerpo pequeño y vivo. Jadeando contra los gigantes de cemento.

Era, en cierto modo, como hallarse dentro de un acuario. La fundición del alto horno del fondo inflamaba el cielo, lo infectaba de nieblas y de venenos, y te sentías derretir. Sudabas, el corazón te latía enloquecido.

Enfrente, los restos de una chimenea. Un poco más allá, una nave abandonada. Y en el centro, una excavadora con el brazo retorcido y la pala al revés. Muertos y ardientes.

Nino soltó un grito, porque sí, por el mero gusto de hacerlo. Y los cuatro se lanzaron hacia el cementerio industrial, echaron a correr hasta perder el aliento en todas direcciones, como animales recién liberados.

Todo estaba permitido allí.

Iban de una parte a otra a toda velocidad, se subieron al cucharón de la excavadora, a los bloques derrumbados de la chimenea y saltaron desde allí. Sin temor a hacerse daño con las piezas oxidadas o a tropezar con los restos de raíles o de neumáticos. Gritaban sobrepasando el zumbido colosal de la fábrica y por unos instantes ellos fueron los más fuertes.

Nino agarró a Francesca de un brazo y la arrastró hacia la oscuridad, dentro de la nave abandonada.

—Ahora vas a contarme qué te ha pasado en la muñeca.

—Ya te he dicho que nada.

En aquel vientre, las respiraciones y las siluetas apenas se distinguían. No podías ver dónde metías los pies, ni casi lo que pisabas.

—Eres una estúpida —dijo Nino.

Acercó su cuerpo al cuerpo que respiraba a su lado.

—Es posible —susurró ella, retrocediendo un paso.

Nino se imaginó el gesto de antipatía de su cara, la mueca de hastío que doblaba los labios de Francesca tan a menudo, y sintió que se inflamaba.

—Eres una estúpida… Pero tengo que darte un beso.

Le cogió la mano. Ante ese contacto advirtió un incendio, lento, que le subía por las arterias junto a la sangre. La atrajo con la dulzura de quien ya no puede esperar.

No había luz, ni siquiera un filamento lunar.

Francesca se apartó. Soltándose de aquel cuerpo masculino, demasiado grande y prepotente, permaneció rígida y cerrada, como un huevo. En silencio.

—¿Por qué haces eso?

—Porque sí.

—¿Y para qué has venido, si no te apetece?

No se la oía casi respirar. El latido imperceptible en el fondo del pecho, como si estuviera aletargada. Nino le cogió otra vez la muñeca, la que estaba envuelta en una venda. Jadeaba y su cuerpo era un puro desasosiego. Le hizo daño, apretándosela. Lo hizo aposta. Y ella esta vez emitió un breve sonido como debajo del agua, sin oponer resistencia.

Desapareció entre los grandes brazos de Nino.

Temblaban ambos, pero por temores diversos.

—¿Qué te pasa?

—Nada.

—Deja de decir siempre nada, me cabreas. Quiero saber qué te ha pasado en la muñeca.

Era más fuerte que ella. Aquel abrazo, las manos, el cuerpo del chico más guapo que había visto nunca, que había crecido con ella y había jugado y nadado con ella, le daban miedo. Le molestaba tocarlo. Le daba asco el contacto. Notaba cómo el corazón de Nino latía con fuerza, con tanta fuerza como para penetrar, desgarrándolo, en su pecho vacío, y no se sentía a la altura. Su belleza era inútil, no podía conmoverla.

Ahora él posaba sus labios húmedos en sus labios. Y ella no podía impedir sentir repugnancia. Nino le gustaba: cuando volvía del taller con el mono azul y las manos manchadas de grasa, cuando hacía el caballito con el ciclomotor para llamar su atención. Pero cuando la besaba, como ahora dentro de la nave, sentía que sus órganos se helaban, que sus músculos se inmovilizaban. Se desencadenaba una guerra, en su interior, en sus tripas. Y debía resistir, hacer un esfuerzo: abrir los labios y dejarle entrar, un poco por lo menos.

Porque eso era lo que había que hacer.

Anna lo hacía con Massi: se besaban en la boca.

Pero Nino esta vez no intentó forzar sus labios. Se detuvo al borde. Le cogió la cara entre las manos y la levantó apenas.

Él estaba completamente enamorado. Como no volvería a estarlo nunca más en toda su vida. Antes de convertirse en el cabrón que todos conocían, en la nave del complejo Lucchini, al tomar el rostro de Francesca entre sus manos, estuvo a punto de echarse a llorar.

No veía casi nada de aquel rostro. Impenetrable, pálido rostro, que habría querido comerse, consumir. Veía sólo las dos cuchillas ardientes de los ojos.

—France…

Ella, con los brazos muertos en sus costados.

Nino hubiera querido no decir nada, pero estaba enloqueciendo. Se sentía rechazado y no podía aceptarlo. Estaba perdido por ella. Debía hacer algo, algo grande. Estaba nervioso, tenía que explotar. No aguantaba. Eso era, ahora. No, no puedo. Sí que puedo. Eso es, ahora se lo digo, se lo estoy diciendo…

—Te amo.

Francesca se sobresaltó.

No se lo esperaba, nadie le había dicho nunca algo así. Por unos instantes, volvió a la vida: vida llena de sangre y de carne. Volvió el calor a su rostro. Pero no podía contestar nada a aquellas palabras.

Nino ya las había dicho. Le había costado un esfuerzo sobrehumano y ahora no admitía fugas, reticencias, barricadas. Apretó con fuerza su cuerpo cálido contra el cuerpo cerrado de ella. Dejó que sus manos se deslizaran desde el rostro a los hombros, y de los hombros al pecho, el algodón de la ropa, ese olor que tanto daño le hacía. ¿A qué olía? A piel, a la suya.

Se le iba la cabeza.

—Te esperaré siempre… Estoy dispuesto a esperar —rió—, ¡hasta que nos casemos!

Rió Francesca también. Tenía ganas de reír, de sentirse una persona normal.

Se dejó abrazar por aquel chico bueno que la había visto crecer desde la ventana de enfrente, a través de los pilares de cemento del patio y de las rejas de la verja del colegio. Le había dicho: «Te amo». Él, que hubiera querido traspasar ese cuerpo.

Nino podía hacer mil cosas en ese momento, y en cambio la besó en la frente.

Francesca hundió la cara en su pecho y fue capaz por fin de dejar de fingir. Permitió que se le escapara el llanto, casi mudo. Él no buscó explicaciones. Únicamente, al abrazarla, tuvo una erección.

No podía saber. No debía ver: las marcas bajo la ropa, las sombras violáceas de los hematomas, de los golpes. Francesca lo sabía perfectamente, no podría enamorarse nunca de un hombre.

Entretanto, fuera, a pleno sol, Anna y Massi habían estado jugando a perseguirse y a esconderse, entre las dunas de arrabio y carbón. Drogados de luz, con los cuerpos sudados, se habían exhibido en saltos desde la chimenea derruida.

Ahora, de repente, se habían parado.

Anna se dejó caer sobre el cucharón invertido de la excavadora. Estaba sucia de tierra y respiraba con fuerza. Massi se quitó la camiseta, la tiró sobre el brazo de la carretilla hecha un esqueleto y se dobló sobre sus rodillas. Le hubiera gustado tirarse al suelo, embadurnarse de polvo y morir casi, que los pulmones le explotaran en el pecho.

Se quedaron así un rato, recobrando el aliento y mirándose.

Massi era muy guapo. Moreno, parecía un talibán. Con las rodillas levemente torcidas y los músculos de las piernas marcados como los jugadores profesionales. Diecisiete años, casi dieciocho. Una mirada cortante, negra, de quien sueña con la Primera División. Y un rostro duro, del sur.

La luz blanca convertía la tierra, y el hierro, y el aire irrespirable, en placenta. Había que cerrar los ojos hasta dejar una rendija apenas, para que no te dolieran.

Anna levantó la cabeza, le clavó los iris en sus iris y estalló en carcajadas de buenas a primeras. Era su forma de provocar.

También Massi se rió. Intuyó lo que estaba a punto de ocurrir y se puso de pie, sin apartar los ojos de ella. Él, en la vida, hacía como que estudiaba. Asistía ocasionalmente a las clases del ITIS.[3] Y aquel año le habían suspendido. Las pecas, ese detalle de Anna, le volvían loco. Esa masa de rizos pardos, siempre despeinados. Se había maquillado un poco, hoy. Se había pasado el lápiz por el contorno de los ojos. Pero seguía siendo una niña, y eso también le gustaba.

La luz los aturdía. Y estaba el ruido grave y constante de la fábrica que se irradiaba desde el subsuelo. Y el olor seco, orgánico, del carbón. El olor a óxido, a hierro, a humedad, como cuando empieza a llover. Anna se reclinó en el dorso del cucharón y se sintió al borde de algo que no tenía nombre.

Massi no era su novio, era como una especie de hermano mayor. Ella lo provocaba y él le seguía el juego. No era algo que hiciera a propósito lo de provocarlo, le salía. Sólo que los pensamientos, ahora, se confundían y ya no los controlaba. Sentía que sus músculos se relajaban y que todo su cuerpo se aceleraba. Se quitó la camiseta, se soltó el sujetador. Siempre había sido así, desde que eran niños y jugaban en el sótano a desvestirse. Se quedaban desnudos en la oscuridad. Con la puerta del trastero cerrada con llave, el olor intenso del polvo, del abandono de las cosas. Se miraban, se señalaban las partes del cuerpo, las nombraban en voz alta. Y con cada una de las partes les entraba la risa: el chichi, la colita, las tetas. Después volvían a vestirse y salían a jugar con los demás.

Massi estaba allí. Anna lo sentía acercarse, respirar. Y un terror tranquilo se irradiaba a través de las arterias, penetraba en cada capilar, le enturbiaba los ojos. La luz diluía los montones de neumáticos, las montañas de limadura de hierro y a ella. Le gustaba estar así con el torso desnudo, a la espera, con los brazos cruzados detrás de la cabeza y los ojos cerrados. Sabía que ahora él estaba mirándola.

Habían cambiado muchas cosas con los años, y sobre todo en las dos últimas semanas, sin que ellos pudieran comprender o reaccionar. Ya no les entraba la risa si se desnudaban. Habían empezado a sentirse incómodos mientras se ponían el bañador en las casetas de la playa. Había ocurrido algo nuevo, que era más fuerte que ellos.

Massi no podía soportar los pechos desnudos de Anna. Los miraba quietos bajo la luz, y no había nada más tiránico. Tenía que apretarlos a la fuerza, hundir en ellos su rostro. El sudor le corría por detrás de la nuca, le empapaba el pelo y bajaba como un arroyuelo por la columna vertebral. No podía hacer nada. Le ocurría y no podía ocultarlo. Se quitó el cinturón, que le molestaba. Se acercó hasta darle sombra. Ojalá supiera si Anna sentía lo mismo…

No se movía. Reclinada, con las piernas de cualquier manera y la falda ligeramente levantada. Se limitó a sonreírle, como diciendo: puedes.

Se le echó encima lentamente con todo su cuerpo. Y cerró los ojos. Ahora la oscuridad reinaba para ambos. Todo caía en lo indistinto, en un sabor acre, a nido. Se dejó llevar hasta las rodillas de Anna, sobre su pecho cálido. Y ella se enredó con brazos y piernas a su alrededor, como un marsupial.

Lo que ocurría era que había un único lugar donde Massi estaba realmente bien, y ese lugar era Anna. Su vecina de casa, la chiquilla cabrona que le tiraba globos de agua desde el balcón.

No siempre sentía ganas de estar en guerra: con los profesores, con la gente de su edad, con sus padres. Y hacerse el duro con ella, mediante gestos, miradas, bravuconadas. Esforzarse por marcar un gol cada domingo, esforzarse por potenciar el escúter hasta el extremo. A veces sentía ganas de encerrarse y caer, desnudo, en esa niña.

Había descubierto hacía poco el cuerpo de Anna. Demasiado conocido, tan cambiado, podía ser el de su hermana, tan sin espinas.

Anna lo estaba besando, y ya no era capaz de pensar. No estoy enamorada, no es cierto. Es un juego, pero es algo más que un juego. Se aferraba a sus hombros, quería hacer algo, pero no sabía qué. Dejó que una mano de él se le insinuase. No debía hacerlo, pero lo hacía. Porque él la tocaba igual que lo hacía ella misma, sola, antes de quedarse dormida.

La primera vez que se besaron con la lengua fue dos semanas antes.

Él fue a recogerla el último día de colegio con el escúter. Se detuvo en la carretera costera y se sentaron en un banco frente al mar. Era mediodía. Massi le abrió los labios, se metió dentro, y Anna sintió mucho miedo. Después, sin embargo, la abrazó con fuerza, y al abrazarla la había rozado en medio de las piernas. Ella había sentido ganas de hacer pis, muy intensas, y le soltó una bofetada.

Pero ahora, no sabía por qué, tenía ganas de dejarse rozar. Un poquito, nada más que un poquito. El miedo ya no era tan intenso. Quería conocer esa cosa tan extraña, que le gustaba pero que le hacía daño también. Y Massi le apartó el borde de las braguitas, con los dedos únicamente, con un dedo apenas. Porque ella estaba temblando, había abierto los ojos, y esos ojos preguntaban: ¿ahora qué va a pasar?

Cuando oyeron que los llamaban en voz alta, se interrumpieron bruscamente. Se vistieron a toda prisa sin mirarse y reaparecieron con la ropa en desorden por detrás de la excavadora.

Francesca y Nino les estaban haciendo señas con las manos.

Antes de montar en los ciclomotores, Francesca miró a Anna de una forma que daba miedo. Una especie de incendio oscuro. Anna no lo resistió y volvió la mirada hacia otra parte.